jueves, 13 de septiembre de 2007

¿Qué normalidad?

Como en mi país las personas homosexuales ya podemos legalizar nuestras familias, se plantean nuevos objetivos a largo plazo, de entre los cuales se lleva la palma el de “normalizar el hecho homosexual”. Pero yo me pregunto, ¿qué entendemos por normalidad?

Una de las concepciones que, últimamente, parece permitirnos a lesbianas y gays considerarnos “normales” tiene que ver con la pluma, es decir, ese “adorno” que lucimos, teóricamente correspondiente al otro sexo. Así, las lesbianas muy femeninas y los gays muy masculinos compran su pasaporte hacia la normalidad a base de cumplir hasta límites insospechados los roles de género tradicionales.

Estoy de acuerdo en que, para ser lesbiana o gay, no hace falta romper los roles de género; pero tampoco hace falta seguirlos al pie de la letra. La lectura que permite identificar a lesbianas y gays en relación con su pluma hace tiempo que ya se reveló como zafia e inexacta, porque hay lesbianas masculinas, sí, pero también las hay femeninas, andróginas, o masculinas y femeninas según la ocasión; y lo mismo ocurre con los gays, y por supuesto, con los heterosexuales. Personalmente, conozco a varias mujeres que harían estallar cualquier radar lésbico, y que, sin embargo, están locas por los hombres.

El problema de seguir los roles tradicionales de lo femenino y lo masculino es que, paradójicamente, significa hacerle el juego al mismo sistema que nos discrimina. No creo que la liberación homosexual deba restringirse al ámbito de poder elegir a la persona con quien te acuestas, sino que ha de ir mucho más allá. Las personas homosexuales cuestionamos el patriarcado de mil maneras, y eso no sólo es positivo para nosotras, sino que también lo es para el resto de la sociedad. El sistema que nos considera “anormales” opina que existe una manera natural de ser para las mujeres y para los hombres, y sin embargo, sabemos que eso no es así. De tal manera que no importa si eres lesbiana y tu apariencia es femenina o masculina, siempre que comprendas que no estamos hablando más que de apariencia, de gustos culturales o personales, pero no de naturalidad, adecuación biológica o legitimidad.

Si la normalidad es decir “soy lesbiana y me maquillo y llevo falda y por eso soy normal”, yo no quiero esa normalidad.

Otro de los atajos que últimamente parece tomarse hacia la normalidad es el de negar la diferencia. Yo he tenido varias experiencias agridulces con mis amigos más abiertos y respetuosos precisamente porque, en su afán de hiperaceptación, se olvidan de que mi realidad difiere de la suya en detalles que para nada han de ser considerados como menores. Así, ante mis quejas por la homofobia de mis padres, ellos se quejan porque a sus padres no les gusta su trabajo, o la manera como visten, o si salen mucho o poco, o si no llaman lo suficiente, o si la carrera que eligieron no les pareció la más oportuna. El problema es que yo puedo tener tooodos esos problemas, y además, sufrir una homofobia familiar que ellos no sufren de ninguna manera. Y quiero que se me reconozca como tal, que se nombre, que se le dé la importancia que tiene, y que no se intente sumir en el pozo del resto de las desavenencias familiares porque no es una más, es una especial, diferenciada, injusta e impersonal que sufro en mis propias carnes por una característica ajena a mí y un sistema anterior y mucho más poderoso que mi familia.

Si la normalidad es obviar mi realidad, yo no quiero esa normalidad.

Para terminar, observo preocupada cómo muchas personas consideran todavía hoy que el armario es un invento homosexual. Que somos nosotras mismas las que nos metemos en el armario, cuando nunca hubo necesidad de hacerlo, y que, consecuentemente, duplicamos el problema porque, una vez que entramos, tenemos que salir. Lo que más me duele de este concepto es que es muy común en el entorno homosexual, de manera que muchas personas lesbianas y gays se alegran de no haber sido nunca discriminadas y después alegan, como si tal cosa, que no han salido de ningún armario porque no hace falta salir. Si no dices nada, ellos no dicen nada, y puedes considerarte y ser considerada “normal”.

Y sin embargo, salir del armario es una necesidad porque nuestra sociedad presupone la heterosexualidad. Si no la niegas, es decir, si no sales del armario, te consideran heterosexual y es por eso, no por otra cosa, por lo que no sufres discriminación. La aceptación se pone a prueba una vez que estás fuera, una vez que has dicho que no eres heterosexual, y eso siempre supone una pequeña revolución. Y la hacemos, tantas veces como sea necesaria, como, cuando y con quien podemos, y llevarla a cabo nos acarrea dudas, sufrimiento, sorpresas y, a veces, mucho dolor. La solución de este problema no pasa por hacer como que no existe el armario, sino colaborar para que pronto terminemos con la heteronormatividad.

Si la normalidad pasa por mimetizarme con un entorno que me ignora, yo no quiero esa normalidad.

O soy normal tal y como soy, con mis matices, mis experiencias y mi diferencia, o prefiero seguir siendo anormal.

Y encantada, además.

martes, 11 de septiembre de 2007

Un museo para ELLA

Gracias a los inestimables cuadrados de plástico que protegen el adhesivo de las alas de mis compresas preferidas, hace unos meses me enteré de que en Estados Unidos existe un museo de dedicado a la regla, que por suerte tiene también una página web, la cual, aunque caótica y de estética opinable, presenta una gran cantidad de información.

Fue así como me enteré de que hubo vida antes de las compresas autoadhesivas. Mi madre ya me había explicado en numerosas ocasiones cómo en su juventud utilizó compresas que, más que compresas, parecían toallas. Pero yo nunca había visto ninguna; sin embargo, gracias a este museo, he podido satisfacer mi curiosidad:

Claro que, ante la visión de estos impecables ingenios de punto, surge la pregunta: ¿por qué esos finales con forma de ojal? ¿Por qué? Porque (y sobre esto, es la primera noticia que tengo) las compresas no se fijaban a la ropa interior de ninguna manera, sino que… ¡colgaban de un cinturón!

Increíble pero cierto: en la página web hay una colección completa de fotografías sobre los más modernos y antiguos “ligueros menstruales”. Pero si una no se conformaba con el modelo cinturón y prefería algo mucho más chic, también tenía la oportunidad de ver cubiertas sus necesidades:

¡Sí! ¡Son los auténticos “tirantes menstruales”! Creo que, ante su visión, sobran las palabras: yo, al menos, sólo puedo proceder a ponerles un altar a mis tampones.

El museo, no obstante, procura superar su función de galería de los horrores para ofrecer una cuidada selección de los receptáculos más insospechados para nuestra bien amada menstruación. Así, las que creíamos que fuera de las compresas y los tampones no era posible la vida estamos llamadas a ir más allá:

Como ingenio número uno, se nos presenta el imposible hijo hermafrodita entre una compresa y un tampón: la “compresa interlabial” o “tamponete”. Después de conocer su existencia, voy a necesitar varias sesiones intensivas de espejito en la entrepierna hasta llegar a comprender cómo los labios menores son capaces de sujetar... algo. He de reconocer que siempre pensé en mis labios menores como un repliegue del la piel increíblemente apto para el placer pero perfectamente inútil para nada más, y a pesar del esquema… ¡no sé! He de reconocer que sigo sin verlo.

Pero si el ingenio número uno nos teletransporta a los desconocidos prodigios de nuestra anatomía, ¿qué no hará el ingenio número dos?

Señoras y señoras, bienvenidas a la “taza menstrual”. Si una está cansada de cambiarse de tampón o compresa cada cuatro horas, ¡ya puede descansar! Porque según la información de la taza, sólo es necesario cambiarla seis veces en cada periodo. Eso sí, una vez fuera no indica si su contenido se vierte directamente en la taza del váter, se echa a su vez sobre una compresa superabsorbente, o se guarda para utilizarlo en pócimas mágicas de amor y fertilidad. Todo un misterio.

Después de descubrir todo esto, me siento llamada a impugnar la información que he recibido acerca de la regla durante mi infancia, mi adolescencia y mi juventud. Creo que los libros de Historia deberían incluir estos inestimables documentos, para que las mujeres pudiéramos hacernos una idea de nuestro verdadero pasado, de las circunstancias que a nuestras madres, abuelas, y tataratatarabuelas les influyeron en realidad. ¡Basta de grandes nombres! ¡Historia ilustrada de la menstruación YA!

Y por si alguna se ha quedado con ganas de más, añado dos impagables fotografías: a) una compresa lavable de estampado imposible; y b) un moderno kit compresa+cinturón que ni los tangas más atrevidos.

¡Encantada de tener la regla en el siglo XXI!

domingo, 9 de septiembre de 2007

Historia de mis dos abuelas (2/2)

Mi abuela paterna se crió en el campo, y al contrario que mi abuela materna, nunca salió de él. Su padre poseía grandes extensiones de cultivo y tenía varios jornaleros a su cargo, pero enseñó a sus hijas que la casa era el lugar destinado a la mujer. Y mi abuela se lo creyó. Se lo creyó tanto que no quiso aprender a leer ni a escribir cuando mi abuelo se ofreció a enseñarla, ni cuando se ofreció mi padre, ni cuando me ofrecí yo. Consideraba que las pocas letras temblorosas que mi abuelo le obligó a saber hacer para firmar dignamente eran estudios más que suficientes para una mujer entregada a sus hijos, su marido y su hogar.

