CON TODAS VOSOTRAS.
lunes, 31 de diciembre de 2007
domingo, 30 de diciembre de 2007
Catarsis televisiva
En los últimos días he sufrido una catarsis televisiva provocada por la 4ª temporada de Queer as Folk.
(Ergo: si no quieres que te estropee la trama lésbica central de dicha temporada, simplemente, no sigas leyendo, porque la voy a destripar).
En esta temporada, Melanie y Lindsay deciden tener otro hijo. O mejor dicho, Melanie lo decide y Lindsay lo acepta. Al principio, es Melanie la que quiere que Lindsay tenga el bebé, y empieza a hacerle la rosca recordándole lo guapa y sexy que estaba embarazada, cosa que Lindsay no recuerda del mismo modo y, en cualquier caso, se termina cabreando al verse tratada como una simple fuente de abastecimiento, ya que, en esos momentos, ella está pensando más en volver a trabajar que en volver a dar de mamar a un bebé.
El caso es que Melanie tiene una conversación con Debbie en la que esta, muy en su estilo, le desmonta toda la trama que se tiene montada acerca de la idoneidad de Lindsay para tener hijos frente a su absoluta falta de adecuación. Le dice que Lindsay, sencillamente, aceptó el reto de quedarse embarazada, aceptó albergar en su cuerpo otra vida, aceptó entregarse al proceso del parto a pesar del miedo y del dolor. Y que ella, Melanie, es igualmente capaz de ser madre, porque, a pesar de ser lesbiana, a pesar de ser masculina, no ha dejado de ser mujer. Para ser madre, le recuerda, lo que una tiene que ser capaz de hacer es dejar atrás su pose de tipa dura para cagarse de emoción y de inseguridad ante la perspectiva de tener un hijo.
Entonces Melanie se convence, se hace las pruebas para comprobar que ha superado un problema de esterilidad y conviene con Lindsay que Michael será el padre. Así es como llega la segunda parte de la trama: no sólo le costó a Melanie un ovario y medio llegar a la conclusión de que era preferible un donante conocido, sin contar con que, por el camino, hasta se convenció de tener un hijo de Brian; sino que ahora, una vez aceptado el reto de la maternidad y la elección del donante, Melanie trata de blindarse presentándole un contrato a Michael donde se especifica al detalle en qué consiste su nimia función. Michael, que quiere ser un padre involucrado, se niega, y Melanie, convencida de que tiene a todos los hados en su contra, está a punto de volverse atrás.
Es ahí cuando Lindsay tiene con ella la conversación definitiva, en la que le explica por qué han de aceptar los términos de Michael. Lindsay habla de que su maternidad, no sólo por ser maternidad, sino por ser una maternidad lésbica, es una cuestión de riesgo y confianza a partes iguales. No saben lo que pasará, no saben cómo irán las cosas, no saben lo que significa que Michael no quiera ser un donante sino un padre. No saben nada más que la cantidad de riesgos que corren por todos lados, y sin embargo, más importante que tener esto claro es saber que, para darse la oportunidad de que todo salga bien, deben confiar en que así será.
Y entonces Melanie se convence, Michael acepta un nuevo contrato en el que él aparecerá como padre, después de mucho estrés consiguen “la muestra de semen”, Melanie se insemina y… ¡se queda embarazada a la primera!
No sé cómo seguirá todo después, porque ahí me he quedado (¡y espero que nadie me lo cuente!), pero estos capítulos han sido suficientes para que se produzca en mí una convulsión interna que me ha dejado el cerebro patas arriba.
Y es que me he sentido identificada en todas y cada de una de las palabras, acciones, sentimientos y construcciones mentales que Melanie ha ido exhibiendo en cada escena. Me he dado cuenta (por más estúpido que sea darse cuenta de algo tan grande gracias a una serie) de que yo también tengo esa pose de tipa dura que Melanie se gasta. Y como Debbie le dijo, estoy de acuerdo en que no es más que una coraza para no mostrar abiertamente mi miedo a no ser lo suficientemente mujer como para tener un hijo. Y no cabe duda de que así es porque, en el momento de ver esa escena, se me hizo tremendo nudo en la garganta, que creo que tendré que llorar durante semanas para poder deshacerlo.
Después vino lo de arriesgar confiando en que, de alguna manera imprevista, todo saldrá bien, algo que me hizo darme de bruces también con mi necesidad de seguridad a ultranza, una necesidad comprensible pero poco útil cuando una es lesbiana, y por supuesto, mucho menos útil cuando una se plantea siquiera la posibilidad de ser algún día una madre lesbiana.
No quiero decir con todo esto que lanzarse a ser madre sea cuestión de cerrar los ojos y dar el salto. Estoy fundamentalmente de acuerdo con las ideas de Melanie, en su búsqueda de protección, seguridad, en su necesidad de saber que está haciendo lo mejor, etc. Sin embargo, también entiendo que, a veces, nos parapetamos detrás de esos pensamientos para no hacer nada en la vida, porque nunca es el momento perfecto, nunca están todos los cabos atados, nunca estamos absolutamente seguras de nada. Y, a pesar de eso, una vez comprobado que lo hemos hecho lo mejor posible, lo único que queda es lanzarse al vacío confiando en que acabaremos por caer de pie.
Hay que ver lo que se aprende con las series de temática.
Encantada de seguir calentando el sofá.
(Ergo: si no quieres que te estropee la trama lésbica central de dicha temporada, simplemente, no sigas leyendo, porque la voy a destripar).
En esta temporada, Melanie y Lindsay deciden tener otro hijo. O mejor dicho, Melanie lo decide y Lindsay lo acepta. Al principio, es Melanie la que quiere que Lindsay tenga el bebé, y empieza a hacerle la rosca recordándole lo guapa y sexy que estaba embarazada, cosa que Lindsay no recuerda del mismo modo y, en cualquier caso, se termina cabreando al verse tratada como una simple fuente de abastecimiento, ya que, en esos momentos, ella está pensando más en volver a trabajar que en volver a dar de mamar a un bebé.
