miércoles, 30 de enero de 2008

Sor Juana (I)

Desde hace un tiempo vengo planeando dedicar una serie de entradas a una de las mujeres que más admiro de toda la historia literaria: Sor Juana Inés de la Cruz.

Conocí a Sor Juana en la Universidad. Me la presentaron como la más digna sucesora de Góngora allende los mares, y en correlación con ello, destacaron el Primero Sueño como su obra cumbre.

Dentro de la crítica literaria machista que predominaba, crítica que, afortunadamente, hoy reconozco como tal y como tal combato; nos obligaron tomar en consideración sólo a la Sor Juana escritora. Nos hablaron de su virtuosismo barroco, de su exquisita inventiva, de su arrojo retórico; pero la mujer que palpitaba detrás de esos textos fue condenada al ostracismo.

En aquello tiernos años yo era una jovencita inexperta que bebía los vientos por sus profesores, alabando todo lo que le enseñaban como si de un tesoro precioso se tratase. Y no es que no fuera precioso, pero para mi gusto actual, era cuando menos un tesoro incompleto.

Sin embargo, ya por aquel entonces estaba presente en mi vida esa contradicción que después comprendería como una constante de mi experiencia; y es que una cosa era lo que yo creía estar haciendo, y otra muy distinta, lo que hacía en realidad. En mi mente, me comportaba como la alumna modelo que pretendía ser, y creía estar tratando a Sor Juana como una técnica experta en el verso, fijándome en todo lo me decían que me tenía que fijar.

Pero en realidad, mi alma se escapaba furtiva de aquellas composiciones e inspeccionaba a escondidas los textos en los que Sor Juana dejaba atrás el barroquismo y hablaba de su experiencia como mujer. Así fue como me olvidé de los sonetos a Fabio, Lisardo o Silvio, de los epigramas, romances y villancicos, y me bebí la Respuesta a Sor Filotea de una sola vez.

De hecho, la fuerza de Sor Juana mujer era tal, que hasta los propios profesores se saltaban sus principios sin quererlo y terminaban hablando del admirable pensamiento feminista de la escritora, aunque fuese utilizando como excusa sus famosas redondillas.

Aún así, la imagen de Sor Juana volvía a desvanecerse en el discurso académico, recordándonos que, por muy feminista que fuese, por muy avanzada para su época que se mostrase, al fin y al cabo había decidido ser monja y que, en sus últimos días, abandonó la profesión de escritora para cuidar a sus hermanas hasta morir debido a una enfermedad contagiosa.

Por supuesto, la crítica literaria machista, también conocida como crítica inmanente o formal, no tiene en cuenta el contexto en el que se desarrolló la vida y obra de Sor Juana, y la relevancia tan increíble que para la Historia de las Mujeres tienen esos pequeños gestos tan fácilmente despreciados e ignorados, incluido el de negarse a contraer matrimonio.

Pero Sor Juana se revolvía en su tumba hasta poner en los labios de los profesores lo que nunca quisieron pronunciar: la hipótesis de que, además de feminista, Sor Juana Inés de la Cruz había sido lesbiana.

Curiosamente, esta hipótesis fue llevada a la clase como un ejemplo de interpretación disparatada de la vida y obra de una escritora; escritora que estaba siendo, por lo demás, despojada de su vida, de su cuerpo, y hasta casi de su obra. Y es que, de manera nada casual, los poemas en los que más claramente se expresan algunos de los sentimientos lésbicos de Sor Juana no estaban incluidos en la antología que debíamos leernos. Así, se mofaban de una interpretación a la vez que nos hurtaban la posibilidad de comprobar qué tan disparatada era en los textos concretos. Los mismos textos a los que tanto se apelaba y que, de repente, desaparecían.

Mi ignorancia juvenil, sin embargo, me hizo reír la gracia más alto que nadie, repitiéndome a voz en grito lo inútiles que eran algunas personas y lo que eran capaces de sacarse de la manga. Pero mientras me decía esto a mí misma, otra voz, más baja pero más firme, fruncía el ceño y me espetaba: “¿y qué si fuera lesbiana?”.

La misma voz que hoy habla alto y claro, llena de admiración y de mayor sabiduría, para decir que a Sor Juana le faltó enarbolar la bandera arco iris.

Su lugar histórico y vital era y es el de las lesbianas.

(continuará…)

lunes, 28 de enero de 2008

Andando

He vuelto a salir del armario. Después de las primeras salidas, después de varios años sin poder ampliar el círculo de terrenos liberados, he vuelto a hacerlo. Y la experiencia ha sido más intensa y más profunda de lo que lo fue cualquier vez anterior.

Llevaba varias semanas entrenando en el gimnasio. La idea misma de entrenar simbolizaba ya un pistoletazo de salida para una época de grandes y anhelados cambios. Tras pasar unos meses interminables en la cárcel del silencio, oscura, esquiva y con un terrible sentimiento de desprecio hacia mí misma por no poder siquiera pensar en mover un dedo, por huir de las oportunidades y volver a casa corriendo a lamerme las heridas, he descubierto que las fuerzas que me faltaban ya estaban ahí. He necesitado un largo invierno para acumularlas, pero cuando ya pensaba que jamás lograría reunirlas, me he dado cuenta de que ellas brincaban de ganas de pasar a la acción.

Para salir del armario he utilizado un medio que recomiendo a todas aquellas que se encuentren en la misma situación que yo: el e-mail. Sí, ya sé que una conversación cara a cara es superior se mire por donde se mire, pero no cuando el peso de los fracasos acumulados te doblan la espalda hasta el punto de impedirte estar en pie. Había buscado la ocasión durante todos estos años en cada cena, cada café, cada tarde de compras. En cada conversación telefónica, en cada cumpleaños, en cada celebración. Y siempre con el mismo resultado: nada. Si la ocasión se me presentaba en bandeja (que se me presentó), yo miraba hacia otro lado y sorteaba la oportunidad como quien está inmerso en una carrera de obstáculos, sintiéndome inútil y aliviada a la misma vez. Algo dentro de mí (quién sabe si algo sabio, puesto que aún no conozco el resultado) me esposaba la lengua para impedirme hablar, responder o sugerir. Y así terminé encontrándome a punto de romper toda relación, hasta que abandoné mis prejuicios sobre el parapeto de la pantalla, y simplemente escribí.

