miércoles, 29 de agosto de 2012

Los niños y los animales domésticos


Flota a mi alrededor cierto convencimiento de que los niños y los animales domésticos son incompatibles. Al parecer, las personas que tienen animales domésticos lo hacen porque no pueden o no quieren tener niños, en una especie de sustitución (tocomocho, me parece a mí) de lo uno por lo otro. Del mismo modo, si uno tiene hijos, o ha decidido tenerlos a medio plazo, renuncia explícitamente o bien ni siquiera se plantea la idea de incluir un animal doméstico en su vida.

Para muchas personas que conozco, esto es una especie de verdad de fe.
A mí me saca de quicio.

Supe de la existencia de este pensamiento hace algunos meses. Una de mis mejores amigas acababa de comprarse un piso y yo le pregunté si iba a tener gatitos, pues siempre le han gustado y nunca pudo tener ninguno porque sus padres no se lo permitían. En su adolescencia, llegó incluso a rescatar a varios gatos de la calle para poder llevárselos a su pueblo, donde sí podía quedárselos. Así que me pareció de lo más lógico que ahora quisiera desquitarse de aquello.

‒ No, tía, no ‒ me dijo ella, sonriendo condescendientemente.
‒ ¿Y por qué no? ‒ insistí con inocencia.
‒ Porque yo sí quiero tener hijos.

No recuerdo exactamente qué dije después, pero sé que no estuvo a la altura de los sentimientos de ira y profunda indignación que me provocó su respuesta. No sólo por el prejuicio tan terrible que estaba expresando, sino porque en su respuesta parecía dar por hecho que yo, al tener un gato, estaba renunciando a la maternidad, algo profundamente incomprensible desde mi punto de vista. Sobre todo cuando yo jamás me había posicionado sobre el tema en esos términos. ¿Habría alguna otra razón flotando en el ambiente? Preferí no preguntármelo, pues ello me habría obligado a replantearme el sentido de nuestra amistad.

Poco después, me ocurrió algo parecido con uno de mis compañeros de trabajo. Acababa de ser papá, y yo me ofrecí a  hacer una reunión en casa para que pudiera presentar a su retoño en sociedad. A pesar de la generosidad de mi propuesta, él me dejó caer que no estaba muy seguro de la conveniencia de juntar a un recién nacido con un animal. Creyendo que podía estar genuinamente preocupado, le mandé un correo electrónico con información sobre el tema, esperando poder tranquilizarlo. Inesperadamente, sin embargo, mi correo le enfadó muchísimo y me respondió de muy malos modos. Al parecer, lo que pasaba era que no se fiaba de los gatos y no quería exponer a su hijo a ninguna mala experiencia, pues él ya había tenido alguna en su infancia.

He de decir que este tipo de miedos me parecen plenamente comprensibles, y que jamás dejaría a un bebé y a un animal, por muy manso que este fuera, solos frente a frente. Lo que ya no comprendo de igual modo es que, en vez de expresar los miedos tal y como son, se fomente una mitología acerca de la peligrosidad o inconveniencia de que los niños, por muy pequeños que sean, puedan acercarse a los animales o relacionarse con ellos. Porque es injusto tanto para los animales como para los niños. Y porque, además, es falso.

Como no hay dos sin tres, hace poco me enteré de que mi suegro, ante la adopción de nuestra nueva gatita, se había expresado, con alguien que no éramos nosotras en los siguientes términos:

‒ Claro, supongo que quienes no tienen hijos, se dedican a tener animales.

Confieso que lo que más me molesta de este tipo de afirmaciones es que ni tan siquiera se nos pregunte acerca de nuestra voluntad de ser madres, y de cómo se relaciona esta con el hecho de tener animales. Y sí, no puedo dejar de sospechar que esto no ocurriría de la misma manera si fuésemos una pareja hetero de la que se esperasen niños en vez de gatitos.

Tener hijos o tener animales no son opciones excluyentes. Personalmente, quiero tener hijos y quiero tener animales para que ambos se relacionen. Me parece muy positivo en ambas direcciones y, especialmente, deseo que mis hijos se críen pudiéndose relacionar con animales para que los conozcan, respeten y valoren como merecen, pues esta es una actitud muy valiosa para mí. De hecho, es uno de mis valores fundamentales.

