viernes, 23 de mayo de 2008

Las desgracias nunca vienen solas

Para cuando descubrí este cuestionario, ya era demasiado tarde.


Antes de salir del armario con tus padres...


1. ¿Estás segura de que eres lesbiana?

Cuando salí del armario con mis padres, cometí el error de nombrarme bisexual. Aunque había tenido las agallas de considerarme lesbiana en mi interior, esa certeza me duró sólo un par de semanas. ¿Cómo podía ser lesbiana teniendo en cuenta mi pasado heterosexual? ¿Cómo podía ser lesbiana si a la vez que me sentía atraída por la que sería mi novia sentía también “algo parecido” por el amigo de un amigo? Entonces no sabía muchas cosas: no sabía que un abrumador 90% de las mujeres lesbianas han tenido también relaciones con hombres, no sabía que las mujeres homosexuales suelen tomar conciencia de su orientación sexual más tarde que lo hombres, no sabía que haber tenido relaciones con hombres y con mujeres no te convierte automáticamente en bisexual, no sabía que en realidad tenía un pasado homosexual del que apenas recordaba nada…

Ni entonces, ni cada vez que entro en una crisis de identidad, estoy segura de ser lesbiana.

2. ¿Te sientes cómoda con tu orientación sexual?

Cuando salí del armario con mis padres, apenas me había dado tiempo a sentirme cómoda o incómoda con mi orientación sexual. Les había hablado de ello a algunos amigos íntimos y todas las reacciones habían sido razonablemente positivas. Había sido agredida verbalmente algunas veces, junto con mi novia, por integristas homófobos, pero estas agresiones no habían pasado de la anécdota ni me habían provocado nada más allá de una profunda indignación. Cómoda, lo que se dice cómoda, no me sentía, porque ocultaba mi relación en la mayoría de los contextos y a la mayoría de la gente. Pero pensaba que era sólo cuestión de acostumbrarse, y que mis ideas y mi mentalidad abiertas me ayudarían en el proceso.

Aún no podía imaginar, igual que hoy todavía no puedo creerlo, a la clase de exclusión y violencia que habría de enfrentarme. Fue entonces cuando, lejos de sentirme cómoda, llegué a pensarme profundamente enferma a causa de mi orientación sexual.

3. ¿Tienes el apoyo de otros gays o lesbianas?

Cuando salí del armario con mis padres, conocía a algunos gays y lesbianas. Sin embargo, por razones ajenas a nuestra orientación sexual, nos habíamos distanciado hasta el punto de que la única lesbiana con la que efectivamente podía contar, aparte de mí misma, era mi novia. Por aquel entonces, no obstante, mi novia no se consideraba lesbiana.

Pero la necesidad de apoyo llegó pronto. Y por fortuna, lo busqué y lo encontré, aunque el daño ya estuviera hecho.

4. ¿Sabes lo suficiente sobre homosexualidad y lesbianismo?

Rotundamente no. Yo me creía muy lista, porque desde siempre me pareció que la dignidad de las personas homosexuales era algo que estaba fuera de toda discusión. Desde que tuve conciencia de que la homosexualidad existía, había defendido el derecho al matrimonio, la igualdad de las familias, y un sinfín de obviedades que a nadie de mi entorno parecían interesarle tanto como a mí.

Pero una cosa es ir por la vida de gay-friendly y otra enfrentarte a tu propia exclusión, tan real, cruel y dolorosa, que puede enloquecerte hasta tal punto de llegar a no estar segura ni de tu nombre.

5. ¿Es el mejor momento?

Supongo que a esta pregunta nunca podré responder. A mí, desde luego, me pareció el mejor momento. Hacía pocas semanas que habían aprobado la Ley del matrimonio y cada día, en el telediario, se hablaba de homosexualidad. Mis padres dedicaban a la pantalla encendidas muestras de solidaridad y comprensión, declarando que las personas homosexuales eran igual de dignas que las heterosexuales, que merecían los mismos derechos, que los que no pensaran así eran unos fascistas, unos retrógrados, unos ignorantes y unas malas personas. Cuando salí de casa hacia la manifestación del Día del Orgullo, se lo comenté a mi padre y él me felicitó por acudir a la cita: había que demostrarles a esos cabrones que nosotros no éramos como ellos.

Ahora me pregunto a qué cabrones se refería, teniendo en cuenta cómo cambiaron todas sus ideas sólo unas semanas después.

6. ¿Puedes ser paciente?

No sé si podía, pero lo fui. Tuve que serlo. Era paciencia o nada. Y aún la conservo, aunque ya no estoy segura de si se llama paciencia, resignación, ceguera o qué.

7. ¿Por qué ahora?

Porque estaba completamente enamorada. Porque nunca me gustó mentir a mis padres y sí compartir con ellos lo más hermoso de mi intimidad. Porque ellos ya sabían que yo tenía pareja, aunque no se imaginasen quién. Porque era feliz e inconsciente. Porque estaba llena de optimismo. Porque, como les dije, me apetecía compartir con ellos el motivo de mi alegría. Porque no veía nada malo en ello. Porque me parecía natural. Porque me sentía segura de mi relación. Porque pensaba que tenía que ser valiente.

Porque sí. ¿Por qué no?

8. ¿Tienes materiales disponibles?

Antes de salir del armario con mis padres, me informé someramente a través de internet. Encontré algo sobre una fase de negación y otra de culpa, y tal cual se lo solté. Que si una voz interior se lo negaba o se preguntaban si habían hecho algo mal, que no se preocupasen, que hablaríamos y yo les explicaría lo que les tuviera que explicar. Que lo importante era mantener la comunicación, que era normal cierta confusión al principio, pero que yo estaría allí para apoyarles, para guiarles, que tomasen mi mano, que recorriésemos juntos el camino…

No funcionó.

9. ¿Dependes económicamente de tus padres?