Pasaron algunos minutos hasta que me di cuenta de lo que había hecho. Navegaba tranquilamente por internet cuando me sobrevino un ataque de llanto. Lo había conseguido. Había salido del armario. Y la única frase que llenaba mi mente era ese poderoso “Nunca más”. Nunca más tendría que mentir. Nunca más ocultaría lo que soy. Nunca más pondría una excusa para no quedar. Nunca más sentiría que las piernas me fallaban ante un comentario banal. Nunca más ocultaría esa parte de mi vida. Nunca más negaría mi amor. No, al menos, en ese pequeño campo de batalla que había conseguido liberar.

Una mujer lesbiana me contó una vez que, después de pasar por momentos muy dolorosos, después de sufrir, de llorar, de ver con tus propios ojos lo increíble, te sobreviene el sentimiento que nuestra comunidad denomina orgullo. Una capacidad de hacerte cargo de ti misma, un profundo respeto hacia lo que albergas en tu interior. Las primeras veces que salí del armario no sentí nada parecido. Lo hice todo desde la inocencia, desde la ignorancia de lo que me podía ocurrir, de lo que de hecho ocurrió. No había recorrido ni una décima parte del camino que te lleva a sentir el verdadero orgullo. Y aunque ahora sé que todavía me queda mucho camino por recorrer, he visto lo suficiente para verme a mí misma como me vi: una roca en medio de la tempestad, una mujer dispuesta a encarar lo que venga sin dar un solo paso atrás.

Una de las razones que me ha empujado a salir del armario ha sido la necesidad creciente de darle el trato que se merece a mi relación. Mi novia y yo hemos pasado por multitud de crisis, por momentos en los que apenas podíamos recordar nuestro nombre, y sin embargo, hemos mantenido a flote nuestro amor. Aunque la situación presente es la más tranquila que hemos pasado, aún no se parece al futuro que soñamos, y por mucho que podamos entender por qué todavía no estamos donde queremos, no llegaremos allí de repente, un día cualquiera. Hay que hacer el camino, hay que ir conquistando el terreno hasta que le hagamos sitio suficiente a nuestro amor. Un sentimiento demasiado grande para quedarse confinado dentro de un estrecho armario.

Encantada de poder relatar este gran triunfo en mi blog… ¡y sin dejar de hacer abdominales!

miércoles, 16 de enero de 2008

Oxidada

Creo que salir del armario no es sólo cuestión de decisión, de valentía, de haberse asumido a una misma; es también cuestión de ejercicio.

Imagino que existen dos músculos principales: uno para abrir la puerta del armario y otro para evitar que se cierre de nuevo. Si no se ejercitan regularmente, si no cuidamos que se mantengan en la forma óptima, se van quedando fofos y, al final, acabamos confinadas en el armario.

Así, me parece importante que nos ejercitemos en el arte de enfrentarse a la incertidumbre. Las primeras veces puede doler, puede resultar arrollador, puede ocurrir sólo al final de un largo camino de lucha contra nuestra propia negativa. Pero poco a poco, a base de desarrollar nuestros músculos, nuestros corazones, nuestras respuestas, nuestro equilibrio a pesar de lo que decida el mundo exterior; nos volvemos lo suficientemente fuertes como para considerar la incertidumbre algo cotidiano, algo consustancial a nuestra existencia, como respirar, comer o dormir. Porque, de hecho, la incertidumbre forma parte de nuestras vidas, tanto si lo negamos cerrando desde dentro las puertas del armario como si no.

Personalmente, empecé a salir del armario como quien se lanza a correr una maratón imaginando que sólo trata de alcanzar el autobús. Creí que era cuestión de un momento, de diez minutos terribles, de un par de charlas con amigos unidas a una emocionante conversación con papá y mamá. No imaginaba que para salir del armario hacía falta convertirse en una deportista de élite, jamás pensé que fuera necesario entrenar cada día y, para colmo, nunca contemplé la posibilidad de que no sólo hubiese que salir del armario, sino ser capaz de mantenerse fuera de él.

Desde luego, mi forma física no era la mejor: corrí, corrí, corrí y seguí corriendo hasta ponerme azul y desfallecer. Después, decidí que lo mío era la vida sedentaria, y sin darme cuenta, terminé criando celulitis en el sofá, mientras miraba anuncios de estimuladores de músculos en la televisión. Sin embargo, todo tiene un límite y el colesterol acumulado amenaza hoy con provocarme un ataque cardiaco que pinta bastante mal.

Así que lo tengo decidido: voy a apuntarme al gimnasio ¡ya!

Encantada con el futuro saludable que espero conseguir.

domingo, 13 de enero de 2008

En defensa de la familia

Recogiendo, aunque tardíamente, la propuesta para escribir sobre esos presuntos defensores de la familia que, de tarde en tarde, tienen la feliz idea de reunirse en mi ciudad, avergonzándonos a muchos de los que vivimos en ella; he decidido escribir este post, que espero contribuya a crear ese reguero de pólvora que tanto deseamos.

Por mi parte, no tengo siquiera la pretensión de hablar sobre las familias homoparentales, sino que me conformo con escribir sobre la familia tradicional, nuclear, católica incluso; exactamente, la familia que ellos dicen defender y que tampoco defienden: es decir, mi familia de origen.

Mis padres se casaron en una fecha a caballo entre la dictadura y la democracia, cuando el único matrimonio bien visto (y tal vez el único posible, no lo sé a ciencia cierta) era el eclesiástico, y cuando todavía no se había legalizado el divorcio en España. Así que, como ellos mismos dicen, cuando se casaron lo hicieron con el convencimiento de que, quisieran o no, iba a ser para siempre.