Por otro lado, la convivencia entre niños y animales es algo tradicional en la mayoría de las sociedades, presentes y pasadas, a lo largo y ancho de nuestro planeta. Y creo que esta especie de psicosis separatista que se extiende por la nuestra dice muy poco a favor de sus valores y de su salud mental colectiva.

Encantada de no participar en ella.

domingo, 26 de agosto de 2012

Paciencia


Una de las más hermosas virtudes de las que carezco es la paciencia.

La gente que me conoce negaría esta afirmación. Porque parezco muy paciente. Y lo parezco porque soy una persona amable, tranquila y pacífica. Pero amabilidad, tranquilidad y paz no son sinónimos de paciencia.

Otros dirán que tengo paciencia porque la demuestro. Y es verdad. Tengo cierto tipo de paciencia: la paciencia hacia los demás. Infinidad de paciencia para con mis alumnos. Grandes dosis de amorosa paciencia para mis seres más queridos: mi novia, mis gatitos, mis verdaderas amigas. Toneladas y toneladas de paciencia para mis padres. Pero esa no es la paciencia que me interesa.

La paciencia que me interesa, y de la cual carezco, es la paciencia para con la vida. Cuando deseo que ocurra algo en mi vida, cuando quiero que algo forme parte de mi experiencia cotidiana, no tengo paciencia. Lo quiero YA. Y si no lo consigo de inmediato, me invade la impaciencia y, con ella, el miedo, la desesperanza y la frustración.

Creo que siempre he sido así. Con el paso de los años, he aprendido a decirme ciertas cosas para calmarme, para hacerme entender, a mí misma, que querer o desear no implican necesariamente poder ni deber. Que, a veces, una quiere algo que no debe estar en su vida, y por eso no llega, y que estas cosas se terminan entendiendo si una consigue la necesaria paciencia para hacerlo. O que, a veces, una desea algo que es posible, pero no en las condiciones actuales; y que la diferencia entre su imposibilidad exasperante y la realización final del deseo no es más que cierta cantidad de paciencia para rellenar cierta cantidad de tiempo.

Pero, aunque me lo diga, solo me lo creo a ratos. El resto del tiempo me siento como un león enjaulado, que no puede salir a por su presa sin llegar a comprender muy bien el motivo. Incluso cuando no existe una presa definida, incluso cuando no hay jaula, me limito a recorrer el mismo círculo, dando vueltas y vueltas, mientras gruño amenazadoramente.

No aprendo la lección. Me da igual quince, que veinticinco, que treinta. Deseo arrancarle a la vida sus mejores bocados. Y no puedo esperar.

¡Porque no tengo paciencia!


Foto de aquí.

viernes, 24 de agosto de 2012

¡No alimentéis a los trolls!


A lo largo de mi experiencia como bloguera (que se remonta a varios años antes de Encantada), he asistido a numerosas polémicas, discusiones e insultos públicos en los blogs en los que he participado, incluidos los míos. En general, no me gusta tomar parte en ellos porque no considero que (me) aporten nada; pero no puedo evitar hacerme algunas preguntas al respecto.

La principal de ellas es: ¿POR QUÉ?

¿Por qué se producen estas discusiones absurdas, sin sentido, pero sumamente enconadas, además de emocional e intelectualmente perturbadoras y destructivas?

Después de mucho pensarlo, he llegado a la conclusión de que todo gira en torno al troll. ¿Y qué es un troll? En la jerga informática, un troll es una persona que entra en un foro, blog o similar, para publicar comentarios que generen polémica, con el objetivo de herir, confundir y provocar enfrentamientos. Estas personas suelen ampararse en el anonimato; aunque, en ocasiones, también buscan notoriedad, por lo que pasan a ser conocidas por sus alias, perfectamente identificables.
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Cuando se detecta la presencia de un troll en una comunidad, se aconseja que no se le "alimente"; es decir, que el resto de los participantes procuren ignorar sus comentarios para no polemizar, ya que los trolls abandonan las comunidades donde no reciben la atención que buscan.