Todo lo contrario que mi abuela materna, que emigró a la ciudad, consiguió un trabajo y aprendió a leer y a escribir casi a la misma vez que lo hacía yo. Por eso siempre fue mi abuela preferida, y por eso también consideré siempre que mi abuela paterna y yo no teníamos nada en común. Así que, para el momento en que ella me regaló su enseñanza, yo la arrugué y la tiré al contenedor del papel reciclado con suficiencia y desdén.

Ocurrió un día cualquiera en el tumulto de mi adolescencia, como respuesta a mis ansias por conseguirme un novio que sirviese para demostrarle al mundo mi valía personal. Ante mis reiterados suspiros, ayes y gimoteos, propios de una edad en la que el hecho de que Pepito no se digne a mirarte o Juanito no caiga rendido a tus pies es más importante que el hambre, las guerras, la destrucción de la naturaleza o el desplome de la economía global, mi abuela tuvo a bien cruzar los brazos sobre su oronda barriga y desde el fondo de sus ojos responder:

- No te preocupes, hija, que lo que tenga que ser, será.

Sobra decir que aquella aseveración fue la gota que colmó mi vaso. ¿Qué pretendía mi abuela? ¿Que me quedara sentada como hacía ella, tarde tras tarde sobre cualquier silla, y que simplemente dejara mi vida pasar? Claro, pensaba yo, como ella no tiene aspiraciones, como nunca las ha tenido, como le importan cuatro cosas en su vida y encima espera que se las proporcione un hombre, no me extraña nada que piense así. ¡Pero a mí eso no me vale, porque yo sé que las mujeres tenemos que luchar! ¡Tenemos que perseguir nuestros sueños, tenemos que salir a por ellos, tenemos que pelear porque se hagan realidad…!

Llené hojas y hojas de mi diario con refutaciones a la frase de mi abuela. Cada vez que era presa de la desesperación (un día sí y otro también en aquellos tiempos), recordaba la frase de mi abuela y me decía a mí misma que no desfallecería, que perseguiría mis objetivos hasta el final, que exprimiría cada día hasta la última gota y que sólo me sentaría en una silla a descansar cuando hubiese hecho tooodo lo que tenía que hacer.

Y no me faltaba razón. Es decir, no me faltaba razón en lo que se refiere a manejar un 50% de mi vida, pero me sobraban nervios y cabezonería para hacerle frente a la otra mitad. Con el paso de los años, he ido descubriendo que no todo se puede controlar, que no todo se puede empujar a suceder, y que no todo lo importante en mi vida, ¡oh, ironía final!, depende directamente de mí. Por eso, cada vez ocupo más y más tardes de mi vida en sentarme tranquilamente en una silla a esperar, y cada vez ocupo más y más páginas de mi diario con comentarios que defienden la sabiduría infinita del “lo que tenga que ser, será”.

Creo que mi abuela condensó en esa frase dos actitudes imprescindibles en la vida: la paciencia y la confianza. Y sí, ella era especialmente paciente porque era especialmente pasiva, cosa que yo no soy; y sí, ella depositaba su confianza en Dios, la Virgen y todos los Santos, cosa que yo no hago; pero, en cualquier caso, ella aprendió a esperar y a confiar en su vida, y yo también trato de hacerlo, a mi manera, gracias a la enseñanza que ella me regaló.

Hoy entiendo, además, que estas actitudes son menospreciadas, entre otras cosas, porque se consideran típicamente femeninas. Y como todo lo femenino, son devaluadas a no ser que, de pronto, aparezcan como por arte de magia en un hombre de cada mil. Así, masas enteras de personas desesperadas se acercan cada día a escuchar a los santones que predican la paciencia y la confianza, mientras que desprecian a los millones de abuelas que, en todo el mundo, te dicen lo mismo, aunque con otras palabras, otros gestos, y mucho menos honor. Y lo dice alguien que ha sido parte de la masa desesperada hasta darse cuenta de que el santón de turno no hacía más que repetir lo que su abuela paterna le dijo una vez.

Así que ahora, cada vez que veo a una mujer mayor sonreír plácidamente ante las inquietudes de la juventud, sonrío yo también y sueño con llegar a su edad y decirle a mi nieta, un día cualquiera:

- No te preocupes, hija, que lo que tenga que ser, será.

Y después, cruzando los brazos sobre mi oronda barriga, estar encantada de dejar el resto de la tarde pasar.

sábado, 8 de septiembre de 2007

¿Qué será...?

Últimamente he venido observando ciertas irregularidades en mi comportamiento que me hacen temer seriamente por mi salud. Aquí van algunas de ellas:

1. Hace unos días, uno de mis compañeros de trabajo me comunicó que iba a ser papá. Yo le besé, le abracé, di saltitos y dejé que las lágrimas se asomasen a mis pupilas. Lo más extraño del caso es que con este compañero no me une ninguna amistad, y ni tan siquiera le considero un candidato especialmente apto para ejercer de padre, a pesar de lo cual convertí su paternidad futura en el notición del día a base de parecer yo la mamá consorte.

2. Desde hace unas semanas noto cierta compulsión que me empuja a mirar babosamente a cualquier embarazada que tenga cerca. Yo, que siempre despotriqué de la falta de respeto de la gente a la hora de tocar el cuerpo de una mujer encinta, me muero de ganas de que cualquier desconocida me invite a pasar mi mano por su tripa. De hecho, no me extrañaría nada que otra compañera de trabajo me denunciase próximamente por acoso sexual, ya que me cuesta horrores dejar de mirarlas, a ella y a su más que incipiente tripita, con sonrisa de boba y ojos de alucinada.

3. Cada vez que veo a un bebé por la calle, siento unos irrefrenables deseos de raptarlo. A pesar de su dramatismo, creo que no puedo encontrar palabras que expliquen mejor mis sentimientos, porque niño que veo, niño que quiero abrazar y besar compulsivamente, y después, llevármelo a casa para darle de comer y dormirlo entre arrumacos.

4. Los blogs que más me emocionan últimamente son los de madres lesbianas. Leo con auténtica devoción las aventuras de cada uno de los bebés, riendo y llorando con los mismos espasmos de emoción descontrolada.

Así que, después de observarme a mí misma suplantando identidades maternales, acosando embarazadas, planeando robar niños y llorando a moco tendido frente a las anécdotas de vómitos y cacas ajenas, me pregunto: ¿será esto el reloj biológico del instinto maternal?

Como no podía ser de otra manera, mi relación con el susodicho instinto ha sido truculenta.

Cuando era pequeña no me imaginaba con hijos, porque, entre otras cosas, quería vivir sola, rodeada de animales y sin ningún contacto con las personas. A pesar de lo cual, tenía adoptados un montón de peluches que incluso me llevaba a escondidas al colegio para que no se quedaran solos.

Con las burbujas de la adolescencia, decidí que quería formar un equipo de fútbol cuanto antes. Eso sí, lo tenía perfectamente organizado, de modo que pretendía dar a luz a tres criaturitas y adoptar a otras dos. Ya entonces la adopción me parecía un asunto mágico y alucinante, aunque no tenía ni idea de que para criar a cinco niños hicieran falta unos recursos económicos que ahora sé que nunca tendré.

En la juventud, y ante mi evidente inadaptación heterosexual, decidí que sería madre soltera. Así no tendría que aguantar a ningún padre coñazo que me hiciera pasar por inválida mientras estaba embarazada. Pero entonces descubrí que era lesbiana y, misteriosamente, la presa que nunca logró contener del todo mi ansia maternal, se cerró.

Así que tal vez sólo me encuentre ante una reestructuración la mar de sana de mi instinto maternal.

Encantada, pues… sea lo que sea.

martes, 4 de septiembre de 2007

Mi primera vez

La primera vez que tuve una relación con una mujer fue en un videojuego: los Sims. Puede parecer patético, y no niego que lo sea, pero yo prefiero agradecer a mi inconsciente que se esforzara por mostrarme mi realidad a través de caminos tan creativos, porque si no, ¿qué sería de mi blog?

Los Sims es un videojuego que consiste en crear una persona (o varias), construirle una casa y darle una vida: hacer amigos, conseguir un trabajo, disfrutar del tiempo libre, estudiar, etc. En versiones recientes puedes llevar a tu sim a la fama o comprarle miles de mascotas, dejando de lado que, en la segunda versión, además de gráficos mejorados te puedes encontrar una verdadera orgía; pero yo tenía la versión básica: cuatro muebles, cuatro vestidos y, de vez en cuando, algún regalito inesperado que surgía de mi intento por piratear (¡ups!) una versión posterior.

Para mostrar hasta qué punto mi inconsciente me guiaba sabiamente por el juego, el sim que yo creé se llamaba como yo, vestía como yo vestía (o mejor dicho: como me hubiera gustado vestir si me hubiese atrevido a hacerlo) y vivía sola en la casa de mis sueños. Sobra decir que no trabajaba, porque yo jugaba con todo un arsenal de trucos que me proporcionaban dinero ilimitado, y que, además, me permitían dedicarme a lo que más me interesaba: las relaciones sociales.

Nunca intenté formar con mi sim una familia tradicional. De hecho, entre mis primeros experimentos puedo destacar, no sin rubor, el de hacer que mi sim se echara novios compulsivamente. Así es como llegué a salir a la vez con dos o tres, y así es también como descubrí que si dos sims novios de la misma chica coincidían en la misma habitación, se liaban a mandoble limpio. Pero este experimento duró poco, ya que el hecho de tener varios novios y que se peleasen por mí, amén de estar obligada a cultivar hasta la extenuación mis relaciones con ellos, me aburría soberanamente. ¿Paralelismos con mi vida real? ¡Todos!