No voy a presentar a mis padres como un modelo de buenos católicos, porque, por fortuna, nunca lo fueron. Desde el principio, cuestionaron ciertos preceptos, como el recordatorio que les hicieron en el cursillo prematrimonial de que los hijos los enviaba Dios y que, por tanto, este envío no debía ser entorpecido.

- Entonces, follaremos como conejos y después traeremos los hijos de Dios a la casa de Dios, que es adonde pertenecen.

A lo cual el cura respondió que no se refería exactamente a eso, y mis padres concluyeron que, si no les presentaban una alternativa real, ellos utilizarían métodos anticonceptivos, porque estaban seguros que Dios les enviaría los hijos sin el cheque correspondiente.

Aún así, mis padres nos criaron en la fe católica: nos bautizaron, hicimos la primera comunión, nos recordaron de tanto en tanto que debíamos amar a nuestro prójimo, no ser codiciosos y poner la otra mejilla. Cuando, a los quince años, yo le comenté a mi madre que había llegado a la conclusión lógica de que Dios no existía, ella se llevó las manos a la cabeza, me preguntó con qué clase de gentuza me juntaba para pensar eso, y soltó alguna lagrimilla nerviosa a escondidas.

Hasta aquí, todo perfecto. Dejando de lado algún desliz de juventud, mis padres siguieron al pie de la letra los decretos mínimos de la Iglesia católica para formar una familia nuclear feliz. Heterosexual y heteronormativa, como debe ser.

El problema llegó cuando la realidad superó a la ficción y ocurrió algo imprevisto en este camino recto y armonioso. La hija mayor, ejemplo de toda virtud, resultó ser lesbiana. Así, de un día para otro, sin señales divinas, sin malformaciones congénitas, sin ya me lo imaginaba yo, sin nada. Resultó ser lesbiana y no hubo lágrimas, gritos, humillaciones, amenazas ni chantajes emocionales que lograsen cambiarla.

Hasta los curas más retrógrados saben que tener un hijo homosexual es algo que puede ocurrir, que de hecho ocurre, que no se puede evitar, que no es una cuestión educacional y que no se puede cambiar. La Iglesia, de manera formal, no se atreve a aconsejar más que abstinencia y mucho amor familiar para esos hijos que, nos guste o no, también manda Dios.

Pero como dice el refrán, no se puede estar en misa y repicando, no se puede insistir en la familia nuclear, en el amor entre el hombre y la mujer, en la heteronormatividad como garante de la ley divina y natural, y después pedir clemencia para los pobres desviados.

Porque después de todo eso, no la hay.

Mis padres se educaron en la doctrina del nacional-catolicismo, doctrina que destrozó los cerebros de varias generaciones a base de miedo, de rigidez y de perfecta irrealidad. Cuando les confesé que amaba a una mujer, trataron de seguir siendo los mismos padres amorosos de siempre, pero sus miedos, sus ideas más inconscientes aunque profundamente asentadas, la visión blanquinegra de su infancia, fueron más fuertes que todo su amor. Así es como los ideales de la familia nuclear, de la religión que predica el amor y el perdón, destrozaron mi familia. Fueron esos ideales, y no una realidad incontestable, los que desgarraron el vínculo más sagrado: el que une a unos padres con su hija.

Así que, cada vez que cuatro sacerdotes y tres fascistas se reúnen para rogar por la salvación de la familia, yo me pregunto qué han hecho ellos por la salvación de la mía, si fueron ellos los que sentaron el poso del odio y la intolerancia en el corazón de mis padres, y son ellos los que se regocijan a escondidas de que yo sufra el ostracismo y mis padres el desgarro inenarrable de sentir que han perdido a una hija. ¿Qué familia defienden ellos, si ni siquiera defienden la mía?

Por eso seguiré luchando contra esas ideas que me impiden lograr lo que quisiera, la reconstrucción de mi familia, y que pretenden negarme lo que tendré, que es una familia libre de todo ese dolor, una pareja que seguirá junta siempre que se lo dicte el amor y no la negativa al divorcio, y unos hijos que nadie nos mandará, que iremos a buscar nosotras si así lo deseamos, y que contarán siempre con el apoyo incondicional de sus madres, el mismo apoyo que no tuve yo.

Si alguien defiende la familia, no son ustedes.
Porque ni siquiera son capaces de defender los ideales básicos de su Iglesia: la comprensión, el amor y el perdón.

Encantada de no formar parte de tremenda aberración.

viernes, 11 de enero de 2008

Celebrándome como mujer

Tal día como hoy, hace trece años, me vino la regla por primera vez. Y la verdad es que es una fecha que me gusta recordar.

No es por nada de lo que me dijeron aquel día: que si ya era una mujer (¿acaso nací hombre?), que si ya era mayor (¿así, de repente?), que si se sentían muy orgullosos de mí (¿y yo que no recuerdo haberme esforzado en hacer que ocurriera…?).

Me gusta, simplemente, porque fue un hito en mi vida, una primera vez donde las haya, íntimamente mía. Me gusta porque tener la regla es una de las experiencias que me constituyen como mujer: tuve que acostumbrarme a ella, cada mes me esfuerzo por sobrellevarla, y algún día tendré que aprender a decirle adiós.

Cuando era pequeña, pensaba que la regla sólo merecía la pena porque algún día me permitiría tener un hijo. Hoy, por el contrario, considero que la regla forma parte de mí independientemente de su (in)utilidad. A veces es un fastidio, casi siempre resulta inoportuna, y sin embargo, si se retrasa, se descontrola, si cambia de algún modo, todo mi cuerpo parece seguirla en su caos, y a veces, mi vida quisiera irse detrás.

Recuerdo aquella tarde, después de llegar del colegio, cuando descubrí "todo eso" decorando mi ropa interior todavía infantil. Sabía que llegaría, mi madre me había prevenido, apenas dudé sobre lo que era, y a pesar de todo, me dio un vuelco el corazón. Sentí como si un yunque tirase del centro de mi alma hacia la tierra, exactamente igual que lo sentí la primera vez que me enfrenté a la muerte de un ser querido. Fue una de esas experiencias que te anclan a la vida, que te recuerdan que todo esto va en serio; una de esas experiencias que te llenan de terror y que, a la vez, te permiten cobrar una conciencia privilegiada sobre la realidad.