Y es que eso es lo que busca un troll: no enriquecer la entrada con otro respetuoso punto de vista, no aportar nuevos datos que desarrollen una reflexión, ni razonar, ni argumentar, ni tan siquiera compartir una experiencia. Lo que quiere es que se le haga caso, que se le alimente, y que las personas que participaban en esa comunidad dejen de prestar atención al tema que se estaba tratando o a la intención que tenía el autor del blog cuando escribía... para centrarse en él.

Lo cierto es que determinadas discusiones que he leído parecen haber sido deliberadamente provocadas por un troll. Y es que sus ataques no se pueden evitar; tan solo es posible controlarlos a través de la moderación de comentarios. Sin embargo, esta tarea tampoco es fácil. Personalmente, y dejando de lado a los trolls más evidentes, me resulta imposible diferenciar un comentario auténtico (aunque desafortunado) del comentario de un verdadero troll.

En lo más profundo de mi ser, no obstante, reconozco que querría tratar a ambos de la misma manera: ignorando o borrando sin miramientos aquello que considere fuera de lugar, pues creo que todos deberíamos esforzarnos por no comportarnos como un troll. Me parece que aprender a expresar críticas constructivas es algo positivo que se debe fomentar. Y, tal vez, una manera de hacerlo sería dejar de aguantar a quienes comentan sin ton ni son ni cuidado, soltando por su boca todo lo que les viene en gana en nombre de la libertad de expresión.

(Estoy pensando ahora mismo en que sería genial que hubiera algún tipo de etiqueta que permitiera calificar algunos comentarios como "dignos de un troll").

Lo cual me genera otra pregunta: ¿dejar de alimentar al troll implica coartar la libertad de expresión?

A mí me convence. ¿Y a ti?

Conozco a muchas blogueras que no dudan en establecer los límites de la libertad de expresión adecuados para su blog, pues no publican comentarios anónimos ni tampoco permiten la publicación inmediata de los que vienen firmados, sino que estos han de ser aprobados por ellas antes de ser visibles. Evidentemente, tienen todo mi respeto, porque cada una sabe lo que se hace con su blog y conoce también los ataques que ha sufrido. Como si no se quieren recibir comentarios, que es una opción posible.

Personalmente, no modero los comentarios porque me resulta tedioso; lo cual, sin embargo, no me permite liberarme del dilema de los trolls. Especialmente cuando algunas personas, que firman sus comentarios o que incluso son conocidas en la blogosfera, se comportan como tales. Y no me estoy refiriendo a aquellas personas que encienden el ordenador preguntándose: "¿A quién pondré verde hoy?"; sino a las que, dentro de una sesión normal, se ven poseídas por el espíritu de un troll al encontrarse con determinadas entradas.

Supongo que estas formas de actuar, como en la vida real, tienen que ver con la personalidad. Hay quien se enciende fácilmente, hay quien abre la boca y deja salir sapos y culebras, hay quien se cree con el derecho y el deber de dirimir entre el bien y el mal, hay quien considera que las faltas de respeto no están reñidas con la razón... y hay quien no hace nada de esto.

No pretendo predicar en el desierto. Ciertos comportamientos no pueden ser modificados desde fuera, y mucho menos desde la red. Sin embargo, todavía hay algo que me preocupa. Y es el caso de aquellas personas aparentemente sensibles, buenas lectoras y buenas escritoras, que de buenas a primeras te la lían parda en cualquier blog. Lo que más me interesa de este comportamiento, porque es más sencillo de modificar que un rasgo de carácter, es que muchas de las discusiones que presencio parecen estar relacionadas con una mala interpretación (o, simplemente, una mala lectura) de cierto contenido de un blog.

Ante determinadas discusiones, me queda claro que ciertas personas no comprenden de qué se trataba exactamente una entrada, ni el tono del autor, ni su intención. A pesar de todo esto, y como no podía ser de otra manera, comentan. Y a mí me dan ganas de escribirles: "¡Por favor, vuelve a leer lo que se ha escrito, porque tu comentario no tiene nada que ver...!". Pero no lo hago porque supongo que, si han comentado, es porque creen haber entendido bien.