He aquí el colofón final. Hasta ese mismo verano en que decidí salir del armario con ellos, había tenido siempre uno o dos trabajos, o como mínimo, una beca. Nunca había ganado dinero suficiente para independizarme, pero sí hubiera tenido bastante para salir de casa en caso de emergencia. Sin embargo, apenas unos meses antes lo dejé todo para dedicarme plenamente a estudiar, para lo cual, obviamente, contaba con el apoyo de mis padres. Necesitaba que me mantuviesen totalmente durante un año entero para poderme presentar a un examen muy importante, pero lo que nunca imaginé es lo caros que me saldrían aquellos meses. Muchas veces quise huir, marcharme, poner tierra de por medio, ganar en dignidad, y sin embargo, no podía morder la mano que me daba de comer. Fue el único año desde que pude trabajar en que no lo hice. Pero por suerte pasó, y no me arrepentí.

No hagan como yo, piénsenlo bien antes de salir.
Una vez que abres la puerta, ya no puedes volver a entrar.
Y hay todo un mundo desconocido allá fuera.

Entre arrepentida y responsable, encantada.

sábado, 17 de mayo de 2008

¡Buenas noticias!

Qué mejor manera de celebrar el Día contra la Homofobia que encontrándose con la noticia de que los gays y las lesbianas ya podemos contraer matrimonio también en California. Es una noticia que me parece particularmente hermosa, no sólo por el hecho mismo de que nuestra dignidad haya vuelto a ser reconocida, sino por la manera en la que ha ocurrido.

Así, San Francisco ha sido durante décadas el epicentro del activismo homosexual, una ciudad en la que existe una verdadera comunidad vital de gays y lesbianas. En 2004, su alcalde, el demócrata Gavin Newsom, comenzó a casar parejas del mismo sexo. Tan sólo pudo hacerlo durante un mes, ya que entonces el Tribunal Supremo ordenó que suspendiera las celebraciones, y a los seis meses declaró ilegales todas las licencias matrimoniales que había expedido. No obstante, tanto el alcalde como varias parejas siguieron peleando por sus derechos. Independientemente de la orientación sexual de Newsom, me parece que su actuación fue muy valiente, ya que comprometió tanto su cargo como su persona a un nivel admirable.

Desde el punto de vista legal, las reivindicaciones se apoyaron en una enmienda a la Constitución estadounidense que asegura que “ningún Estado de EEUU podrá denegar a persona alguna, bajo su jurisdicción, la protección igualitaria de sus derechos”. Pero además, tuvieron en cuenta una sentencia del Tribunal Supremo que data de 1948, en la que se amparaba “el derecho de un ser humano a casarse con quien elija”. Lo hermoso de esta historia es que esta misma frase sirvió entonces para permitir el matrimonio interracial, también largamente prohibido.

Me gusta comprobar que nuestra discriminación va de la mano de otras cuya abolición está más cerca que la de la nuestra, porque resulta esperanzador pensar que seguirá un camino parecido. A la vista de su andadura histórica, no obstante, es necesario armarse de paciencia, ya que, aunque el matrimonio interracial se permite desde hace más tiempo que el homosexual, la realidad es que muchas familias se llevan todavía las manos a la cabeza cuando uno de sus miembros decide casarse con una persona de otra raza, y en muchos contextos es algo que sigue estando muy mal visto. Paciencia pero fuerza: el futuro es nuestro.

Feliz día.

Encantada.

martes, 13 de mayo de 2008

Un año ENCANTADA

Tal día como hoy, hace un año, inauguré Encantada blog.

Para entonces, llevaba ya tres años como bloguera; sin embargo, mi anterior blog agonizaba entre sus propias cenizas: a pesar de que lo empecé con mucha ilusión, de que lo mantuve a base de entradas muy queridas para mí, a pesar de que me había prometido, desde el principio, que no habría reglas, que cualquier cosa que me pasara tendría en él su lugar, el hecho es que desde hacía meses ya no me apetecía escribir.

Y es curioso, porque miles de entradas bullían en mi interior, quería hablar sobre muchísimas cosas, quería gritar al mundo lo que sentía, lo que pensaba, quién estaba descubriendo que era, mis dudas, mis certezas, mis cabreos, mis triunfos… pero en mi anterior blog yo ya no tenía lugar.

Cuando lo empecé, todavía me pensaba hetero. Y no pude encajar mi “transición” con naturalidad. Me era muy difícil explicar por qué de repente ya no sentía como verdad todo lo que había escrito sobre mí. Tampoco estaba segura de hasta qué punto lo era. Es fácil crear una falsa imagen de mujer confusa, pero muy difícil plasmar una genuina y sincera confusión. Y sobre todo, exponerse. Exponerse a que las personas que llevan varios años leyéndote dejen de opinar sobre tus entradas para empezar a opinar sobre ti.

Traté de salvarlo, de volver a empezar, cambiando formatos, fotografías, fondo, color… pero al final lo dejé. La persona que empezó aquel blog ya no se parecía a mí, la notaba ajena y mi nuevo yo necesitaba aire limpio para poder respirar.

Fue una noche de desesperación cuando se me ocurrió el título de “Encantada”. Quería empezar un blog con nueva energía, con una perspectiva positiva sobre mí, sobre mi homosexualidad; la perspectiva que empezaba a tener pero que tanto me costaba expresar. Imaginé el día en que pudiera presentarme ante todo el mundo como lesbiana, el día en que realmente estuviera encantada de haberme conocido, de estarme disfrutando, el día en que pudiera saludar con la mano de mi verdadero yo y decirle a cualquiera que se acercase a conocerme lo encantada que estaba de mostrarme como soy.

Pero ese día aún no había llegado, por eso elegí un burka como avatar. Podría decir muchas cosas, a cambio de no descubrir mi identidad. Ocultaría mi rostro bajo las rejas de tela mientras mi cuerpo desnudo se asomaba al exterior. Y aún así, significaba un respiro, porque en gran parte de mi vida real, sobre todo en la de entonces, el burka me cubría por entero, en forma de una presunción de heterosexualidad que me resistía a negar.

Y así fue como nació este blog.