Así que, no sé muy bien cómo ni por qué, dejé a los múltiples novios de lado para estrechar la relación que mantenía con otra sim amiga de la mía. No estoy segura de haber elaborado un plan para ello, ni tampoco de perseguir ningún fin concreto; pero está claro que, consciente o inconscientemente, sabía lo que quería. ¡Y lo conseguí!

Supongo que el cúmulo de emociones que sentí jugando aquellas partidas redunda en lo patético de la situación, pero, por aquel entonces, a mí no me lo parecía. Solamente recuerdo la ansiedad que me invadía cuando esperaba a que, después de hablar, reír, hacer cosquillas y regalos a la otra sim, después de compartir comida, cena, desayuno y jacuzzi con ella, empezasen a aparecer los bocadillos que permitían un mayor contacto físico: hacer un masaje, abrazar, y por fin… ¡besar! He de decir que el videojuego te lo ponía mucho más fácil para liarte con un chico, pero yo no cejé en mi empeño, y tras muchas negativas, enfados y calabazas varias… ¡la besé! Creo que aquel momento frente a la pantalla del ordenador, escuchando la musiquita que acompañaba siempre a los besos, y viendo a aquellas dos muñecajas torciendo sus pixeladas cabezas para juntar los labios, fue uno de los más emocionantes de mi vida.

Desde entonces, cada tarde que me quedaba libre (muy pocas, por desgracia, o quizás por suerte para mi salud mental) me sentaba frente a mi portátil para continuar con pasión aquella relación virtual. Después del beso, o mejor dicho, después de muchos besos, empezaron a aparecer otros bocadillos, como el de compartir casa, casarse y, como colofón, adoptar un bebé. Todo aquello te permitía hacer el videojuego, y he de decir que, tras muchas horas frente a la pantalla… ¡llegué hasta el final!

Creo que lo más tierno de la historia, más tierno todavía que ver a una joven lesbiana que aún no sabe que lo es emocionarse hasta la extenuación porque ha formado una familia virtual con dos mujeres, es la manera en que yo hablaba de ello con los demás. En mi inocencia, en la tremenda inocencia que bañaba aquellos días, iba contando a diestro y siniestro cada detalle de mis partidas, subrayando lo apasionante de un videojuego que había permitido a una mujer que se llamaba como yo besar apasionadamente a otra mujer.

No todo el mundo entendía mi devoción, pero si había alguien que no la entendía en absoluto, ese era mi ex novio. Si ya le costó admitir que yo jugara a liarme con tres tíos a la vez, mucho peor para él fue asumir que me pasara horas y horas frente a una pantalla de ordenador haciendo que dos mujeres virtuales formasen una familia. Él se preguntaba qué motivación profunda podía moverme a hacer aquello, y yo le respondía, tan ilusa como sinceramente, que no había ninguna motivación, y mucho menos profunda. Mi excusa, coherente y falsa a partes iguales, era que yo sólo estaba interesada en probar los límites éticos del videojuego, y que me había sorprendido gratamente ver que, de alguna manera, abogaba por la causa homosexual, algo que yo también hacía ya por aquel entonces.

Hace poco volví a aquella partida, guardada en la profunda memoria de mi portátil, y comprendí. Comprendí cómo me inconsciente trataba de mandarme señales tan patéticas como desesperadas, señales que yo ignoraba, capeaba y devolvía casi sin despeinarme. Señales que aún hoy, cuando me atrevo a cuestionar si esta vez es verdad, si esta vez elegí bien, si ahora soy lo que siempre voy a ser, me ayudan a responderme.

Así que, patético o no…¡encantada con los Sims!

lunes, 3 de septiembre de 2007

Iris (3/3)

Después de ver cómo la tradición grecolatina y la judeocristiana han borrado las huellas de una presencia femenina en la importante función de mediadora entre lo divino y lo humano, creo que puede ser interesante destacar el símbolo de la diosa Iris como representante de otra mediación: la que difumina la diferencia entre los géneros.

Así, existen algunas leyendas medievales según las cuales la persona que es capaz de pasar bajo el arco iris cambia espontáneamente de sexo. Lógicamente, este cambio sería algo más que milagroso, no sólo por su espontaneidad, sino por el hecho de que pasar bajo el arco iris es algo físicamente imposible, ya que la percepción de este fenómeno implica un ángulo de visión que no nos permite pasar por debajo.

Estas leyendas, además de revestir a la diosa Iris de divina androginia, son una muestra de la ansiedad medieval (pero no sólo medieval) por distinguir con precisión entre hombres y mujeres, a la vez que señalan que dicha distinción no fue siempre fácil.


También hay quien identifica la ilustración medieval de la carta XIV del Tarot, La Templanza, con la diosa Iris. Precisamente, esta figura muestra a un ángel mezclando el contenido de dos vasijas. En algunos casos, se ha llegado a identificar este líquido con el que legendariamente formaría parte del arco iris.

Sin embargo, otras interpretaciones señalan que el ángel de la carta lleva a cabo la mezcla tradicional entre agua y vino, procedimiento que se empleaba en la Antigüedad para rebajar la gradación alcohólica del vino, en ocasiones, o simplemente para que la cantidad disponible diese más de sí. Lo curioso de esta mezcla, en su sentido simbólico pero también en el pragmático, es que la cantidad de agua utilizada para la mezcla no cambia la esencia de la bebida, pues esta continúa siendo considerada vino incluso aunque el porcentaje de esta bebida sea inferior.

Este hecho nos permite interpretar, al hilo simbólico de la androginia, que esta es simplemente una mezcla, una difusión que nunca modifica la esencia: una mujer, por mucha masculinidad que muestre, sigue siendo una mujer, tal y como el vino es vino independientemente de la cantidad de agua con que se mezcle. Y ahí residen la magia y el potencial simbólico.


Existe también una curiosa leyenda argentina que habla del arco iris como símbolo de la comunidad, una comunidad específicamente femenina, por cierto, en esta versión. Según la leyenda, había siete mariposas de siete colores distintos que despertaban la admiración de todo aquel que las observaba. Sin embargo, una de ellas se hirió con una espina y murió. Las restantes mariposas prefirieron perder su vida antes que ser separadas de su compañera por la muerte, y ahora sus almas flotan en el cielo cada vez que amaina una tormenta, unidas para siempre en el arco iris, símbolo de la amistad, la comunidad… y el mundo lésbico, si queremos.

Llegamos así hasta la bandera del Orgullo homosexual, que como se sabe, fue diseñada en 1978 por Gilbert Baker a petición de los activistas de San Francisco. Esta bandera estaba formada, en principio, por ocho colores, cada uno de los cuales simbolizaba algo distinto (y en cuanto a qué, hay varias versiones). Sin embargo, cuando la bandera se llevó a la Compañía de Banderas Paramount para reproducirla en grandes cantidades, resultó que el rosa era un color difícil de encontrar, y por eso se suprimió. En 1979, año en que se utilizó por primera vez en una marcha del Orgullo, se suprimió también el color índigo, para poder dividir la bandera de modo que quedaran tres colores por cada lado de la calle. En cualquier caso, e independientemente del número de colores que tenga, la bandera del Orgullo es también conocida como “bandera arco iris”.


Y ahí quería yo llegar, porque en ocasiones, debido a la omnipresencia de lo gay en todo lo relativo a la homosexualidad en general, y debido también a la animadversión que muchas mujeres lesbianas mostramos hacia todo aquello que tenga que ver con los "colorines", la bandera del Orgullo se nos hace ajena. Nos representa, sí, pero a la vez es el símbolo de cierta desconexión. Sin embargo, creo que la multiplicidad simbólica de la diosa Iris (en su papel de mediadora, de pacificadora, de voz de la sabiduría, de lo divino y de la ley, de imagen de lo andrógino esencial y de la comunidad) puede ayudar a que nos sintamos identificadas con esta bandera y que, en nuestra especificidad lésbica, la recubramos de nuevos significados.

Encantada de verlo así.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Secuestro emocional

Hay que acabar con la invisibilidad social de la población homosexual. No se puede vivir en un secuestro emocional, ocultando lo que es uno, escondiéndose, con miedo al rechazo social, escolar o familiar.

Saltando de página en página, el otro día encontré una entrevista a Leopoldo Alas (no “Clarín”, sino el sobrino-bisnieto), en la que aparecía el término que más arriba destaco: “secuestro emocional”. Felicito al autor (homosexual, claro), porque me parece que la expresión es de lo más acertada.

Y es que el armario puede dejar de ser una guarida para convertirse en todo un secuestro emocional. No siempre ocultamos nuestra realidad por decisión propia, o al menos, no siempre es la decisión propia la que prevalece, sino que se presenta como el colofón final de toda una serie de decisiones ajenas que nos secuestran.

Cuando las personas que nos rodean, desde nuestra familia hasta el gobierno de nuestro país, nos recuerdan cada día que somos personas ilícitas, que traemos la vergüenza y la desgracia a nuestra comunidad, que merecemos el desprecio e incluso la violencia que nos prodigan, cuando la homofobia adquiere cara, boca, manos y voz, puede secuestrarnos.