Sé que en la vida real son comunes los malentendidos, y que estos también se pueden producir en la red. Sé que los malentendidos se multiplican cuando la comunicación es escrita y/o diferida, cuando la presencia de la persona que ha elaborado el mensaje no te ayuda en la comprensión. Sé que no todo el mundo tiene la misma competencia lectora, aunque esta es una explicación simplista que me niego a considerar. Lo que yo me pregunto es: ¿hay algo en la naturaleza de los blogs que propicie especialmente los malentendidos y el comportamiento tipo troll? A mí me parece que sí. O, por lo menos, se me ocurre una explicación.

Creo que la clave está en la conjunción de dos elementos: por un lado, la existencia de entradas largas y/o complejas, que requieren de una lectura atenta y pausada; por otro lado, las ansias irrefrenables de comentar.  

A veces ocurre que, frente a ciertos temas, los lectores nos encendemos y vamos dejando de leer lo que pone para leer lo que hemos leído otras veces, lo que hemos escuchado, lo que nos repiten desde niños, lo que nos saca de quicio. Y así, después de dos, tres, cuatro minutos, las letras concretas desaparecen para convertirse en las palabras mudas de un diálogo de besugos, donde pasamos a defender nuestra posición sin saber muy bien contra quién, ni por qué, ni hasta qué punto es necesario. En ocasiones, el dueño del blog responde en los mismos términos, ignorando incluso su propia entrada, otros comentaristas se animan... y ya tenemos líada la "Guerra de los Trolls".

Poseídos todos por un troll del ciberespacio, culpables todos de su existencia y de su patética actuación.

Acaso este comportamiento de lector-escritor-descuidado, de comentarista-cumpulsivo, ¿no podría considerarse también como propio de un troll? Al fin y al cabo, si lees por encima para decir: "¡Cuánto me alegro!"; parece que, en general, no puede producirse un malentendido demasiado grave. Pero si lees por encima para cagarte en todo, entonces quizá es que tu intención primigenia, casi casi desde que leíste el título de la entrada, era comportarte como un troll.

'¡Esta entrada es una mierda!. ¡Das asco! ¡Eres idiota! ¡Muérete!
POR FAVOR, ALIMÉNTAME'.

¿Qué se puede hacer, por tanto, para rebajar el enconamiento en la red, para mantener un clima adecuado al intercambio, la reflexión y el enriquecimiento en nuestros blogs? Yo insisto en el lema tradicional: que no alimentemos a los trolls. Pero no solamente al troll que tenemos enfrente, sea auténtico, dudoso o conocido; sino también al troll que llevamos dentro, a ese que nos posee y devora la sesera hasta hacer que nos comportemos como seres irracionales, incapaces de empatía, analfabetos funcionales que escupen bilis por la boca y generan caos y malos rollos alrededor.

Es posible que, aprendiendo a controlar a nuestro troll cibernético, aprendamos también a controlar a nuestro troll real.

Otra red, otro mundo es posible. ¡Empecemos por no alimentar a los trolls!

Encantada.

martes, 21 de agosto de 2012

La familia CRECE

Pues sí. Este verano, mi novia y yo nos hemos animado a ir a por la parejita. Y como resultado, ahora vive en nuestra casa esta preciosa bebita de ojitos color miel:


Se llama S y fuimos a buscarla a un refugio para animales. En un principio, nos la trajimos en acogida, temerosas de que V no pudiera soportar tener una hermanita. Para facilitar la relación, le preparamos a S una habitación con todo lo necesario (comedero, bebedero, rascador, un cojín a modo de camita, algunos juguetes y el arenero) y sólo la sacábamos de ahí a ratitos, dejando que V pudiera acostumbrarse a su presencia y a su olor poquito a poco.

He de decir que los primeros días fueron espeluznantes. V es un gatito muy miedoso, que puede reaccionar violentamente si se siente amenazado. Y la pequeña S le daba mucho, mucho miedo. Consecuentemente, durante tres o cuatro días se dedicó en exclusiva a bufar, gruñir y salir corriendo. Mi novia y yo (sobre todo yo, para qué negarlo) estábamos aterrorizadas, porque V nunca gruñe ni bufa, y ver cómo lo hacía constantemente resultaba impresionante. Y aunque nos habíamos informado sobre el tema, leyendo y hablando con la gente, nada podría habernos preparado para asistir a semejante espectáculo en directo.