El caso es que Melanie tiene una conversación con Debbie en la que esta, muy en su estilo, le desmonta toda la trama que se tiene montada acerca de la idoneidad de Lindsay para tener hijos frente a su absoluta falta de adecuación. Le dice que Lindsay, sencillamente, aceptó el reto de quedarse embarazada, aceptó albergar en su cuerpo otra vida, aceptó entregarse al proceso del parto a pesar del miedo y del dolor. Y que ella, Melanie, es igualmente capaz de ser madre, porque, a pesar de ser lesbiana, a pesar de ser masculina, no ha dejado de ser mujer. Para ser madre, le recuerda, lo que una tiene que ser capaz de hacer es dejar atrás su pose de tipa dura para cagarse de emoción y de inseguridad ante la perspectiva de tener un hijo.
Entonces Melanie se convence, se hace las pruebas para comprobar que ha superado un problema de esterilidad y conviene con Lindsay que Michael será el padre. Así es como llega la segunda parte de la trama: no sólo le costó a Melanie un ovario y medio llegar a la conclusión de que era preferible un donante conocido, sin contar con que, por el camino, hasta se convenció de tener un hijo de Brian; sino que ahora, una vez aceptado el reto de la maternidad y la elección del donante, Melanie trata de blindarse presentándole un contrato a Michael donde se especifica al detalle en qué consiste su nimia función. Michael, que quiere ser un padre involucrado, se niega, y Melanie, convencida de que tiene a todos los hados en su contra, está a punto de volverse atrás.
Es ahí cuando Lindsay tiene con ella la conversación definitiva, en la que le explica por qué han de aceptar los términos de Michael. Lindsay habla de que su maternidad, no sólo por ser maternidad, sino por ser una maternidad lésbica, es una cuestión de riesgo y confianza a partes iguales. No saben lo que pasará, no saben cómo irán las cosas, no saben lo que significa que Michael no quiera ser un donante sino un padre. No saben nada más que la cantidad de riesgos que corren por todos lados, y sin embargo, más importante que tener esto claro es saber que, para darse la oportunidad de que todo salga bien, deben confiar en que así será.
Y entonces Melanie se convence, Michael acepta un nuevo contrato en el que él aparecerá como padre, después de mucho estrés consiguen “la muestra de semen”, Melanie se insemina y… ¡se queda embarazada a la primera!
No sé cómo seguirá todo después, porque ahí me he quedado (¡y espero que nadie me lo cuente!), pero estos capítulos han sido suficientes para que se produzca en mí una convulsión interna que me ha dejado el cerebro patas arriba.
Y es que me he sentido identificada en todas y cada de una de las palabras, acciones, sentimientos y construcciones mentales que Melanie ha ido exhibiendo en cada escena. Me he dado cuenta (por más estúpido que sea darse cuenta de algo tan grande gracias a una serie) de que yo también tengo esa pose de tipa dura que Melanie se gasta. Y como Debbie le dijo, estoy de acuerdo en que no es más que una coraza para no mostrar abiertamente mi miedo a no ser lo suficientemente mujer como para tener un hijo. Y no cabe duda de que así es porque, en el momento de ver esa escena, se me hizo tremendo nudo en la garganta, que creo que tendré que llorar durante semanas para poder deshacerlo.
Después vino lo de arriesgar confiando en que, de alguna manera imprevista, todo saldrá bien, algo que me hizo darme de bruces también con mi necesidad de seguridad a ultranza, una necesidad comprensible pero poco útil cuando una es lesbiana, y por supuesto, mucho menos útil cuando una se plantea siquiera la posibilidad de ser algún día una madre lesbiana.
No quiero decir con todo esto que lanzarse a ser madre sea cuestión de cerrar los ojos y dar el salto. Estoy fundamentalmente de acuerdo con las ideas de Melanie, en su búsqueda de protección, seguridad, en su necesidad de saber que está haciendo lo mejor, etc. Sin embargo, también entiendo que, a veces, nos parapetamos detrás de esos pensamientos para no hacer nada en la vida, porque nunca es el momento perfecto, nunca están todos los cabos atados, nunca estamos absolutamente seguras de nada. Y, a pesar de eso, una vez comprobado que lo hemos hecho lo mejor posible, lo único que queda es lanzarse al vacío confiando en que acabaremos por caer de pie.
Hay que ver lo que se aprende con las series de temática.
Encantada de seguir calentando el sofá.
jueves, 27 de diciembre de 2007
Invisibilidad de género
Si alguien quiere ver gays en Madrid puede acudir a dos lugares: uno, el archiconocido barrio de Chueca; el otro, el quizás menos conocido aunque no por ello menos concurrido… Ikea.
Puede que resulte sorprendente, pero es un hecho comprobado (por mi novia y por mí) que cualquier tarde o cualquier mañana en el Ikea puedes encontrarte con una media de dos o tres parejas gays por los pasillos, de lo cual se deduce que puede haber como diez parejas gays en todo el recinto, y quizá unas quince, veinte, o quién sabe si cincuenta parejas gays desperdigadas por el aparcamiento.
La mala noticia (la única mala noticia) es que cuando digo gays me refiero a gays, no a lesbianas. Aunque, si confiamos ciegamente en la estadística, es posible que hubiera el mismo número de lesbianas (contándonos a nosotras mismas) paseando su amor por los mismos pasillos; o incluso, si hacemos caso de las teorías más optimistas, es posible que hubiera un número ligeramente superior, o incluso descaradamente superior de lesbianas afanándose por llenar su carrito de maderas y cojines. El problema es el de siempre: las lesbianas, ¿cómo se ven?
Una respuesta inocente sería decir que las lesbianas se ven igual que se ven los gays: dos mujeres de la mano que se besan en la boca son lesbianas. Sin embargo, la realidad es que, normalmente, ninguna de esas parejas gays tan fácilmente detectables hasta por esa extraña lesbiana sin radar incorporado (léase: yo) iba de la mano o se besaba en la boca. Esas parejas gays, sencillamente, se miraban con amor. Había algo en sus ojos que los hacía refulgir, algo que evidenciaba que eran mucho más que amigos, hermanos o compañeros de piso. Ese mismo algo que las mujeres comparten sean amigas, hermanas o compañeras de piso.