Aprecio la regla porque te aporta esa paz que sólo son capaces de aportar las cosas cíclicas, que te recuerdan que, mientras ellas vuelvan a su tiempo, nada puede ir mal; porque, precisamente cuando faltan, te advierten de que el momento de empezar a preocuparse finalmente llegó.

No es porque sea agradable, porque no lo es; es simplemente porque está ahí, porque forma parte de ti, porque lo doloroso y molesto puede ser natural… algo que, creo, constituye un importante aprendizaje vital.

En el Museo de la Regla mantienen una pregunta abierta sobre el tema: ¿dejarías de tener la regla si pudieras elegir? Y aunque suene tentador, para celebrar estos trece años juntas he decidido darle a mi regla una respuesta clara: no, no me gustaría vivir sin ti.

Estoy encantada con nuestra relación.

lunes, 7 de enero de 2008

Mañana de Reyes

- Cariño…
- ¿Sí…?
- ¿Crees que habrán venido ya los Reyes Magos?
- Mmm… no sé. ¿Has sido buena?
- ¿Buena…? Mmm… no sé.
- ¿No sabes?
- Mmm… creo que no he sido muy buena.
- ¿No…?
- No. Creo que he sido regular.

- Cariño…
- ¿Sí…?
- Que me da mucha pena…
- ¿El qué?
- Pues que yo, cuando era pequeña y me preguntaban si había sido buena, siempre decía que sí.
- ¿Y qué considerabas que era ser buena cuando eras pequeña?
- Pues… obedecer a mis padres, sacar buenas notas, no pelearme con mi hermano, no dar la lata…
- ¿Y ahora? ¿Qué consideras que es ser buena ahora para decir que no has sido buena?
- Pues… ser coherente conmigo misma, mantenerme comprometida con mi proyecto vital, ser valiente, tomar las riendas, sentirme satisfecha, disfrutar…
- Ya.

- Cariño…
- ¿Sí…?
- ¿Crees que habrán venido ya los Reyes Magos?
- Mmm… creo que no.
- Ya. ¿Y por qué no nos levantamos y hacemos que vengan?
- ¿Las Reinas Magas?
- Sí.
- Vale, tú primero.
- Vale, y luego tú. Dejo los regalos encima de la mesa, vuelvo a la cama, después dejas tú los regalos encima de la mesa, vuelves a la cama, y después nos levantamos, ¿vale?
- Bueno, pero los abrimos después de comer el Roscón.
- No, antes.
- No, después.
- Mmm... no sé.

sábado, 5 de enero de 2008

Quiero el arco iris

Y ahí estaba yo, lamentándome por mis desgracias, preguntándome por qué todo en mi vida tiene que ser siempre tan difícil, por qué las oportunidades han de disfrazarse de problemas e inconvenientes, por qué me ocurren cosas que yo nunca pedí que me ocurrieran, por qué termino tantas veces acurrucada en el sofá, lloriqueando, en vez de salir ahí fuera y pelear duro, y sobre todo, clamando contra este castigo divino que el cielo me ha enviado en forma de una llaga horrible que me tiene inutilizada la lengua, que me obliga a hablar como gangosa, que no me permite comer lo que más me apetece, y que encima, me hace babear cual anciana senil antes de tiempo…

Lo dicho: ahí estaba yo, lamentándome por mis desgracias, cuando me he encontrado con la frase maravillosa que acompaña la imagen de arriba: “If you want the rainbow, you gotta put up with the rain” (‘si quieres el arco iris, debes soportar la lluvia’), frase que atribuyen a alguien en concreto, pero que yo creo que es una creación popular donde las haya.

Y entonces me he dado cuenta de que sí, de que yo quiero el arco iris, quizá porque no puedo decidir no tenerlo, quizá porque sólo puedo elegir entre lluvia con o lluvia sin arco iris, quizá porque alguien preparó para mí este contrato vital y yo sin leer la letra pequeña lo firmé, o quizá porque me da la real gana, porque es bonito, poético, diferente, y porque le da a mi vida un sentido tan brutal que ya no sabría vivir de otra manera.

Quiero el arco iris, elijo el arco iris, me voy a dar un atracón de arco iris, con llaga, depresión y llantina incluidas.

Y a pesar de las babas, las ojeras y las lágrimas, voy a estar encantada.

lunes, 31 de diciembre de 2007

domingo, 30 de diciembre de 2007

Catarsis televisiva

En los últimos días he sufrido una catarsis televisiva provocada por la 4ª temporada de Queer as Folk.

(Ergo: si no quieres que te estropee la trama lésbica central de dicha temporada, simplemente, no sigas leyendo, porque la voy a destripar).

En esta temporada, Melanie y Lindsay deciden tener otro hijo. O mejor dicho, Melanie lo decide y Lindsay lo acepta. Al principio, es Melanie la que quiere que Lindsay tenga el bebé, y empieza a hacerle la rosca recordándole lo guapa y sexy que estaba embarazada, cosa que Lindsay no recuerda del mismo modo y, en cualquier caso, se termina cabreando al verse tratada como una simple fuente de abastecimiento, ya que, en esos momentos, ella está pensando más en volver a trabajar que en volver a dar de mamar a un bebé.

El caso es que Melanie tiene una conversación con Debbie en la que esta, muy en su estilo, le desmonta toda la trama que se tiene montada acerca de la idoneidad de Lindsay para tener hijos frente a su absoluta falta de adecuación. Le dice que Lindsay, sencillamente, aceptó el reto de quedarse embarazada, aceptó albergar en su cuerpo otra vida, aceptó entregarse al proceso del parto a pesar del miedo y del dolor. Y que ella, Melanie, es igualmente capaz de ser madre, porque, a pesar de ser lesbiana, a pesar de ser masculina, no ha dejado de ser mujer. Para ser madre, le recuerda, lo que una tiene que ser capaz de hacer es dejar atrás su pose de tipa dura para cagarse de emoción y de inseguridad ante la perspectiva de tener un hijo.