De lo que nadie nos advirtió, y tampoco leímos en ningún sitio, fue de que las hostilidades de V no se dirigirían solo a la gatita, sino también a nosotras. Desde que entramos por la puerta y durante varios días, V no dejó de dedicarnos miradas de odio. Rechazaba nuestras caricias y juegos, dejaba su platito de comida intacto y, por las noches, no aparecía en nuestra habitación. La verdad es que temíamos que la situación superase a V para siempre, y esto nos hizo incluso replantearnos la conveniencia de devolver a S al refugio.

Allí nos habían asegurado, no obstante, que S era una gatita muy sociable, a la que le encantaba estar con otros gatos mayores. Afortunadamente, no se equivocaban, y gracias a su actitud valiente y decidida, fue consiguiendo poco a poco que V aflojara sus amenazas y tolerase sus acercamientos. Así, a los cuatro o cinco días S ya podía estar fuera de la habitación la mayor parte del tiempo, invitando a jugar a V bajo nuestra supervisión. V empezó entonces a darle pequeños zarpazos, sin sacar las uñas, lo que S interpretaba como un agradable reto. Esto fue un gran adelanto, pues hasta entonces V ni siquiera permitía que ella lo rozara.

A la semana de conocerse, felizmente, ya jugaban juntos, y los bufidos y gruñidos habían desaparecido. V volvió a aceptar nuestras caricias, recuperó el apetito y siguió durmiendo a los pies de nuestra cama, como había hecho hasta aquel momento. Nosotras empezamos a dejarlos juntos y solos, y desmontamos la habitación de S, que para entonces había explorado hasta el último rincón de nuestra casa y parecía entender que el futuro de su comedero, juguetes y demás no estaba entre aquellas cuatro paredes.  

Poco después, descubrí algo que me hizo recuperar toda la confianza en la decisión que habíamos tomado de agrandar la familia.

En aquellos días, constantemente se escuchaba a alguno de los dos gatos (o a los dos) corriendo, maullando o trasteando en algún lugar. Sin embargo, una tarde se hizo el silencio. Así que dejé lo que estaba haciendo para recorrer la casa de puntillas, con la esperanza de que S hubiera entendido, por fin, que también se podía dormir durante el día. Pero no la encontraba, ni a V tampoco. Desesperada, me atreví a mirar en uno de los escondites preferidos de V, para comprobar que al menos uno de los dos gatos no se había tirado por la ventana. Y entonces supe lo que estaba ocurriendo.


¡Los gatitos dormían juntos! Me faltó tiempo para correr a por la cámara e inmortalizar el momento. ¡Habíamos traspasado el nivel de mera tolerancia! Después de este hito, mi novia y yo nos decidimos a adoptar a S definitivamente. Y, desde entonces, su relación con V se ha ido afianzando, por más que todavía tengan varios detalles territoriales que negociar. Nosotras estamos muy contentas con la pequeña S, que es muy dócil y cariñosa. Y, aunque a V le cueste reconocerlo, él también parece encantado con su nueva compañera de juegos.

En definitiva... ¡hemos superado la prueba!

jueves, 9 de agosto de 2012

Y entonces, comenzaron los milagros


El año 2011 no pudo empezar peor para mí. Nuevamente repudiada por mis padres, temblando de miedo ante la incorporación al trabajo después de un mes de baja, de la mano de unos antidepresivos que no parecían hacerme el efecto deseado y superando el mono de haber dejado los ansiolíticos de sopetón. Ya no esperaba nada. Ni de mi familia, ni de la vida. Mi futuro estaba vacío, algo que nunca antes me había pasado. Además, carecía de un plan B, y tampoco tenía ganas de elaborarlo.

Y entonces, comenzaron los milagros.

El primero vino de la mano de mi prima G, a quien confiaría y confío hasta el más íntimo de mis secretos. Al saber todo lo que me estaba pasando, trató de ayudarme proponiéndome la idea de "tantear" a su familia acerca de la homosexualidad, para ver si, más adelante, podía salir del armario. A mí me pareció bien y a ella se le calentó la boca, así que, lo que empezó siendo un tanteo, acabó convirtiéndose en un outing en toda regla.

Como suele ocurrir, su familia se sorprendió mucho con la noticia. Sin embargo, la reacción posterior no pudo ser mejor. Le transmitieron a mi prima G todo su apoyo, y nos invitaron a mi novia y a mí a merendar.