Sí, sí, ya lo sé: no es igual. Yo nunca he mirado a nadie como miro a mi novia, y sin embargo… ¡es tan parecido! Las mujeres establecemos una complicidad tan profunda en tantas ocasiones, sin que medie ninguna atracción sexual, que detectar a dos lesbianas en medio de la marea de mujeres que se abrazan, se guiñan un ojo, se dan besos en la mejilla e incluso de cogen de la mano… es casi tan difícil como descubrir que eres lesbiana cuando todas tus amigas aseguran que ellas también miran a las mujeres a las tetas y que es indudable que el sexo con una mujer les hará sentir mucho más placer que con un hombre.
Creo que la prueba del Ikea es concluyente: en igualdad de condiciones, las lesbianas somos menos visibles que los gays. Nosotras tenemos que hacer una ostentación mucho mayor para dejar de parecer una amigas; eso, sin contar con que, incluso haciendo ostentación, hay gente que no nos mira, que nos niega o que, sencillamente, no se lo cree.
La buena noticia es que, cuando una pareja de lesbianas se encuentra con otra, el lazo solidario que se establece es tan fuerte que la ostentación crece hasta límites insospechados. De pronto, el Ikea ya no es el Ikea, sino que se vuelve el Ikea de las lesbianas. De pronto, ya no somos invisibles, porque estamos en todas partes, porque estábamos ahí, porque nos hemos detectado, y ahora ya no somos una sola lesbiana, o una sola pareja de lesbianas, somos la posibilidad de ser muchas, de descubrirnos mutuamente y de sentir ese lazo invisible que, aunque estuviera hecho de acero, muchos no podrían ver.
Así somos las mujeres, para bien o para mal.
Encantada de formar parte de su magia.
Puede que resulte sorprendente, pero es un hecho comprobado (por mi novia y por mí) que cualquier tarde o cualquier mañana en el Ikea puedes encontrarte con una media de dos o tres parejas gays por los pasillos, de lo cual se deduce que puede haber como diez parejas gays en todo el recinto, y quizá unas quince, veinte, o quién sabe si cincuenta parejas gays desperdigadas por el aparcamiento.
La mala noticia (la única mala noticia) es que cuando digo gays me refiero a gays, no a lesbianas. Aunque, si confiamos ciegamente en la estadística, es posible que hubiera el mismo número de lesbianas (contándonos a nosotras mismas) paseando su amor por los mismos pasillos; o incluso, si hacemos caso de las teorías más optimistas, es posible que hubiera un número ligeramente superior, o incluso descaradamente superior de lesbianas afanándose por llenar su carrito de maderas y cojines. El problema es el de siempre: las lesbianas, ¿cómo se ven?
Una respuesta inocente sería decir que las lesbianas se ven igual que se ven los gays: dos mujeres de la mano que se besan en la boca son lesbianas. Sin embargo, la realidad es que, normalmente, ninguna de esas parejas gays tan fácilmente detectables hasta por esa extraña lesbiana sin radar incorporado (léase: yo) iba de la mano o se besaba en la boca. Esas parejas gays, sencillamente, se miraban con amor. Había algo en sus ojos que los hacía refulgir, algo que evidenciaba que eran mucho más que amigos, hermanos o compañeros de piso. Ese mismo algo que las mujeres comparten sean amigas, hermanas o compañeras de piso.
Sí, sí, ya lo sé: no es igual. Yo nunca he mirado a nadie como miro a mi novia, y sin embargo… ¡es tan parecido! Las mujeres establecemos una complicidad tan profunda en tantas ocasiones, sin que medie ninguna atracción sexual, que detectar a dos lesbianas en medio de la marea de mujeres que se abrazan, se guiñan un ojo, se dan besos en la mejilla e incluso de cogen de la mano… es casi tan difícil como descubrir que eres lesbiana cuando todas tus amigas aseguran que ellas también miran a las mujeres a las tetas y que es indudable que el sexo con una mujer les hará sentir mucho más placer que con un hombre.
Creo que la prueba del Ikea es concluyente: en igualdad de condiciones, las lesbianas somos menos visibles que los gays. Nosotras tenemos que hacer una ostentación mucho mayor para dejar de parecer una amigas; eso, sin contar con que, incluso haciendo ostentación, hay gente que no nos mira, que nos niega o que, sencillamente, no se lo cree.
La buena noticia es que, cuando una pareja de lesbianas se encuentra con otra, el lazo solidario que se establece es tan fuerte que la ostentación crece hasta límites insospechados. De pronto, el Ikea ya no es el Ikea, sino que se vuelve el Ikea de las lesbianas. De pronto, ya no somos invisibles, porque estamos en todas partes, porque estábamos ahí, porque nos hemos detectado, y ahora ya no somos una sola lesbiana, o una sola pareja de lesbianas, somos la posibilidad de ser muchas, de descubrirnos mutuamente y de sentir ese lazo invisible que, aunque estuviera hecho de acero, muchos no podrían ver.
Así somos las mujeres, para bien o para mal.
Encantada de formar parte de su magia.
jueves, 20 de diciembre de 2007
La importancia de un sufijo
He estado reflexionando durante un tiempo considerable acerca de qué es lo que realmente siento por los tíos. No son (ni nunca han sido) candidatos reales para mantener una relación de pareja o siquiera un escarceo, y, sin embargo, tampoco me resultan indiferentes. Después de devanarme los sesos durante meses, he llegado a la conclusión de que todo se reduce a la distancia que media entre dos sufijos: los tíos me resultan atractivos, no atrayentes.
Cuando veo a un hombre atractivo, se me enciende una pequeña luz de alarma. Algo así como “eh, fíjate, si fueras hetero, tendrías delante de ti a un candidato ideal para… algo”. Durante mucho tiempo, confundí esa pequeña lucecita roja con la atracción, el deseo e incluso el amor. Pero me equivocaba.