Me parece que el término es acertado en toda su extensión, puesto que el secuestro emocional que sufrimos lleva aparejado también su síndrome de Estocolmo correspondiente. ¿Quién no ha agradecido a la persona homófoba de turno que, al menos, no le haya pegado, o insultado en público, o que haya tenido la bondad de invitarle a la fiesta pidiéndole tan sólo a cambio que oculte quién es al resto de los invitados? Creo que también los secuestrados emocionales agradecemos que nuestros captores no hayan sido peores, sin darnos cuenta de que ya han sido lo suficientemente malos, de que hace ya tiempo que superaron el límite tolerable de maldad.

Por fortuna, los secuestrados no estamos muertos, y desde el momento en que seguimos vivos en nuestro encierro, existe la esperanza de que nos podamos zafar de nuestras cadenas. A pesar de todas las decisiones ajenas, podemos negarnos a culminarlas tomando la decisión contraria: comprometernos con nosotros mismos y salir de nuestro encierro. Pero esa decisión no es fácil, ni tampoco necesariamente bonita: la vida después de un secuestro no puede discurrir como si nunca hubiera ocurrido. Y menos cuando, a la vuelta de cada esquina, nos espera un nuevo secuestrador para llevarse nuestro libre albedrío, nuestras emociones y nuestra dignidad.

Supongo que la liberación empieza por la toma de conciencia.
Desde ella, al menos, hay que intentarlo.

Encantada.

miércoles, 29 de agosto de 2007

El horror al horror

En los primeros años después de la II Guerra Mundial, cuando salieron a la luz todos los horrores del nazismo, las víctimas del Holocausto fueron más o menos ignoradas e incluso despreciadas por un buen número de judíos, tanto aquellos que estaban intentando formar el Estado de Israel como bastante intelectuales repartidos por el mundo.

Al principio, muchos judíos alemanes no veían a Hitler con malos ojos. Sí, era antisemita, pero traía el orden a una Alemania caótica, y a lo que más miedo tenían los judíos, lo que la historia les había enseñado a temer, eran los desórdenes sociales y las masas de alborotados linchadores. De modo que el Tercer Reich demostró que un sistema metódico y ordenado podía ser aún más atroz que el más completo de los caos.

Lo cierto es que en los primeros tiempos las pobres víctimas inquietaban e irritaban, por su carga de dolor, a mucha gente. Como cuenta Laure Adler, un miembro del Jewish Comité escribió en una carta a un colega: “Los que han sobrevivido no son los más aptos, sino mayoritariamente los judíos más bajos, que mediante la astucia o los instintos animales pudieron escapar”. Y el poeta sionista Hair Nahman dijo lo siguiente: “Huyeron como ratones, se escondieron como chinches y murieron como perros allá donde los encontraban. Eso fue en Europa. Aquí, en Palestina, esto no hubiera ocurrido. Aquí, la tierra de Israel produce un hombre nuevo”.

Hannah Arendt fue menos brutal, pero también pensó, como muchos otros, que las víctimas se dejaron matar como reses. Que su pasividad fue inexplicable. Como si seis millones de muertos pudieran ser el resultado de una pequeña debilidad de carácter. De un modo u otro, parte de la comunidad judía internacional que no vivió el Holocausto tendió en los primeros momentos a culpabilizar a los que lo sufrieron, y tuvo que pasar algún tiempo hasta que se empezó a escuchar de verdad a las víctimas. Probablemente, el Holocausto fue una atrocidad demasiado grande, un infierno que no cabía en la cabeza y que tardó en poder ser asumido. Culpabilizar a las víctimas es una manera de negar el horror y de evitar el pánico que el horror produce.

He aquí otra enseñanza terrible: los humanos somos bastante miserables y, por lo general, las víctimas molestan.

Rosa Montero. Extracto de El País Semanal.


El domingo pasado tuve la suerte de toparme con este artículo, cuya lectura me produjo lo que Jung habría denominado un “acontecimiento sincrónico”. La autora puso voz a una idea que me rondaba desde hacía bastante tiempo, y que gracias a su pie puedo seguir. A pesar de que yo no la aplicaba a la experiencia de los judíos tras el Holocausto, he descubierto que el mecanismo es similar.

Y es que desde hace un tiempo se venía formando en mi mente una nebulosa de ideas relacionadas con la incapacidad de muchas mujeres de aceptar que el patriarcado y su misoginia salvaje son una realidad que funciona desde hace siglos y que sigue funcionando hasta hoy, con total probabilidad de que mañana, a esta misma hora, lo siga haciendo. Creo que cualquier mujer sabe lo que es escuchar a una congénere despotricar sobre el Feminismo, alegando que es una doctrina trasnochada, propia de marimachos y mujeres violentas, que reaccionan contra los hombres al no haber conseguido su cuota de amor por feas, peludas y embrutecidas.

Tratando de comprender el porqué de tamaña ceguera, he llegado a la conclusión de que una de las causas que la producen (no la única, por supuesto) es el horror que conlleva aceptar el horror. Porque resulta infinitamente horrible darse cuenta de que las mujeres somos el grupo más discriminado de la Historia, tanto por el número de afectadas como por la extensión de nuestra situación en el espacio y en el tiempo. Y que esta subordinación, esta perpetua minoría de edad, no se sostiene sólo por la fuerza (lo cual aportaría cierta heroicidad a nuestra resistencia), sino por la ideas que, desde niñas, nos van inoculando en pequeñas dosis hasta que somos capaces de creérnoslas, de hacerlas nuestras, y lo que es peor, de transmitirlas.

Porque es horrible darse cuenta que esas pequeñas cosas que nos suceden a las mujeres todos los días no vienen provocadas por una animadversión personal ni obedecen a un error de cálculo, sino que son fruto de un sistema que nos infravalora, que nos domestica, y que lleva haciéndolo varios milenios. Y que no, que las mujeres no estamos biológicamente determinadas para permanecer en el ámbito de lo privado, ni somos natural o psicológicamente dependientes, ni lloramos más o nos sentimos desgraciadas a causa de nuestro ciclo hormonal. Que todo eso es mentira, o al menos participa mucho más de la mentira de lo que algunas estarían dispuestas a admitir, incluso para sí mismas.

Por desgracia (y aquí llega el redoble que, como lesbianas, esperábamos), creo que esta misma situación tiene lugar entre las personas homosexuales, mujeres y hombres. Así, he tenido la mala suerte de escuchar, de boca de muchos y muchas, que algunos, nunca ellos, son discriminados porque se lo merecen, porque van provocando, porque reivindican lo que no hace falta reivindicar y porque, para colmo, exageran su pluma con el fin de llamar más aún la atención. “Yo nunca me he sentido discriminada”, dicen muchas, “porque yo no voy diciendo por ahí lo que hago en la intimidad”. “Nunca he tenido ningún problema con mis padres”, alegan otras, “y siempre he podido llevar a mi novia a casa como a una amiga más”.

Y no. Ninguna persona se busca una discriminación que depende de una estructura tan grande, que lleva tantos siglos funcionando, y que, por definición, te despoja de tu individualidad para tratarte como miembro de un grupo que considera tan homogéneo como despreciable. La elección personal reside en resistir o en someterse al sistema, pero nunca en granjearse su amistad. Un sistema que discrimina no puede ser amistoso. Nunca.

Claro que es más fácil pensar que a “esa” la discriminan por Ana, por Lucía, por Yolanda, pero no por lesbiana o por mujer; porque mientras tú no seas ni Ana, ni Lucía, ni Yolanda, la apisonadora de la discriminación no te rozará. Pero si formas parte de un grupo etiquetado como “lesbianas” o como “mujeres”, entonces sí, entonces cada ataque va dirigido también a ti, y todas las víctimas de la Historia caen sobre tu espalda porque tú eres una más.

Entiendo este horror que nos paraliza, que nos empuja a buscar culpables entre nosotras mismas, porque la máquina que lo sustenta es tan poderosa que no nos atrevemos a pedirle cuentas. Pero también entiendo que esa no es la solución, que es parte de una estructura perversa que no sólo nos domina, sino que nos hace creer que merecemos esa dominación. Por eso creo que todos deberíamos tomar conciencia, judíos, mujeres, homosexuales, todos, y decir NO.

Encantada de hacerlo así.

martes, 28 de agosto de 2007

Historia de mis dos abuelas (1/2)

En mi intento por diluir un tanto la misoginia que he aprendido en mi familia, he estado reflexionando sobre el papel de sus dos matriarcas principales: mis dos abuelas.

Mi abuela materna ha sido acusada en repetidas ocasiones de egoísta y marimandona, de tener una personalidad demasiado enérgica, de querer imponer siempre su voluntad, de no ser capaz de albergar emociones empáticas hacia los demás.

Mi abuela paterna ha sido acusada justo de lo contrario: de ser demasiado pasiva y complaciente, de no comunicar sus verdaderos pensamientos e intenciones, de entregarse al mejor postor alegando dependencia, de manipular a los demás a través de la compasión.

Personalmente, me ha costado muchísimo plantearme siquiera que estas personalidades tan monolíticas no fueran reales. Así lo he aprendido en mi familia, desde pequeña he visto interpretar cada movimiento de mis abuelas, cada palabra, en estas direcciones, y a día de hoy me siento absolutamente incapaz de reconstruir una historia alternativa.

Sin embargo, me gustaría abrir un camino en mi memoria que plantease al menos el beneficio de la duda. No es posible que mis abuelas hayan sido tan malas pécoras mientras que mis abuelos fueron dos auténticos santos. Por eso he intentado buscar algo verdaderamente valioso que mis abuelas hubieran hecho por mí en sus vidas, y la buena noticia es que lo he encontrado.