Después de un año caminando a su lado he dicho muchas de las cosas que necesitaba decir, me he ido construyendo como mujer y he ganado en coherencia vital. Ahora me parece que tal vez no hubiera sido necesario huir, que podría haberme quedado donde siempre estuve porque yo he sido siempre lo que soy. Y sin embargo, entiendo que hoy pienso así sólo porque entonces me atreví a romper.

Y ahora que no necesito marcharme es cuando creo que estoy yendo hacia algún lugar.

Encantada de acompañarme en este viaje.

martes, 6 de mayo de 2008

¿Hacemos bien lo que hacemos bien?


El objetivo principal de los estudios serios sobre familias homoparentales es el de comprobar si los niños se desarrollan igual que en otros tipos de familia; fundamentalmente, igual que en la familia nuclear, la del papá y la mamá. Al parecer, los puntos conflictivos son tres: el desarrollo de la identidad de género, el de su roles correspondientes y la construcción de la orientación sexual. Así, en las investigaciones se pretende verificar si los niños criados por una pareja homosexual diferencian bien entre los conceptos de hombre y mujer, si se comportan de la manera que la sociedad define como adecuada para su sexo, y si desarrollan una orientación heterosexual. Para regocijo de la mayoría, el resultado suele ser afirmativo, lo cual avalaría la idoneidad de las familias homoparentales. Pero yo me pregunto, ¿de verdad hacemos bien eso que dicen que hacemos bien?

En primer lugar, los psicólogos señalan que la distinción entre hombre y mujer es un concepto básico que debe alcanzarse cuanto antes en la infancia. Sin embargo, la única razón por la que este concepto es más importante que la distinción entre la nieve y el aguachirri (determinante para algunas culturas, por cierto) es que nuestras sociedades le dan una importancia suprema. Pero, ¿queremos que se la sigan dando? ¿O preferimos cuestionarnos esas diferencias entre hombres y mujeres? ¿Acaso no sería mucho más sano que relativizásemos qué es ser un hombre y qué es ser una mujer? Sobre todo teniendo en cuenta que, en el concepto infantil de la diferencia de sexo, se mezclan ideas como que ser un hombre es llevar pantalón, tener mucha fuerza, jugar al fútbol y realizar actividades arriesgadas, mientras que ser una mujer es tener el pelo largo, ser pusilánime, hacer la cena y cuidar de todo el mundo. No, los niños no basan las diferencias entre hombre y mujer en los cromosomas o los caracteres sexuales secundarios; y para cuando alcanzan estos conocimientos, los otros, los prototípicos, ya han echado raíces en su inconsciente. Así que, ¿realmente deberíamos sentirnos orgullosos de que los psicólogos nos den una palmadita en la espalda por haber transmitido a nuestros hijos esas ideas, las mismas que tanto nos hicieron sufrir cuando alguien nos dijo que las niñas no jugaban a los coches, que los niños no lloraban sino que pegaban a quien les hiciese daño, que a una niña no le puede gustar otra niña porque las niñas sólo les gustan a los niños…?

El segundo punto tiene que ver con el anterior, pero resulta aún más frustrante. Al fin y al cabo, se podría pensar que la definición de qué es un hombre y qué es una mujer es sólo un concepto, pero es que los estudios sobre familias homoparentales también se alegran de que nuestros hijos distingan entre actividades típicamente femeninas y actividades típicamente masculinas. Y yo me pregunto, ¿cuáles son esas actividades? ¿Cruzarse de piernas? ¿Reírse con la boca tapada? ¿Barrer la casa? ¿Comprar el periódico? ¿Mear de pie? ¿Trabajar en una oficina? ¿Cambiar un pañal? ¿Enseñar en la Universidad? ¿Parir? Sean cuales sean, y con escasas excepciones, ¿acaso no se dirigían nuestras sociedades hacia la eliminación de las diferencias entre hombres y mujeres? ¿No se felicitaban por tener una mujer en un cargo poderoso o porque un hombre decidiese pedir un permiso de paternidad? Entonces, ¿cómo es que esas misma sociedades nos aplauden cuando reproducimos los roles tradicionales, esos con los que llevamos media vida luchando, porque una mujer no hace bricolaje pero a ver quién pone el cuadro en el salón, porque un hombre no puede preparar una papilla pero a ver si no qué cena el bebé…?

Para terminar (y en esto una ya no sabe si cortarse las venas o dejárselas largas), los psicólogos nos dedican una ovación colectiva cuando se comprueba que nuestro niño es heterosexual, ovación a la que muchos padres y madres homosexuales responden con una sonrisa de orgullo por haber sido capaz de criar un niño “normal”. Y sin embargo, ¿no estábamos de acuerdo en que no era culpa de nuestros padres el hecho de que nos gustasen las personas de nuestro mismo sexo, no lo atribuíamos a una casualidad, tal vez genética, que ni la educación familiar ni ninguna terapia podía cambiar? Entonces, ¿por qué deberíamos sentirnos mejor si nuestro hijo o nuestra hija fuese heterosexual, teniendo en cuenta que, de la misma manera, en nada hemos contribuido a ello, y si a nuestros padres no se les podía culpar, a nosotros no se nos puede felicitar? Además, si creemos, como decimos que creemos, que un 10% de la población es homosexual, ¿no será también un 10% de nuestros hijos gays o lesbianas? ¿Y no estarán distribuidos al azar, tal y como lo estamos el resto de homosexuales criados en una familia heteroparental? Todo esto sin mencionar el hecho de que, si para nosotros no es malo ser lesbiana, ser gay, ¿por qué debería serlo para nuestros hijos? ¿No deberíamos sentirnos aliviados de que, en la ruleta de la familia, les haya tocado en suerte una que les criará en libertad, que les respetará, que les apoyará en todo momento, y que, para terminar de bordarlo, hasta les servirá de modelo y refuerzo positivo…?