Porque el aviso no pasa de ser eso, un aviso dirigido a la mujer heterosexual que no soy. Por mucho que pueda distinguir un candidato potencial para mi otro yo inexistente, mi yo real se mantiene en el sitio. Nada me hace desear nada; a pesar de tener ojos en la cara, los hombres no me resultan atrayentes.
Es curioso haber tardado tanto en nombrar una realidad que siempre estuvo ahí. Nunca jamás, al ver el cuerpo desnudo de un hombre, he sentido ese mareo inevitable que siento cuando veo el cuerpo desnudo de casi cualquier mujer. Siempre me ocurrió, pero tardé años en darle la más mínima importancia.
Cuando era adolescente, incluso, llegué a colgar pósters de chicos en bañador en las paredes de mi habitación, pero al mirarlos no se me erizaba ni un triste pelo. Sin embargo, si alcanzaba a ver, por casualidad y sin buscarlo, la insinuación del hombro, pecho, vientre o cadera de alguna de mis compañeras de clase… ahí sí que la lucecita roja se convertía en llamarada.
Hace poco vi un documental en el que explicaban la homosexualidad animal de un modo tan conductista y determinante como, para mi gusto y a este respecto, acertado. Exponían que el cerebro de un animal homosexual simplemente reaccionaba ante el estímulo de la presencia de otro animal de su mismo sexo, mientras que, en el caso del sexo contrario, su cerebro se mantenía impasible.
Y eso es exactamente lo que me ocurre a mí. En presencia de un hombre, no importan cuán guapo, inteligente, bueno y simpático sea, mi cerebro no reacciona. No es cuestión de pensarlo, reflexionar sobre la conveniencia de este o aquel, darse cuenta de lo fácil que sería todo; es cuestión de que mi cerebro está muerto y mi cuerpo se mantiene frío para él. Podría hacer un esfuerzo para mantener relaciones con muchas mujeres, pero con un hombre no se trata de hacer un esfuerzo: se trata de lo que no puede ser.
Pero sí, los hombres están ahí, son una realidad que no se puede ignorar, como tampoco es posible ignorar que, durante años, nos educaran para amarlos, para tenerlos en cuenta, para creer que eran nuestro futuro y que no había otra posibilidad. A fuerza de metérnoslos por los ojos, algunas desarrollamos la capacidad de ver su atractivo, pero nada más; lo verdaderamente atrayente para nosotras, lo que hace que nos movamos del sitio, que nos mareemos, que no tengamos que pensar sino simplemente dejarnos llevar, nuestro verdadero futuro, presente y pasado, lo que realmente amamos, es la mujer.
Encantada de que sea así.
Cuando veo a un hombre atractivo, se me enciende una pequeña luz de alarma. Algo así como “eh, fíjate, si fueras hetero, tendrías delante de ti a un candidato ideal para… algo”. Durante mucho tiempo, confundí esa pequeña lucecita roja con la atracción, el deseo e incluso el amor. Pero me equivocaba.
Porque el aviso no pasa de ser eso, un aviso dirigido a la mujer heterosexual que no soy. Por mucho que pueda distinguir un candidato potencial para mi otro yo inexistente, mi yo real se mantiene en el sitio. Nada me hace desear nada; a pesar de tener ojos en la cara, los hombres no me resultan atrayentes.
Es curioso haber tardado tanto en nombrar una realidad que siempre estuvo ahí. Nunca jamás, al ver el cuerpo desnudo de un hombre, he sentido ese mareo inevitable que siento cuando veo el cuerpo desnudo de casi cualquier mujer. Siempre me ocurrió, pero tardé años en darle la más mínima importancia.
Cuando era adolescente, incluso, llegué a colgar pósters de chicos en bañador en las paredes de mi habitación, pero al mirarlos no se me erizaba ni un triste pelo. Sin embargo, si alcanzaba a ver, por casualidad y sin buscarlo, la insinuación del hombro, pecho, vientre o cadera de alguna de mis compañeras de clase… ahí sí que la lucecita roja se convertía en llamarada.
Hace poco vi un documental en el que explicaban la homosexualidad animal de un modo tan conductista y determinante como, para mi gusto y a este respecto, acertado. Exponían que el cerebro de un animal homosexual simplemente reaccionaba ante el estímulo de la presencia de otro animal de su mismo sexo, mientras que, en el caso del sexo contrario, su cerebro se mantenía impasible.
Y eso es exactamente lo que me ocurre a mí. En presencia de un hombre, no importan cuán guapo, inteligente, bueno y simpático sea, mi cerebro no reacciona. No es cuestión de pensarlo, reflexionar sobre la conveniencia de este o aquel, darse cuenta de lo fácil que sería todo; es cuestión de que mi cerebro está muerto y mi cuerpo se mantiene frío para él. Podría hacer un esfuerzo para mantener relaciones con muchas mujeres, pero con un hombre no se trata de hacer un esfuerzo: se trata de lo que no puede ser.
Pero sí, los hombres están ahí, son una realidad que no se puede ignorar, como tampoco es posible ignorar que, durante años, nos educaran para amarlos, para tenerlos en cuenta, para creer que eran nuestro futuro y que no había otra posibilidad. A fuerza de metérnoslos por los ojos, algunas desarrollamos la capacidad de ver su atractivo, pero nada más; lo verdaderamente atrayente para nosotras, lo que hace que nos movamos del sitio, que nos mareemos, que no tengamos que pensar sino simplemente dejarnos llevar, nuestro verdadero futuro, presente y pasado, lo que realmente amamos, es la mujer.
Encantada de que sea así.
domingo, 16 de diciembre de 2007
Metáforas de mi armario: Internet
Otra de las formas que adopta mi armario es la manera en que actúo cuando me conecto a internet. Cuando todavía vivía en casa de mis padres soñaba con la idea de que fuera algo pasajero; pero ahora que presuntamente gozo de la libertad que antes no tenía, me he dado cuenta de que tal vez no sea así.
Antes, todas mis sesiones de internet seguían la misma pauta: abría ventanas y ventanas desde las que me entraba el aire fresco de la comunidad lésbica, y después de respirar durante un par de horas y llenarme el corazón de oxígeno, las cerraba a cal y canto y borraba el historial. Para terminar, observaba el historial vacío, segura de que nadie podría rastrear mi camino de aquella tarde, y apagaba el ordenador.
