domingo, 27 de abril de 2008

V de Visibles

Ayer se celebró, por primera vez en España, el Día de la Visibilidad Lésbica. Ni mi novia ni yo nos enteramos a tiempo para asistir a ninguna actividad, así que hicimos lo que podríamos haber hecho cualquier otro sábado.

Por la mañana, nos levantamos a buena hora, desayunamos (ella cereales, yo tostadas) y nos duchamos juntas. Después, fuimos a dar una vuelta por un parque que hay cerca de nuestra casa. Hacía un solecito muy rico; nos dimos besos, abrazos, y caminamos de la mano mirándonos con amor. No todo el rato, es verdad, pero creo que aportamos una cuota decente de visibilidad. Como en el parque pasean muchas parejas jóvenes (todas heterosexuales, por cierto) con sus hijos, nos dedicamos a hacer arrumacos a los bebés ajenos y a planear nuestra todavía hipotética maternidad.

Después llegamos a casa y yo, presa de la insolación, me quedé dormida antes de comer. Cuando me desperté, preparamos unas tortillas de maíz con lechuga, tomate, jamón y queso, que nos zampamos con un placer indescriptible, y luego nos sentamos a ver la tele en el sofá. Presa de quién sabe qué esta vez, me volví a quedar dormida hasta que mi novia me despertó porque se marchaba a un curso que tiene dos sábados de cada mes. Yo me quedé en casa recortando noticias de un montón de periódicos, especialmente las relacionadas con la homosexualidad, que mi novia y yo vamos guardando en una carpeta.

A media tarde me arreglé para ir a buscarla. Habíamos quedado en Chueca; yo llegaba demasiado pronto y me mordía los labios pensando en la manera de hacer tiempo, ya que no me había llevado ninguno libro para leer en el metro porque ando enganchada con uno que no es nada fácil de transportar (por su tamaño). Sin embargo, cuando ya terminaba de subir las escaleras, ella me salió al paso: ¡había salido un poco antes y ya estaba allí, esperándome! Nos fundimos en un beso, nos reímos alegremente, y después ella me señaló una mesa en la que estaban recogiendo firmas en contra de la pena de muerte que se practica a los homosexuales en Irán. Charlamos un rato con el chico que las recogía, y yo firmé un poco más abajo de donde había firmado mi novia diez minutos antes.

Después nos dimos nuestro paseo clásico por Chueca, que consiste, básicamente, en dar vueltas concéntricas alrededor de la plaza. También visitamos Berkana, la librería de temática que hay en la calle Hortaleza, y estuvimos echándole un vistazo a las novedades. Mi novia se ha interesado recientemente por la teoría queer, a través de una filósofa llamada Beatriz Preciado, y yo le animé a comprar un libro sobre el tema; para variar, ella me miró con cara de pena y yo adiviné sus intenciones: quería que yo me lo leyera y luego se lo contara. “¡Pero es que a mí no me apetece nada ahora mismo leer sobre eso!”. Así que, finalmente, salimos con las manos vacías.

Luego nos fuimos a tomar unas cañas en una de las terrazas donde ya se puede disfrutar del buen tiempo, y ella me estuvo explicando qué había aprendido en el curso. Desde su silla, se veía toda la plaza de Vázquez de Mella, animada por múltiples razones, y ella se distraía constantemente de la conversación. Yo, que no tenía la misma suerte, me consolaba con mirar hacia una tienda carísima donde nunca entraba nadie y, a mi parecer, las dependientas se aburrían un montón.

Al final de la tarde nos fuimos a cenar a un restaurante que nos gusta bastante, pero descubrimos que habían cambiado la carta y que ahora, además de caro, dejaba mucho que desear. Mientras nos marchábamos, no me resistí a hacer mi comentario heterófobo del día: “¿Te has fijado en que casi todas las parejas del restaurante eran heteros? ¡Venir hasta Chueca para esto!”. En fin.

Durante toda la tarde fuimos visibles, pero al volver a casa en metro dejamos de darnos la mano, besarnos, abrazarnos y mirarnos con amor. ¿Por qué? Además de porque mi novia se encontró a alguien de su trabajo (una organización religiosa donde no le es fácil expresarse tal y como es), porque, al menos a mí, me da un poco de miedo la gente que viaja con nosotras hasta nuestra casa. Tal vez sean prejuicios que deberían hacer que me replantease mi nivel de visibilidad, pero no me siento cómoda evidenciando que soy lesbiana delante de ciertas personas, especialmente hombres. Sinceramente, me siento amenazada en mi integridad.

Cuando llegamos a casa, yo tenía la ilusión de que nos sentásemos un rato en el balcón a disfrutar de la noche pre-veraniega. Sin que me diera cuenta, salió la vecina del balcón de al lado y mi novia se quedó petrificada de la vergüenza. Mientras tanto, yo ponía a parir a los vecinos de enfrente, que habían hecho una barbacoa en la terraza que ahumaba toda la calle. Casi nos recogíamos ya cuando advertí la presencia de la vecina, y le eché la bronca por no haberle dado las buenas noches. “Este barrio es como un pueblo, cielo, tienes que ser educada”. A mi novia no le gusta la idea de que los vecinos sepan que somos pareja; a mí, que para otras cosas soy mucho más parada, me hace ilusión que se enteren.

Y hasta aquí nuestra celebración del Día de la Visibilidad.
Poco militante pero no por ello menos valiente, creo yo.

Encantada.

viernes, 25 de abril de 2008

En paz

Llevo un tiempo deseando comentar dos noticias bastante polémicas sobre las que no me resisto a dar mi opinión: la primera es la del embarazo de Thomas Beatie; la segunda, la de la muerte de Chantal Sébire. Por respeto, pero también por justicia, creo que lo mejor que se puede hacer por estas dos personas es, sencillamente, describir su situación.

Thomas Beatie nació en un cuerpo de mujer a pesar de que, en su interior, siempre supo que era un hombre. Los sentimientos, ideas, pensamientos, contradicciones, miedos que le han acompañado a lo largo de su vida pueden alcanzar tal complejidad que sólo él tiene el derecho de definir qué significa ser transexual. Su ejemplo nos muestra que no hay una sola transexualidad: el proceso que las personas transexuales sufren para disfrutar de un adecuada reasignación de sexo sólo ellos deberían controlarlo, sólo ellos deberían decidir cómo, cuándo, hasta dónde.