Entiendo que las familias homoparentales estamos permanentemente en el punto de mira, y que granjearnos el visto bueno de la sociedad es necesario, muchas veces, para nuestra mera supervivencia. Sin embargo, creo que debemos permanecer alerta ante un exceso de complacencia, y revisar constantemente hasta qué punto no reproducimos los mismos modelos, las mismas ideas que nos discriminan y decimos combatir.

Si queremos legarles a nuestros hijos un mundo mejor, empecemos por ofrecerles desde el principio una familia mejor. Porque la felicidad de las familias y de cada uno de sus miembros no radica en que se sepan hombres o mujeres, en que actúen como tales, o en su orientación sexual.

Encantada.

lunes, 5 de mayo de 2008

Resolución

Resolución de ser feliz
por encima de todo, contra todos
y contra mí, de nuevo
− por encima de todo, ser feliz −
vuelvo a tomar esa resolución.

Pero más que el propósito de enmienda
dura el dolor del corazón.

Jaime Gil de Biedma
Poeta y homosexual.

Encantada.

domingo, 4 de mayo de 2008

A la cuarta va la vencida

Este fin de semana, mi novia y yo hemos conseguido el título oficial de tortilleras. He aquí la prueba incontestable:

¡Nuestra primera tortilla de patatas!

El camino hasta lograr tan excelso diploma ha sido arduo, a pesar de los vítores que miles de fans enardecidos nos espetaban por la calle:

− ¡Tortilleras!
− ¡Que no! ¡Que todavía no nos sale!

La primera vez que intentamos hacer una tortilla de patatas aún confiábamos en nuestra esencia más íntima, así que agarramos la sartén con decisión y estrellamos la masa informe de patatas y huevo contra la vitrocerámica.

La segunda vez que intentamos hacer una tortilla de patatas decidimos ser más humildes y utilizar dos platos para darle la vuelta. Sin embargo, no tuvimos en cuenta el pequeño detalle de cuajarla por dentro y tres huevos batidos aterrizaron sobre mi camiseta.

La tercera vez que intentamos hacer una tortilla de patatas los hados se conjuraron en nuestra contra y un plato vino a romperse justo encima de la mezcla de patatas y huevo. Intentamos retirar con cuidado los trozos, pero algunos fueron imposibles de detectar a tiempo. Como nuestro sentido de la economía nos impedía tirar la mezcla, nos comimos el aborto de tortilla aderezado con crujientes tropezones.

En nuestra defensa diré que, por más que utilizamos el comodín de la llamada a mi suegra, ella se guardó hasta el final la clave tortillera, que consistía en darle vueltas a la mezcla en la sartén antes de dejar que se hiciera por un lado. Pero una vez que confesó, nos empleamos a fondo, conseguimos darle la vuelta, y aunque sosa y medio cruda, pero con cebolla, ¡aprobamos el examen de la tortilla!

A partir de ahora, un nuevo mundo se abre ante nuestros ojos:

− ¡Tortilleras!
− ¡Mejorando la receta cada día!

Encantada.

domingo, 27 de abril de 2008

V de Visibles

Ayer se celebró, por primera vez en España, el Día de la Visibilidad Lésbica. Ni mi novia ni yo nos enteramos a tiempo para asistir a ninguna actividad, así que hicimos lo que podríamos haber hecho cualquier otro sábado.

Por la mañana, nos levantamos a buena hora, desayunamos (ella cereales, yo tostadas) y nos duchamos juntas. Después, fuimos a dar una vuelta por un parque que hay cerca de nuestra casa. Hacía un solecito muy rico; nos dimos besos, abrazos, y caminamos de la mano mirándonos con amor. No todo el rato, es verdad, pero creo que aportamos una cuota decente de visibilidad. Como en el parque pasean muchas parejas jóvenes (todas heterosexuales, por cierto) con sus hijos, nos dedicamos a hacer arrumacos a los bebés ajenos y a planear nuestra todavía hipotética maternidad.

Después llegamos a casa y yo, presa de la insolación, me quedé dormida antes de comer. Cuando me desperté, preparamos unas tortillas de maíz con lechuga, tomate, jamón y queso, que nos zampamos con un placer indescriptible, y luego nos sentamos a ver la tele en el sofá. Presa de quién sabe qué esta vez, me volví a quedar dormida hasta que mi novia me despertó porque se marchaba a un curso que tiene dos sábados de cada mes. Yo me quedé en casa recortando noticias de un montón de periódicos, especialmente las relacionadas con la homosexualidad, que mi novia y yo vamos guardando en una carpeta.

A media tarde me arreglé para ir a buscarla. Habíamos quedado en Chueca; yo llegaba demasiado pronto y me mordía los labios pensando en la manera de hacer tiempo, ya que no me había llevado ninguno libro para leer en el metro porque ando enganchada con uno que no es nada fácil de transportar (por su tamaño). Sin embargo, cuando ya terminaba de subir las escaleras, ella me salió al paso: ¡había salido un poco antes y ya estaba allí, esperándome! Nos fundimos en un beso, nos reímos alegremente, y después ella me señaló una mesa en la que estaban recogiendo firmas en contra de la pena de muerte que se practica a los homosexuales en Irán. Charlamos un rato con el chico que las recogía, y yo firmé un poco más abajo de donde había firmado mi novia diez minutos antes.

Después nos dimos nuestro paseo clásico por Chueca, que consiste, básicamente, en dar vueltas concéntricas alrededor de la plaza. También visitamos Berkana, la librería de temática que hay en la calle Hortaleza, y estuvimos echándole un vistazo a las novedades. Mi novia se ha interesado recientemente por la teoría queer, a través de una filósofa llamada Beatriz Preciado, y yo le animé a comprar un libro sobre el tema; para variar, ella me miró con cara de pena y yo adiviné sus intenciones: quería que yo me lo leyera y luego se lo contara. “¡Pero es que a mí no me apetece nada ahora mismo leer sobre eso!”. Así que, finalmente, salimos con las manos vacías.