Atrás quedaban historias compartidas, noticias frescas, vidas tan cercanas a la mía, nuevos proyectos, relatos de calamidades, un poco de arte, un poco de desenfado, mucha autoestima y mucho amor. Nadie en mi casa podría saber qué había sido de mí durante esas dos horas, en qué mundos me habría perdido y encontrado, porque al volver a encender el ordenador no quedaba ni rastro de lo que había sido de mí.
Como en el caso del altillo, no lo hacía para ocultarme de mis padres, puesto que ellos ya saben que soy lesbiana desde hace años; lo hacía para evitarles el disgusto de saber que su hija no sólo salía con una mujer, sino que se juntaba con más lesbianas, que visitaba páginas “de esas”, que se paseaba fuera de un armario que ellos se empeñan con todas sus fuerzas en cerrar.
Me gustó dejar de borrar el historial cuando me mudé a mi propia casa, me gusta compartir con mi pareja todos los lugares que visito en internet; y sin embargo, creo que ese trozo del armario aún no ha terminado de desaparecer.
El otro día me dediqué a ver varios vídeos de temática homosexual cuyos links había recogido de aquí y de allá. Estaba sola en la habitación, mi novia se duchaba en la otra punta de la casa, y de pronto el silencio se llenó de palabras que me hicieron temblar: “lesbiana”, “gay”, “homosexual”. Entonces escuché las voces de los niños de los vecinos de al lado, e instintivamente agarré los auriculares y el silencio volvió a reinar en la habitación.
Quizá estuviera justificado, pero una pena inmensa se adueñó de mí. Me había prometido no esconderme de mí misma en mi propia casa, y sin embargo, lo había vuelto a hacer. Por eso pienso que esa parte del armario no ha desaparecido con mi independencia, sino que simplemente ha tomado otra forma distinta a la que tenía. Una parte de mí me dice que hay cosas que los niños no deben escuchar, pero otra se pregunta si, de haber sido un documental sobre adicciones, o testimonios de mujeres maltratadas, hubiera agarrado los auriculares igual.
A veces creo que el armario tiene patas, y que te persigue allá donde vas.
Encantada de echar a correr.
Antes, todas mis sesiones de internet seguían la misma pauta: abría ventanas y ventanas desde las que me entraba el aire fresco de la comunidad lésbica, y después de respirar durante un par de horas y llenarme el corazón de oxígeno, las cerraba a cal y canto y borraba el historial. Para terminar, observaba el historial vacío, segura de que nadie podría rastrear mi camino de aquella tarde, y apagaba el ordenador.
Atrás quedaban historias compartidas, noticias frescas, vidas tan cercanas a la mía, nuevos proyectos, relatos de calamidades, un poco de arte, un poco de desenfado, mucha autoestima y mucho amor. Nadie en mi casa podría saber qué había sido de mí durante esas dos horas, en qué mundos me habría perdido y encontrado, porque al volver a encender el ordenador no quedaba ni rastro de lo que había sido de mí.
Como en el caso del altillo, no lo hacía para ocultarme de mis padres, puesto que ellos ya saben que soy lesbiana desde hace años; lo hacía para evitarles el disgusto de saber que su hija no sólo salía con una mujer, sino que se juntaba con más lesbianas, que visitaba páginas “de esas”, que se paseaba fuera de un armario que ellos se empeñan con todas sus fuerzas en cerrar.
Me gustó dejar de borrar el historial cuando me mudé a mi propia casa, me gusta compartir con mi pareja todos los lugares que visito en internet; y sin embargo, creo que ese trozo del armario aún no ha terminado de desaparecer.
El otro día me dediqué a ver varios vídeos de temática homosexual cuyos links había recogido de aquí y de allá. Estaba sola en la habitación, mi novia se duchaba en la otra punta de la casa, y de pronto el silencio se llenó de palabras que me hicieron temblar: “lesbiana”, “gay”, “homosexual”. Entonces escuché las voces de los niños de los vecinos de al lado, e instintivamente agarré los auriculares y el silencio volvió a reinar en la habitación.
Quizá estuviera justificado, pero una pena inmensa se adueñó de mí. Me había prometido no esconderme de mí misma en mi propia casa, y sin embargo, lo había vuelto a hacer. Por eso pienso que esa parte del armario no ha desaparecido con mi independencia, sino que simplemente ha tomado otra forma distinta a la que tenía. Una parte de mí me dice que hay cosas que los niños no deben escuchar, pero otra se pregunta si, de haber sido un documental sobre adicciones, o testimonios de mujeres maltratadas, hubiera agarrado los auriculares igual.
A veces creo que el armario tiene patas, y que te persigue allá donde vas.
Encantada de echar a correr.
sábado, 15 de diciembre de 2007
Valientes
Hace un par de días asistí con orgullo a la noticia de que Jodie Foster había decidido salir del armario. Salté de alegría por el salón, empecé a gritar “¡toma! ¡toma!” a mis paredes desnudas y estallé en carcajadas cuando la presentadora dijo que la noticia había sorprendido a muchas personas. “¡No será a nosotras!”, proclamé al fin, cayendo rendida en el sofá.
Entonces empecé a pensar en la realidad de Jodie Foster como mujer, dejando a un lado su faceta de icono lésbico probablemente no pedido y no querido. Y pensando, pensando, me derrumbé.
Tenía razón la presentadora cuando explicaba que la noticia resultaba sorprendente. Lo sorprendente, claro, no era que Jodie Foster fuese lesbiana; lo sorprendente era que, teniendo una pareja estable y habiendo formado con ella una familia hacía bastantes años, hubiera permanecido callada todo este tiempo.
Si en la vida de nuestras parejas anónimas la tensión que se crea cuando una de nosotras ningunea, ignora u oculta a la otra puede llegar a ser terrible, ¿qué se debe sentir cuando una sale con Jodie Foster? ¿Y cuando una es Jodie Foster y responde una y mil veces en una y mil entrevistas que no, que novio no tiene?