Entonces Melanie se convence, se hace las pruebas para comprobar que ha superado un problema de esterilidad y conviene con Lindsay que Michael será el padre. Así es como llega la segunda parte de la trama: no sólo le costó a Melanie un ovario y medio llegar a la conclusión de que era preferible un donante conocido, sin contar con que, por el camino, hasta se convenció de tener un hijo de Brian; sino que ahora, una vez aceptado el reto de la maternidad y la elección del donante, Melanie trata de blindarse presentándole un contrato a Michael donde se especifica al detalle en qué consiste su nimia función. Michael, que quiere ser un padre involucrado, se niega, y Melanie, convencida de que tiene a todos los hados en su contra, está a punto de volverse atrás.

Es ahí cuando Lindsay tiene con ella la conversación definitiva, en la que le explica por qué han de aceptar los términos de Michael. Lindsay habla de que su maternidad, no sólo por ser maternidad, sino por ser una maternidad lésbica, es una cuestión de riesgo y confianza a partes iguales. No saben lo que pasará, no saben cómo irán las cosas, no saben lo que significa que Michael no quiera ser un donante sino un padre. No saben nada más que la cantidad de riesgos que corren por todos lados, y sin embargo, más importante que tener esto claro es saber que, para darse la oportunidad de que todo salga bien, deben confiar en que así será.

Y entonces Melanie se convence, Michael acepta un nuevo contrato en el que él aparecerá como padre, después de mucho estrés consiguen “la muestra de semen”, Melanie se insemina y… ¡se queda embarazada a la primera!

No sé cómo seguirá todo después, porque ahí me he quedado (¡y espero que nadie me lo cuente!), pero estos capítulos han sido suficientes para que se produzca en mí una convulsión interna que me ha dejado el cerebro patas arriba.

Y es que me he sentido identificada en todas y cada de una de las palabras, acciones, sentimientos y construcciones mentales que Melanie ha ido exhibiendo en cada escena. Me he dado cuenta (por más estúpido que sea darse cuenta de algo tan grande gracias a una serie) de que yo también tengo esa pose de tipa dura que Melanie se gasta. Y como Debbie le dijo, estoy de acuerdo en que no es más que una coraza para no mostrar abiertamente mi miedo a no ser lo suficientemente mujer como para tener un hijo. Y no cabe duda de que así es porque, en el momento de ver esa escena, se me hizo tremendo nudo en la garganta, que creo que tendré que llorar durante semanas para poder deshacerlo.

Después vino lo de arriesgar confiando en que, de alguna manera imprevista, todo saldrá bien, algo que me hizo darme de bruces también con mi necesidad de seguridad a ultranza, una necesidad comprensible pero poco útil cuando una es lesbiana, y por supuesto, mucho menos útil cuando una se plantea siquiera la posibilidad de ser algún día una madre lesbiana.

No quiero decir con todo esto que lanzarse a ser madre sea cuestión de cerrar los ojos y dar el salto. Estoy fundamentalmente de acuerdo con las ideas de Melanie, en su búsqueda de protección, seguridad, en su necesidad de saber que está haciendo lo mejor, etc. Sin embargo, también entiendo que, a veces, nos parapetamos detrás de esos pensamientos para no hacer nada en la vida, porque nunca es el momento perfecto, nunca están todos los cabos atados, nunca estamos absolutamente seguras de nada. Y, a pesar de eso, una vez comprobado que lo hemos hecho lo mejor posible, lo único que queda es lanzarse al vacío confiando en que acabaremos por caer de pie.

Hay que ver lo que se aprende con las series de temática.

Encantada de seguir calentando el sofá.

jueves, 27 de diciembre de 2007

Invisibilidad de género

Si alguien quiere ver gays en Madrid puede acudir a dos lugares: uno, el archiconocido barrio de Chueca; el otro, el quizás menos conocido aunque no por ello menos concurrido… Ikea.

Puede que resulte sorprendente, pero es un hecho comprobado (por mi novia y por mí) que cualquier tarde o cualquier mañana en el Ikea puedes encontrarte con una media de dos o tres parejas gays por los pasillos, de lo cual se deduce que puede haber como diez parejas gays en todo el recinto, y quizá unas quince, veinte, o quién sabe si cincuenta parejas gays desperdigadas por el aparcamiento.

La mala noticia (la única mala noticia) es que cuando digo gays me refiero a gays, no a lesbianas. Aunque, si confiamos ciegamente en la estadística, es posible que hubiera el mismo número de lesbianas (contándonos a nosotras mismas) paseando su amor por los mismos pasillos; o incluso, si hacemos caso de las teorías más optimistas, es posible que hubiera un número ligeramente superior, o incluso descaradamente superior de lesbianas afanándose por llenar su carrito de maderas y cojines. El problema es el de siempre: las lesbianas, ¿cómo se ven?

Una respuesta inocente sería decir que las lesbianas se ven igual que se ven los gays: dos mujeres de la mano que se besan en la boca son lesbianas. Sin embargo, la realidad es que, normalmente, ninguna de esas parejas gays tan fácilmente detectables hasta por esa extraña lesbiana sin radar incorporado (léase: yo) iba de la mano o se besaba en la boca. Esas parejas gays, sencillamente, se miraban con amor. Había algo en sus ojos que los hacía refulgir, algo que evidenciaba que eran mucho más que amigos, hermanos o compañeros de piso. Ese mismo algo que las mujeres comparten sean amigas, hermanas o compañeras de piso.

