Al hilo de la entrada publicada por Núria y Luisa sobre el castigo físico como medio para educar a los niños, me permito dar mi opinión sobre el tema como niña criada a base de bofetadas "a tiempo".
Mi madre era de esas madres que solucionaba los conflictos con el "método" de la zapatilla. Si mi hermano pequeño y yo estábamos jugando y él empezaba a llorar porque algo no resultaba de su agrado, mi madre entraba en la habitación, nos arreaba tres o cuatro zapatillazos a cada uno, y se volvía a marchar. Nosotros nos quedábamos llorando durante un rato, cada uno en una punta del cuarto y, después, si todavía nos quedaban ganas, volvíamos a jugar.
Explicado así, de manera clara, directa y concisa, podría parecer que mi madre era una mujer que ejercía maltrato físico sobre sus hijos. Sin embargo, en la época en que me crie, el uso de "métodos educativos" semejantes era normal. Hoy en día, mis amigos y yo bromeamos muchas veces con el tema de la zapatilla, que no sólo actuaba para resolver los problemas entre hermanos, sino también para forzar nuestro comportamiento en la dirección que la zapatilla marcaba. Con esto quiero decir que mi experiencia no es excepcional.
Sin embargo, y creo que afortunadamente, yo no comparto la visión amable sobre la bofetada "a tiempo·". Sea porque lo he sufrido, o porque no defiendo ningún tipo de violencia, o tal vez porque tengo la suerte de conocer "métodos" alternativos, considero que el castigo físico sólo llega "a tiempo" de minar la autoestima de quien lo sufre, introducir un elemento de poder ilegítimo en una relación que debería basarse en el cariño y el respeto, y sembrar la semilla de la violencia en lo profundo del inconsciente emocional. Personalmente, además, guardo ciertos recuerdos asociados al castigo físico que confirman mi opinión.
Recuerdo a mi padre poniéndome de pie en la silla de la cocina, pegándome unos cuantos azotes y volviéndome a sentar para que me terminara el plato de comida. Recuerdo mi miedo, mi impotencia, el sentimiento de que algo se resquebrajaba entre nosotros y, por supuesto, recuerdo no haber probado ni un bocado más.
Recuerdo los pasos de mi madre acercándose por el pasillo antes de entrar en la habitación donde mi hermano y yo nos peleábamos. Recuerdo pedirle por favor que escuchara nuestras versiones de lo sucedido, segura de que existía una solución mejor, para conseguir tan sólo una nueva dosis de zapatilla, aderezada con la impotencia de siempre y una ingente cantidad de rencor.
Recuerdo también la última vez que mi madre me pegó. Tenía catorce años y le acababa de pegar una contestación típicamente adolescente. Y ella me la devolvió, estampándome una bofetada en la cara. Yo me marché a mi habitación. Había sentido en mi propio cuerpo la impotencia de mi madre y tenía absolutamente claro que era injusto que yo tuviera que pagarla así. Ella también lo sabía, y vino detrás de mí para pedirme perdón.
No creo que a mis padres les gustara pegarnos a mi hermano o a mí. Simplemente, continuaban una "tradición educativa" prestigiosa, aceptada y defendida por muchos, como lo sigue siendo por algunos hoy. Tampoco me considero una niña maltratada, al menos no más que cualquiera que haya recibido un castigo físico "moderado" durante su infancia.
Pero conozco los sentimientos que se movían entorno al castigo físico y sé que no son positivos para ninguna relación. Por eso no repetiría el modelo en el que me crie. El aprendizaje de la convivencia, del respeto, de las normas, de la colaboración, requiere otros métodos que promuevan también el entendimiento, el diálogo, el cariño y el perdón. La bofetada "a tiempo" no sólo no lo consigue, sino que actúa en contra, afectando no sólo al niño que la recibe, sino también al adulto en que ese niño se convertirá.
No soy madre, pero sí educadora, y estoy segura de que los conflictos que nos ayudan a crecer son los que se solucionan de manera constructiva, y que la impotencia es una emoción negativa que los adultos debemos aprender a gestionar de manera no violenta en todos los ámbitos de nuestra experiencia, incluyendo la educación de un menor.
Por eso estoy encantada de llegar a tiempo.
A tiempo de evitar la bofetada.