Luego nos fuimos a tomar unas cañas en una de las terrazas donde ya se puede disfrutar del buen tiempo, y ella me estuvo explicando qué había aprendido en el curso. Desde su silla, se veía toda la plaza de Vázquez de Mella, animada por múltiples razones, y ella se distraía constantemente de la conversación. Yo, que no tenía la misma suerte, me consolaba con mirar hacia una tienda carísima donde nunca entraba nadie y, a mi parecer, las dependientas se aburrían un montón.

Al final de la tarde nos fuimos a cenar a un restaurante que nos gusta bastante, pero descubrimos que habían cambiado la carta y que ahora, además de caro, dejaba mucho que desear. Mientras nos marchábamos, no me resistí a hacer mi comentario heterófobo del día: “¿Te has fijado en que casi todas las parejas del restaurante eran heteros? ¡Venir hasta Chueca para esto!”. En fin.

Durante toda la tarde fuimos visibles, pero al volver a casa en metro dejamos de darnos la mano, besarnos, abrazarnos y mirarnos con amor. ¿Por qué? Además de porque mi novia se encontró a alguien de su trabajo (una organización religiosa donde no le es fácil expresarse tal y como es), porque, al menos a mí, me da un poco de miedo la gente que viaja con nosotras hasta nuestra casa. Tal vez sean prejuicios que deberían hacer que me replantease mi nivel de visibilidad, pero no me siento cómoda evidenciando que soy lesbiana delante de ciertas personas, especialmente hombres. Sinceramente, me siento amenazada en mi integridad.

Cuando llegamos a casa, yo tenía la ilusión de que nos sentásemos un rato en el balcón a disfrutar de la noche pre-veraniega. Sin que me diera cuenta, salió la vecina del balcón de al lado y mi novia se quedó petrificada de la vergüenza. Mientras tanto, yo ponía a parir a los vecinos de enfrente, que habían hecho una barbacoa en la terraza que ahumaba toda la calle. Casi nos recogíamos ya cuando advertí la presencia de la vecina, y le eché la bronca por no haberle dado las buenas noches. “Este barrio es como un pueblo, cielo, tienes que ser educada”. A mi novia no le gusta la idea de que los vecinos sepan que somos pareja; a mí, que para otras cosas soy mucho más parada, me hace ilusión que se enteren.

Y hasta aquí nuestra celebración del Día de la Visibilidad.
Poco militante pero no por ello menos valiente, creo yo.

Encantada.

viernes, 25 de abril de 2008

En paz

Llevo un tiempo deseando comentar dos noticias bastante polémicas sobre las que no me resisto a dar mi opinión: la primera es la del embarazo de Thomas Beatie; la segunda, la de la muerte de Chantal Sébire. Por respeto, pero también por justicia, creo que lo mejor que se puede hacer por estas dos personas es, sencillamente, describir su situación.

Thomas Beatie nació en un cuerpo de mujer a pesar de que, en su interior, siempre supo que era un hombre. Los sentimientos, ideas, pensamientos, contradicciones, miedos que le han acompañado a lo largo de su vida pueden alcanzar tal complejidad que sólo él tiene el derecho de definir qué significa ser transexual. Su ejemplo nos muestra que no hay una sola transexualidad: el proceso que las personas transexuales sufren para disfrutar de un adecuada reasignación de sexo sólo ellos deberían controlarlo, sólo ellos deberían decidir cómo, cuándo, hasta dónde.

Thomas Beatie lo decidió. Decidió mantener su aparato reproductor femenino. ¿Por qué? Porque sí. Porque en esta decisión residía su bienestar. Heterosexual, comprometido con su pareja y con el sueño de formar una familia, descubre que su mujer no puede quedarse embaraza. ¿Por qué? Porque no. Porque hay cosas en la vida que no podemos elegir.

Thomas Beatie se enfrenta a una nueva serie de sentimientos, ideas, pensamientos, contradicciones, miedos, que lo llevan a tomar la decisión de quedarse embarazado. Y ya está. No es un monstruo, un hereje, un delincuente. Es lo que es, sin más.

Chantal Sébire era una persona vital, que disfrutaba de su trabajo y de su familia hasta que una enfermedad terrible destruyó su felicidad. Luchó por sobrevivir, por curarse, durante varios años, pero llegó el día en que no pudo más. Aquello no era vida y necesitaba descansar.

Chantal Sébire tenía la ilusión de hacer una gran fiesta con todos sus seres queridos y después poder marcharse en paz. No pudo ser. Tuvo que morir sola, quién sabe si en medio de terribles dolores, alejada de los suyos y renunciando a su derecho a la dignidad. No pudo elegir sobre su propia vida: otros habían tomado ya la decisión.

Si yo fuera el hijo de Thomas Beatie, si fuera uno de los hijos de Chantal Sébire, me sentiría profundamente orgullosa de mis padres. Admiraría su lucha, el amor que me han tenido, su sentido del derecho, de la justicia, de la dignidad. Aun sin ser su hijo, les agradezco que, con su ejemplo, hayan contribuido renovar la esperanza que en ocasiones perdemos para seguir creyendo en un mundo mejor.

A las personas que les marginan, que les consideran monstruos antinatura, que dicen defender no sé sabe muy bien si la vida o la muerte mientras braman contra su presunto pecado, todo mi desprecio y una sola frase: déjennos en paz. Cumplan ustedes con sus ideas, que nosotros, si nos dejan, lo haremos con las nuestras. Y guárdense de seguir cometiendo el peor de los pecados: hacer infeliz al resto de la humanidad.

Encantada.

jueves, 24 de abril de 2008

Sor Juana (II)

Uno de los escritos de Sor Juana que he leído con más interés es el que se conoce como Respuesta a Sor Filotea, pseudónimo tras el que se oculta el entonces obispo de Puebla, Fernández de Santa Cruz. Este ensayo viene motivado por la publicación de otro de sus textos, la Carta Athenagórica, una refutación al sermón del padre Vieyra, importante líder jesuita, en el que se discute cuál fue la mayor muestra de amor de Cristo a la humanidad. Sor Juana fue traicionada por el obispo de Puebla, el cual, a pesar de considerarse su amigo, hizo pública la Carta sin su consentimiento, con el fin de criticar a través de ella a uno de sus rivales, despreciando el daño irreparable que la escritora recibiría con ello. En medio de unas intrigas que, por lo demás, deberían haberle resultado ajenas, Sor Juana trata de defenderse de toda clase de acusaciones escribiendo su Respuesta.

