Salgo del trabajo más tarde de lo que me gustaría y decido hacer un último esfuerzo para arrastrarme hasta el centro comercial, con la idea de hacer una pequeña compra de productos que no venden en mi supermercado de siempre. Me refiero a esos que tanto nos gustan a los vegetarianos: zumos multivitaminas, colacao trescientos minerales, leche de soja enriquecida, etc.
La perspectiva de leer decenas de etiquetas sin que nadie me meta prisa me proporciona las fuerzas que me faltan. Llego, aparco, me pongo el abrigo, cojo el monedero, entro en el hipermercado.
Me entra el pánico de ser la única compradora que no utiliza carro sino cesta.
Me entra el pánico de que los de seguridad crean que voy a robar porque doy vueltas sin sentido y me paro durante varios minutos delante de la misma estantería.
Me entra el pánico de encontrarme con padres y madres de alumnos que me obliguen a hacer horas extra y olisqueen en mi compra.
Tras superar todos mis pánicos, por fin consigo una cesta al final del pasillo, regreso a la puerta para hacer un recorrido ordenado sin el cual no sería capaz de salir de allí hasta la madrugada, no me encuentro a nadie o, al menos, no miro a nadie a la cara para no encontrármelo, y empiezo a coger lo que buscaba. Me congratula descubrir varios 3x2, 2x1 y ofertones del día, que me reafirman en la idea de que ser vegetariana no sólo es fácil sino que resulta inesperadamente barato. Me acerco a la caja feliz, confiada y alegre, sin sospechar del inicio de una nueva tragedia.
Me coloco en la fila y recuerdo que en aquel hipermercado ya no dan bolsas de plástico, y que yo no llevo ninguna, ni tan siquiera tengo alguna en el coche. No pasa nada, me digo, compraré un par de bolsas de fibra de patata y echaré una mano al medio ambiente.
La primera caja de bolsas está vacía.
La segunda caja de bolsas está vacía.
La tercera caja de bolsas está llena, pero no puedo arrancarlas, me enredo, se me caen varias al suelo y cuando me llevo las que creo querer llevarme me doy cuenta de que apenas podría decir si he cogido dos o doscientas.
La cajera mira mi compra y las bolsas alternativamente y sonríe con ironía.
Yo continúo ignorando las advertencias del destino.
(La primera vez que compré bolsas de fibra de patata pensé que tenían pinta de ser muy poco resistentes, pero enseguida me dije que aquella era la voz del miedo a lo desconocido y no del raciocinio, y que, aunque me parecía que aquellas bolsas iban a deshacerse en cualquier momento, eran bolsas ecológicas, y eso sólo podía significar algo bueno).
Meto mi compra en las bolsas y camino hacia el coche. Vuelvo a tener la sensación de que empiezan a estirarse y que pronto arrastraré la compra por el suelo. Contra todo pronóstico, no obstante, llego al coche sana y salva y me repito que aquella es sólo la voz de mis prejuicios.
Vuelvo al centro comercial y compro un ramo de flores para mi novia. Cuando regreso al coche me doy cuenta de que no he pasado por el herbolario. Decido guardar mis fuerzas para ir otro día: será lo único inteligente que haga.
Arranco el coche, conduzco, llego a casa. Cuando abro el maletero, los yogures de soja están por todas partes. Los recojo, pero se me caen los envases de encurtidos, semillas y hojas de menta. Los recojo, pero todo está muy mal colocado y las bolsas gimen suavemente. Cruzo la calle y, cuando llego a la acera, una de las asas se rompe. Me agacho, trato de hacer un pequeño nudo. El nudo se rompe. Me agacho, trato de coger la bolsa por el costado. El costado se rompe. Me agacho, trato de hacer algo que me ayude a recorrer los cincuenta metros que me separan del portal: la bolsa ya no es una bolsa, sólo quedan jirones de fibra de patata. Decido cogerlo todo entre mis brazos y llegar al portal como sea, con la esperanza de que la otra bolsa resista dos minutos. El destino me da un respiro y así es.