Recuerdo una vez (no tendría más de seis o siete años, quizás menos) que paseaba con mi abuela materna cerca de su casa. No recuerdo hacia dónde nos dirigíamos, pero sí que el acontecimiento era extraordinario, puesto que ella no salía mucho de paseo conmigo. Yo, para variar, iba perdida en mis ensoñaciones, cuando de pronto ella me regresó a la tierra de un susto:

- ¡Niña! ¡No andes de esa manera!

Yo me quedé paralizada, sin saber muy bien a qué se refería, pero siendo consciente de que estaba haciendo algo horrible sin saberlo y sin poderlo evitar. Como ni lo sabía ni podía evitarlo, seguí andando igual.

- ¡Que te he dicho que no andes así, muchacha!

No recuerdo haber dicho nada ante esta segunda reprimenda, y probablemente no lo dije, ya que de pequeña era muy tímida en el trato con los mayores. Sin embargo, debí de poner cierta cara de espanto, de la cual mi abuela debió de deducir que no sabía a qué se estaba refiriendo con tanta bronca.

- ¡Que no vayas así, mirando al suelo!

La verdad es que, si hice alguna lista imaginaria de hipótesis acerca de los motivos de su enfado, en ella no incluía el ir mirando al suelo. ¿Por qué era malo ir mirando al suelo? ¿Acaso no era lo que los mayores te decían que hicieras?

- ¡Atolondrada! ¡Mira por dónde andas!

Yo miraba al suelo porque tenía miedo de caerme. Recuerdo que íbamos caminando por un paseo en el que había árboles y algunas baldosas sueltas. Quizá el paso al que mi abuela andaba era demasiado rápido comparado con el mío, o quizás simplemente yo miraba al suelo por precaución, por costumbre, porque nadie antes (ni nadie después) me había dicho que no lo hiciera así.

Tal vez en ese momento sí que me atreví a preguntar algo:

- ¿Por qué?

Y mi abuela, sin perder un tono de reprimenda que a mí me hacía sentir como un gusano, me lo explicó.

- ¿Cómo que por qué? ¿Es que a ti te parece normal caminar mirando al suelo, como si tuvieras algo de que avergonzarte, como si fueras pidiendo perdón? ¡Tú no tienes nada de qué avergonzarte, nada por lo que pedir perdón! ¡Así que mira al frente y camina con orgullo! ¡Vamos! ¡Que yo te vea!

Y vaya si me vio. Pero no porque entendiera nada de lo que me había dicho, sino por el puro terror que me provocaba su tono de voz y la manera en que me zarandeaba el brazo. Recuerdo que entonces empecé a caminar sin mirar al suelo, muerta de miedo y segura de que no tardaría en tropezar y estamparme. De vez en cuando, siempre que creía a mi abuela distraída, miraba de reojo al suelo para comprobar que todo iba bien.

Han tenido que pasar casi veinte años para que yo haya entendido lo que mi abuela me quiso decir aquel día. Quizá las palabras estén tergiversadas, tal vez el tono de voz haya sido amplificado, incluso es posible que nuestros paseos no fuesen algo tan excepcional. Pero lo que sí recuerdo perfectamente es que mi abuela pronunció la palabra “orgullo”. Ella, que vio a sus hermanos morir de hambre tras la Guerra; ella, que sacó adelante a sus cuatro hijos fregando suelos; ella, que al final de sus días decidió divorciarse de mi abuelo explicando que lo hacía por honor, a pesar de que nadie la entendiera; ella pronunció la palabra “orgullo”, y creo que ella sabía, como lo sé yo hoy, cuál era su significado.

Esto no implica que mi abuela fuera una santa, porque no lo fue; pero es un intento por restaurar a su imagen monolítica la personalidad compleja que como ser humano se merece. Y sobre todo, es un intento por denunciar, por denunciarme a mí misma aunque sea, que su forma de ser, sus consejos, han sido menospreciados por salir de boca de una mujer. Mi abuela nunca se conformó con su destino, y luchó, gritó y arañó para cambiarlo; algo que en un hombre habría sido heroico, en ella se interpretó como ya dije más arriba: de forma simplista y fatal.

Y sin embargo, todavía hoy me sorprendo de que pudiera darme tremendo consejo, de que me haya regalado esa enseñanza, tal vez una de las más valiosas que recibiré jamás.

En momentos bajos, cuando siento que llevo un cartel luminoso en la cabeza, cuando mi cuerpo se curva sin querer y rehuyo la mirada ajena, la recuerdo. Recuerdo que he caminar con orgullo, y lo hago.

Como lesbiana, como mujer… y como su nieta.

(continuará…)

viernes, 24 de agosto de 2007

Apuntes sobre maternidad

Ayer estuve viendo con mi novia un documental sobre familias homoparentales que habían echado hacía poco en la televisión. He de decir que el documental era un tanto antiguo, supongo que de los primeros 90, y que además tenía en cuenta una población homosexual muy específica, la de San Francisco. Al parecer, en esta ciudad y por aquella época, más de un cuarto de su población era homosexual, entre otras cosas, porque San Francisco alberga una de las comunidades homosexuales más antiguas de EEUU. A pesar de todo esto, el documental me pareció interesante y me suscitó reflexiones que me han tenido maquinando hasta hoy.

Las historias que aparecían eran, en su aplastante mayoría, experiencias de mujeres lesbianas que habían tenido hijos biológicos por inseminación. Me pareció muy importante que se reconociera el papel pionero de las madres lesbianas, ya que a veces, ni algo, a mi parecer, tan obvio, se nos reconoce: en los debates acerca del derecho de las parejas homosexuales a formar familias que hubo y sigue habiendo en mi país, casi siempre se refieren a una pareja de hombres adoptantes, cuando yo creo que lo que prima en la comunidad son mujeres con hijos biológicos, entre otras cosas porque lo más sencillo es que una mujer tenga hijos así.

Por ese lado estuvo muy bien, pero lo que no me gustó tanto fue la poca atención que le prestaron a la “otra” madre. De hecho, dos de las tres familias que aparecieron eran mujeres que habían decidido tener hijos sin pareja. Por supuesto que el hecho de ser madre soltera, se tenga la orientación sexual que se tenga, es algo que me parece tan legítimo como loable; pero creo que las familias de madres lesbianas son interesantes, entre otras cosas, porque plantean la cuestión de que existen dos madres, y que, en su gran mayoría, el papel de la madre no biológica es tan fundamental como poco reconocido por la sociedad. En fin, habría preferido que se incidiera más en esta situación particular y no en la simple anécdota de que una mujer tenga hijos sola, ya que una madre soltera es una madre soltera, por encima e independientemente de su orientación sexual.

Algunas de las mujeres que aparecían en el documental pertenecían a una comunidad de lesbianas feministas que, a finales de los 70, habían decidido criar niños sin la presencia de hombres. La comentarista explicaba, prácticamente a modo de venganza del destino (léase: con cierta sorna), que los hijos de estas mujeres, al llegar a cierta edad, habían empezado a preguntar por su padre, algo que estas madres “ni se habían imaginado que ocurriría” y que, por supuesto, “les había horrorizado”.

Me parece que este habría sido un momento grandioso para explicar los problemas que acarrea criar niños en una familia homoparental, no por el hecho de serlo, sino por el de vivir en una sociedad donde prima la heteronormatividad. Así, lo niños empezaban a preguntar por su padre en un momento muy concreto: hacia los 9 ó 10 años, si no recuerdo mal. Como las mismas madres explicaban, no echaban de menos un padre, sino que añoraban sentirse “niños normales”. Esto implica que, probablemente en el colegio, se les había transmitido la idea de que todo niño normal tiene un papá y una mamá, y que si él ya conocía a su mamá, e independientemente de “esa otra señora” que vivía con ellos, en algún lugar debería estar su papá. Así que los niños se lanzaban en su busca, y las madres, antes o después, les remitían al donante de esperma. Claro que, también antes o después, los niños se daban de bruces contra la cruda realidad y aprendían que un donante de esperma no es precisamente lo que se dice “un papá”.

Yo creo que si la sociedad validara los distintos modelos de familias existentes, este tipo de situaciones no se producirían y a muchas personas se les ahorraría mucho dolor. Si se les explicara a los niños que no todo el mundo tiene un papá y una mamá, y que no por eso dejas de ser normal, ni los hijos de madres lesbianas ni tampoco los de madres solteras se sumergirían en un bote de esperma para encontrar a su papá. Un donante de esperma no es un papá. Un donante de esperma es un donante de esperma, y un papá es un papá. Los hijos de madres lesbianas no tienen un papá y una mamá, tienen una mamá y una mamá. Esto es así y considero que tratar de que sea diferente es lo que produce una verdadera aberración.

Estoy segura de que, en los casos de familias heteroparentales que tienen que acudir a un donante de esperma para tener hijos, nadie plantea la necesidad de que esos hijos busquen a su “verdadero papá”. Como son familias heteroparentales, toda la sociedad se cierra sobre ellas para proteger a esa pareja y para restar importancia a la biología. Seguramente, no todos los hijos nacidos de este modo lo saben, y en el caso de que lo sepan, muchas personas estarían dispuestas a defender que el donante de esperma no es un “papá”. Entonces, ¿por qué en los casos de madres lesbianas se insiste tanto en que esto no es así?

