La observo mientras se acerca al espejo. Agarra la tira verde con precisión y se entrega a la labor con delicadeza. Remata con las pinzas. Mis ojos como platos la siguen mientras se gira y camina hacia la puerta.
− Qué bien lo haces, mi amor − le digo.
− Son muchos años de experiencia − me responde ella.
Una punzada de orgullo recorre entonces mi espalda. Para cuando me sitúo frente al espejo, se ha transformado en hybris. ¿Acaso no lo puedo hacer yo igual de bien, a pesar de mi inexperiencia? Como buena heroína clásica, me respondo afirmativamente, mientras a mi alrededor se respira el aroma de la tragedia. Así que cojo la tira verde, la caliento entre mis manos y la separo cuidadosamente. Me siento la reina del mundo.
Primer error de cálculo. Yo soy miope, ella no. Para verme la cara, necesito situarme a una distancia descaradamente obscena del espejo. Ello me impide ver dónde dejo la mitad de la tira. Mientras apalpo donde creía que debería estar, descubro con terror que no se encuentra ahí. Los dedos de mi mano izquierda se crispan. Mi mirada se aparta del espejo. Ha caído al lavabo.
Confiando ciegamente en la ley de Murphy, decido que habrá caído boca abajo. Segundo error de cálculo. Cuando aproximo mis dedos a la parte de arriba, me quedo pegada en la masa viscosa y verde. Agito mi mano en el aire para despegarme (me inhibo de ayudarme con la otra mano para que no ocurra lo mismo con ella). La tira cae, pero sigo sin ver de qué lado. Acerco mi cara al lavabo lo suficiente para observar la masa viscosa sin que se me quede la nariz pegada en ella. Parece que (esta vez sí) ha caído boca abajo. La cojo por la parte de arriba. Me quedo pegada igualmente. La cojo por la parte de abajo. También me quedo pegada y llego a la conclusión de que el 33% de la masa se encuentra en un lado de la tira, el otro 33% en el otro lado y el último 33% se ha adherido de manera irremediable a las yemas de mis dedos.
A pesar de estos imprevistos, doy comienzo a mi tarea todavía ignorante de mi trágico destino. Primer tirón. Aullido de dolor. Sentimientos de incomprensión ante el mundo, rebeldía, odio y autocompasión profunda. Segundo tirón. Mi mente trata de alejarme de la situación de manera urgente y me transporta a otros mundos donde las mujeres son estimadas en su naturalidad, donde el cuerpo no se maltrata bajo ningún concepto y donde el dolor no se obtiene jamás por voluntad propia. Tercer tirón. Pienso intensamente en Simone de Beauvoir, tratando de imaginar lo que haría ella en una situación semejante. Cuarto tirón. Me asoman las primeras lágrimas a los ojos mientras recuerdo a Virginia Woolf. Quinto tirón. Viene a mi mente la imagen de Frida Kahlo y me pregunto por qué. Sexto tirón. Asumo que soy una feminista de palo y me doblego ante la sociedad patriarcal.
Presa de los últimos estertores de mi dignidad, descubro un pelo enhiesto en el lado izquierdo y me aferro a él como tabla de salvación. Pego la tira, doy golpecitos, la despego. Ningún cambio aparente. Pego la tira, doy golpecitos, la despego. El pelo continúa invicto. Cual heroína que se precipita hacia su perdición, pego y despego la tira de forma compulsiva hasta que mi piel pasa del color rojizo al granate oscuro. Me lo pienso dos veces y decido utilizar las pinzas. Asunto zanjado.
Me acerco nuevamente al espejo. Parpadeo. Trato de fijar la vista. Una sensación de mareo me invade cuando creo ver pelos por todas partes. Mi mano derecha aún tiembla y decido (erróneamente) repetir la operación exterminio. Pego y despego de forma compulsiva la tira verde para culminar la tragedia: la mitad de mi rostro ha adquirido un color preocupante y no puedo asegurar que los pelos no sigan ahí.
Salgo del baño. Me acerco tambaleante al salón. Ella ha tenido tiempo de preparar la cena y poner la mesa mientras yo consumaba mi delito. En su rostro apenas se adivina alguna sombra rosada, mientras que el mío revela una cruenta escabechina. Cuando se acerca para abrazarme aprovecho para comprobar que su operación ha sido perfecta. Y aunque sé que la mía no puede compararse, un regusto de orgullo me impide admitirlo.
A la mañana siguiente he de enfrentarme a la realidad sin remedio. Mi rostro continúa encendido. Me veo obligada a aplicar litros de maquillaje para ocultar el fuego de mi desgracia. Vuelvo a hacerlo al día siguiente. El tercero, decido aplicarme sólo polvos. El cuarto, me resigno a lucir una cicatriz no tan discreta como quisiera allí donde se situó cierto pelo. La cicatriz dura toda la semana, como justo castigo por mi hybris. Cuando el círculo se cierra, consigo admitir mi culpa.
− Cariño, está claro que tú te sabes depilar mucho mejor que yo.
Ella sonríe, quitándole importancia. Yo agacho las orejas y me oculto entre sus brazos. La heroína trágica comprende entonces que siempre que haya dos clases de personas, a ella le tocará irremediablemente pertenecer a la mala.