Dejo los yogures de soja, los zumos, el colacao y la menta en el portal mientras subo el resto corriendo. Cuatro pisos a patita que me dejan extenuada. Mientras busco dos bolsas de plástico (del malo) noto cómo el corazón me late en las sienes. Tengo calor, quiero quitarme el abrigo, los zapatos y los pantalones, pero la imagen de mis vecinas robándome los yogures impunemente me lo impide. Bajo corriendo los cuatro pisos, meto el resto de mi compra en las bolsas. Subo corriendo los cuatro pisos. Cuando estoy a punto de desmayarme me acuerdo del ramo de flores de mi novia. Vuelvo a bajar los cuatro pisos y llego hasta el coche. Estoy segura de que es el mío porque el mando lo abre, pero los ojos me hacen chiribitas y la cabeza me da vueltas. Cojo el ramo, el bolso, cincuenta exámenes y el paraguas. Me arrastro penosamente hacia el portal. Subo los cuatro pisos al límite de mis fuerzas. Guardo cada cosa en su sitio y dejo el ramo de flores en la mesa de mi novia. Me desnudo y me meto en la cama.
Me he quitado tanta ropa y la he dejado de tan mala manera que, cuando mi novia entra en casa, no me ve. Me busca por todas las habitaciones, pero en vez de encontrarme descubre el ramo. Corre por el salón llamándome y por fin se da cuenta de que estoy sepultada bajo la ropa, la colcha, la manta y las sábanas. Con el último estertor de un moribundo, la sonrío, me sonríe y me hace feliz.
Ella también ha hecho la compra, pero en el supermercado de siempre. De sus bolsas de plástico altamente contaminantes e intactas, va sacando las cosas y colocándolas. Anda, pero si has comprado yogures, y frutos secos, y zumo… Sí, sí, digo yo, mientras recuerdo a dos señoras con un carrito mirando cómo se me caía todo aquello y se acercaba peligrosamente a la alcantarilla, y cómo un señor con mono azul se reía.
Y me pregunto por qué echar una mano al medio ambiente tiene que significar necesariamente partirte la espalda, por qué fabrican las bolsas de fibra de patata más finas que una media, por qué los sustitutos ecológicos no pueden ser iguales o incluso mejores que los contaminantes, y sobre todo, por qué no venden todo lo que necesito en el supermercado de siempre.
Entonces recuerdo que la mano a la medio ambiente sólo se la echamos los ciudadanos concienciados con nuestros pequeños gestos, gestos que terminan siendo muecas por la mano al cuello que nos echan los supermercados, el sistema financiero y la ideología del capital.
Al menos, pienso para consolarme, los jirones de fibra de patata no tardarán 400 años en descomponerse.
Encantada.
La perspectiva de leer decenas de etiquetas sin que nadie me meta prisa me proporciona las fuerzas que me faltan. Llego, aparco, me pongo el abrigo, cojo el monedero, entro en el hipermercado.
Me entra el pánico de ser la única compradora que no utiliza carro sino cesta.
Me entra el pánico de que los de seguridad crean que voy a robar porque doy vueltas sin sentido y me paro durante varios minutos delante de la misma estantería.
Me entra el pánico de encontrarme con padres y madres de alumnos que me obliguen a hacer horas extra y olisqueen en mi compra.
Tras superar todos mis pánicos, por fin consigo una cesta al final del pasillo, regreso a la puerta para hacer un recorrido ordenado sin el cual no sería capaz de salir de allí hasta la madrugada, no me encuentro a nadie o, al menos, no miro a nadie a la cara para no encontrármelo, y empiezo a coger lo que buscaba. Me congratula descubrir varios 3x2, 2x1 y ofertones del día, que me reafirman en la idea de que ser vegetariana no sólo es fácil sino que resulta inesperadamente barato. Me acerco a la caja feliz, confiada y alegre, sin sospechar del inicio de una nueva tragedia.
Me coloco en la fila y recuerdo que en aquel hipermercado ya no dan bolsas de plástico, y que yo no llevo ninguna, ni tan siquiera tengo alguna en el coche. No pasa nada, me digo, compraré un par de bolsas de fibra de patata y echaré una mano al medio ambiente.
La primera caja de bolsas está vacía.
La segunda caja de bolsas está vacía.
La tercera caja de bolsas está llena, pero no puedo arrancarlas, me enredo, se me caen varias al suelo y cuando me llevo las que creo querer llevarme me doy cuenta de que apenas podría decir si he cogido dos o doscientas.
La cajera mira mi compra y las bolsas alternativamente y sonríe con ironía.
Yo continúo ignorando las advertencias del destino.
