Por la mañana, nos levantamos a buena hora, desayunamos (ella cereales, yo tostadas) y nos duchamos juntas. Después, fuimos a dar una vuelta por un parque que hay cerca de nuestra casa. Hacía un solecito muy rico; nos dimos besos, abrazos, y caminamos de la mano mirándonos con amor. No todo el rato, es verdad, pero creo que aportamos una cuota decente de visibilidad. Como en el parque pasean muchas parejas jóvenes (todas heterosexuales, por cierto) con sus hijos, nos dedicamos a hacer arrumacos a los bebés ajenos y a planear nuestra todavía hipotética maternidad.
Después llegamos a casa y yo, presa de la insolación, me quedé dormida antes de comer. Cuando me desperté, preparamos unas tortillas de maíz con lechuga, tomate, jamón y queso, que nos zampamos con un placer indescriptible, y luego nos sentamos a ver la tele en el sofá. Presa de quién sabe qué esta vez, me volví a quedar dormida hasta que mi novia me despertó porque se marchaba a un curso que tiene dos sábados de cada mes. Yo me quedé en casa recortando noticias de un montón de periódicos, especialmente las relacionadas con la homosexualidad, que mi novia y yo vamos guardando en una carpeta.
A media tarde me arreglé para ir a buscarla. Habíamos quedado en Chueca; yo llegaba demasiado pronto y me mordía los labios pensando en la manera de hacer tiempo, ya que no me había llevado ninguno libro para leer en el metro porque ando enganchada con uno que no es nada fácil de transportar (por su tamaño). Sin embargo, cuando ya terminaba de subir las escaleras, ella me salió al paso: ¡había salido un poco antes y ya estaba allí, esperándome! Nos fundimos en un beso, nos reímos alegremente, y después ella me señaló una mesa en la que estaban recogiendo firmas en contra de la pena de muerte que se practica a los homosexuales en Irán. Charlamos un rato con el chico que las recogía, y yo firmé un poco más abajo de donde había firmado mi novia diez minutos antes.
Después nos dimos nuestro paseo clásico por Chueca, que consiste, básicamente, en dar vueltas concéntricas alrededor de la plaza. También visitamos Berkana, la librería de temática que hay en la calle Hortaleza, y estuvimos echándole un vistazo a las novedades. Mi novia se ha interesado recientemente por la teoría queer, a través de una filósofa llamada Beatriz Preciado, y yo le animé a comprar un libro sobre el tema; para variar, ella me miró con cara de pena y yo adiviné sus intenciones: quería que yo me lo leyera y luego se lo contara. “¡Pero es que a mí no me apetece nada ahora mismo leer sobre eso!”. Así que, finalmente, salimos con las manos vacías.
Luego nos fuimos a tomar unas cañas en una de las terrazas donde ya se puede disfrutar del buen tiempo, y ella me estuvo explicando qué había aprendido en el curso. Desde su silla, se veía toda la plaza de Vázquez de Mella, animada por múltiples razones, y ella se distraía constantemente de la conversación. Yo, que no tenía la misma suerte, me consolaba con mirar hacia una tienda carísima donde nunca entraba nadie y, a mi parecer, las dependientas se aburrían un montón.
Al final de la tarde nos fuimos a cenar a un restaurante que nos gusta bastante, pero descubrimos que habían cambiado la carta y que ahora, además de caro, dejaba mucho que desear. Mientras nos marchábamos, no me resistí a hacer mi comentario heterófobo del día: “¿Te has fijado en que casi todas las parejas del restaurante eran heteros? ¡Venir hasta Chueca para esto!”. En fin.
Durante toda la tarde fuimos visibles, pero al volver a casa en metro dejamos de darnos la mano, besarnos, abrazarnos y mirarnos con amor. ¿Por qué? Además de porque mi novia se encontró a alguien de su trabajo (una organización religiosa donde no le es fácil expresarse tal y como es), porque, al menos a mí, me da un poco de miedo la gente que viaja con nosotras hasta nuestra casa. Tal vez sean prejuicios que deberían hacer que me replantease mi nivel de visibilidad, pero no me siento cómoda evidenciando que soy lesbiana delante de ciertas personas, especialmente hombres. Sinceramente, me siento amenazada en mi integridad.
Cuando llegamos a casa, yo tenía la ilusión de que nos sentásemos un rato en el balcón a disfrutar de la noche pre-veraniega. Sin que me diera cuenta, salió la vecina del balcón de al lado y mi novia se quedó petrificada de la vergüenza. Mientras tanto, yo ponía a parir a los vecinos de enfrente, que habían hecho una barbacoa en la terraza que ahumaba toda la calle. Casi nos recogíamos ya cuando advertí la presencia de la vecina, y le eché la bronca por no haberle dado las buenas noches. “Este barrio es como un pueblo, cielo, tienes que ser educada”. A mi novia no le gusta la idea de que los vecinos sepan que somos pareja; a mí, que para otras cosas soy mucho más parada, me hace ilusión que se enteren.
Y hasta aquí nuestra celebración del Día de la Visibilidad.
Poco militante pero no por ello menos valiente, creo yo.
Encantada.