martes, 31 de julio de 2012

En el principio fue el caos


Antes de empezar a sufrir ansiedad, mi vida era bastante apacible. Mi novia y yo atravesábamos una etapa de gran compenetración y serenidad, y con mis padres había llegado a un punto de equilibrio algo más allá de la no-agresión. Y porque mi vida era apacible y me sentía con fuerzas, decidí hacerla avanzar.
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Pero la vida quiso empujarme hacia el vacío, sin paños calientes.
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Por aquel entonces, mi novia y yo habíamos decidido comprarnos un piso. No queríamos vivir siempre de alquiler y era un buen momento para comprar: los precios se habían moderado y todavía concedían hipotecas. Así que emprendimos la aventura y, en unos meses, tomamos la decisión.

Yo sabía que este paso iba a conllevar un nuevo nivel de compromiso en nuestra relación. Igual que irnos a vivir juntas había traído consigo importantes salidas del armario (con mis amigas de la infancia, con mis compañeros de trabajo), este nuevo reto provocaría otras nuevas. Y estaba contenta con ello. Y lo quería. Y tenía las fuerzas para acometerlo.
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Aunque todavía no sabía exactamente a qué me enfrentaba.

Dicen los psicólogos que una persona entra en crisis cuando en su vida coinciden tantos cambios que deja de ser capaz de manejarlos. En mi caso, a la compra del piso se le unió un gran cambio familiar. Mis padres, que llevaban más de una década sin hablarse con una parte importante de mi familia, decidieron aceptar las invitaciones que les llegaban desde el otro lado y recuperar la relación.

Así fue cómo, en mi hasta entonces pequeño y controlado pedacito de cielo, empezaron a surgir nuevas estrellas, constelaciones y galaxias, hermosas y sobrecogedoras a la vez.

El cambio era bueno, muy bueno. Habían sido muchos años de echar de menos, de imaginar, de recordar. Así que fue bueno ponernos una cara actual, una voz, volver a compartir una conversación, una cena. Pero cuando empezaron las preguntas incómodas, me paralicé. Y en mi cabeza se agolparon las dudas.

¿Sería capaz de manejarlo? ¿Sería capaz de jugarme una familia recién recuperada? ¿Se daría siquiera la posibilidad? ¿Me apoyarían entonces mis padres? Y si no se daba, o si no me apoyaban, ¿qué sería de mí? ¿Podría hacerlo yo sola? ¿Me atrevería incluso sabiendo que, si perdía, tendría que renunciar? Pero renunciar, ¿a qué? ¿A mis sueños de futuro, a mi pareja, a mi propia familia? ¿O a quienes ya perdí una vez y no sabía si quería, si podía volver a perder?

Entonces empezó la ansiedad. Al principio, solo un nudo en la garganta, una sensación permamente de ahogo, sin un referente concreto que pudiera reconocer. Hoy puedo explicarlo; pero, entonces, no podía. No sabía qué era lo que me estaba afectando, ni cuánto. Me sentía confusa, no me sabía decir.

Fueron muchos meses en blanco, mientras la ansiedad iba creciendo y mi cuerpo se sentía cada vez peor, sin que mi mente pudiera atar esos cabos que ahora parecen una correlación clara y concreta de causas y efectos, pero que en aquellos momentos permanecían aislados, sin ninguna relación.

Todavía hoy me sorprendo de lo difícil que resulta desenredar estos nudos, nudos mentales y emocionales que esconden sus cabos en lo más profundo y oculto de nuestro propio yo.

Incluso ahora, que escribo estas líneas, ahora que ya he superado la ansiedad, la depresión, y que mi situación familiar se ha aclarado por completo, me cuesta decirme lo que me pasaba. He de parar cada poco, para respirar hondo, para sollozar, para dejar caer las lágrimas sin control.

Me emociona profundamente saberme tan vulnerable, tan perdida y asustada. Y me siento orgullosa del camino recorrido. Muy, muy orgullosa. Y fuerte. Aunque todavía no soy capaz de confiar en mi fortaleza interior, sé que está ahí, que ahí ha estado y que seguirá estando, para llevarme de la mano por este camino que recorremos juntas desde hace tanto tiempo.

Un camino, por cierto, que no se parece en nada a una olla hirviendo.
Un camino lleno de sentido, para mí.

Encantada.

domingo, 29 de julio de 2012

¿Por qué ya no escribo sobre mi familia?


