domingo, 30 de agosto de 2009

Salir del armario. Las respuestas clásicas (I)

Mientras que las mujeres homosexuales clamamos por nuestra diversidad, la sociedad continúa devolviéndonos imágenes a cada cual más estereotipada. No sólo de nosotras mismas, sino también de los que no son como nosotras, a través de sus comentarios, de sus reacciones hacia nuestro lesbianismo: esperadas, esperables, fácilmente clasificables.

Tan fácilmente, que no he podido resistirme a hacer una pequeña taxonomía sexuada de las respuestas más comunes que no podemos evitar recibir cuando salimos del armario. Aquí van las de ellas:


1. La mariliendre.

Ay, pues yo tengo muchísimos amigos gays, ¿sabes? Mi mejor amigo es gay, mi segundo mejor amigo es gay, mi tercer mejor amigo es gay, y hasta mi ex novio es gay. Pero chicas… chicas… ¡chicas no conocía a ninguna!

Cuando recibo esta respuesta nunca sé muy bien qué pensar. En primer lugar, me pregunto por qué una mujer heterosexual prefiere rodearse de amigos gays que de otras amigas. No digo que no tenga amigos homosexuales, es estupendo que los tenga; simplemente me asalta la duda de por qué parece tener sólo amigos gays. ¿Es por la tan manida competitividad femenina? ¿Es porque ellas también llevan dentro una diva? Y lo que después me pregunto es: ¿tan separados estamos gays y lesbianas que, aunque una frecuente medio Chueca, puede no tener ningún amigo gay que a su vez tenga una amiga bollera? ¿Es esto posible o lo es que las mariliendres escojan precisamente a aquellos amigos gays que declaran no haber conocido mujer, ni siquiera lesbiana? Porque eso significaría que algunas mujeres rodeadísimas de amigos gays no aceptan la homosexualidad como tal, sino que simplemente se adornan de hombres que no les crean problemas de tensión sexual y con los que pueden compartir más que confidencias. ¿O lo que realmente nos jode es que las lesbianas no tenemos mariliendros?


2. La entusiasta.

¿Eres lesbiana? ¡Ay, qué bien, qué bien, qué bien! ¡No sabes las ganas que tenía de que una amiga mía fuera lesbiana! Nunca había conocido a ninguna y ahora… ¡por fin tengo una amiga lesbiana! ¡Ay, qué bien, qué bien, qué bien! ¡Cuánto me alegro de que lo seas!

Esta respuesta, si bien puede parecer menos común que la anterior, en realidad no lo es tanto. Algunas mujeres la expresan, otras parecen pensarlo secretamente; pero lo cierto es que un interesante número de mujeres heterosexuales gustan rodearse de mujeres lesbianas. Y yo me pregunto, ¿por qué? La aceptación es positiva, y por supuesto que se agradece, pero, ¿es realmente necesario el entusiasmo? ¿Acaso somos algún tipo de objeto decorativo o animal de circo? ¿A qué viene esa fiesta de “por fin, por fin”? Personalmente, he de confesar que yo fui una de esas mujeres entusiastas, pero en mi caso, era mi inconsciente el que hacía la fiesta a mi identidad, dando palmas ante la posibilidad de que, teniendo una lesbiana delante, pudiera sospechar algo acerca de mí misma. ¿Es ese también el caso de las otras mujeres entusiastas? ¿O es que las lesbianas estamos tan acostumbradas a ir causando dramas a nuestro alrededor que cuando alguien se alegra de tenernos cerca no podemos aceptarlo?


3. La narcisista.

Así que lesbiana, ¿eh? Y dime… ¿te parece que estoy buena?

Las respuestas narcisistas son en realidad tremendamente variables. Pueden darse a conocer en el momento mismo en que decidimos salir del armario (lo que demuestra que, con toda probabilidad, no nos estaban escuchando) o hacerlo tiempo después, a través de comentarios sutiles que demuestran el regocijo interno de tener una segunda opinión. Generalmente, las respuestas narcisistas obvian algunos pequeños detalles, como el hecho de que a las lesbianas no nos gusten todas las mujeres, que seamos capaces de tener sentimientos neutros hacia mujeres muy cercanas y, sobre todo, que cualquier ser humano puede dar su opinión acerca de otro, sin necesidad de sentirse siquiera potencialmente atraído hacia él. ¿Acaso no puede cualquier mujer decir si otra está o no buena? ¿Es necesario que sea lesbiana? ¿Acaso los hombres no son capaces hacer lo mismo entre ellos y con las mujeres, sin que eso signifique nada más allá del hecho de tener una opinión? ¿Por qué vale más la opinión de alguien que puede sentirse atraído hacia ti? ¿Es que acaso pretenden descubrir precisamente eso, si nos molan? ¿Y qué es lo que nos molesta a nosotras? ¿Que sea verdad...?