Personalmente, me sentí atraída desde el primer momento por las notas biográficas que Sor Juana desliza entre la gran cantidad de citas de autoridades que pueblan su ensayo. Quizá porque me siento plenamente identificada, destacaría aquellas en que explica el gran amor que siempre sintió hacia el estudio, presentándolo como una tendencia irresistible y un don que recibió a muy su pesar:

Desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas reprensiones (que he tenido muchas), ni propias reflejas (que he hecho no pocas), han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí: Su Majestad sabe por qué y para qué; y sabe que le he pedido que apague la luz de mi entendimiento dejando sólo lo que baste para guardar su Ley, pues lo demás sobra, según algunos, en una mujer; y aun hay quien diga que daña.

La poderosa inteligencia de Sor Juana se muestra de manera incuestionable en una de las anécdotas que refiere sobre su infancia:

No había cumplido los tres años de mi edad cuando enviando mi madre a una hermana mía, mayor que yo, a que se enseñase a leer en una de las que llaman Amigas, me llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo que la daban lección, me encendí yo de manera en el deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, la dije que mi madre ordenaba me diese lección. Ella no lo creyó, porque no era creíble; pero, por complacer al donaire, me la dio. Proseguí yo en ir y ella prosiguió en enseñarme, ya no de burlas, porque la desengañó la experiencia; y supe leer en tan breve tiempo, que ya sabía cuando lo supo mi madre, a quien la maestra lo ocultó por darle el gusto por entero y recibir el galardón por junto; y yo lo callé, creyendo que me azotarían por haberlo hecho sin orden.

La niña que fue Sor Juana ya percibe el estudio como algo prohibido; sin embargo, se esfuerza por aprender, aplicándose ella misma llamativas sanciones:

Acuérdome que en estos tiempos, siendo mi golosina la que es ordinaria en aquella edad, me abstenía de comer queso, porque oí decir que hacía rudos, y podía conmigo más el deseo de saber que el de comer, siendo éste tan poderoso en los niños.

Empecé a deprender gramática, en que creo no llegaron a veinte las lecciones que tomé; y era tan intenso mi cuidado, que siendo así que en las mujeres (y más en tan florida juventud) es tan apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba de él cuatro o seis dedos, midiendo hasta dónde llegaba antes, e imponiéndome ley de que si cuando volviese a crecer hasta allí no sabía tal o tal cosa que me había propuesto deprender en tanto que crecía, me lo había de volver a cortar en pena de la rudeza. Sucedía así que él crecía y yo no sabía lo propuesto, porque el pelo crecía aprisa y yo aprendía despacio, y con efecto le cortaba en pena de la rudeza: que no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias, que era más apetecible adorno.

Sor Juana entiende también, desde muy pronto, que el estudio es algo que está vedado a las mujeres. Por eso intenta llevar a cabo lo que muchas consiguieron en la época: hacerse pasar por hombre y así lograr asistir a la Universidad. Sin embargo, su madre se niega a concedérselo:

Teniendo yo después como seis o siete años, y sabiendo ya leer y escribir, con todas las otras habilidades de labores y costuras que deprenden las mujeres, oí decir que había Universidad y Escuelas en que se estudiaban las ciencias, en Méjico; y apenas lo oí cuando empecé a matar a mi madre con instantes e importunos ruegos sobre que, mudándome el traje, me enviase a Méjico, en casa de unos deudos que tenía, para estudiar y cursar la Universidad.

Aun habiendo renunciado a su sueño universitario, la altura intelectual se Sor Juana fue admirada desde el primer momento por las personas que la rodeaban:

Pero yo despiqué el deseo en leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo; de manera que cuando vine a Méjico, se admiraban, no tanto del ingenio, cuanto de la memoria y noticias que tenía en edad que parecía que apenas había tenido tiempo para aprender a hablar.

Las presiones que, desde muy joven, tuvo que soportar por el mero hecho de sentirse atraída hacia el estudio, la llevaron a ordenarse monja; a pesar de lo cual siguió sintiendo la llamada de ese presunto pecado que era su inteligencia. Además de este motivo, ella misma explica que no encontró otra salida decente para su vida, ya que sentía una natural animadversión hacia el matrimonio que la animaba a vivir sola, lo cual hubiera sido un escándalo para una mujer de su época y condición:

He intentado sepultar con mi nombre mi entendimiento, y sacrificársele sólo a quien me le dio; y que no otro motivo me entró en religión, no obstante que al desembarazo y quietud que pedía mi estudiosa intención eran repugnantes los ejercicios y compañía de una comunidad.

Entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a cuyo primer respeto (como al fin más importante) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio, que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros. Esto me hizo vacilar algo en la determinación, hasta que alumbrándome personas doctas de que era tentación, la vencí con el favor divino, y tomé el estado que tan indignamente tengo. Pensé yo que huía de mí misma, pero ¡miserable de mí! trájeme a mí conmigo y traje mi mayor enemigo en esta inclinación, que no sé determinar si por prenda o castigo me dio el Cielo, pues de apagarse o embarazarse con tanto ejercicio que la religión tiene, reventaba como pólvora.

Pero todo ha sido acercarme más al fuego de la persecución, al crisol del tormento; y ha sido con tal extremo que han llegado a solicitar que se me prohíba el estudio. Una vez lo consiguió una prelada muy santa y muy cándida que creyó que el estudio era cosa de Inquisición y me mandó que no estudiase. Yo la obedecí (unos tres meses que duró el poder ella mandar) en cuanto a no tomar libro, que en cuanto a no estudiar absolutamente, como no cae debajo de mi potestad, no lo pude hacer, porque aunque no estudiaba en los libros, estudiaba en todas las cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esta máquina universal. Nada veía sin refleja; nada oía sin consideración, aun en las cosas más menudas y materiales; porque como no hay criatura, por baja que sea, en que no se conozca el
me fecit Deus, no hay alguna que no pasme el entendimiento, si se considera como se debe.