La respuesta mayoritaria, que también aparecía en el documental, alude a ese divino “rol masculino” que todos los niños sanos deben conocer. Y la paradoja aumenta. Una de las madres lesbianas pertenecía a una red de familias homoparentales donde había tanto hombres como mujeres. Ella, que tenía ni más ni menos que siete hijos en régimen de acogida, consideraba que ese presunto rol masculino estaba más que cubierto con la gran cantidad de “tíos” homosexuales que la red proporcionaba a sus hijos. Ninguno de sus hijos podía tener dudas de qué era un hombre, ya que compartían numerosas comidas y celebraciones con familias gays.

Pero el documental dejaba traslucir que cuando se refieren a “rol masculino” no vale un hombre homosexual. Creo que en este punto se desmonta toda la argumentación, porque si lo que se les achaca a las familias lesbianas es la ausencia de un hombre heterosexual, entonces lo que molesta es que las familias lesbianas, simplemente, no sean una familia heteroparental. Y esto es homofobia; más concretamente, lesbofobia.

La pregunta estaría más bien en qué clase de roles queremos transmitirles a nuestros hijos. Personalmente, no querría que mis hijos aprendieran los roles tradicionales de lo que es un hombre y lo que es una mujer. Creo que es mucho más interesante que interioricen roles abiertos que les permitan desarrollarse en libertad y construir una sociedad más justa e igualitaria para el futuro. Y esto, queridos heteronormales, las familias homoparentales lo podemos hacer bastante bien. Nuestros hijos se relacionarán, seguramente, con hombres y mujeres de todo tipo de orientaciones sexuales. ¿Pueden las familias heteroparentales garantizar lo mismo? Muchas seguro que no. ¿Y quién les achaca a ellos que no estén proporcionando a sus hijos los roles adecuados?

Si mis padres me hubieran proporcionado ejemplos de homosexualidad, probablemente yo habría detectado antes todas las señales que me indicaban lo que era. Habría tenido a una persona cercana con la que hablar, que me aceptase y ayudase a mis padres, en el caso de que lo necesitaran, a aceptarme. Me habría ahorrado veintitantos años de nebulosas y un batacazo final para descubrir que me gustan las mujeres, además de mucho miedo, muchos fantasmas mentales y mucho dolor. Y visitas al psicólogo, por cierto, y terapias de grupo también. ¿Y quién persigue a mis padres por haberme provocado este daño irreparable? ¿Por qué se insiste en perseguir a las familias homoparentales, que proporcionan un modelo mucho más sano, abierto y justo en general?

Otro tema que tocaba el documental era el miedo de algunas madres a tener hijos homosexuales. Tal y como lo presentaban, las familias homoparentales validaban su labor teniendo hijos heterosexuales. Pero, en varias de las historias que relataban, las madres lesbianas tenían hijas lesbianas. Nuevamente, este hecho podría haber servido para exponer las dificultades de formar una familia homoparental cuando una sufre grandes dosis de homofobia interiorizada.

Esta situación viene provocada por una sociedad enferma, que empuja a algunos de sus miembros a odiarse a sí mismos y a sufrir sin razón. Sin embargo, el documental se limitaba a mostrar el horror de una madre lesbiana ante su hija lesbiana, horror similar al que podría haber mostrado una madre heterosexual. Y a mí me pareció una pena, porque creo que los hijos homosexuales de parejas homoparentales deberían encontrarse con la ventaja inaudita de crecer en un ambiente no hostil. Pero mientras nos odiemos a nosotros mismos, mientras la sociedad nos siga empujando a hacerlo, ¡oh gran madre de todas las paradojas!, esta situación no se dará.

Para terminar, me resultó interesante también la experiencia de una de las hijas lesbianas de madre lesbiana. Esta chica había escrito una tesis sobre niños en familias homoparentales, y se quejaba de que todos los informes que había leído al respecto habían sido encargados por colectivos homosexuales, por lo que no eran fiables, ya que estaban politizados. Aquí no pude por menos que esbozar una sonrisa y alargar mis manos hacia la pantalla con ganas de estrangular. Y es que… ¡vamos a ver! ¿Qué culpa tenemos nosotros de que ningún colectivo de heterosexuales se haya tomado la molestia de estudiar nuestras familias? Y además, ¿por qué un estudio heterosexual sería más fiable que uno homosexual? ¿Acaso si los homosexuales no viéramos claramente que estamos destrozando la vida de nuestros hijos no dejaríamos de tenerlos? ¿Tan monstruosos e interesados somos? ¿O qué? Que ellos son el rasero, ¿verdad? Ellos son los normales, el modelo sano, la tabla por la que nos tenemos que medir los demás.

Ya.

Cuando terminamos de ver el documental me sentí triste, enfadada, engañada y frustrada, pero también ansiosa de lanzarme en picado al amor propio y la reflexión. Y ahora que he terminado de escribir todo esto, me siento mucho más libre, mucho más persona, mucho más yo.

Encantada de ser una de dos madres en familia homoparental.

jueves, 23 de agosto de 2007

Así descubrí que soy así

Mi nueva vida empezó el día en el que dejé a mi ex novio. Ese mismo año me hice budista, vegetariana, renegué del amor y supe que tres de mis amigas eran lesbianas.

Esto último me sacudió profundamente. Por alguna razón instintiva, las entendía. Comprendía su situación, a veces mejor que algunas de ellas, y lo que es peor, me daba envidia. Envidia era la única palabra que encontraba, por aquel entonces, para describir una profunda emoción.

La envidia se transformó en algo más cuando una de mis amigas me relató cómo se había enamorado de una chica por primera vez. Recuerdo haberme quedado clavada en el sitio mientras ella me describía sus primeros besos, el primer encuentro sexual, la certeza tan viva de que siempre estaría con ella, de que su relación inundaría su vida hasta el final. Ese mismo día, poco después de despedirnos, tuve uno de los ataques de llanto más fuertes de mi existencia. Lloré, lloré durante horas sin saber por qué, recordando todo lo que mi amiga me había contado, sufriendo lo indecible porque su relato había despertado algo dormido durante años en mi interior.

Fue entonces cuando llegó a mis manos la novela Confesiones de una máscara, de Yukio Mishima. La leí de un tirón, asombrada por la extrañeza que provocaba en mí su protagonista, un joven japonés que, a pesar de tener una historia sorprendentemente paralela a la mía, insistía en considerarse homosexual. ¿Homosexual él? ¿Y entonces yo? Turbada, guardé la novela en un cajón y no volví a ella hasta tres meses después, para aceptar de su mano, por fin, la razón por la que nuestra experiencia tenía tantos puntos en común.

Sí, yo también. Yo también había tenido experiencias traumáticas en la infancia por aquella confusión tan mía entre hombre y mujer. Yo también había mirado de aquella manera a mis compañeras de colegio cuando habían empezado a desarrollar, presa de la misma fascinación que sus nuevos cuerpos ejercían en mí. Yo también había temblado, tratando desesperadamente de disimularlo, cuando aquella chica en particular me había agarrado por la cintura y me había dicho que le caía muy bien. Yo también salí con hombres sin sentir más que una fraternidad insultante, un compañerismo fuera de lugar que yo insistía en denominar amor.

Después, todo fue muy rápido. Recordar, entender, elaborar. Conocer a mi novia. Decírselo a mis padres. Bajar al infierno y volver a subir. Una aventura fascinante, una nueva vida que llega hasta hoy, día en que me siento encantada de haber descubierto así que soy así.

lunes, 20 de agosto de 2007

El derecho a la estupidez

Hace unos meses que el Gobierno de mi país aprobó una Ley para promover la igualdad real entre mujeres y hombres. Uno de los puntos más visibles, y por lo tanto, más polémicos de esta Ley es la obligatoriedad de presentar listas paritarias en las elecciones, de modo que ningún partido puede concurrir a unas sin presentar al menos un 40% de mujeres como candidatas.

Desde entonces, pero también desde antes, he tenido que escuchar sartas interminables de gilipolleces sobre el tema; pero lo más doloroso, nuevamente, es ver cómo las mujeres somos verdaderos ases en el arte de convertirnos en voceras de la misoginia más rancia.

En un arrebato de orgullo misógino, muchas mujeres han explicado que ellas no quieren acceder a puestos relevantes si no es por sus propios méritos, y que tampoco quieren ser dirigidas necesariamente por una mujer si hay un hombre que podría hacerlo mejor. Una vez más, estos comentarios aluden a la justicia poética de una situación ideal; pero, ¿cuál es nuestra situación real?

En el día a día de la mayor parte de la Humanidad (seamos positivas y no digamos “de toda”), cualquiera de nuestros sistemas de organización social favorece y ha favorecido durante milenios el acceso de los hombres más memos a los cargos más determinantes. ¿Quieren ejemplos? Miren sin más a su alrededor y empiecen a anotar sólo los casos más cercanos: la lista es interminable.

Sin embargo, cuando una mujer quiere acceder al poder, se la mira con lupa. ¿Realmente es válida para el puesto? ¿Por qué poner a una mujer a dirigir nada si existe, en el lugar más recóndito del Universo, un hombre que podría hacerlo mejor? Y ¡ay de ella si mete la pata! Nadie la juzgará por ser mala directoria, catedrática, ministra o diplomática; la juzgarán por ser mujer. Coros enteros de plañideras se lamentarán por haber dejado un cargo tan importante en manos de una ¿inepta? ¿estúpida? ¿poco cualificada? No. Simplemente, de una mujer.

Eso sí, cuando los millones de hombres que dirigen y han dirigido nuestras vidas meten la pata; cuando sus fallos garrafales dan al traste con buenas ideas, queman hectáreas irrecuperables de selva, acaban con la esperanza de varias generaciones, destrozan iniciativas, hacen perder dinero a borbotones, contribuyen al caos de cualquier organización, y por supuesto, matan a cientos, miles y millones de personas; ¿quién se lamenta de que el mundo no esté dirigido por una mujer?