Thomas Beatie lo decidió. Decidió mantener su aparato reproductor femenino. ¿Por qué? Porque sí. Porque en esta decisión residía su bienestar. Heterosexual, comprometido con su pareja y con el sueño de formar una familia, descubre que su mujer no puede quedarse embaraza. ¿Por qué? Porque no. Porque hay cosas en la vida que no podemos elegir.

Thomas Beatie se enfrenta a una nueva serie de sentimientos, ideas, pensamientos, contradicciones, miedos, que lo llevan a tomar la decisión de quedarse embarazado. Y ya está. No es un monstruo, un hereje, un delincuente. Es lo que es, sin más.

Chantal Sébire era una persona vital, que disfrutaba de su trabajo y de su familia hasta que una enfermedad terrible destruyó su felicidad. Luchó por sobrevivir, por curarse, durante varios años, pero llegó el día en que no pudo más. Aquello no era vida y necesitaba descansar.

Chantal Sébire tenía la ilusión de hacer una gran fiesta con todos sus seres queridos y después poder marcharse en paz. No pudo ser. Tuvo que morir sola, quién sabe si en medio de terribles dolores, alejada de los suyos y renunciando a su derecho a la dignidad. No pudo elegir sobre su propia vida: otros habían tomado ya la decisión.

Si yo fuera el hijo de Thomas Beatie, si fuera uno de los hijos de Chantal Sébire, me sentiría profundamente orgullosa de mis padres. Admiraría su lucha, el amor que me han tenido, su sentido del derecho, de la justicia, de la dignidad. Aun sin ser su hijo, les agradezco que, con su ejemplo, hayan contribuido renovar la esperanza que en ocasiones perdemos para seguir creyendo en un mundo mejor.

A las personas que les marginan, que les consideran monstruos antinatura, que dicen defender no sé sabe muy bien si la vida o la muerte mientras braman contra su presunto pecado, todo mi desprecio y una sola frase: déjennos en paz. Cumplan ustedes con sus ideas, que nosotros, si nos dejan, lo haremos con las nuestras. Y guárdense de seguir cometiendo el peor de los pecados: hacer infeliz al resto de la humanidad.

Encantada.

jueves, 24 de abril de 2008

Sor Juana (II)

Uno de los escritos de Sor Juana que he leído con más interés es el que se conoce como Respuesta a Sor Filotea, pseudónimo tras el que se oculta el entonces obispo de Puebla, Fernández de Santa Cruz. Este ensayo viene motivado por la publicación de otro de sus textos, la Carta Athenagórica, una refutación al sermón del padre Vieyra, importante líder jesuita, en el que se discute cuál fue la mayor muestra de amor de Cristo a la humanidad. Sor Juana fue traicionada por el obispo de Puebla, el cual, a pesar de considerarse su amigo, hizo pública la Carta sin su consentimiento, con el fin de criticar a través de ella a uno de sus rivales, despreciando el daño irreparable que la escritora recibiría con ello. En medio de unas intrigas que, por lo demás, deberían haberle resultado ajenas, Sor Juana trata de defenderse de toda clase de acusaciones escribiendo su Respuesta.

Personalmente, me sentí atraída desde el primer momento por las notas biográficas que Sor Juana desliza entre la gran cantidad de citas de autoridades que pueblan su ensayo. Quizá porque me siento plenamente identificada, destacaría aquellas en que explica el gran amor que siempre sintió hacia el estudio, presentándolo como una tendencia irresistible y un don que recibió a muy su pesar:

Desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas reprensiones (que he tenido muchas), ni propias reflejas (que he hecho no pocas), han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí: Su Majestad sabe por qué y para qué; y sabe que le he pedido que apague la luz de mi entendimiento dejando sólo lo que baste para guardar su Ley, pues lo demás sobra, según algunos, en una mujer; y aun hay quien diga que daña.

La poderosa inteligencia de Sor Juana se muestra de manera incuestionable en una de las anécdotas que refiere sobre su infancia:

No había cumplido los tres años de mi edad cuando enviando mi madre a una hermana mía, mayor que yo, a que se enseñase a leer en una de las que llaman Amigas, me llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo que la daban lección, me encendí yo de manera en el deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, la dije que mi madre ordenaba me diese lección. Ella no lo creyó, porque no era creíble; pero, por complacer al donaire, me la dio. Proseguí yo en ir y ella prosiguió en enseñarme, ya no de burlas, porque la desengañó la experiencia; y supe leer en tan breve tiempo, que ya sabía cuando lo supo mi madre, a quien la maestra lo ocultó por darle el gusto por entero y recibir el galardón por junto; y yo lo callé, creyendo que me azotarían por haberlo hecho sin orden.

La niña que fue Sor Juana ya percibe el estudio como algo prohibido; sin embargo, se esfuerza por aprender, aplicándose ella misma llamativas sanciones:

Acuérdome que en estos tiempos, siendo mi golosina la que es ordinaria en aquella edad, me abstenía de comer queso, porque oí decir que hacía rudos, y podía conmigo más el deseo de saber que el de comer, siendo éste tan poderoso en los niños.

Empecé a deprender gramática, en que creo no llegaron a veinte las lecciones que tomé; y era tan intenso mi cuidado, que siendo así que en las mujeres (y más en tan florida juventud) es tan apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba de él cuatro o seis dedos, midiendo hasta dónde llegaba antes, e imponiéndome ley de que si cuando volviese a crecer hasta allí no sabía tal o tal cosa que me había propuesto deprender en tanto que crecía, me lo había de volver a cortar en pena de la rudeza. Sucedía así que él crecía y yo no sabía lo propuesto, porque el pelo crecía aprisa y yo aprendía despacio, y con efecto le cortaba en pena de la rudeza: que no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias, que era más apetecible adorno.