Evidentemente, aceptamos.

Aquella fue la primera reunión con mi familia a la que mi novia y yo estábamos invitadas. Y la conclusión principal que sacamos de ella es que la vida familiar puede ser normal. Aquella fue una merienda normal, con encuentros y despedidas normales, durante la que se desarrollaron conversaciones normales, y en la que todos pudimos sentirnos, al fin, personas normales.

Es decir, que los milagros existen. Y que no parece tan difícil hacerlos realidad.

El segundo milagro llegó gracias a mi abuela. Sí, habéis leído bien: MI ABUELA. Yo la llamé para felicitarla por su cumpleaños y ella me invitó a comer.

– Pero venid las dos – me dijo.
– ¿Cómo? – contesté yo, absolutamente convencida de que había oído mal.
– Que vengáis LAS DOS – insistió ella.
– ¿Cómo?

Sé que a estas alturas parecía idiota, pero os lo cuento tal y como fue. Lo cierto es que empezaba a sentirme mareada y creía estar sufriendo alucinaciones auditivas.

– Que vengas con tu amiga – sentenció mi abuela.– Que a mí no me importa.

Esto último disipó las dudas que podía albergar sobre la precisión del outing familiar que seguía en marcha. Mi abuela sabía lo que se hacía. Y a quién estaba invitando a comer.

Así que allí nos plantamos las dos. Como a la comida también estaba invitada la familia de mi prima G, nos sentíamos bastante arropadas, a pesar de la impresión de que mi novia y mi abuela se conocieran.

Pero entonces tuvo lugar el tercer milagro. Estábamos tomando un refresco en casa de mi abuela, antes de irnos a comer al restaurante, cuando sonó el telefonillo.

– Ese debe de ser tu tío V.

– ¿QUÉ?
.
Mi tío V, con su mujer y sus hijos. Sin paños calientes y sin avisar.

Ni ellos sabían que veníamos nosotras, ni nosotras sabíamos que venían ellos. Mi abuela nos hizo la tres catorce a todos... pero todo salió muy bien.

Todavía recuerdo a mi tía N, la mujer de mi tío V, sentada en la otra punta de la mesa y preguntándole a una de mis primas:

– Y esta L, ¿quién es?

Y mi prima terminando de sacarme del armario, y yo comiéndome mi revuelto de setas procurando no atragantarme con los nervios, el miedo y la emoción.

Cuando salimos del restaurante, mi tía N se acercó a mí sonriente y, antes de despedirse, me dijo:

– Que sepas que me parece todo muy bien.

Y a mí también me lo pareció. Porque, a pesar de que yo creía que primero debían aceptarme mis padres, y que después de su aceptación podría salir del armario con el resto de la familia, y que necesitaría su apoyo para ello, nada de eso pasó... pero todo salió muy bien.

Porque la vida sigue su propio camino, que no siempre coincide con nuestros planes, y no por ello nos conduce a un mal lugar.

Todo esto pasó hace un año, y a día de hoy estoy encantada de decir que me siento... ¡MUY FELIZ!

martes, 7 de agosto de 2012

De cómo mi ansiedad empezó a desenmascarar una depresión


Como ya expliqué en otra ocasión, las crisis de ansiedad no coinciden con el acontecimiento que las origina, sino que ambos están separados por un lapso de tiempo que, en ocasiones, hace que sea difícil establecer una relación entre ellos. Además, tampoco suelen tener relación con un único acontecimiento; por el contrario, tienden a ser el resultado de una acumulación de pequeños sucesos, tal vez rematados por una situación especialmente angustiosa.

En mi caso concreto, después de padecer el estrés del reencuentro familiar durante varios meses, sufrí una última situación límite antes de que mi cuerpo decidiera desertar de aquella militancia suicida.

Ocurrió durante un puente. Ciertos familiares de mi pueblo se animaron a venir a Madrid y así poder disfrutar de la nueva situación. Mis padres, anfitriones del evento, se esforzaron porque todo saliera perfecto; y, en ese anhelo de perfección, me incluyeron a mí.