Aunque lo peor, desde mi punto de vista, es el asunto de los niños. ¿Cómo permanece uno en el armario cuando su mamá es Jodie Foster? ¿No es suficiente ser hijo de una mujer archifamosa, como para encima cargar con el estigma de no poder hablar de tu otra mamá?
Me pregunto cómo a Jodie Foster no le ha estallado el alma de pensar que existen cientos de paparazzis deseosos de explotar su vida privada, mucho más jugosa cuando una está tan buena y encima es lesbiana. Me imagino las noches en vela que ha tenido que pasar sintiéndose un gusano mentiroso, y a la vez, aterrada ante la posibilidad de asomarse siquiera a la puerta del armario.
Y mientras tanto, cría a tus hijos, vive feliz con tu pareja y haz películas de éxito. ¡Monumento a Jodie Foster ya!
En fin, esta ha sido la realidad lésbica para millones de mujeres durante muchos años. Lo único que me alegra es que, si Jodie Foster decide salir del armario, es porque algo está cambiando. Y de ese cambio formamos parte todas.
¡Va por nosotras!
Encantada.
Entonces empecé a pensar en la realidad de Jodie Foster como mujer, dejando a un lado su faceta de icono lésbico probablemente no pedido y no querido. Y pensando, pensando, me derrumbé.
Tenía razón la presentadora cuando explicaba que la noticia resultaba sorprendente. Lo sorprendente, claro, no era que Jodie Foster fuese lesbiana; lo sorprendente era que, teniendo una pareja estable y habiendo formado con ella una familia hacía bastantes años, hubiera permanecido callada todo este tiempo.
Si en la vida de nuestras parejas anónimas la tensión que se crea cuando una de nosotras ningunea, ignora u oculta a la otra puede llegar a ser terrible, ¿qué se debe sentir cuando una sale con Jodie Foster? ¿Y cuando una es Jodie Foster y responde una y mil veces en una y mil entrevistas que no, que novio no tiene?
Aunque lo peor, desde mi punto de vista, es el asunto de los niños. ¿Cómo permanece uno en el armario cuando su mamá es Jodie Foster? ¿No es suficiente ser hijo de una mujer archifamosa, como para encima cargar con el estigma de no poder hablar de tu otra mamá?
Me pregunto cómo a Jodie Foster no le ha estallado el alma de pensar que existen cientos de paparazzis deseosos de explotar su vida privada, mucho más jugosa cuando una está tan buena y encima es lesbiana. Me imagino las noches en vela que ha tenido que pasar sintiéndose un gusano mentiroso, y a la vez, aterrada ante la posibilidad de asomarse siquiera a la puerta del armario.
Y mientras tanto, cría a tus hijos, vive feliz con tu pareja y haz películas de éxito. ¡Monumento a Jodie Foster ya!
En fin, esta ha sido la realidad lésbica para millones de mujeres durante muchos años. Lo único que me alegra es que, si Jodie Foster decide salir del armario, es porque algo está cambiando. Y de ese cambio formamos parte todas.
¡Va por nosotras!
Encantada.
domingo, 9 de diciembre de 2007
Vicios y virtudes
Link
Tengo un defecto terrible: se llama empatía, un vicio que me provoca una íntima conexión con la gente (¡con la gente!), de entre la cual suelo escoger a los menos convenientes.
Por ejemplo, mis padres.
Admitámoslo: me han hecho de todo. Negarme la palabra y hasta la mirada, recordarme una y otra vez cuánto se arrepienten de que haya nacido, confesarme su íntimo deseo de que me salga un cáncer en vez de una novia.
Y aún así, cuando ellos sufren, yo sufro. Todo por culpa de la empatía.
La última idea feliz que se les ha ocurrido es acusarme de haber desatado todos los infiernos yéndome de casa. Como si los infiernos en mi familia no se hubiesen desatado hace años, o mejor dicho: como si mi familia no fuese todos los infiernos.
Era de suponer: demasiado sospechoso que hubieran accedido a visitar el piso (sin mi novia dentro, claro), mucho más que mostraran interés en pagarnos el ajuar o comprarnos una tele. Todo era demasiado fácil, a pesar de que jamás me llamasen a casa, o de que nunca hayan tenido la intención de visitarnos. No mostraron ninguna actitud hostil hasta que no comprobaron que yo seguía siendo el mismo gusano de siempre. Entonces, volvieron a llamarme de todo.
Lo único bueno es que, para compensar la empatía, tengo una virtud: el enfado. Me ha costado años y años de práctica, pero, desde hace algunos meses, soy capaz de enfadarme. No hago mucho más que eso, pero cuando me enfado, veo algunas cosas claras. Y, a veces, hasta soy capaz de decirlas.
Es una pena que la empatía siga allí para recordarme que papá y mamá siguen siendo papá y mamá. Los mismos que jugaban conmigo, me hacían bromas, me daban abrazos, besos y mimos, los mismos con los que pasé tantos y tantos buenos momentos, a pesar de todos los malos, que la empatía olvida, entierra, deja a un lado para que, cuando ellos sufran, sufra yo también.
Pero a veces me enfado y entonces veo que los infiernos no se desatan sólo por mi tan manido egoísmo o mis ansias de hacer cosas tan ridículas como emanciparme. Ellos enrarecen nuestra relación a base de no aceptarme, de hacer como si no pasara nada cuando pasa tanto. Y eso trae consecuencias. Entiendo que para ellos no sea cómodo admitirlo, pero así es.
Qué pena que no sea verdad todo lo que dicen de mí.
Dejaría su dolor en su casa y no me lo traería conmigo.
Pero la empatía me lo empaqueta y lo pone en mi espalda.
Y yo, encantada, me lo llevo a todas partes.
Aunque me enfade.
Tengo un defecto terrible: se llama empatía, un vicio que me provoca una íntima conexión con la gente (¡con la gente!), de entre la cual suelo escoger a los menos convenientes.
Por ejemplo, mis padres.