De un tiempo a esta parte, me he dado cuenta de que ya apenas escribo sobre mi familia.

Antes, solía dedicarles bastantes entradas en el blog: que si me odian, que si parece que me quieren, que si nunca me querrán... Sin embargo, hace ya varios años (¡varios años!) que no escribo sobre nada que tenga que ver con ellos y que sea actual.

Y la razón no es que no haya pasado nada. Al contrario. Durante los dos últimos años, se han venido sucediendo decenas de acontecimientos, algunos muy malos, pero también algunos muy buenos. Y yo no he escrito sobre ninguno.

De hecho, cuanto más tiempo pasa, más excusas encuentro para no escribir sobre ellos. ¿Para qué, si hace ya un año de aquello? ¿Para qué, si después de esto pasó lo otro, y ya no tiene valor...?

Reflexionando sobre ello, creo que lo que me pasa es que yo estaba tratando de escribir una historia concreta sobre mi familia. La historia de cómo aceptaron mi lesbianismo y todos fuimos felices. Pero esa historia no está ocurriendo. Incluso es posible que no esté ocurriendo ninguna historia, porque la presunta historia de mi familia no avanza en ninguna dirección.

Mi familia es más como una olla llena de agua hirviendo. A veces puedes observar miles de pompitas en su interior. A veces ascienden hacia la superficie y estallan. A veces se suceden innumerables pompas de gran tamaño. A veces crees que puedes cocer algo dentro, pero el agua se enfría. Tanto que, a veces, parece que pudieras meter un dedo en ella. Pero entonces vuelve a entrar en ebullición, hasta que se desborda.

No hay quien cocine con ella, no hay quien controle el fuego. Sólo puedes verla hervir. O no hervir. Y ya está.

Supongo que esto algo que me cuesta aceptar, por más que haya trabajado sobre ello. Y, por lo mismo, me cuesta contarlo, escribirlo. Porque no es nada, solo un conjunto de anécdotas contradictorias que sacuden mi vida, a veces para bien, a veces para mal.

Sin embargo, siento que debería esforzarme en decirlo. No debo hacerme cargo de ordenarlo, de darle un sentido que no tiene. Su sentido es el sinsentido, y ahí reside su debilidad. Y mi fuerza.

Parece que merece la pena intentarlo.
Encantada.

jueves, 26 de julio de 2012

¡Energía!



Estos días me siento llena de ENERGÍA. Tengo muchas ganas de hacer un montón de cosas: ganas de crear (decorar, hacer manualidades, escribir), ganas de aprender (ver documentales, leer, pensar), ganas de moverme (salir de casa, hacer ejercicio, pasear), ganas de sentir (amar, emocionarme, confiar).

Estoy especialmente contenta por ello, ya que hace dos semanas que dejé (¿definitivamente?) los antidepresivos, y me atemorizaba volver a sentirme hundida y sin fuerzas. Mi doctora y mi psicóloga me convencieron de que tenía que darme esta oportunidad, y aunque en un principio yo tenía dudas, he de reconocer que no se equivocaban.

También es verdad que esta actividad desenfrenada puede ser una manifestación de euforia. Mi psicóloga ya me ha advertido muchas veces de que la euforia es una de las muchas caras de que tiene la ansiedad; una cara muy agradable, evidentemente, pero no por ello un síntoma de salud. Así que algo de eso puede haber, ya que mis antidepresivos tenían un poco de anxiolítico. 

Por otro lado, hace poco leí que, en ocasiones, la euforia puede ser una consecuencia del insomnio prolongado. Paradójico, ¿verdad? No duermes en tres días y, en vez de sentirte como una braga, ¡te sientes pletórica! Y da la casualidad (o, más bien, no da) de que vengo sufriendo de insomnio desde hace varias semanas (lo de todos los veranos, vaya). A pesar de ello, durante el día actúo como si me hubiera tomado diez cafés, cuando apenas me bebo un té por la mañana, y poco cargado.

En cualquier caso, pienso aprovechar esta inyección de energía todo lo que pueda, pues me llena de seguridad en un momento en que me siento especialmente vulnerable. Además, puestas a sufrir ciertos efectos secundarios de haber dejado la medicación, prefiero sentirme la reina de Saba que volver a arrastrarme cual lánguida babosa de secano.