(La primera vez que compré bolsas de fibra de patata pensé que tenían pinta de ser muy poco resistentes, pero enseguida me dije que aquella era la voz del miedo a lo desconocido y no del raciocinio, y que, aunque me parecía que aquellas bolsas iban a deshacerse en cualquier momento, eran bolsas ecológicas, y eso sólo podía significar algo bueno).
Meto mi compra en las bolsas y camino hacia el coche. Vuelvo a tener la sensación de que empiezan a estirarse y que pronto arrastraré la compra por el suelo. Contra todo pronóstico, no obstante, llego al coche sana y salva y me repito que aquella es sólo la voz de mis prejuicios.
Vuelvo al centro comercial y compro un ramo de flores para mi novia. Cuando regreso al coche me doy cuenta de que no he pasado por el herbolario. Decido guardar mis fuerzas para ir otro día: será lo único inteligente que haga.
Arranco el coche, conduzco, llego a casa. Cuando abro el maletero, los yogures de soja están por todas partes. Los recojo, pero se me caen los envases de encurtidos, semillas y hojas de menta. Los recojo, pero todo está muy mal colocado y las bolsas gimen suavemente. Cruzo la calle y, cuando llego a la acera, una de las asas se rompe. Me agacho, trato de hacer un pequeño nudo. El nudo se rompe. Me agacho, trato de coger la bolsa por el costado. El costado se rompe. Me agacho, trato de hacer algo que me ayude a recorrer los cincuenta metros que me separan del portal: la bolsa ya no es una bolsa, sólo quedan jirones de fibra de patata. Decido cogerlo todo entre mis brazos y llegar al portal como sea, con la esperanza de que la otra bolsa resista dos minutos. El destino me da un respiro y así es.
Dejo los yogures de soja, los zumos, el colacao y la menta en el portal mientras subo el resto corriendo. Cuatro pisos a patita que me dejan extenuada. Mientras busco dos bolsas de plástico (del malo) noto cómo el corazón me late en las sienes. Tengo calor, quiero quitarme el abrigo, los zapatos y los pantalones, pero la imagen de mis vecinas robándome los yogures impunemente me lo impide. Bajo corriendo los cuatro pisos, meto el resto de mi compra en las bolsas. Subo corriendo los cuatro pisos. Cuando estoy a punto de desmayarme me acuerdo del ramo de flores de mi novia. Vuelvo a bajar los cuatro pisos y llego hasta el coche. Estoy segura de que es el mío porque el mando lo abre, pero los ojos me hacen chiribitas y la cabeza me da vueltas. Cojo el ramo, el bolso, cincuenta exámenes y el paraguas. Me arrastro penosamente hacia el portal. Subo los cuatro pisos al límite de mis fuerzas. Guardo cada cosa en su sitio y dejo el ramo de flores en la mesa de mi novia. Me desnudo y me meto en la cama.
Me he quitado tanta ropa y la he dejado de tan mala manera que, cuando mi novia entra en casa, no me ve. Me busca por todas las habitaciones, pero en vez de encontrarme descubre el ramo. Corre por el salón llamándome y por fin se da cuenta de que estoy sepultada bajo la ropa, la colcha, la manta y las sábanas. Con el último estertor de un moribundo, la sonrío, me sonríe y me hace feliz.
Ella también ha hecho la compra, pero en el supermercado de siempre. De sus bolsas de plástico altamente contaminantes e intactas, va sacando las cosas y colocándolas. Anda, pero si has comprado yogures, y frutos secos, y zumo… Sí, sí, digo yo, mientras recuerdo a dos señoras con un carrito mirando cómo se me caía todo aquello y se acercaba peligrosamente a la alcantarilla, y cómo un señor con mono azul se reía.
Y me pregunto por qué echar una mano al medio ambiente tiene que significar necesariamente partirte la espalda, por qué fabrican las bolsas de fibra de patata más finas que una media, por qué los sustitutos ecológicos no pueden ser iguales o incluso mejores que los contaminantes, y sobre todo, por qué no venden todo lo que necesito en el supermercado de siempre.
Entonces recuerdo que la mano a la medio ambiente sólo se la echamos los ciudadanos concienciados con nuestros pequeños gestos, gestos que terminan siendo muecas por la mano al cuello que nos echan los supermercados, el sistema financiero y la ideología del capital.
Al menos, pienso para consolarme, los jirones de fibra de patata no tardarán 400 años en descomponerse.
Encantada.