Admitámoslo: me han hecho de todo. Negarme la palabra y hasta la mirada, recordarme una y otra vez cuánto se arrepienten de que haya nacido, confesarme su íntimo deseo de que me salga un cáncer en vez de una novia.
Y aún así, cuando ellos sufren, yo sufro. Todo por culpa de la empatía.
La última idea feliz que se les ha ocurrido es acusarme de haber desatado todos los infiernos yéndome de casa. Como si los infiernos en mi familia no se hubiesen desatado hace años, o mejor dicho: como si mi familia no fuese todos los infiernos.
Era de suponer: demasiado sospechoso que hubieran accedido a visitar el piso (sin mi novia dentro, claro), mucho más que mostraran interés en pagarnos el ajuar o comprarnos una tele. Todo era demasiado fácil, a pesar de que jamás me llamasen a casa, o de que nunca hayan tenido la intención de visitarnos. No mostraron ninguna actitud hostil hasta que no comprobaron que yo seguía siendo el mismo gusano de siempre. Entonces, volvieron a llamarme de todo.
Lo único bueno es que, para compensar la empatía, tengo una virtud: el enfado. Me ha costado años y años de práctica, pero, desde hace algunos meses, soy capaz de enfadarme. No hago mucho más que eso, pero cuando me enfado, veo algunas cosas claras. Y, a veces, hasta soy capaz de decirlas.
Es una pena que la empatía siga allí para recordarme que papá y mamá siguen siendo papá y mamá. Los mismos que jugaban conmigo, me hacían bromas, me daban abrazos, besos y mimos, los mismos con los que pasé tantos y tantos buenos momentos, a pesar de todos los malos, que la empatía olvida, entierra, deja a un lado para que, cuando ellos sufran, sufra yo también.
Pero a veces me enfado y entonces veo que los infiernos no se desatan sólo por mi tan manido egoísmo o mis ansias de hacer cosas tan ridículas como emanciparme. Ellos enrarecen nuestra relación a base de no aceptarme, de hacer como si no pasara nada cuando pasa tanto. Y eso trae consecuencias. Entiendo que para ellos no sea cómodo admitirlo, pero así es.
Qué pena que no sea verdad todo lo que dicen de mí.
Dejaría su dolor en su casa y no me lo traería conmigo.
Pero la empatía me lo empaqueta y lo pone en mi espalda.
Y yo, encantada, me lo llevo a todas partes.
Aunque me enfade.
martes, 4 de diciembre de 2007
El blog o la vida
Mucho se ha escrito sobre la ardiente relación que media entre la creatividad y la vida. Ambas se pelean por la misma amante, y si una de ellas la retiene, la otra debe esperar, ya que la intensidad de sus relaciones no permite considerar siquiera la posibilidad de un trío. Para disfrutar de una existencia sosegada, interesante y productiva, según creo, es necesario guardar un equilibrio dinámico entre las dos; equilibrio que yo perdí hace varias semanas, cuando dejé mi blog aparcado para dedicarme plenamente a vivir.
Durante estas semanas he estado inmersa en tres asuntos diferentes, que podrían parecen el mismo, y que, sin embargo, no lo son.
En primer lugar, me he ido de casa, algo con lo que llevaba soñando varios años. Y no por lo positivo que pueda tener en sí mismo, sino por su parte negativa: porque yéndome de casa, ya no tendría que estar en casa nunca más. Ya no tendría que aguantar las malas caras, los chantajes emocionales, el secuestro vital, las crisis colectivas, el silencio desesperante, las sonrisas crispantes y crispadas. Aunque me llegaran sus ecos cada día, ya no estarían aquí, susurrándome al oído, impidiéndome cualquier serenidad: espiritual, mental o corporal.
Lo que jamás imaginé es que, a pesar de mis ansias, a pesar de mi confianza en que irme de casa me catapultaría a una existencia mejor, a pesar, incluso, de que así haya sido, o que así vaya a ser a medio plazo al menos; pudiera sentir una añoranza tan grande de esa otra vida de la que, en principio, deseaba escapar. Las paredes que un día me cobijaron, y que después se convirtieron en una cárcel, volvían a arroparme con el mismo calor, transmitiéndome la misma sensación de seguridad. Mi nueva vida se me hacía fría, extraña, desconocida, y por momentos, tuve la amarga experiencia de exclamar lo que juré que nunca llegaría a exclamar: “¡Yo me quiero ir con mi mamá!”.
En segundo lugar, estas semanas las he dedicado también a independizarme, que no es lo mismo que irme de casa, ya que independizarme era algo que quería hacer desde hace años por el contenido positivo que tiene de por sí: libertad, autonomía, capacidad de decisión sobre los detalles más nimios, autogestión del tiempo, del espacio, de las labores diarias, del ocio, de los amigos, de las llamadas de teléfono, de las horas y las páginas de conexión a internet.
Lo que jamás imaginé, nuevamente, es que, a pesar de mis delirios libertarios, de mis promesas de autorrealización personal, de mis proyectos de vida plena, creativa, tranquila, variada; la realidad de la independencia sea una nueva esclavitud. No a tus padres, ni a la casa de tus padres, sino a ti misma y a tu propio hogar. Así, durante estos días he comprobado, amargamente, cómo el tiempo se me escurría entre los dedos, ocupados sólo en peregrinar al trabajo, hacer la compra, cocinar, limpiar, y como un gran regalo al final de la jornada, dormir.
Entre una cosa y otra, he tenido tiempo y cabeza suficientes para iniciar una vida en común con mi novia. Que no es lo mismo que irme de casa o independizarme, ya que lo he hecho por diferentes motivos y me aporta cosas diferentes también. Me hubiera ido de casa e independizado igual, probablemente, si ella no existiera; pero como existe, y como ambas queríamos dar un paso más en nuestra relación y embarcarnos en esta fascinante aventura, ahora vivimos juntas, nos hemos ido de casa y somos independientes las dos.