Creo que uno de los caminos por los que las mujeres debemos transitar para lograr la igualdad real es aquel que nos conduce a reclamar nuestra cuota de estupidez. Yo quiero ser estúpida y dirigir una país; quiero ser fea y que me digan que tengo encanto; quiero ser huraña y que me veneren como a un genio; quiero destrozar la vida de millones de personas y que todo el mundo entienda que me enfrentaba a una difícil situación. Yo quiero que me acusen con el dedo por haber maltratado a mi pareja, quiero que revisen mi actuación histórica y que se den cuenta que fui la responsable de muchos de los males que acaecieron a mi país, quiero que me encierren y me ejecuten por representar un claro peligro para mi sociedad. Quiero que me pase todo eso y que nadie, en ningún momento, recuerde como hecho diferencial que soy una mujer.

Estamos tan anestesiadas, que las cagadas de los hombres nos parecen tan sólo una cagada más.
Estamos tan anestesiadas, que no nos damos cuenta del valor diferencial que se le otorga a la cagada de una mujer.
.
La estupidez humana no tiene límites; la de la mujer, sí.

Encantada de reivindicar mis cagadas como un acto de igualdad.

jueves, 16 de agosto de 2007

La enseñanza de la cólera

Clarissa Pinkola Estés
Mujeres que corren con los lobos


El hecho de ofrecer la otra mejilla, es decir, de guardar silencio en presencia de la injusticia o de los malos tratos, se tiene que sopesar cuidadosamente. Una cosa es utilizar la resistencia pasiva como herramienta política tal como Gandhi enseñó a hacer a las masas, y otra muy distinta que se anime u obligue a las mujeres a guardar silencio para poder sobrevivir a una situación insoportable de corrupción o de injusto poder en la familia, la comunidad o el mundo. Su silencio, entonces, no obedece a la serenidad, sino que es una enorme defensa para evitar unos daños. Se equivocan quienes piensan que el hecho de que una mujer guarde silencio significa siempre que esta aprueba a vida tal como es.

Hay veces en que resulta absolutamente necesario dar rienda suelta a una cólera capaz de sacudir el cielo. Hay un momento (aunque tales ocasiones no abunden demasiado, siempre hay un momento) en que una tiene que soltar toda la artillería que lleva dentro. Y debe hacerlo en respuesta a una grave ofensa, una ofensa muy grande contra el alma o el espíritu. Una tiene que haber probado primero todos los medios razonables para que se produzca un cambio. Cuando todo falla, hemos de elegir el momento más adecuado. Existe sin duda un momento apropiado para desencadenar toda la cólera que la mujer lleva dentro. Cuando las mujeres prestan atención al yo instintivo, saben que ha llegado la hora. Lo saben intuitivamente y obran en consecuencia. Y es justo que lo hagan.

La mujer que evita todos los enfrentamientos se va encontrando cada vez mejor. Pero se trata de una situación transitoria. Este no es el aprendizaje que andamos buscando. El aprendizaje que andamos buscando consiste en saber cuándo podemos dar rienda suelta a la justa cólera y cuándo no. La cólera es uno de los medios innatos que las mujeres poseemos para poder desarrollar una actividad creativa y conservar los equilibrios que más apreciamos, todo aquello que amamos verdaderamente. No sólo es un derecho, sino que, indeterminados momentos y en ciertas circunstancias, constituye para nosotras un deber moral.

Si el instinto de una mujer ha resultado herido, esta se enfrenta con varios retos relacionados con la cólera. En primer lugar, suele tener dificultades para reconocer la intrusión; tarda en percatarse de las violaciones territoriales y no percibe su propia cólera hasta que esta se le echa encima. Este desfase es el resultado de la lesión de los instintos de las niñas, causada por las exhortaciones que se les suelen hacer a no reparar en los desacuerdos, a intentar poner paz a toda costa, a no intervenir y a resistir el dolor hasta que las cosas vuelvan a su cauce o desaparezcan provisionalmente. Tales mujeres no actúan siguiendo el impulso de la cólera que sienten sino que arrojan el arma o bien experimentan una reacción retardada varias semanas, meses o incluso años después, al darse cuenta de lo que hubieran tenido o podido decir o hacer.

Tal comportamiento no suele deberse a la timidez o a la introversión, sino a una excesiva consideración hacia los demás, a un exagerado esfuerzo por ser amable en perjuicio propio y a una insuficiente actuación dictada por el alma. El alma salvaje sabe cuándo y cómo actuar, basta que la mujer la escuche. La reacción adecuada se compone de perspicacia y una adecuada cantidad de compasión y fuerza debidamente mezcladas. El instinto herido ha de curarse practicando la imposición de unos sólidos límites y practicando el ofrecimiento de unas firmes y, a ser posible, generosas respuestas que no cedan, sin embargo, a la tentación de la debilidad.

Una mujer puede tener dificultades en dar rienda suelta a su cólera incluso si esa supresión resulta perjudicial para su vida, incluso en el caso de que ello la obligue a revivir obsesivamente unos acontecimientos de años atrás con la misma fuerza que si hubieran ocurrido la víspera. Insistir en hablar de un trauma y hacerlo con gran intensidad a lo largo de un determinado periodo de tiempo es muy importante para la curación.

La cólera o la rabia colectiva es también una función natural. Existe el fenómeno de la lesión de grupo, el dolor de grupo. Las mujeres que adquieren conciencia social, política o cultural descubren a menudo la necesidad de enfrentarse con la cólera colectiva que una y otra vez les recorre el cuerpo. Desde un punto de vista psíquico es saludable que las mujeres experimenten semejante cólera. Y es psíquicamente saludable que utilicen esta cólera derivada de la injusticia para buscar los medios capaces de producir el cambio necesario. Pero no es psicológicamente saludable neutralizar la cólera con el fin de no sentir nada, y por consiguiente, no exigir la evolución y el cambio.

La cólera constructiva se puede utilizar con provecho como motivación para la búsqueda o el ofrecimiento de apoyo, para la búsqueda de medios que induzcan a los grupos y a los individuos al diálogo o para exigir responsabilidades, progresos y mejoras. Esos son los procesos que las mujeres que adquieren conciencia han de seguir en las pautas de comportamiento. El hecho de experimentar unas profundas reacciones ante las faltas de respeto, las amenazas y las lesiones forman parte de una sana psique instintiva. La reacción vehemente es una parte lógica y natural del aprendizaje acerca de los mundos colectivos del alma y la psique.

Para poder sanar realmente, tenemos que decir nuestra verdad, no solo nuestro pesar y nuestro dolor sino también los daños, la cólera y la indignación que se provocaron y también qué sentimientos de expiación o de venganza experimentamos. Ninguna de nosotras puede escapar por entero a su historia. Podemos empujarla hacia el fondo, por supuesto, pero estará ahí de todos modos. En cambio, si una mujer hace las cosas que hemos enumerado, podrá contener la cólera, y al final, todo se calmará y se arreglará. No del todo, pero sí lo suficiente como para seguir adelante.

¡Encantada!

miércoles, 15 de agosto de 2007

¿Orgullo o dignidad?

Justo ayer me encontré con una noticia, quizás un tanto pasada ya, que explicaba cómo en Ámsterdam habían decidido formar un cuerpo de policía con agentes homosexuales (lesbianas y gays) y bisexuales para luchar contra el aumento de las agresiones homófobas en la ciudad. Uno de los objetivos de esta patrulla era generar confianza en el colectivo para que se animara a denunciar las agresiones. La noticia me sorprendió gratamente; lo que no lo hizo tanto fueron algunos de los comentarios que se habían dejado en varias páginas de Internet.

Así, daba la impresión de que los lectores, mayoritariamente gays, estaban en contra de la medida porque, según decían, contribuía a marginar al colectivo. Lo que ellos consideraban que debería ocurrir era que cualquier persona pudiera acudir a cualquier policía para denunciar una agresión homófoba.

Yo estoy absolutamente de acuerdo con la segunda idea, pero no con la primera. Y es que la realidad dista mucho de parecerse a lo que “debería” ser, empezando porque ninguna persona debería estar marginada a causa de su orientación sexual. Pero lo estamos. La realidad es que lo estamos, como la realidad es que cualquiera puede acudir a la policía y encontrarse con una mofa o una negativa a cursar una denuncia. Eso es así, y a veces me pregunto por qué nos cuesta tanto admitirlo.

Creo que la respuesta es clara: una vez más, padecemos de homofobia interiorizada. No querer señalarnos es homofobia interiorizada, no querer ver que, de hecho, ya estamos señalados. Llevamos una marca puesta, la marca que la sociedad nos ha colocado, y podemos aprender a vivir con ella, llevarla con orgullo, tratar de normalizarla, ¡claro que podemos! Pero lo que no podemos hacer es ignorarla.

A veces pienso que decir que no necesitamos servicios especiales es un orgullo mal entendido, es un orgullo homófobo. Por supuesto que un cuerpo de policía específico es una forma de discriminación, pero de discriminación positiva. Lo que se pretende es allanar un poco el camino a una comunidad que lo tiene bien escarpado. ¿Qué es lo que no nos gusta de que nos lo pongan un poquito más fácil? ¿Admitir que lo tenemos difícil?