Sor Juana entiende también, desde muy pronto, que el estudio es algo que está vedado a las mujeres. Por eso intenta llevar a cabo lo que muchas consiguieron en la época: hacerse pasar por hombre y así lograr asistir a la Universidad. Sin embargo, su madre se niega a concedérselo:

Teniendo yo después como seis o siete años, y sabiendo ya leer y escribir, con todas las otras habilidades de labores y costuras que deprenden las mujeres, oí decir que había Universidad y Escuelas en que se estudiaban las ciencias, en Méjico; y apenas lo oí cuando empecé a matar a mi madre con instantes e importunos ruegos sobre que, mudándome el traje, me enviase a Méjico, en casa de unos deudos que tenía, para estudiar y cursar la Universidad.

Aun habiendo renunciado a su sueño universitario, la altura intelectual se Sor Juana fue admirada desde el primer momento por las personas que la rodeaban:

Pero yo despiqué el deseo en leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo; de manera que cuando vine a Méjico, se admiraban, no tanto del ingenio, cuanto de la memoria y noticias que tenía en edad que parecía que apenas había tenido tiempo para aprender a hablar.

Las presiones que, desde muy joven, tuvo que soportar por el mero hecho de sentirse atraída hacia el estudio, la llevaron a ordenarse monja; a pesar de lo cual siguió sintiendo la llamada de ese presunto pecado que era su inteligencia. Además de este motivo, ella misma explica que no encontró otra salida decente para su vida, ya que sentía una natural animadversión hacia el matrimonio que la animaba a vivir sola, lo cual hubiera sido un escándalo para una mujer de su época y condición:

He intentado sepultar con mi nombre mi entendimiento, y sacrificársele sólo a quien me le dio; y que no otro motivo me entró en religión, no obstante que al desembarazo y quietud que pedía mi estudiosa intención eran repugnantes los ejercicios y compañía de una comunidad.

Entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a cuyo primer respeto (como al fin más importante) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio, que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros. Esto me hizo vacilar algo en la determinación, hasta que alumbrándome personas doctas de que era tentación, la vencí con el favor divino, y tomé el estado que tan indignamente tengo. Pensé yo que huía de mí misma, pero ¡miserable de mí! trájeme a mí conmigo y traje mi mayor enemigo en esta inclinación, que no sé determinar si por prenda o castigo me dio el Cielo, pues de apagarse o embarazarse con tanto ejercicio que la religión tiene, reventaba como pólvora.

Pero todo ha sido acercarme más al fuego de la persecución, al crisol del tormento; y ha sido con tal extremo que han llegado a solicitar que se me prohíba el estudio. Una vez lo consiguió una prelada muy santa y muy cándida que creyó que el estudio era cosa de Inquisición y me mandó que no estudiase. Yo la obedecí (unos tres meses que duró el poder ella mandar) en cuanto a no tomar libro, que en cuanto a no estudiar absolutamente, como no cae debajo de mi potestad, no lo pude hacer, porque aunque no estudiaba en los libros, estudiaba en todas las cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esta máquina universal. Nada veía sin refleja; nada oía sin consideración, aun en las cosas más menudas y materiales; porque como no hay criatura, por baja que sea, en que no se conozca el
me fecit Deus, no hay alguna que no pasme el entendimiento, si se considera como se debe.

Este modo de reparos en todo me sucedía y sucede siempre, sin tener yo arbitrio en ello, que antes me suelo enfadar porque me cansa la cabeza; y yo creía que a todos sucedía esto mismo y el hacer versos, hasta que la experiencia me ha mostrado lo contrario.

Esto es tan continuo en mí, que no necesito de libros; y en una ocasión que, por un grave accidente de estómago, me prohibieron los médicos el estudio, pasé así algunos días, y luego les propuse que era menos dañoso el concedérmelos, porque eran tan fuertes y vehementes mis cogitaciones, que consumían más espíritus en un cuarto de hora que el estudio de los libros en cuatro días; y así se redujeron a concederme que leyese.

No deja de sorprenderme que el simple hecho de ser una persona curiosa, reflexiva, y (creo que nunca lo subrayaré suficiente) de una inteligencia extraordinaria, llegase a ser sospechoso de herejía sólo por encarnarse en una mujer. En cualquier caso, no me parece adecuado interpretar a Sor Juana como una joven ilusa y asustada que realmente creía estar pecando por emplear sus dones en el estudio; muy al contrario, es necesario tener en cuenta que se encontraba en medio de unas intrigas que terminarían hundiéndola tanto personal como artísticamente, de ahí que trate de excusarse por el excelso uso que hacia de sus virtudes, las cuales, no obstante, habrían debido llenarla de justo orgullo.

[Continuará…]

domingo, 20 de abril de 2008

Herencia matrilineal (II)

Uno de los recuerdos más curiosos que guardo de mi abuela materna es su imagen saliendo a recibirnos en bata un domingo cualquiera. No, no era la bata, o la ropa de estar en casa, o las zapatillas, lo que llamaban mi atención infantil; era el par de trapos del polvo, perfectamente doblados, que se colocaba bajo las suelas de los zapatos, y sobre los que se patinaba cada habitación, con la meta combinada de no ensuciar lo recién limpiado, y de paso, abrillantar.

Mi padre siempre cuenta orgulloso cómo sentó las bases de la relación con su suegra el día que ella le ofreció colocarse los trapos del polvo bajo los zapatos y él se negó. Yo, sin embargo, siempre añoré que mi abuela me invitase a patinar con ella, porque me parecía de lo más divertido recorrer la casa montada sobre bayetas, y como elemento insuperable de placer, hacerlo de su mano.

Comparada con mi abuela, mi madre siempre fue el colmo de la modernidad. Cambió los trapos del polvo por una mopa, dejó de limpiar el suelo de rodillas y se pasó a la fregona con palo, y por supuesto, nunca osó involucrar a mi padre en determinadas tareas. Sin embargo, no en vano fue mi abuela la que le enseñó los secretos de su profesión, de manera que mis recuerdos infantiles sobre los domingos familiares empiezan de manera invariable con mi madre abriendo las ventanas de par en par, pasando la aspiradora tan rápida como eficazmente por todas las habitaciones, y condenándonos a mi hermano y a mí a morirnos de frío refugiados en el último rincón.

Por mi parte, desde muy pequeña renegué de la herencia que mi madre y mi abuela me brindaban. Siempre consideré que ambas estaban obsesionadas con la limpieza, que malgastaban su tiempo en una actividad demasiado femenina, demasiado tradicional. Siempre creí que el empeño que volcaban en abrillantar cada superficie de la casa podía ser más útil en otro campo, que su energía se perdía inútilmente entre escobas y trapos, que no sabían dirigirla bien, que tiraban sus domingos y gran parte de su vida por la misma ventana por la sacudían el mantel.