Lo que jamás imaginé, a este respecto, y a pesar de mi absoluta certeza de que compartir cama, baño, despacho y sofá con otra persona terminaría haciéndome estallar del agobio y la tensión; es que la convivencia con mi novia pudiera resultar tan sencilla y agradable. Por supuesto que el estrés diario hace que, en ocasiones, sintamos la necesidad casi inevitable de ahorcarnos mutuamente; pero, en general, somos increíblemente capaces de respirar hondo, contar hasta diez, pasearnos por la habitación contigua si es necesario, permanecer en silencio un tiempo prudencial, y después, correr a abrazarnos apasionadamente recordándonos, a pesar de todo lo horrible, lo mucho que nos amamos todavía. Algo que me sorprende y me enorgullece al mismo tiempo, y que espero que dure siempre, o al menos, que dure mientras nos dure el amor.
Si bien la intensidad de mis relaciones íntimas con la vida apenas me ha dejado espacio para nada más, la creatividad, amante insatisfecha aunque fiel, ha estado mandándome lánguidos mensajes para que le dedicara su bien merecida atención. De vez en cuando, entre sartén y bayeta, entre el metro y el autobús, me permitía arrobarme pensando en nuestro mutuo amor. Y desde aquí quiero decirle que sí, que quiero volver a compartirme con ella, que yo también la he echado de menos, y que estoy encantada de que, a pesar de mis desplantes, haya seguido esperándome hasta hoy.
Porque todo es muy raro, diferente a como lo calculé, hermoso y terrible al mismo tiempo, y en medio de la vorágine en la que yo sola me he metido, mi alma pide a gritos agarrarse a la tabla de salvación que para ella representa escribir.
Durante estas semanas he estado inmersa en tres asuntos diferentes, que podrían parecen el mismo, y que, sin embargo, no lo son.
En primer lugar, me he ido de casa, algo con lo que llevaba soñando varios años. Y no por lo positivo que pueda tener en sí mismo, sino por su parte negativa: porque yéndome de casa, ya no tendría que estar en casa nunca más. Ya no tendría que aguantar las malas caras, los chantajes emocionales, el secuestro vital, las crisis colectivas, el silencio desesperante, las sonrisas crispantes y crispadas. Aunque me llegaran sus ecos cada día, ya no estarían aquí, susurrándome al oído, impidiéndome cualquier serenidad: espiritual, mental o corporal.
Lo que jamás imaginé es que, a pesar de mis ansias, a pesar de mi confianza en que irme de casa me catapultaría a una existencia mejor, a pesar, incluso, de que así haya sido, o que así vaya a ser a medio plazo al menos; pudiera sentir una añoranza tan grande de esa otra vida de la que, en principio, deseaba escapar. Las paredes que un día me cobijaron, y que después se convirtieron en una cárcel, volvían a arroparme con el mismo calor, transmitiéndome la misma sensación de seguridad. Mi nueva vida se me hacía fría, extraña, desconocida, y por momentos, tuve la amarga experiencia de exclamar lo que juré que nunca llegaría a exclamar: “¡Yo me quiero ir con mi mamá!”.
En segundo lugar, estas semanas las he dedicado también a independizarme, que no es lo mismo que irme de casa, ya que independizarme era algo que quería hacer desde hace años por el contenido positivo que tiene de por sí: libertad, autonomía, capacidad de decisión sobre los detalles más nimios, autogestión del tiempo, del espacio, de las labores diarias, del ocio, de los amigos, de las llamadas de teléfono, de las horas y las páginas de conexión a internet.
Lo que jamás imaginé, nuevamente, es que, a pesar de mis delirios libertarios, de mis promesas de autorrealización personal, de mis proyectos de vida plena, creativa, tranquila, variada; la realidad de la independencia sea una nueva esclavitud. No a tus padres, ni a la casa de tus padres, sino a ti misma y a tu propio hogar. Así, durante estos días he comprobado, amargamente, cómo el tiempo se me escurría entre los dedos, ocupados sólo en peregrinar al trabajo, hacer la compra, cocinar, limpiar, y como un gran regalo al final de la jornada, dormir.
Entre una cosa y otra, he tenido tiempo y cabeza suficientes para iniciar una vida en común con mi novia. Que no es lo mismo que irme de casa o independizarme, ya que lo he hecho por diferentes motivos y me aporta cosas diferentes también. Me hubiera ido de casa e independizado igual, probablemente, si ella no existiera; pero como existe, y como ambas queríamos dar un paso más en nuestra relación y embarcarnos en esta fascinante aventura, ahora vivimos juntas, nos hemos ido de casa y somos independientes las dos.
Lo que jamás imaginé, a este respecto, y a pesar de mi absoluta certeza de que compartir cama, baño, despacho y sofá con otra persona terminaría haciéndome estallar del agobio y la tensión; es que la convivencia con mi novia pudiera resultar tan sencilla y agradable. Por supuesto que el estrés diario hace que, en ocasiones, sintamos la necesidad casi inevitable de ahorcarnos mutuamente; pero, en general, somos increíblemente capaces de respirar hondo, contar hasta diez, pasearnos por la habitación contigua si es necesario, permanecer en silencio un tiempo prudencial, y después, correr a abrazarnos apasionadamente recordándonos, a pesar de todo lo horrible, lo mucho que nos amamos todavía. Algo que me sorprende y me enorgullece al mismo tiempo, y que espero que dure siempre, o al menos, que dure mientras nos dure el amor.
Si bien la intensidad de mis relaciones íntimas con la vida apenas me ha dejado espacio para nada más, la creatividad, amante insatisfecha aunque fiel, ha estado mandándome lánguidos mensajes para que le dedicara su bien merecida atención. De vez en cuando, entre sartén y bayeta, entre el metro y el autobús, me permitía arrobarme pensando en nuestro mutuo amor. Y desde aquí quiero decirle que sí, que quiero volver a compartirme con ella, que yo también la he echado de menos, y que estoy encantada de que, a pesar de mis desplantes, haya seguido esperándome hasta hoy.
Porque todo es muy raro, diferente a como lo calculé, hermoso y terrible al mismo tiempo, y en medio de la vorágine en la que yo sola me he metido, mi alma pide a gritos agarrarse a la tabla de salvación que para ella representa escribir.
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