¡Encantada!

lunes, 23 de julio de 2012

Vacaciones en Lanzarote

Este año, mi novia y yo decidimos liarnos la manta a la cabeza y hacerles un cambio radical a nuestras vacaciones. Así que viajamos juntas en avión por primera vez, fuimos de hotelazo con piscina y buffet libre por primera vez, y visitamos Canarias por primera vez. Y el cambio radical funcionó, porque nuestra semanita de vacaciones pasó de ser un inquietante viaje hacia lo desconocido a un cálido reencuentro con lo conocido.
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Vista de algunos volcanes desde el sur de la isla, donde se encontraba nuestro hotel.

Para variar, no sabíamos realmente dónde íbamos. Ese suele ser nuestro modus operandi: escogemos un lugar que nos resulta sugerente por cualquier cosa (ni siquiera es necesario que veamos fotos, como fue este caso), nos plantamos en la oficina de información y turismo (una vez allí, se entiende) y les pedimos, amablemente, que nos expliquen dónde hemos ido a parar.
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¡Nunca habíamos viajado tan al sur!

El modus operandi siempre había funcionado a las mil maravillas, pero esta vez hubo de esperar para ponerse en marcha a que fuéramos capaces de superar el shock inicial de vernos rodeadas de desierto y unas sospechosas montañas (que resultaron ser volcanes) cuando nuestra imaginación esperaba algo así como el Caribe. Y no es que no nos hubieran advertido: "Lanzarote es diferente, porque es una isla volcánica". Pero el resto de las islas también lo son... ¡y yo vi por la tele que en Tenerife había pinos! En fin, que como dijo mi novia según bajamos del avión, aquello nos pareció una obra (será la deformación que tenemos como madrileñas de profesión).
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El volcán de La Corona, con su impresionante cráter.

Afortunadamente, poco a poco nos hicimos con la isla y aprendimos a apreciarla. En primer lugar, el viento, un habitante más cuya ausencia se padece mucho más que su abundancia. Y es que, sin nuestros queridos Alisios, en Lanzarote no se puede respirar.
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Jardín de aloe vera en flor.

Después, la playa, que era de arena blanca y aguas turquesas, limpias y transparentes como no había visto en mi vida. Si bien el agua estaba bastante fría en un primer momento, en contra de lo que ocurre en las costas atlánticas de Galicia o Portugal, en pocos minutos alcanzabas una sensación térmica de bienestar absoluto que podía mantenerse durante horas (en mi caso, claro, porque la hipotermia congénita de mi novia es otra historia).
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Playa de La Dorada.

Aunque lo que más nos sorprendió, sin duda alguna, fue la flora. Porque en aquella tierra negra y rojiza también crecen plantas, algunas de las cuales no conocíamos: es el caso del cardón o euforbia canaria, una especie endémica semejante a un híbrido entre un árbol y un cactus que nos dedicamos a fotografiar de manera compulsiva. También me hizo mucha ilusión ver aloe vera en flor, porque había leído que era algo rarísimo, y pude comprobar que no; los que no florecen ni a la de tres son los de nuestras casas, porque allí había montones de ellos con sus campanitas amarillas colgando.
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No, no es un abeto, ¡es una euforbia canaria!

Y para terminar, la fauna: decenas de amorosos gatitos, de todas las edades y tamaños, que también vivían del turismo... ¡y se ganaban el sustento a base de maullidos, ronroneos, caricias con el lomo y peticiones de mimos! Gracias a ellos, pude soportar un poco mejor la ausencia de V... De haber estado en Madrid, mi novia y yo convenimos en que nos habríamos llevado unos cuantos.
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Después de este viaje, nos hemos quedado fascinadas con los cactus.

Pero lo mejor del viaje fue el reencuentro con nosotras mismas, con nuestro amor, que se hacía patente en largas conversaciones, en carcajadas sonoras, en mimos, guiños, caricias, en momentos de pasión. Nuestro amor, que convirtió una rutina de jubiladas (dormir, comer, tomar el sol, nadar, tomar el sol, nadar, tomar el sol, comer, dormir, pasear, comer, dormir) en un dulce pedacito de paraíso terrenal. Lo cual se disfruta mucho más cuando se está saliendo de una crisis tan profunda y dolorosa como la que hemos atravesado en el último año.
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Flores de cactus: la belleza infinita de lo (im)posible.

Unas de nuestras mejores vacaciones, sin duda alguna.
¡Encantada!

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