Alcancé a entender algo de todo aquello cuando mi reloj biológico empezó a marcar la hora de la independencia. De pronto, algo en mí decidió sin consultarme que mantener limpia y ordenada mi habitación era una prioridad. Que cambiar las sábanas cada semana, pasar la aspiradora, quitar el polvo, constituían un rito de suma importancia para mi equilibrio interior. Y así, comprendí que debía irme de casa el día que me sorprendí a mí misma deslizando un dedo acusador por una de las estanterías del salón.

Sin embargo, la importancia que otorgamos a la limpieza no es sólo es una muestra de autonomía personal, los actos de ordenar y colocar no apuntan sólo a la expresión de nuestra individualidad, sino que también, incluso por encima de todo ello, significan control. Tanto mi madre como mi abuela fueron mujeres que, como muchas otras, vieron frustradas en muchos campos sus ansias de realización vital. Ninguna obtenía de la vida lo que deseaba, pero al menos su casa estaba limpia, ordenada, y siempre recibían los halagos y felicitaciones de las visitas.

Entendí esto un día que llegué a mi propia casa cansada, deprimida, asustada, enfadada, frustrada, y agarré frenéticamente la aspiradora mientras me colgaba el trapo del polvo en el hombro. Mi madre seguía sin aceptarme, pero al menos las bolas de polvo ya no campaban a sus anchas por el salón; de mi familia sólo me llegaban problemas, pero las estanterías estaban limpias y los libros perfectamente alineados; el mundo parecía estar en mi contra, mi vida era un completo caos, pero en mi casa, en mi refugio, se respiraba equilibrio, paz y tranquilidad.

Hoy creo que la limpieza, esa actividad tan íntima, tan casera, tan injustamente femenina, puede ser un rito importante de renovación, un ejercicio imprescindible de equilibrio, una fuente siempre disponible de paz. Si no sintiésemos frustraciones, si no necesitásemos desahogarnos, quizá podría seguir interpretándola como lo hacía en mi infancia, cuando sólo la consideraba una injusta esclavitud. Pero hoy entiendo muchas más cosas de la vida, entiendo mucho más sobre las mujeres que me rodean, y sé que, dentro de unos límites que debemos superar, cercadas por las barreras que aspiramos a romper, hemos sabido encontrar esos espacios de control, de realización, de armonía con un ambiente permanentemente hostil. De esa habilidad extraigo la enseñanza, sin olvidar que se ha encarnado nada casualmente en el acto concreto de agarrar una bayeta y frotar.

Aunque cuestionable e incluso desesperada, hoy estoy encantada de haber aceptado esta parte de mi herencia matrilineal.

domingo, 30 de marzo de 2008

Con faldas y a lo loco

Hace pocos días escuché la noticia de que varias enfermeras de un hospital de Cádiz habían visto su sueldo reducido 30 euros porque se negaban a llevar una falda como parte de su uniforme. Según explicaba, de manera impecable, una de las implicadas, la falda les dificultaba los movimientos, especialmente cuando tenían que agacharse; para ellas, el hecho de llevar pantalón no sólo no repercutía en su trabajo diario, sino que se lo facilitaba. Así, ellas mismas comentaban que no acudían cada día a su puesto para lucir palmito o formar parte del decorado, sino para llevar a cabo una serie de tareas para las cuales necesitaban un uniforme adecuado. Lo mejor de la historia es que los representantes del hospital se llevaban las manos a la cabeza porque no entendían dónde estaba la discriminación, ya que obligar a una mujer a llevar falda les parecía de lo más natural (y penalizarla económicamente por no hacerlo también, supongo). A modo de colofón, nos enteramos por las noticias que el susodicho hospital es concertado, de manera que los sueldos de sus empleados (entre ellos, las enfermeras) se pagan con los impuestos de todos los españoles... y de todas las españolas.

Como guión de una película truculenta de los años veinte sólo podría decir… ¡chapeau! Como realidad actual, creo que esta noticia se comenta sola; mi único interés, por tanto era reseñarla. Reseñarla y ponerla de triste ejemplo para todos aquellos (¡y aquellas!) que opinan que las feministas somos unas trasnochadas nostálgicas del movimiento sufragista y eternamente enamoradas de Simone de Beauvoir (por decir algo bonito, que no es lo que suelen comentar, precisamente). Por desgracia, por infinita, espeluznante y sobrecogedora desgracia, queda DEMASIADO por hacer.

Y yo estoy encantada de colaborar.

viernes, 21 de marzo de 2008

Santa Semana

Muchas de las costumbres y tradiciones españolas me ruborizan, me violentan y me provocan un rechazo profundo. No son todas, pero algunas, como las procesiones de Semana Santa, me renuevan estos sentimientos cada año. Lo peor es que encima andamos exportándolas por medio mundo.

Creo que respeto las creencias religiosas de cada cual, sobre todo cuando las personas que tienen estas creencias respetan las mías. También creo que entiendo la importancia que tienen los ritos para la vida en comunidad, como muchas personas que ni siquiera creen o ni siquiera practican se involucran en ellos con fervor, porque son propios de su pueblo, de su gente, de su infancia, de su familia. Celebran la comunidad y estrechan lazos con las personas a las que quieren de esta manera, lo cual me parece muy bien; al fin y al cabo, yo también tengo mis propios ritos.

Lo que no me convence es el regusto medieval, barroco, de la celebración de la muerte. No siempre me provocan rechazo las fiestas que tienen relación con la muerte; de hecho, me parece muy sano integrarla en nuestras vidas, a través de celebraciones o de lo que sea, aprender a convivir con ella, perderle el miedo, o incluso, en ciertas ocasiones, perderle el respeto, no olvidarla, en cualquier caso, saber que está ahí. Acordarnos de la muerte para dar sentido y valorar la vida.

