Hay quien piensa que la anorexia y la bulimia son el resultado de la inmadurez y la frivolidad de unas pocas jovencitas. Nada más lejos de la realidad. Los trastornos de la alimentación están presentes incluso en los animales, y constituyen una de las maneras en las que nuestro cuerpo reacciona ante el estrés. Cuando un ser vivo, del tipo que sea, se ve sometido a la presión insufrible de un ambiente hostil, deja de ser capaz de alimentarse con normalidad. En caso de seguir ingiriendo su alimento, la tarea de procesarlo puede ser una carga tan pesada para su organismo que se vea obligado a dejar de comer, a comer por encima de sus posibilidades, o a vomitar.
¿Puede una enfermedad que afecta abrumadoramente a uno solo de los sexos estar causada por la mera suma de situaciones personales? ¿Se puede achacar sólo a características individuales, tales como la autoexigencia desmesurada o la obsesión con unos modelos inalcanzables? Yo creo que no. Para mí, la individualidad moldea y concreta los resultados de una presión estructural: la que el patriarcado ejerce sobre la mujer. Si las mujeres sufrimos trastornos de la alimentación, es porque toda una ideología y su estructura socio-cultural correspondiente lo quieren así.
Entonces, ¿hace cuanto que la presión sobre el cuerpo de la mujer se traduce en trastornos de la alimentación? Seguramente ambos fenómenos hayan ido de la mano desde siempre, lo cual demostraría que la anorexia y la bulimia son tan antiguas como la subordinación de la mujer, y que su mayor incidencia actual es sólo mayor en apariencia: siempre estuvieron ahí, pero como tantos otros problemas de salud femenina, hace pocos años que se les presta atención.
Buceando en algunos libros, he encontrado referencias explícitas a esta presión, a esta invitación a maltratar el cuerpo hasta la enfermedad como la que sigue, extraída de un tomo sobre las mujeres en la Edad Media europea:
Explícitamente definida como instrumento de custodia de la castidad femenina, la sobriedad impide que los alimentos y las bebidas, una vez en el cuerpo de la mujer, puedan excitarla al punto de encender en ella una irrefrenable lujuria. De aquí una serie de prescripciones alimentarias, presentes tanto en la literatura religiosa como en la laica (evitar el vino, el alimento excesivo, las comidas demasiado calientes o demasiado condimentadas). Si bien la mujer casada tiene que encontrar un justo equilibrio alimentario que la aleje de la lujuria sin poner en peligro la eficiencia generativa de su cuerpo, la religiosa y la viuda pueden ir más allá en la mortificación de la carne e imponerse una sobriedad alimentaria más rígida, que incluye la práctica del ayuno. Con el andar del tiempo, a partir de finales del siglo XIV y durante todo el siguiente, la insistencia sobre el valor de la sobriedad y del ayuno se vuelve más aguda y radical, implicando en ciertos casos también a mujeres casadas. Las normas que establecen cuándo, cuánto y cómo comer y ayunar se vuelven más detalladas y, unidas a una serie de prescripciones sobre los momentos y los modos propios de la disciplina corporal, se invisten de un ascetismo cada vez mayor. Un cuerpo fatigado de alimentos excesivos, debilitado por el vino, enervado por la excitación y agotado por la lujuria no place a Dios ni sirve al marido.
La mujer custodiada, en Historia de las mujeres. Carla Casagrande.
Estoy segura de que hay numerosos documentos similares a lo largo y ancho de numerosas obras de Historia o Antropología (siempre que tengan cierta perspectiva de género). En ellos se puede leer claramente cómo la mujer sólo es considerada como máquina reproductora y sólo para ello se la mantiene sana. Cuando la mujer no sirve a la reproducción, se le ofrece el nivel mínimo de supervivencia, para lo cual debe maltratar su cuerpo constantemente, en nombre de leyes discriminatorias y crueles, sean divinas o humanas. De hecho, en numerosas sociedades, la privación de alimento es utilizada como método anticonceptivo:
Las mujeres con carencia nutricional no son tan fértiles como aquellas cuyas dietas son correctas. También están claramente demostrados los efectos del estrés nutricional sobre la madre, el feto y el bebé. La nutrición materna deficiente aumenta el riesgo de nacimientos prematuros y de bajo peso, suponiendo ambas cosas un aumento de la mortalidad infantil; la mala nutrición materna también disminuye la cantidad y la calidad de la leche materna, disminuyendo de esa forma aún más las oportunidades de supervivencia del bebé. Estos efectos nutricionales variarán en la manera que interaccionen con la cantidad de estrés fisiológico y psicológico producido a una mujer embarazada y lactante. Además, las expectativas de vida de las mujeres pueden estar afectadas por los efectos de sustancias tóxicas, por técnicas abortivas basadas en lo que podríamos llamar shock corporal, y de nuevo la interacción de todos estos factores con el estado nutricional.
Prácticas de regulación de la población, en Antropología cultural. Marvin Harris.
En El segundo sexo, Simone de Beauvoir hace alusión a ideas similares. Así por ejemplo, critica algunas ideas de Balzac, al que acusa justamente de cínico:
Balzac exhorta al esposo a mantener a la mujer muy atada si quiere evitar el ridículo del deshonor. Tiene que negarle instrucción y cultura, prohibirle todo lo que le permita desarrollar su individualidad, imponerle ropa incómoda, empujarla a seguir un régimen de hambre.
Por supuesto, el control del cuerpo de la mujer que conlleva trastornos alimentarios no se refiere sólo a la falta de comida, sino también a su exceso. Esta situación está considerada, asimismo, en El segundo sexo, a través de una cita de la Revista de Psicología de ¡1934!:
El engorde artificial de las mujeres, verdadero cebado cuyos dos procedimientos esenciales son la inmovilidad y la ingestión abundante de alimentos adecuados, en particular leche, aparece en distintas regiones de África. Lo practican todavía los árabes e israelíes acomodados de la ciudad en Argelia, Túnez y Marruecos.
Nos engordan, nos adelgazan, nos mantienen enfermas e inútiles, al servicio de un sistema que no puede ser el nuestro. No son modas o falta de personalidad, no atacan sólo a frágiles adolescentes, por más que sean un blanco fácil, o a mujeres insatisfechas o ambiciosas. Forman parte de un programa que no nos considera personas, que no nos deja ser.
Nuestro cuerpo es nuestro, y es necesario que cobremos conciencia de ello, de cómo se nos obliga a maltratarlo, a no poner por delante la salud frente a exigencias que nos alienan. Es casi un deber frente a nuestras hijas, nuestras madres, nuestras amigas, esposas, novias, hermanas. Una responsabilidad de las mujeres para con las mujeres, de cada una de nosotras frente a sí misma.
No lo permitamos más. Dejemos de maltratarnos y apostemos por nuestra salud.
Encantada.