Sí, sí, ya lo sé: no es igual. Yo nunca he mirado a nadie como miro a mi novia, y sin embargo… ¡es tan parecido! Las mujeres establecemos una complicidad tan profunda en tantas ocasiones, sin que medie ninguna atracción sexual, que detectar a dos lesbianas en medio de la marea de mujeres que se abrazan, se guiñan un ojo, se dan besos en la mejilla e incluso de cogen de la mano… es casi tan difícil como descubrir que eres lesbiana cuando todas tus amigas aseguran que ellas también miran a las mujeres a las tetas y que es indudable que el sexo con una mujer les hará sentir mucho más placer que con un hombre.

Creo que la prueba del Ikea es concluyente: en igualdad de condiciones, las lesbianas somos menos visibles que los gays. Nosotras tenemos que hacer una ostentación mucho mayor para dejar de parecer una amigas; eso, sin contar con que, incluso haciendo ostentación, hay gente que no nos mira, que nos niega o que, sencillamente, no se lo cree.

La buena noticia es que, cuando una pareja de lesbianas se encuentra con otra, el lazo solidario que se establece es tan fuerte que la ostentación crece hasta límites insospechados. De pronto, el Ikea ya no es el Ikea, sino que se vuelve el Ikea de las lesbianas. De pronto, ya no somos invisibles, porque estamos en todas partes, porque estábamos ahí, porque nos hemos detectado, y ahora ya no somos una sola lesbiana, o una sola pareja de lesbianas, somos la posibilidad de ser muchas, de descubrirnos mutuamente y de sentir ese lazo invisible que, aunque estuviera hecho de acero, muchos no podrían ver.

Así somos las mujeres, para bien o para mal.
Encantada de formar parte de su magia.

jueves, 20 de diciembre de 2007

La importancia de un sufijo

He estado reflexionando durante un tiempo considerable acerca de qué es lo que realmente siento por los tíos. No son (ni nunca han sido) candidatos reales para mantener una relación de pareja o siquiera un escarceo, y, sin embargo, tampoco me resultan indiferentes. Después de devanarme los sesos durante meses, he llegado a la conclusión de que todo se reduce a la distancia que media entre dos sufijos: los tíos me resultan atractivos, no atrayentes.

Cuando veo a un hombre atractivo, se me enciende una pequeña luz de alarma. Algo así como “eh, fíjate, si fueras hetero, tendrías delante de ti a un candidato ideal para… algo”. Durante mucho tiempo, confundí esa pequeña lucecita roja con la atracción, el deseo e incluso el amor. Pero me equivocaba.

Porque el aviso no pasa de ser eso, un aviso dirigido a la mujer heterosexual que no soy. Por mucho que pueda distinguir un candidato potencial para mi otro yo inexistente, mi yo real se mantiene en el sitio. Nada me hace desear nada; a pesar de tener ojos en la cara, los hombres no me resultan atrayentes.

Es curioso haber tardado tanto en nombrar una realidad que siempre estuvo ahí. Nunca jamás, al ver el cuerpo desnudo de un hombre, he sentido ese mareo inevitable que siento cuando veo el cuerpo desnudo de casi cualquier mujer. Siempre me ocurrió, pero tardé años en darle la más mínima importancia.

Cuando era adolescente, incluso, llegué a colgar pósters de chicos en bañador en las paredes de mi habitación, pero al mirarlos no se me erizaba ni un triste pelo. Sin embargo, si alcanzaba a ver, por casualidad y sin buscarlo, la insinuación del hombro, pecho, vientre o cadera de alguna de mis compañeras de clase… ahí sí que la lucecita roja se convertía en llamarada.

Hace poco vi un documental en el que explicaban la homosexualidad animal de un modo tan conductista y determinante como, para mi gusto y a este respecto, acertado. Exponían que el cerebro de un animal homosexual simplemente reaccionaba ante el estímulo de la presencia de otro animal de su mismo sexo, mientras que, en el caso del sexo contrario, su cerebro se mantenía impasible.

Y eso es exactamente lo que me ocurre a mí. En presencia de un hombre, no importan cuán guapo, inteligente, bueno y simpático sea, mi cerebro no reacciona. No es cuestión de pensarlo, reflexionar sobre la conveniencia de este o aquel, darse cuenta de lo fácil que sería todo; es cuestión de que mi cerebro está muerto y mi cuerpo se mantiene frío para él. Podría hacer un esfuerzo para mantener relaciones con muchas mujeres, pero con un hombre no se trata de hacer un esfuerzo: se trata de lo que no puede ser.

Pero sí, los hombres están ahí, son una realidad que no se puede ignorar, como tampoco es posible ignorar que, durante años, nos educaran para amarlos, para tenerlos en cuenta, para creer que eran nuestro futuro y que no había otra posibilidad. A fuerza de metérnoslos por los ojos, algunas desarrollamos la capacidad de ver su atractivo, pero nada más; lo verdaderamente atrayente para nosotras, lo que hace que nos movamos del sitio, que nos mareemos, que no tengamos que pensar sino simplemente dejarnos llevar, nuestro verdadero futuro, presente y pasado, lo que realmente amamos, es la mujer.

Encantada de que sea así.

domingo, 16 de diciembre de 2007

Metáforas de mi armario: Internet

Otra de las formas que adopta mi armario es la manera en que actúo cuando me conecto a internet. Cuando todavía vivía en casa de mis padres soñaba con la idea de que fuera algo pasajero; pero ahora que presuntamente gozo de la libertad que antes no tenía, me he dado cuenta de que tal vez no sea así.

Antes, todas mis sesiones de internet seguían la misma pauta: abría ventanas y ventanas desde las que me entraba el aire fresco de la comunidad lésbica, y después de respirar durante un par de horas y llenarme el corazón de oxígeno, las cerraba a cal y canto y borraba el historial. Para terminar, observaba el historial vacío, segura de que nadie podría rastrear mi camino de aquella tarde, y apagaba el ordenador.

Atrás quedaban historias compartidas, noticias frescas, vidas tan cercanas a la mía, nuevos proyectos, relatos de calamidades, un poco de arte, un poco de desenfado, mucha autoestima y mucho amor. Nadie en mi casa podría saber qué había sido de mí durante esas dos horas, en qué mundos me habría perdido y encontrado, porque al volver a encender el ordenador no quedaba ni rastro de lo que había sido de mí.