Pero no creo que las procesiones de Semana Santa busquen la salud mental de nadie a través de ese digno propósito. Lo que yo creo que buscan es todo lo contrario: presentarnos la muerte de Cristo como un acto cruel, del que todos somos culpables, como un nuevo pecado original y no la salvación de todos los pecados, como un dolor que necesariamente debemos revivir en nuestros propios cuerpos para ser mínimamente merecedores de que ese señor nos brindara su asesinato.

Y no deja de resultarme curioso, teniendo en cuenta que, desde el punto de vista mítico, científico, literario, la muerte y resurrección de Cristo es una muestra más de los mitos, ritos y celebraciones propios de la manera en que las sociedades agrarias daban la bienvenida a la primavera. No en vano se celebra coincidiendo más o menos con el equinocio: Cristo es el árbol despojado de sus hojas cuyos brotes vuelven a surgir, la semilla que espera todo el invierno para germinar, Cristo son las flores, los animales que despiertan, el deshielo de las cumbres. Es el que murió y volvió a la vida para que se respetase el ciclo de muerte y resurrección; de hecho, Cristo, en ese único y concreto aspecto de biografía, es un representante mítico más de este acontecimiento natural.

Es por eso que tanto me molesta la manera en que se celebra, el punto en el que se incide. Porque creo que lo importante es que Cristo resucitó, o al menos creo que eso sería lo importante para mí si yo fuera creyente; así que no entiendo porque aprovechamos esta efeméride para asustar, meter miedo y sentir culpa en vez de celebrar la vida y la absolución.

Sin embargo, todo sería medianamente soportable si se quedara simplemente ahí. Lo que sí ya creo que está fuera de lugar, lo que nos devuelve a ese país oscuro y pintoresco que buscaban los turistas de los años 60, es el momento en que la gente decide emular el sufrimiento de Cristo y empieza a flagelarse, caminar descalza e incluso se llega a crucificar. Es curioso, porque en su intento de despreciar la carne, de lograr sublimar su espíritu a través del dolor, se acercan bastante a aquellos que dicen buscar el placer absoluto forzando su cuerpo hasta convertir ese mismo placer en algo que apenas se le parece.

¿Y por qué estas cosas me preocupan a mí, que no me involucro en ellas, que no tengo la necesidad de hacerlo, que puedo ignorarlas y de hecho las ignoro, que no me atañen, no me rozan, que permanecen fuera de mi vida siempre que no caiga en la tentación de poner el telediario? Pues porque a mí me importa que la gente sufra en vez de disfrutar de la vida, me duele que elijan el dolor en vez de la salud, mental o corporal, me molesta que existan creencias que empujen a las personas en contra de su instinto natural de supervivencia, me parece que la autolexión es siempre una cuestión de salud pública, y no unas veces sí y otras no.

Porque cuando elijo la felicidad, cuando defiendo la alegría, elijo y defiendo la felicidad y la alegría de todos y cada uno, no sólo de los que son como yo. A pesar de que muchas de esas personas que se flagelan, que lloran y se estremecen con las trompetas y los tambores, que deciden reeditar la barbarie romana de la crucifixión, desearían el mismo castigo que sufrió Cristo para mí.

Porque si Dios es amor no entiendo que nadie haga eso, y porque yo no creo en Dios pero creo en el amor, la compasión, la ternura, el perdón y la salud.

Encantada.

jueves, 20 de marzo de 2008

¿Preparadas para gobernar?

A veces se argumenta que la menstruación obstaculiza la capacidad de las mujeres de tomar decisiones racionales bajo estrés y, por tanto, que la exclusión de las mujeres de las posiciones de liderazgo en la industria, el gobierno o el ejército continúa basándose en un ajuste realista a los hechos biológicos.

Sin embargo, el liderazgo más alto del establishment militar, industrial y educativo estadounidense y de grupos equivalentes en otras grandes potencias contemporáneas está integrado por hombres que cronológicamente han pasado la flor de su vigor físico. Muchos de estos líderes sufren una tensión arterial alta, enfermedades de los dientes y las encías, digestión difícil, vista defectuosa, pérdida de audición, dolores de espalda, encorvamientos y otros síndromes clínicos asociados a una edad avanzada. Estos desórdenes, al igual que la menstruación, también producen con frecuencia un estrés psicológico.

Ciertamente, las mujeres sanas premenopáusicas gozan de una ventaja biológica sobre el típico “estadista varón anciano”. Las mujeres de más edad, postmenopáusicas, suelen gozar de una mejor salud que los hombres y tienden a ser más longevas que estos en sociedades industriales.

Marvin Harris, Antropología cultural.

¡Encantada!

martes, 18 de marzo de 2008

Juno

La otra tarde mi novia y yo estuvimos viendo la peli de “Juno”. Y he de decir que, pasados los primeros veinte minutos, la peli tiene algo; pero también tengo que advertir que pasar de esos veinte minutos requiere un extra de fuerza de voluntad. Por lo demás, tampoco esperaba demasiado, porque cuando una peli americana se publicita como “algo distinto”, suele terminar siendo un punto menos triste que la media de las películas de Hollywood. En cualquier caso, yo no soy ninguna experta en cine; además, “Juno” tuvo algo que me gustó: la imagen de la familia que transmite.

Juno es una chica problemática y “diferente” (aunque esa diferencia es poco creíble; o al menos, yo no me la creí), que vive con su padre y su madrastra. Aquí hay un primer punto interesante: el padre, un tanto marcial, muestra sin embargo un afecto firme y sincero hacia su hija, un afecto menos pegajoso que el de muchas pelis (y el de muchos padres), pero bastante más fiable. Por su parte, la madrastra es la mejor madre que cualquiera pueda imaginar, un tanto excéntrica, pero muy atenta con su hijastra y con el padre de esta. En fin, una familia reconstituida diferente, pero sobre todo, y por encima de todo, muy feliz.

El momento en el que Juno les sienta en el salón para explicarles que se ha quedado embarazada con sólo dieciséis años es uno de los momentos estelares de la peli. La reacción de sus padres fue como una luz al final del túnel: lo que muchas querríamos que nuestros padres hubiesen hecho en el momento de comunicarles que algo no va como esperábamos.