Próximamente, las respuestas de ellos.
Encantada.

lunes, 24 de agosto de 2009

Por la ventana

La otra noche tuve un sueño.

Soñé que estaba en la habitación de un hotel, o más bien una residencia, una casa de huéspedes. La habitación era cuadrada, antigua, de techos altos y paredes cubiertas de un papel marrón con dibujos geométricos de color naranja. No había ningún mueble, tan solo un colchón en el suelo. Estaba limpia y bien cuidada; era, simplemente, “de época”.

En la habitación había una ventana. No era una ventana de las que llegan a media altura, sino que partía del suelo y llegaba casi hasta el techo. Más que una ventana, por tanto, parecía una puerta. Era de madera oscura y tenía contraventanas; como nota curiosa, creo recordar que las ventanas se abrían hacia fuera y las contraventanas hacia dentro.

En la calle llovía torrencialmente, hacía viento y era de noche. Las ventanas se abrían de golpe una y otra vez, y yo intentaba cerrarlas. Por más que me aseguraba de haber colocado bien todos los cierres, al poco rato la ventana se volvía a abrir. A mí me daba mucho miedo acercarme a ella, porque daba directamente a la fachada del edificio y no se veía la calle. Sentía un vértigo muy profundo cada vez que me acercaba a la ventana y tenía miedo de escurrirme con el agua de la lluvia y precipitarme hacia el vacío, así que a veces intentaba cerrar la ventana tumbada en el suelo, con los pies suficientemente lejos de ella como para no poderme escurrir.

De pronto, una de las veces que tuve que volver a cerrar la ventana, me di cuenta de que ya no daba directamente a la fachada del edificio, sino que había “crecido” una terraza alrededor. Eso me hacía sentir un poco menos de miedo, pero aun así, prefería no salir a la terraza porque no tenía barandilla. Sin embargo, la siguiente vez que me volví a acercar a cerrar la ventana, había crecido también una barandilla. No obstante, apenas me atreví a poner un pie en la terraza, porque la barandilla sólo tenía barrotes a los lados, y en frente de la ventana se abría un agujero que volvía a hacerme sentir en peligro.

El tiempo pasaba y, una de las veces que volví a cerrar la ventana, me di cuenta de que era de día. Y de que la terraza ya no era la terraza, sino un pequeño porche. Pero al final del porche seguía habiendo un precipicio. Y yo me asusté mucho cuando descubrí que mi hermano estaba justamente allí. No era como es ahora, que hace tres de mí y me saca una cabeza, sino que era mi hermano como suele serlo en los sueños, mi hermano pequeño, una cabeza más bajito que yo y el cuerpo de un adolescente. “¡No sigas caminando!”, le gritaba yo. “¡No vayas hacia allí! ¡Hay un precipicio!”, le insistía desde el quicio de la ventana, asustada de ir un paso más allá. “¡Ven aquí! ¡Ven! ¡Volveré a cerrar la ventana!”, le decía.

Entonces mi hermano se dio la vuelta, me miró y me dijo: “¿Qué precipicio?”. “¿Como que qué precipicio?”, le espeté yo. “¡El precipicio!”. Pero mi hermano insistía en que no había ningún precipicio, y seguía caminando hacia él. Así que yo me armé de valor y atravesé la ventana, llegando hasta donde él estaba. “No sigas caminando, es muy peligroso”, le dije cuando estuve a su lado. Pero mi hermano volvió a mirarme con cara de incrédulo. “¿Peligroso? ¿El qué?”. Entonces miré hacia el precipicio, y me di cuenta de que no había ninguno. Sólo un recoveco de tierra y una especie de tejado. La tierra formaba un muro, de manera que era imposible caerse, porque no iba a ningún lado. Mi hermano siguió trasteando tan tranquilo, y yo empecé a pensar que me estaba volviendo loca, que veía peligros donde no los había.

Así que, por primera vez, me atreví a mirar alrededor, y me di cuenta que, donde antes estuvo el vacío, la lluvia y la negrura, ahora había un pueblo y un camino asfaltado. Y mis padres estaban esperándome allí, de la mano, como si hubiésemos quedado para dar un paseo.

Y me desperté sobresaltada, dando por finalizado el sueño.

Está claro, ¿no?

Encantada.

domingo, 16 de agosto de 2009

En olor de libertad

Habíamos quedado con unas amigas y, cuando fuimos a saludar a una de ellas, se echó para atrás, interpuso sus manos entre nosotras y los dos besos, y nos espetó una terrorífica frase: “No os asustéis, ¿vale?, pero…”.