Este modo de reparos en todo me sucedía y sucede siempre, sin tener yo arbitrio en ello, que antes me suelo enfadar porque me cansa la cabeza; y yo creía que a todos sucedía esto mismo y el hacer versos, hasta que la experiencia me ha mostrado lo contrario.

Esto es tan continuo en mí, que no necesito de libros; y en una ocasión que, por un grave accidente de estómago, me prohibieron los médicos el estudio, pasé así algunos días, y luego les propuse que era menos dañoso el concedérmelos, porque eran tan fuertes y vehementes mis cogitaciones, que consumían más espíritus en un cuarto de hora que el estudio de los libros en cuatro días; y así se redujeron a concederme que leyese.

No deja de sorprenderme que el simple hecho de ser una persona curiosa, reflexiva, y (creo que nunca lo subrayaré suficiente) de una inteligencia extraordinaria, llegase a ser sospechoso de herejía sólo por encarnarse en una mujer. En cualquier caso, no me parece adecuado interpretar a Sor Juana como una joven ilusa y asustada que realmente creía estar pecando por emplear sus dones en el estudio; muy al contrario, es necesario tener en cuenta que se encontraba en medio de unas intrigas que terminarían hundiéndola tanto personal como artísticamente, de ahí que trate de excusarse por el excelso uso que hacia de sus virtudes, las cuales, no obstante, habrían debido llenarla de justo orgullo.

[Continuará…]

domingo, 20 de abril de 2008

Herencia matrilineal (II)

Uno de los recuerdos más curiosos que guardo de mi abuela materna es su imagen saliendo a recibirnos en bata un domingo cualquiera. No, no era la bata, o la ropa de estar en casa, o las zapatillas, lo que llamaban mi atención infantil; era el par de trapos del polvo, perfectamente doblados, que se colocaba bajo las suelas de los zapatos, y sobre los que se patinaba cada habitación, con la meta combinada de no ensuciar lo recién limpiado, y de paso, abrillantar.

Mi padre siempre cuenta orgulloso cómo sentó las bases de la relación con su suegra el día que ella le ofreció colocarse los trapos del polvo bajo los zapatos y él se negó. Yo, sin embargo, siempre añoré que mi abuela me invitase a patinar con ella, porque me parecía de lo más divertido recorrer la casa montada sobre bayetas, y como elemento insuperable de placer, hacerlo de su mano.

Comparada con mi abuela, mi madre siempre fue el colmo de la modernidad. Cambió los trapos del polvo por una mopa, dejó de limpiar el suelo de rodillas y se pasó a la fregona con palo, y por supuesto, nunca osó involucrar a mi padre en determinadas tareas. Sin embargo, no en vano fue mi abuela la que le enseñó los secretos de su profesión, de manera que mis recuerdos infantiles sobre los domingos familiares empiezan de manera invariable con mi madre abriendo las ventanas de par en par, pasando la aspiradora tan rápida como eficazmente por todas las habitaciones, y condenándonos a mi hermano y a mí a morirnos de frío refugiados en el último rincón.

Por mi parte, desde muy pequeña renegué de la herencia que mi madre y mi abuela me brindaban. Siempre consideré que ambas estaban obsesionadas con la limpieza, que malgastaban su tiempo en una actividad demasiado femenina, demasiado tradicional. Siempre creí que el empeño que volcaban en abrillantar cada superficie de la casa podía ser más útil en otro campo, que su energía se perdía inútilmente entre escobas y trapos, que no sabían dirigirla bien, que tiraban sus domingos y gran parte de su vida por la misma ventana por la sacudían el mantel.

Alcancé a entender algo de todo aquello cuando mi reloj biológico empezó a marcar la hora de la independencia. De pronto, algo en mí decidió sin consultarme que mantener limpia y ordenada mi habitación era una prioridad. Que cambiar las sábanas cada semana, pasar la aspiradora, quitar el polvo, constituían un rito de suma importancia para mi equilibrio interior. Y así, comprendí que debía irme de casa el día que me sorprendí a mí misma deslizando un dedo acusador por una de las estanterías del salón.

Sin embargo, la importancia que otorgamos a la limpieza no es sólo es una muestra de autonomía personal, los actos de ordenar y colocar no apuntan sólo a la expresión de nuestra individualidad, sino que también, incluso por encima de todo ello, significan control. Tanto mi madre como mi abuela fueron mujeres que, como muchas otras, vieron frustradas en muchos campos sus ansias de realización vital. Ninguna obtenía de la vida lo que deseaba, pero al menos su casa estaba limpia, ordenada, y siempre recibían los halagos y felicitaciones de las visitas.

Entendí esto un día que llegué a mi propia casa cansada, deprimida, asustada, enfadada, frustrada, y agarré frenéticamente la aspiradora mientras me colgaba el trapo del polvo en el hombro. Mi madre seguía sin aceptarme, pero al menos las bolas de polvo ya no campaban a sus anchas por el salón; de mi familia sólo me llegaban problemas, pero las estanterías estaban limpias y los libros perfectamente alineados; el mundo parecía estar en mi contra, mi vida era un completo caos, pero en mi casa, en mi refugio, se respiraba equilibrio, paz y tranquilidad.

Hoy creo que la limpieza, esa actividad tan íntima, tan casera, tan injustamente femenina, puede ser un rito importante de renovación, un ejercicio imprescindible de equilibrio, una fuente siempre disponible de paz. Si no sintiésemos frustraciones, si no necesitásemos desahogarnos, quizá podría seguir interpretándola como lo hacía en mi infancia, cuando sólo la consideraba una injusta esclavitud. Pero hoy entiendo muchas más cosas de la vida, entiendo mucho más sobre las mujeres que me rodean, y sé que, dentro de unos límites que debemos superar, cercadas por las barreras que aspiramos a romper, hemos sabido encontrar esos espacios de control, de realización, de armonía con un ambiente permanentemente hostil. De esa habilidad extraigo la enseñanza, sin olvidar que se ha encarnado nada casualmente en el acto concreto de agarrar una bayeta y frotar.