Su fase de negación apenas duró unos instantes, de manera que podríamos llamarla simplemente fase de “estupefacción”. Se esperaban muchas cosas (lo cual ya es un punto a su favor), pero no creían que su hija mantuviese relaciones sexuales (en su defensa diré que había sido sólo una vez). La fase de culpabilización tampoco fue muy larga. Cuando Juno se fue, el padre le preguntó a su mujer si creía que había hecho algo mal. “No”, dijo ella, y poco más. No hubo ira, no hubo depresión, no hubo negociación… Sé que sólo es una peli, pero me gustó la rapidez con que esos padres se pusieron manos a la obra para ayudar a su hija. Porque eso era lo que más importaba en aquellos momentos, aunque muchos padres se olviden de ello a menudo. Su hija seguía siendo su hija, a pesar de lo que había ocurrido y de lo que iba a ocurrir después.

Sin dramas, sin decepciones profundas, sin “jamás hubiera esperado esto de ti”, sin “tú ya no eres mi hija”, sin “no sabes lo que estás haciendo, ¡inmadura!”… en fin. A cambio, los padres de Juno mostraron un amor incondicional hacia ella, la acompañaron donde la tuvieron que acompañar, cuidaron su dieta, le ayudaron con el papeleo, se emocionaron, se enfadaron como se enfadaban antes de que todo ocurriera... Lo importante era su hija, no lo que a “ellos” les estaba pasando, no lo que de “ellos” iban a pensar los vecinos. Ella era su hija, la querían antes y la quisieron después.

Otro momento de la película que me gustó bastante tiene que ver con la familia que Juno elige como futura familia de adopción de su bebé. La verdad es que el sistema americano, que permite a la madre biológica dar a su hijo en adopción a una familia concreta, no simplemente entregarlo a las instituciones, me llama mucho la atención. Aquí las adopciones son anónimas, o al menos eso creo, y aunque el sistema americano me da pudor, pienso que puede ser una opción interesante.

El caso es que Juno elige a la pareja perfecta, con la casa perfecta, el cuerpo perfecto, el trabajo perfecto… Todo lo contrario a ella, o todo lo contrario a lo que ella y su familia se supone que son. Sin embargo, hacia el final de la película, la perfección les falla: el matrimonio se rompe porque el hombre decide que no está preparado para tener hijos, y Juno se echa atrás en la adopción porque ya no son la familia que esperaba para su bebé.

Pero en el último momento todo cambia. Juno valora que la mujer, aunque separada ahora, aunque madre soltera, era la mejor madre que podía encontrar. Una joven que tenía toda la ilusión y ninguna suerte con su propio cuerpo, que se había preparado para adoptar, que había leído mil libros, que había decorado la habitación del bebé con sumo cuidado, y que, en fin, era un encanto con los pequeñuelos y siempre supo que quería ser mamá.

Esta parte también me gustó porque muestra que lo importante para formar una familia es el amor, la voluntad, la ilusión, el compromiso. No importa que no haya un padre y una madre, importa que la persona o personas que vayan a cuidar de esos niños les quieran y deseen de verdad. Y no todas las mujeres que se quedan embarazadas, como la propia Juno, por ejemplo, desean a su bebé.

El final también me gustó, cuando Juno da a luz y explica que no quiso ver al bebé porque nunca fue su bebé. Ella lo llevó dentro durante nueve meses, pero su verdadera madre siempre fue su madre de adopción, la que lo deseó y lo quiso casi desde el principio, la que lo esperó y la que lo cuidaría desde entonces. Esta parte me gusta porque creo que ese sentimiento puede existir, el sentimiento del “no-sentimiento”, del no-vínculo hacia una personita, a pesar de que haya estado en tu interior, a pesar de que hayas sido tú la que lo ha dado a luz. Porque la biología no lo da todo, porque los lazos biológicos no siempre son los más fuertes, ni los más sagrados.

Resumiendo, toda una oda a las nuevas familias y al amor de verdad, el de la comprensión y el cariño incondicional, no el de la imposición ni las normas imposibles de cumplir.

Encantada de que todas las familias fuesen así.

viernes, 14 de marzo de 2008

Resiste, Madrid

El sábado pasado, mi novia y yo fuimos a celebrar el Día de la Mujer Trabajadora a la Casa de Campo, el “pulmón” de Madrid por excelencia. Hubiésemos preferido acudir a una manifestación, pero como la fecha coincidía con la jornada de reflexión antes de las elecciones, y el Día de la Mujer es el momento idóneo para realizar múltiples reivindicaciones políticas, las manifestaciones fueron prohibidas y nosotras nos tuvimos que contentar con comer a la sombra de los pinos.

Y eso es de lo que yo quería hablar: de los pinos tan hermosos y tan desconocidos que tiene Madrid, del encanto que bulle por todas partes en este paraje natural, que la gente dirá que no parece Madrid, y no lo parecerá, pero lo es, y eso es lo importante.

La noche electoral me sentí muy molesta con todos los comentarios que se hicieron sobre mi ciudad. A medida que avanzaba el escrutinio de los votos, los progresistas bajaban a favor de los conservadores, y todos los comentaristas exclamaban: “¡Esos son los votos de Madrid!”.

Y sí, es verdad, eran los votos de Madrid porque los votos de Madrid siempre se suman al final, porque nuestras mesas electorales son más numerosas que las del resto de España y tardan más en hacer el recuento; y sí, es verdad, la mayoría de los madrileños votó a los conservadores. Pero sólo la mayoría, y una mayoría no tan amplia como parecen querer ver algunos.

En Madrid vive gente muy diferente, como en cualquier gran ciudad. No todos los madrileños votamos a los conservadores, no todos los que les votan lo hacen por las razones que a los políticos les gustaría, y además, en Madrid hay mucha gente que vota progresista, y mucha gente (y por eso nos gobiernan los conservadores, a ver si nos vamos enterando) que se abstiene de votar.

En Madrid vive gente muy diferente, y todos somos de Madrid. Gente de todos los lugares de España, y gente de medio mundo, con sus ideas, sus culturas, sus visiones sobre la realidad. No somos homogéneos, aunque todos acabemos siendo madrileños, y por eso me niego a que se hable de nosotros como “ese gran feudo conservador”. No, no y no. Madrid no es así.

Yo he visitado ciudades donde realmente se respiraba el aroma de la España de los años 40. Donde he sentido que estaba totalmente fuera de lugar la idea siquiera de darle la mano a mi novia. Donde he visto mucha más homogeneidad de la que veo aquí, ciudades conservadoras de verdad, donde la mezcolanza madrileña se echaba de menos.

