Cuando era pequeña, me regalaron un libro con el cuento de La Sirenita. Era una edición preciosa, con unas ilustraciones hermosísimas, tan comunes hoy en los libros infantiles, pero que, por aquel entonces, se estilaban mucho menos.
La lectura de este libro es uno de los recuerdos más claros que conservo de mi infancia. Yo ya conocía la historia, creo que porque había visto la película de Disney, y se me hacía raro ver a los personajes dibujados de un modo distinto. No obstante, me gustó reconocer la trama: el reino del mar, el naufragio, cómo la sirena salva al príncipe, el trato con la bruja, el milagro de las dos piernas...
El motivo por el cual esta lectura ha quedado grabada en mi mente es que su final era muy distinto al que yo conocía. Todavía recuerdo cómo busqué una última página perdida la primera vez que lo leí, incapaz de asumir aquel terrible desenlace; cómo volví sobre mis pasos buscando un detalle pasado por alto, una luz de esperanza ante tanta desolación.
Y es que, en mi cuento, la Sirenita moría. Después de haber abandonado el mundo que conocía, dejando atrás a su familia; tras aceptar los terribles riesgos que conllevaba su apuesta, la Sirenita no se ve recompensada. Ni siquiera se le permite desandar el camino y regresar a su hogar. Debe pagar su osadía con la muerte y convertirse en espuma de mar.
Creo que este fue el primer relato que leí con un final que no era feliz. Y me impresionó vivamente. ¿Por qué? ¿Cómo se justifica tanta saña con un personaje puro, bueno, hermoso, valiente y cuyo único pecado ha sido luchar por el amor y la felicidad...?
Estos días he recordado esta historia y su valiosa aunque terrible enseñanza: que la vida no es justa. Nos enseñan que, si uno tiene buenas intenciones, si no desea el mal, si se esfuerza, si lucha por lo hermoso, si pone en ello todo su empeño... al final gana. Pero la vida no sabe de lógica argumental ni de justicia poética. Ganar o perder, los finales felices o desgraciados se distribuyen al azar en nuestras historias de vida, y a veces un protagonista mezquino consigue todo aquello que no merecía y, otras veces, un personaje honrado acaba siendo castigado con el peor de los finales.
Estos recuerdos, estas dolorosas reflexiones se me mezclan hoy con una canción de Josh Rouse que he escuchado mucho últimamente. Su estribillo me parece una preciosa banda sonora para esa Sirenita de mi infancia, para estas emociones que hoy me arrastran hacia el fondo de un mar de pena en el que mi cuerpo no sabe flotar.
Sinking down slow, sinking down slow,
sinking down... slowly.