Como en el caso del altillo, no lo hacía para ocultarme de mis padres, puesto que ellos ya saben que soy lesbiana desde hace años; lo hacía para evitarles el disgusto de saber que su hija no sólo salía con una mujer, sino que se juntaba con más lesbianas, que visitaba páginas “de esas”, que se paseaba fuera de un armario que ellos se empeñan con todas sus fuerzas en cerrar.

Me gustó dejar de borrar el historial cuando me mudé a mi propia casa, me gusta compartir con mi pareja todos los lugares que visito en internet; y sin embargo, creo que ese trozo del armario aún no ha terminado de desaparecer.

El otro día me dediqué a ver varios vídeos de temática homosexual cuyos links había recogido de aquí y de allá. Estaba sola en la habitación, mi novia se duchaba en la otra punta de la casa, y de pronto el silencio se llenó de palabras que me hicieron temblar: “lesbiana”, “gay”, “homosexual”. Entonces escuché las voces de los niños de los vecinos de al lado, e instintivamente agarré los auriculares y el silencio volvió a reinar en la habitación.

Quizá estuviera justificado, pero una pena inmensa se adueñó de mí. Me había prometido no esconderme de mí misma en mi propia casa, y sin embargo, lo había vuelto a hacer. Por eso pienso que esa parte del armario no ha desaparecido con mi independencia, sino que simplemente ha tomado otra forma distinta a la que tenía. Una parte de mí me dice que hay cosas que los niños no deben escuchar, pero otra se pregunta si, de haber sido un documental sobre adicciones, o testimonios de mujeres maltratadas, hubiera agarrado los auriculares igual.

A veces creo que el armario tiene patas, y que te persigue allá donde vas.

Encantada de echar a correr.

sábado, 15 de diciembre de 2007

Valientes

Hace un par de días asistí con orgullo a la noticia de que Jodie Foster había decidido salir del armario. Salté de alegría por el salón, empecé a gritar “¡toma! ¡toma!” a mis paredes desnudas y estallé en carcajadas cuando la presentadora dijo que la noticia había sorprendido a muchas personas. “¡No será a nosotras!”, proclamé al fin, cayendo rendida en el sofá.

Entonces empecé a pensar en la realidad de Jodie Foster como mujer, dejando a un lado su faceta de icono lésbico probablemente no pedido y no querido. Y pensando, pensando, me derrumbé.

Tenía razón la presentadora cuando explicaba que la noticia resultaba sorprendente. Lo sorprendente, claro, no era que Jodie Foster fuese lesbiana; lo sorprendente era que, teniendo una pareja estable y habiendo formado con ella una familia hacía bastantes años, hubiera permanecido callada todo este tiempo.

Si en la vida de nuestras parejas anónimas la tensión que se crea cuando una de nosotras ningunea, ignora u oculta a la otra puede llegar a ser terrible, ¿qué se debe sentir cuando una sale con Jodie Foster? ¿Y cuando una es Jodie Foster y responde una y mil veces en una y mil entrevistas que no, que novio no tiene?

Aunque lo peor, desde mi punto de vista, es el asunto de los niños. ¿Cómo permanece uno en el armario cuando su mamá es Jodie Foster? ¿No es suficiente ser hijo de una mujer archifamosa, como para encima cargar con el estigma de no poder hablar de tu otra mamá?

Me pregunto cómo a Jodie Foster no le ha estallado el alma de pensar que existen cientos de paparazzis deseosos de explotar su vida privada, mucho más jugosa cuando una está tan buena y encima es lesbiana. Me imagino las noches en vela que ha tenido que pasar sintiéndose un gusano mentiroso, y a la vez, aterrada ante la posibilidad de asomarse siquiera a la puerta del armario.

Y mientras tanto, cría a tus hijos, vive feliz con tu pareja y haz películas de éxito. ¡Monumento a Jodie Foster ya!

En fin, esta ha sido la realidad lésbica para millones de mujeres durante muchos años. Lo único que me alegra es que, si Jodie Foster decide salir del armario, es porque algo está cambiando. Y de ese cambio formamos parte todas.

¡Va por nosotras!

Encantada.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Vicios y virtudes

Link

Tengo un defecto terrible: se llama empatía, un vicio que me provoca una íntima conexión con la gente (¡con la gente!), de entre la cual suelo escoger a los menos convenientes.

Por ejemplo, mis padres.

Admitámoslo: me han hecho de todo. Negarme la palabra y hasta la mirada, recordarme una y otra vez cuánto se arrepienten de que haya nacido, confesarme su íntimo deseo de que me salga un cáncer en vez de una novia.

Y aún así, cuando ellos sufren, yo sufro. Todo por culpa de la empatía.

La última idea feliz que se les ha ocurrido es acusarme de haber desatado todos los infiernos yéndome de casa. Como si los infiernos en mi familia no se hubiesen desatado hace años, o mejor dicho: como si mi familia no fuese todos los infiernos.

Era de suponer: demasiado sospechoso que hubieran accedido a visitar el piso (sin mi novia dentro, claro), mucho más que mostraran interés en pagarnos el ajuar o comprarnos una tele. Todo era demasiado fácil, a pesar de que jamás me llamasen a casa, o de que nunca hayan tenido la intención de visitarnos. No mostraron ninguna actitud hostil hasta que no comprobaron que yo seguía siendo el mismo gusano de siempre. Entonces, volvieron a llamarme de todo.

Lo único bueno es que, para compensar la empatía, tengo una virtud: el enfado. Me ha costado años y años de práctica, pero, desde hace algunos meses, soy capaz de enfadarme. No hago mucho más que eso, pero cuando me enfado, veo algunas cosas claras. Y, a veces, hasta soy capaz de decirlas.

Es una pena que la empatía siga allí para recordarme que papá y mamá siguen siendo papá y mamá. Los mismos que jugaban conmigo, me hacían bromas, me daban abrazos, besos y mimos, los mismos con los que pasé tantos y tantos buenos momentos, a pesar de todos los malos, que la empatía olvida, entierra, deja a un lado para que, cuando ellos sufran, sufra yo también.