¿Qué había hecho nuestra intrépida protagonista? Algo que nunca hasta entonces había pensado que fuera posible, no por imposible sino por improbable, y que desde ese momento me ha hecho pensar largo y tendido: se había echado colonia de hombre.

Me costó entender que nos había prevenido porque no quería que pensásemos que olía a tío por haber estado con un tío. Ella es lesbiana y su identidad ha seguido un largo camino como para ser cuestionada de una manera tan estúpida. Y es que se había echado colonia de hombre por una razón bien simple: le gustaba su olor.

Su hazaña me hizo pensar en cuántas cosas se siguen considerando prototípicamente de hombre o de mujer sin que haya razones válidas para sustentarlo. Hemos avanzado mucho, sí: hoy las mujeres visten pantalones y algunos hombres se atreven con las faldas, la longitud del pelo ya no es distintiva de ningún sexo, y se anima a las familias a considerar la mayor parte de juguetes posible como unisex. Así que, ¿por qué creemos todavía que las colonias de mujer deben oler a flores y a frutas, y las de los hombres a… no sé qué? ¿Cuánto micromachismo más hay inoculado en nuestro cerebro para que no lo percibamos, para que ni lo notemos, y por tanto, no seamos capaces de cuestionarlo?

Creo que mi amiga se sentía a la vez avergonzada y valerosa, esa mezcla de sentimientos que sólo provocan las grandes gestas personales, las pequeñas rebeliones individuales. A los pocos días nos enseñó orgullosa su bote de colonia. Para entonces, a mí ya me había dejado de oler a hombre y me olía simplemente a perfume, al perfume que ella había elegido en un acto de libertad personal.

Consciente de una cantidad indeterminable de micromachismo en mis venas, sólo espero conocer a muchas más mujeres que, como mi amiga, me permitan una pequeña transfusión de coherencia y sensatez, un poco de aire fresco entre tanto determinismo patriarcal.

Encantada.

domingo, 2 de agosto de 2009

Amariconando, que es gerundio

Hace unos días mi novia y yo tuvimos una curiosa conversación con unas amigas. Todas somos conductoras habituales (algunas más que otras) y comentábamos a cuántas revoluciones hacíamos el cambio de marcha a raíz de que el coche en que viajábamos nos dejara tiradas en una playa remota. Yo expliqué que intentaba forzar lo menos posible el motor, y una de nuestras amigas se apresuró a espetarme la consabida frasecita:

─ ¡Lo estás amariconando!

Varios días después, una vez en casa sanas y salvas, mi novia y yo estuvimos repasando aquella conversación, y nos dimos cuenta de que la prueba de que el presunto razonamiento que defiende el estilo prototípicamente masculino de conducción está basado en prejuicios es precisamente esa frase: si no conduces como un macho, amariconas el coche.

¿Y cómo conducen los machos? Cambiando de marcha justo antes de quemar el motor, adelantando compulsivamente, frenando y acelerando como si condujeran en los coches de choque y despreocupándose por todo lo demás: conductores, copilotos, acompañantes y medio ambiente.

Los machos aducirán que la forma prototípicamente femenina de conducir tampoco es mucho mejor, o como les gusta decir a ellos, es descaradamente peligrosa: pegadas al volante, a sesenta por hora en la autovía, incapaces de adelantar a un triciclo. Sin embargo, aunque haya conductoras (y conductores) que cumplen ese perfil, no es esa la forma de conducir que nosotras defendemos.

A mí me parece razonable conducir sin forzar el motor, de manera suave: cambiar cuando lo pida el coche, acelerar y frenar con tiempo siempre que sea posible, hacer una conducción fluida, sin sobresaltos y, sobre todo, pensar en los demás. Porque conducir implica siempre la posibilidad de matar: a personas desconocidas, a tus seres queridos, a ti misma. Además, una conducción como esta te permite ahorrar una cantidad considerable de combustible, lo cual es bueno para el medio ambiente y para tu bolsillo.

¿Cuál es el problema entonces? Ah, sí: que lo amariconas. Pero a mí me parece que eso no es posible. Y es que, mientras que forzar una máquina hace que se desgaste antes de tiempo, usarla con cuidado no hace que se haga vaga, que se ralentice, que pierda la capacidad de reacción: entre otras cosas, porque las máquinas no son personas y no tienen la capacidad de aprender (ni de amariconarse).

Pero el argumento es infalible. Nadie quiere amariconar el coche, aunque nunca terminemos de saber muy bien lo que eso significa. ¿Quién querría tener un coche maricón, con lo malo que deber ser eso, sea lo que sea?

─ Pues claro que amaricono el coche… ¡sólo faltaría! ¡Mi coche está amariconaíto perdido! Para algo que se puede amariconar a gusto, ¿no lo voy a amariconar?

Encantada.

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