Tenían todo planificado: cenas, excursiones, visitas a museos... Y esperaban que yo colaborase para que todo saliera como ellos pretendían: que sonriera, que me mostrase calmada, que animase la conversación... En fin, precisamente aquello que, en esos momentos de mi vida, me sentía incapaz de hacer.

A pesar de ello, lo intenté. Intenté pasar una tarde con mis familiares y disfrutarla, olvidándome de todo lo que me ocurría, involucrada en conversaciones tan amables como banales, con la única intención de pasarlo bien. Pero no pude hacerlo. No lo conseguí. Aquella fue una de las peores tardes de mi vida, atenazada por el miedo, eludiendo cualquier conversación que no versara sobre el frío o el calor, sin poder mirar a los ojos de las personas a las que tanto quería y de las que, muy a mi pesar, me mantenía alejada.

Al día siguiente, tuve que llorar durante horas antes de atreverme a llamar a mi madre para decirle que no me sentía con fuerzas para acudir a la cena. Traté de explicarle que aquella situación era muy estresante para mí. Que no podía actuar con naturalidad y que aquello me paralizaba y me hacía sufrir.

Lo único que se dignó a decir entonces fue que era una pena, que todo el mundo me esperaba, que todos preguntaban por mí. Que no entendían cómo, viviendo tan cerca, no me acercaba a pasar un rato, para una vez que venían y nos podíamos volver a juntar. Yo insistí en que ese era precisamente el problema, que estando todos juntos no podía mostrarme abiertamente. Y mi madre, en un alarde de comprensión y empatía, me pasó a una de mis tías para que me intentase convencer.

Por supuesto, no asistí a aquella cena. Y una semana después, sufrí una crisis de ansiedad.

Tardé varios días en decirles a mis padres que me había visto obligada a acudir a urgencias porque creía que se me iba la vida, que mi doctora me había dado una baja laboral de un mes, y que estaba medicada hasta las cejas. Por aquel entonces, llevaba varios meses en terapia, y trabajaba con mi psicóloga diversas estrategias para mejorar la relación con mis padres.

Porque yo creía que, para salir del armario con el resto de mi familia, era necesario que la situación con mis padres estuviera normalizada. Y como mi padre me había dado grandes esperanzas, procuraba poner todo de mi parte para alcanzar esa normalidad. Así, durante aquellos meses les dejé caer varias veces que estaban invitados a nuestra casa, o que podíamos ir a comer a no sé qué restaurante, o que sería genial que en la próxima escapada familiar acudiéramos todos, sin excepción. Ellos, utilizando su querida estrategia de la avestruz, no se habían pronunciado sobre ninguna de mis sugerencias, limitándose a cambiar de tema drásticamente, y si te he visto no me acuerdo.

Así que, antes de explicarles lo sucedido, preferí hablar con mi psicóloga para poder hacerlo de la mejor manera posible. Ella me recomendó que les explicara claramente lo que me ocurría y que les exigiera algún tipo de posicionamiento explícito. Y yo seguí su consejo. Me preparé la conversación por escrito y, temblando de miedo y de sobredosis de lexatín, les expliqué que llevaba muchos meses sintiendo ansiedad por la situación familiar, que había llegado a mi límite después de la crisis, y que les necesitaba. Que necesitaba que quedásemos un día para tomar un café, que viniera mi novia, que hablásemos del tiempo durante apenas una hora y que así, poco a poco, fuéramos construyendo una relación más normal. Porque ya no podía soportar más aquel limbo donde nunca pasa nada pero todo ocurre, que me había llevado a enfermar.

La respuesta de mis padres fue que no. Que no, y un montón de comentarios insultantes y vejatorios al máximo, que retrotrajeron nuestra relación a las primeras semanas después de que saliera del armario con ellos, como si no se hubiera producido ningún avance durante más de cinco años de esfuerzo e ilusión.

Su hija enferma, medicada y de baja les rogó por un café, y su respuesta fue que no.

Y ahí fue cuando mi ansiedad empezó a desenmascarar una depresión.

lunes, 6 de agosto de 2012

Gracias, Chavela

 Me voy. Les dejo de herencia mi libertad, que es lo más preciado del ser humano.


Gracias, Chavela, por tu ejemplo.