Entiendo que esta clase de medidas, en general, todas las medidas de discriminación positiva, son medidas de urgencia, a corto plazo, y que no nos deben despistar de la meta real: el fin de cualquier tipo de discriminación. Nuestro objetivo a largo plazo, por supuesto, es que cualquiera pueda denunciar ante cualquier agente una agresión; más allá, incluso, es que nadie tenga que denunciar ninguna agresión. Pero mientras llega ese gran día, y teniendo en cuenta que podemos estar separados de él por siglos, ¿tendremos que aguantar las agresiones sumadas a la discriminación policial? ¿Nuestro orgullo nos impedirá tomar la mano que se nos tiende para aliviar un poco nuestra situación?

Una vez leí que la palabra “orgullo” era una mala traducción de la inglesa “pride”, porque esta última tiene un sentido más claro de “dignidad” que la nuestra. Sea o no así, la verdad es que creo que en ocasiones los hispanos nos abandonamos al estereotipo y entendemos el orgullo muy mal. ¿Acaso somos todos y cada uno superhombres y supermujeres que no necesitan de la ayuda de nadie y para los cuales el estigma de la orientación sexual no ha condicionada en absoluto su trayectoria vital? Claro que los hay, pero no son todos; de hecho, como siempre ocurre con los héroes, son una minoría. Los demás hacemos lo que podemos, y creo que una ayudita extra nunca viene mal.

El orgullo es bueno siempre que se entienda como una conciencia profunda de nuestra dignidad, y sin que nos falte la suficiente humildad como para aceptar las características de nuestra situación: injustas, horribles, pero reales y, lo que es más, con capacidad de actuar sobre nuestras vidas, de condicionarlas y de incluso destrozarlas si no aceptamos su existencia y les hacemos frente con determinación.

El que no quiera acudir a un policía gay o lesbiana, que no acuda; pero el que lo necesite, que sepa que está ahí. Esta es una de las situaciones más ideales que puedo imaginar para nuestro momento actual, y estaría encantada de que para todo el mundo pudiera ser así.

lunes, 13 de agosto de 2007

Iris (2/3)

En la tradición judeo-cristiana, el papel de la mujer como participante de lo divino ha sido eliminado de raíz. Ni tan siquiera se ha respetado la igualdad con el varón en la genealogía, no ya divina, sino humana de las mujeres, pues los hombres se presentan como hijos de Dios, mientras que ellas son las hijas de los hombres. Así, esta tradición se puede considerar como uno de los ejemplos más claros de manipulación patriarcal, de manera que, como herencia directa de una cultura femenina anterior, apenas nos queda un versículo de la Biblia, en alusión a Lilith, y la serpiente.

Sin embargo, si tomamos los atributos y la función de la diosa Iris como punto de partida, podemos rastrear el aroma de lo femenino a través de varios pasajes de la Biblia. Y es que, curiosamente, el papel de intermediario entre Dios y los hombres suele corresponder a una figura alada, multicolor, eminentemente acuática… y de sorprendentes caderas.

Así, en el principio de los tiempos podemos encontrar el Espíritu de Dios (que no él mismo: respetemos el misterio de la Trinidad) como sigue:

La tierra estaba desierta y vacía. Había tinieblas sobre la faz del abismo y el Espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas (Gén, 1,2).


De modo que el Espíritu se encontraba revoloteando sobre las aguas, el único elemento que al parecer existía desde siempre, contemporáneo a Dios y no creado por él. Así, lo único que pudo hacer Dios con las aguas fue organizarlas:

Dijo Dios: haya firmamento en medio de las aguas, que separe unas aguas de otras. E hizo Dios el firmamento, y separó las aguas que están debajo del firmamento de las que están encima del firmamento. Y así fue (Gén 1, 6-7).

Dijo Dios: reúnanse en un lugar las aguas de debajo de los cielos y aparezca lo seco. Y así fue. A lo seco llamó Dios tierra, y a la reunión de las aguas llamó mar. Y vio Dios que estaba bien (Gén 1, 9-10).

El Espíritu, parte constituyente de Dios e inseparable de él más que en su función, parece estar esperando a que aconteciese la Creación para así poder ejercer de lo que era: un intermediario.

Soltó después una paloma para ver si habían decrecido las aguas sobre la faz de la tierra; pero no encontrando la paloma donde posar la planta de su pie, se volvió a él, al arca, porque las aguas estaban sobre la faz de toda la tierra. Entonces extendió él su mano, la tomó y la hizo entrar consigo en el arca. Esperó aún otros siete días, y soltó de nuevo la paloma fuera del arca. Por la tarde regresó a él la paloma con una hoja verde de olivo en su pico, por donde supo Noé que habían disminuido las aguas sobre la tierra. Esperó aún otros siete días, y soltó la paloma, que ya no volvió más a él (Gén, 8,8-12).


No deja de resultar paradójico que Noé no confíe ni en su propia observación ni en la palabra de Dios para certificar el fin del Diluvio. Muy al contrario, Noé se encomienda a una paloma, un intermediario alado, como el Espíritu, para que le traiga la buena noticia. Se podría pensar aquí que cualquier animal alado habría servido para lo mismo; sin embargo, anteriormente a la paloma, Noé soltó un cuervo con la esperanza de que le sirviera para tal fin:

Al cabo de cuarenta día abrió Noé la ventana del arca que había hecho, y soltó un cuervo, que salió y estuvo yendo y viniendo hasta que se secaron las aguas sobre la tierra (Gén, 8,6-7).

El cuervo vuela, sí, pero no sirve de intermediario como lo hace la paloma, no es capaz de comunicar a Noé la voluntad de Dios.

Y dijo Dios: esta es la señal de la alianza que yo establezco entre mí y vosotros y entre todo ser viviente que está acá con vosotros, para todas las generaciones venideras: pongo mi arco en las nubes para señal de la alianza entre mí y la tierra. Y cuando yo acumule nubes sobre la tierra y aparezca entonces el arco en las nubes, recordaré la alianza que existe entre mí y vosotros y todo ser viviente de toda carne; y las aguas no se convertirán ya más en un diluvio que destruya toda carne. Estará el arco en las nubes y, al verlo, me acordaré de la alianza eterna entre Dios y todo ser viviente de toda carne que hay sobre la tierra (Gén 9,12-16).

Ese pasaje es uno de los hitos mitológicos del Antiguo Testamento. Así, ante un fenómeno natural de origen desconocido, el arco iris, surge la explicación mitológica: el arco iris sale tras la lluvia para recordarnos que Dios nunca volverá a mandar un Diluvio exterminador a la Tierra, pues la calma siempre seguirá a la tempestad. En la traición griega, el mismo fenómeno natural dio origen a otra explicación: el arco iris era el rastro que la diosa Iris dejaba en sus continuos vuelos para comunicar a dioses y hombres entre sí. Por tanto, en ambas tradiciones el arco iris es una señal, un símbolo, un indicio de que se está produciendo un acto de comunicación de origen divino.

En la Biblia, se vuelve al papel de intermediario del Espíritu en varias ocasiones. Así ocurre, por ejemplo, en ciertos fragmentos proféticos de Isaías:

Reposará sobre él el espíritu de Yahvé
espíritu de sabiduría e inteligencia
espíritu de consejo y de fortaleza
(Is, 11,2)

Herirá al violento con la vara de su boca
matará al impío con el aliento de sus labios.
Será la justicia ceñidor de su cintura
y la fidelidad, ceñidor de sus caderas
(Is, 11,4-5)

En el Nuevo Testamento, el poder del Espíritu como portador de la palabra se repite una y otra vez:

Cuando él venga, el Espíritu de la Verdad os guiará hasta la verdad plena; porque no hablará por cuenta propia, sino que hablará todo lo que oye y os anunciará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará (Jn, 16,13-14)

De igual manera, también el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad. Porque no sabemos cómo pedir para orar como es debido; sin embargo, el Espíritu mismo intercede con gemidos intraducibles en palabras (Rom, 8,26).

A cada uno se le da la manifestación del Espíritu para el bien común. Y así, a uno se le da, mediante el Espíritu, palabra de sabiduría; a otro, según el mismo Espíritu, palabra de conocimiento […]; a otro, el hablar en nombre de Dios […]; a otro, diversidad de lenguas; a otro, el interpretarlas (1Cor, 12,7-10).

Y por supuesto, es el Espíritu, nuevamente paloma, el que señala a los hombres que Jesús es hijo de Dios:

Apenas bautizado Jesús, salió en seguida del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios descender, como una paloma, y venir sobre él (Mt, 3,16).

Este señalamiento, como no podía ser de otra manera, se produce en presencia del medio acuático.

Creo que el entramado simbólico que nos hace emparentar ciertos momentos de la tradición judeo-cristiana con los atributos y función de la diosa griega Iris pueden servir de inspiración a las mujeres en el proceso de recuperación de su palabra. Las mujeres podemos ser quienes nombremos, quienes señalemos, quienes orientemos, quienes dirijamos, quienes mostremos el camino, a nosotras y a los demás, quienes digamos qué es válido y qué no lo es, quienes consideremos qué es justo y qué no lo es; las mujeres podemos convertirnos en la voz de lo divino, de lo sagrado, de lo importante, de lo que debe ser, llámese Dios o la Ley. El poder de la palabra ha estado siempre en nuestro interior, lo hemos regentado en numerosos momentos a lo largo de la Historia, y estos mitos nos recuerdan que así ha sido y que así debe ser.


Pero a Iris le queda todavía algo más que decir.

(continuará…)

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