En Madrid se respira libertad. Cuando paseo por el centro, me siento a salvo. Es una sensación sumamente placentera, saberme a salvo, saberme arropada por mi ciudad, por mis conciudadanos, sean de donde sean, sean quienes sean. Y es una libertad que se extiende, que se contagia, y cada vez es más fácil encontrarte con parejas homosexuales en cualquier parque, en cualquier barrio, porque a la mayoría de los madrileños, homosexuales o no, progresistas o no, nos parece bien así.

El otro día leía en una novela de Almudena Grandes, una orgullosa madrileña, que la bandera de Madrid es la resistencia, y que como en la Guerra Civil, los madrileños llevamos grabado en el corazón el “No pasarán”. Completamente de acuerdo con ella, estoy segura de que los madrileños seguiremos construyendo nuestra libertad, ganándonos día a día esta gran ciudad, grande por acogedora, por abierta, por cosmopolita, por heterogénea, grande por ser un faro discreto del futuro, grande por ser un referente escondido entre la letra pequeña. Y que no importará lo que digan de nosotros, no importará si nos quieren utilizar una vez más para fines que no son los nuestros, no importará porque resistiremos, y porque cualquiera que desee comprobar qué es Madrid realmente sólo tiene que visitarnos, que pasear por nuestras calles, que observar a nuestra gente, y verán que no es cierto lo que cuentan de nosotros.

Muchos madrileños no elegimos el voto conservador: lo sufrimos.

Encantada de denunciarlo.

lunes, 10 de marzo de 2008

Gracias

Gracias a todas las personas que, con su voto, han salvaguardado nuestra dignidad.
A todas las personas que han permitido que nuestros derechos no se vean amenazados.
A todas las que han apoyado el futuro de nuestras familias.

Hoy me siento orgullosa y muy agradecida.

Nuestros derechos han ganado las elecciones.

Encantada.

miércoles, 5 de marzo de 2008

viernes, 29 de febrero de 2008

Un año más

Se va febrero, el mes que llega de puntillas y se marcha sigiloso antes de que podamos abrazarlo. Se va febrero, el mes que nos regala una esperanza nueva cada cuatro años. Se va febrero, el mes que me vio nacer, el que cada año me deja el regalo de doce meses más de vida, empaquetados y adornados con un lazo.

Este año febrero también me dejó una carta. Era la primera vez que pasaba mi cumpleaños fuera de casa, la primera vez que celebraba la fiesta que yo elegí y no la que otros me preparaban. Al fin había llegado el momento de la autodeterminación, de la posibilidad de dirigir mi propia barca. Y lo encaré con fuerza, con valentía, pero también con nostalgia.

El derecho y el deber de vivir. El miedo de lanzarse al agua.

Se va febrero, y la brisa de su partida aún me tiembla en el alma.

Encantada.

domingo, 24 de febrero de 2008

Dina

Y salió Dina, la hija que Lía le dio a Jacob, a ver a las mujeres del lugar. (Gén, 34)

Creo que Dina es, en la actualidad, una de las figuras menos conocidas de las que aparecen en la Biblia. Sin embargo, esto no siempre ha sido así; de hecho, durante la Edad Media europea, Dina fue el centro de gran número de predicaciones dirigidas a las mujeres.

La historia de Dina es sencilla: llegó a una nueva ciudad con su familia y decidió salir de su casa para conocer a las mujeres que vivían allí. Esto es todo lo que Dina hizo; sin embargo, dio lugar a poco menos que una guerra. Apenas había cruzado el umbral de su puerta, el hijo del rey se encaprichó de ella, violándola primero y después tratando de hacerla su esposa. Dina sólo había querido conocer a otras mujeres con las que pudiera entablar una relación, nueva como era en aquella tierra. Pero los hombres tenían otros planes, falo incluido: que si no te circuncidas no puedes casarte con mi hija, que si se tienen que circuncidar todos los hombres de tu pueblo, que si cuando te estás recuperando de la circuncisión voy y te abro en canal por haber deshonrado a mi hija, que si Dios me amonesta, que si me cambia el nombre, blablabla. La mujer, nuevamente, es sólo la excusa para liarse a tortas y demostrar quién es el más macho.

En la Edad Media europea, la historia de Dina se les contaba a las mujeres para asustarlas y, de ese modo, impedir que salieran de casa. En la época, y durante siglos, las mujeres apenas salían para ir a la Iglesia, e incluso en ese momento, debían ir siempre escoltadas por un miembro varón de su familia. Así que generaciones enteras de mujeres fueron educadas en el miedo de ser como Dina y provocar una guerra entre hombres por esa estúpida manía de querer ver lo que había fuera de las cuatro paredes donde las encerraban*.

Algunas historiadoras actuales ponen énfasis en la idea de que Dina fue castigada por su curiosidad, y de este modo se sirven de su figura para ejemplificar la separación forzada del conocimiento y de la acción que la mujer ha sufrido a lo largo de la Historia. Sin ánimo de contradecir esta interpretación, sino con el objetivo de ampliarla, yo creo que es importante destacar cómo Dina no pretendía salir de su casa a conocer las calles o los paisajes de su nueva ciudad, sino que ella quería salir a conocer a otras mujeres.

Más allá del conocimiento puro, de la acción milenarista, lo que este pasaje bíblico pretende evitar es el conocimiento mutuo de las mujeres. Dina quería conocer a otras como ella, tener amigas, relaciones, integrarse en la comunidad femenina de su nueva ciudad. Pero las mujeres, en la tradición, pertenecen al ajuar privado de los hombres, no pueden definirse más que a través de ellos, para bien y para mal, y resulta inconcebible no sólo que tengan iniciativa propia, sino que esta se dirija al conocimiento y relación con otra mujer.

Para mí, Dina no sólo es un símbolo para todas las mujeres, un símbolo que nos recuerda la fuerza de nuestras relaciones, de nuestros lazos y nuestra comunidad; para mí Dina es también un símbolo especial para las lesbianas, las mujeres que llevamos más lejos nuestra relación, y un recuerdo de cómo la Historia ha tratado la mera posibilidad de que existiésemos, de que se diese el momento y el lugar para existir.