Pero a veces me enfado y entonces veo que los infiernos no se desatan sólo por mi tan manido egoísmo o mis ansias de hacer cosas tan ridículas como emanciparme. Ellos enrarecen nuestra relación a base de no aceptarme, de hacer como si no pasara nada cuando pasa tanto. Y eso trae consecuencias. Entiendo que para ellos no sea cómodo admitirlo, pero así es.

Qué pena que no sea verdad todo lo que dicen de mí.
Dejaría su dolor en su casa y no me lo traería conmigo.
Pero la empatía me lo empaqueta y lo pone en mi espalda.
Y yo, encantada, me lo llevo a todas partes.

Aunque me enfade.

martes, 4 de diciembre de 2007

El blog o la vida

Mucho se ha escrito sobre la ardiente relación que media entre la creatividad y la vida. Ambas se pelean por la misma amante, y si una de ellas la retiene, la otra debe esperar, ya que la intensidad de sus relaciones no permite considerar siquiera la posibilidad de un trío. Para disfrutar de una existencia sosegada, interesante y productiva, según creo, es necesario guardar un equilibrio dinámico entre las dos; equilibrio que yo perdí hace varias semanas, cuando dejé mi blog aparcado para dedicarme plenamente a vivir.

Durante estas semanas he estado inmersa en tres asuntos diferentes, que podrían parecen el mismo, y que, sin embargo, no lo son.

En primer lugar, me he ido de casa, algo con lo que llevaba soñando varios años. Y no por lo positivo que pueda tener en sí mismo, sino por su parte negativa: porque yéndome de casa, ya no tendría que estar en casa nunca más. Ya no tendría que aguantar las malas caras, los chantajes emocionales, el secuestro vital, las crisis colectivas, el silencio desesperante, las sonrisas crispantes y crispadas. Aunque me llegaran sus ecos cada día, ya no estarían aquí, susurrándome al oído, impidiéndome cualquier serenidad: espiritual, mental o corporal.

Lo que jamás imaginé es que, a pesar de mis ansias, a pesar de mi confianza en que irme de casa me catapultaría a una existencia mejor, a pesar, incluso, de que así haya sido, o que así vaya a ser a medio plazo al menos; pudiera sentir una añoranza tan grande de esa otra vida de la que, en principio, deseaba escapar. Las paredes que un día me cobijaron, y que después se convirtieron en una cárcel, volvían a arroparme con el mismo calor, transmitiéndome la misma sensación de seguridad. Mi nueva vida se me hacía fría, extraña, desconocida, y por momentos, tuve la amarga experiencia de exclamar lo que juré que nunca llegaría a exclamar: “¡Yo me quiero ir con mi mamá!”.

En segundo lugar, estas semanas las he dedicado también a independizarme, que no es lo mismo que irme de casa, ya que independizarme era algo que quería hacer desde hace años por el contenido positivo que tiene de por sí: libertad, autonomía, capacidad de decisión sobre los detalles más nimios, autogestión del tiempo, del espacio, de las labores diarias, del ocio, de los amigos, de las llamadas de teléfono, de las horas y las páginas de conexión a internet.

Lo que jamás imaginé, nuevamente, es que, a pesar de mis delirios libertarios, de mis promesas de autorrealización personal, de mis proyectos de vida plena, creativa, tranquila, variada; la realidad de la independencia sea una nueva esclavitud. No a tus padres, ni a la casa de tus padres, sino a ti misma y a tu propio hogar. Así, durante estos días he comprobado, amargamente, cómo el tiempo se me escurría entre los dedos, ocupados sólo en peregrinar al trabajo, hacer la compra, cocinar, limpiar, y como un gran regalo al final de la jornada, dormir.

Entre una cosa y otra, he tenido tiempo y cabeza suficientes para iniciar una vida en común con mi novia. Que no es lo mismo que irme de casa o independizarme, ya que lo he hecho por diferentes motivos y me aporta cosas diferentes también. Me hubiera ido de casa e independizado igual, probablemente, si ella no existiera; pero como existe, y como ambas queríamos dar un paso más en nuestra relación y embarcarnos en esta fascinante aventura, ahora vivimos juntas, nos hemos ido de casa y somos independientes las dos.

Lo que jamás imaginé, a este respecto, y a pesar de mi absoluta certeza de que compartir cama, baño, despacho y sofá con otra persona terminaría haciéndome estallar del agobio y la tensión; es que la convivencia con mi novia pudiera resultar tan sencilla y agradable. Por supuesto que el estrés diario hace que, en ocasiones, sintamos la necesidad casi inevitable de ahorcarnos mutuamente; pero, en general, somos increíblemente capaces de respirar hondo, contar hasta diez, pasearnos por la habitación contigua si es necesario, permanecer en silencio un tiempo prudencial, y después, correr a abrazarnos apasionadamente recordándonos, a pesar de todo lo horrible, lo mucho que nos amamos todavía. Algo que me sorprende y me enorgullece al mismo tiempo, y que espero que dure siempre, o al menos, que dure mientras nos dure el amor.

Si bien la intensidad de mis relaciones íntimas con la vida apenas me ha dejado espacio para nada más, la creatividad, amante insatisfecha aunque fiel, ha estado mandándome lánguidos mensajes para que le dedicara su bien merecida atención. De vez en cuando, entre sartén y bayeta, entre el metro y el autobús, me permitía arrobarme pensando en nuestro mutuo amor. Y desde aquí quiero decirle que sí, que quiero volver a compartirme con ella, que yo también la he echado de menos, y que estoy encantada de que, a pesar de mis desplantes, haya seguido esperándome hasta hoy.

Porque todo es muy raro, diferente a como lo calculé, hermoso y terrible al mismo tiempo, y en medio de la vorágine en la que yo sola me he metido, mi alma pide a gritos agarrarse a la tabla de salvación que para ella representa escribir.

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