Incluso para depilarse el bigote.
Encantada.
− Qué bien lo haces, mi amor − le digo.
− Son muchos años de experiencia − me responde ella.
Una punzada de orgullo recorre entonces mi espalda. Para cuando me sitúo frente al espejo, se ha transformado en hybris. ¿Acaso no lo puedo hacer yo igual de bien, a pesar de mi inexperiencia? Como buena heroína clásica, me respondo afirmativamente, mientras a mi alrededor se respira el aroma de la tragedia. Así que cojo la tira verde, la caliento entre mis manos y la separo cuidadosamente. Me siento la reina del mundo.
Primer error de cálculo. Yo soy miope, ella no. Para verme la cara, necesito situarme a una distancia descaradamente obscena del espejo. Ello me impide ver dónde dejo la mitad de la tira. Mientras apalpo donde creía que debería estar, descubro con terror que no se encuentra ahí. Los dedos de mi mano izquierda se crispan. Mi mirada se aparta del espejo. Ha caído al lavabo.
Confiando ciegamente en la ley de Murphy, decido que habrá caído boca abajo. Segundo error de cálculo. Cuando aproximo mis dedos a la parte de arriba, me quedo pegada en la masa viscosa y verde. Agito mi mano en el aire para despegarme (me inhibo de ayudarme con la otra mano para que no ocurra lo mismo con ella). La tira cae, pero sigo sin ver de qué lado. Acerco mi cara al lavabo lo suficiente para observar la masa viscosa sin que se me quede la nariz pegada en ella. Parece que (esta vez sí) ha caído boca abajo. La cojo por la parte de arriba. Me quedo pegada igualmente. La cojo por la parte de abajo. También me quedo pegada y llego a la conclusión de que el 33% de la masa se encuentra en un lado de la tira, el otro 33% en el otro lado y el último 33% se ha adherido de manera irremediable a las yemas de mis dedos.
A pesar de estos imprevistos, doy comienzo a mi tarea todavía ignorante de mi trágico destino. Primer tirón. Aullido de dolor. Sentimientos de incomprensión ante el mundo, rebeldía, odio y autocompasión profunda. Segundo tirón. Mi mente trata de alejarme de la situación de manera urgente y me transporta a otros mundos donde las mujeres son estimadas en su naturalidad, donde el cuerpo no se maltrata bajo ningún concepto y donde el dolor no se obtiene jamás por voluntad propia. Tercer tirón. Pienso intensamente en Simone de Beauvoir, tratando de imaginar lo que haría ella en una situación semejante. Cuarto tirón. Me asoman las primeras lágrimas a los ojos mientras recuerdo a Virginia Woolf. Quinto tirón. Viene a mi mente la imagen de Frida Kahlo y me pregunto por qué. Sexto tirón. Asumo que soy una feminista de palo y me doblego ante la sociedad patriarcal.
Presa de los últimos estertores de mi dignidad, descubro un pelo enhiesto en el lado izquierdo y me aferro a él como tabla de salvación. Pego la tira, doy golpecitos, la despego. Ningún cambio aparente. Pego la tira, doy golpecitos, la despego. El pelo continúa invicto. Cual heroína que se precipita hacia su perdición, pego y despego la tira de forma compulsiva hasta que mi piel pasa del color rojizo al granate oscuro. Me lo pienso dos veces y decido utilizar las pinzas. Asunto zanjado.
Me acerco nuevamente al espejo. Parpadeo. Trato de fijar la vista. Una sensación de mareo me invade cuando creo ver pelos por todas partes. Mi mano derecha aún tiembla y decido (erróneamente) repetir la operación exterminio. Pego y despego de forma compulsiva la tira verde para culminar la tragedia: la mitad de mi rostro ha adquirido un color preocupante y no puedo asegurar que los pelos no sigan ahí.
Salgo del baño. Me acerco tambaleante al salón. Ella ha tenido tiempo de preparar la cena y poner la mesa mientras yo consumaba mi delito. En su rostro apenas se adivina alguna sombra rosada, mientras que el mío revela una cruenta escabechina. Cuando se acerca para abrazarme aprovecho para comprobar que su operación ha sido perfecta. Y aunque sé que la mía no puede compararse, un regusto de orgullo me impide admitirlo.
A la mañana siguiente he de enfrentarme a la realidad sin remedio. Mi rostro continúa encendido. Me veo obligada a aplicar litros de maquillaje para ocultar el fuego de mi desgracia. Vuelvo a hacerlo al día siguiente. El tercero, decido aplicarme sólo polvos. El cuarto, me resigno a lucir una cicatriz no tan discreta como quisiera allí donde se situó cierto pelo. La cicatriz dura toda la semana, como justo castigo por mi hybris. Cuando el círculo se cierra, consigo admitir mi culpa.
− Cariño, está claro que tú te sabes depilar mucho mejor que yo.
Ella sonríe, quitándole importancia. Yo agacho las orejas y me oculto entre sus brazos. La heroína trágica comprende entonces que siempre que haya dos clases de personas, a ella le tocará irremediablemente pertenecer a la mala.
Incluso para depilarse el bigote.
Encantada.