Creo que la única manera de evitar que esta historia se repita es hacer oídos sordos a sus predicaciones y, sencillamente, salir. Salir a conocer esa hermosa ciudad de las mujeres, sin miedo a guerras que no nos atañen ni a las violaciones que ya no nos mancillan, salir y conocer a las demás, salir a estrechar entre nuestros brazos a otra mujer.

Ser como Dina y no dejarnos avasallar por cómo otros nos digan que debemos ser.

Encantada de participar.


* Las mujeres a las que me refiero en este pasaje son mujeres pertenecientes a la clase nobiliaria y burguesa, por supuesto. Nadie duda de que las mujeres campesinas y obreras estaban obligadas a salir de casa para trabajar de sol a sol, como tampoco se duda de que la vida de estas mujeres y sus pecados no importaban para nada.

sábado, 23 de febrero de 2008

Mi primer amor

Buceando en mi memoria he rescatado a la que creo puede ser mi primer amor. Nunca la catalogué como tal a lo largo de mi infancia, la encerré bajo siete candados durante mi adolescencia, y sólo hace un par de años que, como bengala en medio de la noche, su nombre ha salido a flote en la superficie de mi conciencia.

Elvira.

Elvira era la mejor amiga del colegio de la hija de unos amigos de mis padres. Solamente nos veíamos en los cumpleaños de la niña, una vez al año, por tanto. A mí me encantaba ir a esos cumpleaños porque nos juntábamos muchísimos niños, porque jugábamos durante horas hasta acabar sudando, y porque la casa de los amigos de mis padres tenía muchísimas habitaciones, y a mí me llamaban mucho la atención los recovecos que se formaban en los pasillos.

Pero hubo un año (tendría yo 8 ó 9, quizás menos) en el que Elvira no pudo venir. Yo había buscado su rostro entre el de los otros niños, había esperado encontrármela al final de alguno de los pasillos, tenía la ilusión de que simplemente llegaría más tarde que los demás.

– ¿Y Elvira? –preguntó alguien por mí, y yo se lo agradecí en el alma.
– Elvira no puede venir.

No recuerdo el motivo: tal vez estaba enferma, o de viaje, o tenía otro compromiso más importante. Sólo recuerdo la desolación que invadió mi cuerpecillo infantil y cómo a duras penas logré controlar las ganas de llorar. Entonces supe que, por encima de las horas de juego, por encima del misterio de los pasillos, lo que realmente esperaba de aquellos cumpleaños era ver a Elvira.

Elvira era alta, delgada, tenía el pelo liso y castaño, y su risa mostraba una hilera de dientecillos blancos irresistibles. Además de estas virtudes, tenía un año más que yo, lo cual hacía que mi mirada se arrobase en el abismo que, tan pequeñas, parecía separarnos. No recuerdo nada más de ella, ni aficiones, ni notas del colegio, ni ideas sobre nada, ni siquiera si alguna vez hablábamos, si nos caíamos bien, si jugábamos juntas. Sólo preservo una imagen de Elvira sonriendo, y el vuelco que me dio el corazón, y mi boca medio abierta. Pero sobre todo, recuerdo su ausencia y el vacío que prendió en mi alma.

Encantada.

viernes, 22 de febrero de 2008

Las formas de la infamia

Hace unos días salieron publicados los resultados de un estudio antropométrico llevado a cabo por el Ministerio de Sanidad, en el que midieron el cuerpo de más de diez mil mujeres, entre doce y setenta años, a lo largo y ancho de la geografía española. El propósito del estudio era conocer a la mujer española “real”, pero los resultados nos devolvieron nuevamente al parece ser que inevitable “ideal”: las mujeres españolas debemos tener la forma de un diábolo (no lo dice el estudio, pero se puede deducir y se deduce), aunque muchas desgraciadas nos quedemos en campana, o peor aún, en simple cilindro.

Entiendo el “buenismo” que se encuentra detrás de dicho estudio: las mujeres no entramos en los pantalones que venden en las tiendas, no sólo por nuestra delgadez o gordura presuntamente extremas, sino porque las proporciones no encajan, y en el que te cabe el culo se te pierden las piernas, etc, etc. Entiendo también que, debido a la desventaja tan atroz y enquistada que sufrimos, nos vemos obligadas a avanzar de la mano de una discriminación positiva que a veces nos avergüenza en lo más íntimo. Entiendo, finalmente, que el estudio puede tener repercusiones interesantes a largo plazo, y que las tallas pueden variar, y que los diseñadores pueden repensar, y que la sociedad puede avanzar, ya que por primera vez se estudia la forma del cuerpo de la mujer en sí mismo, y no se deduce a partir de la forma del cuerpo del varón.

Pero lo que por encima de todo entiendo es que las mujeres seguimos siendo las medidas, pesadas y apodadas, las que somos empujadas al escenario desnudas para que otros hagan mofa, critiquen y arrojen hortalizas sobre nuestros cuerpos.

Es sencillo: nadie necesita medir a los hombres de nuestro país para saber que unos son altos y otros son bajos, unos gordos y otros delgados, unos con patas de gallina y otros con tetas de señora. Y porque simplemente se sabe, los pantalones tienen diferentes largos y diferentes anchos, formas flexibles y cinturas que concuerdan, y si te pones tonto, servicio de sastres que te cosen de donde sea para que el pantalón te ajuste por muy deforme que parezcas.

El maltrato que las mujeres sufrimos, ya sea en forma de pantalones imposibles o de estudios vejatorios, es una maltrato estructural. Si necesitan medirnos es porque seguimos siendo ese ser desconocido, imposible de concebir, porque seguimos siendo el otro y porque siguen siendo otros los que nos conciben. Seguimos siendo el objeto, la niña que llora para que papá arregle el mundo, la histérica depresiva que si no triunfa en su tarde de compras se da a la anorexia y pone en peligro la supervivencia de la especie.

La enfermedad, la dependencia, la infelicidad, la frustración, son males producidos por nuestra posición en el mundo, una posición que nos impide gozar de buena salud, de autonomía personal, alcanzar una equilibrada felicidad y sentirnos realizadas.

Y ponernos motes no ayuda.
El estudio, tal vez; pero los motes sobraban.

Encantada.

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