Gracias por cantar Ponme la mano aquí, Macorina en aquel Orgullo madrileño de 2006, mientras mi novia me abrazaba y las lágrimas corrían por mis mejillas. Justo como ahora.

Te hemos escuchado, querido y admirado.

Hasta siempre, Chavela.
Y gracias.

domingo, 5 de agosto de 2012

La visibilidad urgente


Una de las preguntas que me surgen cuando examino mi comportamiento para con mi familia es: ¿por qué salir del armario me resultaba tan urgente? ¿Cuál era la razón para que, de pronto, la posibilidad de seguir ocultándome llegara a hacerme enfermar?

Al fin y al cabo, permanecer en el armario es una estrategia de supervivencia nada desdeñable. En muchos momentos de nuestra vida, necesitamos un lugar seguro para esa parte de nuestro ser que no siempre podemos o queremos mostrar. Bien sea por miedo, por un peligro real o por cualquier otro motivo, estar en el armario nos aporta bienestar a corto plazo. Por eso no salimos, sea políticamente correcto... o no.

Y mi caso cumplía todos los requisitos. Tenía miedo, mucho miedo, a esa nueva situación que me había llegado de improviso cuando por fin había logrado cierto equilibrio en relación a mi identidad. También existía un peligro real, aunque difuso, derivado del rechazo de mis padres, un rechazo que no tenía visos de desaparecer, sino de aumentar, tras el reencuentro familiar.

Sin embargo, la mera idea de volver a pasar por el calvario de las preguntas difíciles, de los silencios, de las respuestas oportunistas de mis padres... me provocaba una grandísima ansiedad. No me sentía capaz de salir del armario con mi familia, pero tampoco me animaba a entrar. Supongo que, para entonces, ya llevaba recorrido un camino de visibilidad en el que no quería dar ningún paso atrás.

A pesar de ello, tengo la intuición de que había algo más. Algo que me provocaba una inquietud profunda, un miedo paralizante, una angustia vital. Temía no ser capaz de superar aquella prueba y que aquello con lo que soñaba nunca se hiciera realidad.

Aquello con lo que soñaba.

Durante muchos meses, he querido mantenerlo en lo más profundo de mi ser, inconscientemente. Tal vez para protegerlo, para que nada de lo que me ocurría pudiera dañarlo. Para que, como sueño, pudiera seguir siendo posible. Para que nada ni nadie pudiera arrebatármelo. Aunque a veces, muy, muy pocas veces, lograra salir a la superficie y flotar.

Recuerdo una tarde de aquel verano. Estaba tumbada en la cama y respiraba con dificultad. Sentía que la angustia me ahogaba y, de pronto, me puse a llorar. Durante unos instantes, logré deshacer el nudo que oprimía mi garganta. Mi novia estaba a mi lado y me rogaba que le explicase lo que me tenía así. Yo no sabía qué decirle, no sabía qué me ocurría, solo podía dar cuenta de mi malestar. Y seguí llorando y llorando hasta que por fin lo vi, lo vi claro por un momento, y pude prestarle mi voz.

Tenía miedo de no poder ser una buena madre.

Recuerdo cómo mi novia trató de consolarme, haciendo acopio de mis virtudes, pero yo seguía llorando y llorando, hasta que conseguí decirle que no. Que mi temor no era no poder ser una buena madre. Que mi temor era no poder ser una buena madre, sí, pero lesbiana.

Quizá resulte un tanto inconexo. Mi familia, mi deseo de ser madre, la ansiedad... Pero en el fondo de mi corazón, en el último rincón de mi inconsciente, la frase que me atormentaba sonaba alto y claro: "Si no puedes lidiar con esto, nunca podrá ser madre. JAMÁS".

De ahí la angustia tan profunda. No por el miedo a no serlo, ni por el miedo a no poder serlo, sino por el miedo a tenerlo al alcance de mi mano y no ser capaz. Tener que decirme algún día que renuncié a algo tan querido porque tuve miedo y no fui capaz. Sentir una frustración tan íntima y, a la hora de buscar culpables, no poder encontrarme más que a mí.

Ese era el camino que estaba recorriendo, el camino que, a día de hoy, todavía recorro. Y aquel fue el escollo, la piedra, el abismo inmenso que, desde lo más profundo, originó mi ansiedad.

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