Aunque cuestionable e incluso desesperada, hoy estoy encantada de haber aceptado esta parte de mi herencia matrilineal.

domingo, 30 de marzo de 2008

Con faldas y a lo loco

Hace pocos días escuché la noticia de que varias enfermeras de un hospital de Cádiz habían visto su sueldo reducido 30 euros porque se negaban a llevar una falda como parte de su uniforme. Según explicaba, de manera impecable, una de las implicadas, la falda les dificultaba los movimientos, especialmente cuando tenían que agacharse; para ellas, el hecho de llevar pantalón no sólo no repercutía en su trabajo diario, sino que se lo facilitaba. Así, ellas mismas comentaban que no acudían cada día a su puesto para lucir palmito o formar parte del decorado, sino para llevar a cabo una serie de tareas para las cuales necesitaban un uniforme adecuado. Lo mejor de la historia es que los representantes del hospital se llevaban las manos a la cabeza porque no entendían dónde estaba la discriminación, ya que obligar a una mujer a llevar falda les parecía de lo más natural (y penalizarla económicamente por no hacerlo también, supongo). A modo de colofón, nos enteramos por las noticias que el susodicho hospital es concertado, de manera que los sueldos de sus empleados (entre ellos, las enfermeras) se pagan con los impuestos de todos los españoles... y de todas las españolas.

Como guión de una película truculenta de los años veinte sólo podría decir… ¡chapeau! Como realidad actual, creo que esta noticia se comenta sola; mi único interés, por tanto era reseñarla. Reseñarla y ponerla de triste ejemplo para todos aquellos (¡y aquellas!) que opinan que las feministas somos unas trasnochadas nostálgicas del movimiento sufragista y eternamente enamoradas de Simone de Beauvoir (por decir algo bonito, que no es lo que suelen comentar, precisamente). Por desgracia, por infinita, espeluznante y sobrecogedora desgracia, queda DEMASIADO por hacer.

Y yo estoy encantada de colaborar.

viernes, 21 de marzo de 2008

Santa Semana

Muchas de las costumbres y tradiciones españolas me ruborizan, me violentan y me provocan un rechazo profundo. No son todas, pero algunas, como las procesiones de Semana Santa, me renuevan estos sentimientos cada año. Lo peor es que encima andamos exportándolas por medio mundo.

Creo que respeto las creencias religiosas de cada cual, sobre todo cuando las personas que tienen estas creencias respetan las mías. También creo que entiendo la importancia que tienen los ritos para la vida en comunidad, como muchas personas que ni siquiera creen o ni siquiera practican se involucran en ellos con fervor, porque son propios de su pueblo, de su gente, de su infancia, de su familia. Celebran la comunidad y estrechan lazos con las personas a las que quieren de esta manera, lo cual me parece muy bien; al fin y al cabo, yo también tengo mis propios ritos.

Lo que no me convence es el regusto medieval, barroco, de la celebración de la muerte. No siempre me provocan rechazo las fiestas que tienen relación con la muerte; de hecho, me parece muy sano integrarla en nuestras vidas, a través de celebraciones o de lo que sea, aprender a convivir con ella, perderle el miedo, o incluso, en ciertas ocasiones, perderle el respeto, no olvidarla, en cualquier caso, saber que está ahí. Acordarnos de la muerte para dar sentido y valorar la vida.

Pero no creo que las procesiones de Semana Santa busquen la salud mental de nadie a través de ese digno propósito. Lo que yo creo que buscan es todo lo contrario: presentarnos la muerte de Cristo como un acto cruel, del que todos somos culpables, como un nuevo pecado original y no la salvación de todos los pecados, como un dolor que necesariamente debemos revivir en nuestros propios cuerpos para ser mínimamente merecedores de que ese señor nos brindara su asesinato.

Y no deja de resultarme curioso, teniendo en cuenta que, desde el punto de vista mítico, científico, literario, la muerte y resurrección de Cristo es una muestra más de los mitos, ritos y celebraciones propios de la manera en que las sociedades agrarias daban la bienvenida a la primavera. No en vano se celebra coincidiendo más o menos con el equinocio: Cristo es el árbol despojado de sus hojas cuyos brotes vuelven a surgir, la semilla que espera todo el invierno para germinar, Cristo son las flores, los animales que despiertan, el deshielo de las cumbres. Es el que murió y volvió a la vida para que se respetase el ciclo de muerte y resurrección; de hecho, Cristo, en ese único y concreto aspecto de biografía, es un representante mítico más de este acontecimiento natural.

Es por eso que tanto me molesta la manera en que se celebra, el punto en el que se incide. Porque creo que lo importante es que Cristo resucitó, o al menos creo que eso sería lo importante para mí si yo fuera creyente; así que no entiendo porque aprovechamos esta efeméride para asustar, meter miedo y sentir culpa en vez de celebrar la vida y la absolución.

Sin embargo, todo sería medianamente soportable si se quedara simplemente ahí. Lo que sí ya creo que está fuera de lugar, lo que nos devuelve a ese país oscuro y pintoresco que buscaban los turistas de los años 60, es el momento en que la gente decide emular el sufrimiento de Cristo y empieza a flagelarse, caminar descalza e incluso se llega a crucificar. Es curioso, porque en su intento de despreciar la carne, de lograr sublimar su espíritu a través del dolor, se acercan bastante a aquellos que dicen buscar el placer absoluto forzando su cuerpo hasta convertir ese mismo placer en algo que apenas se le parece.

¿Y por qué estas cosas me preocupan a mí, que no me involucro en ellas, que no tengo la necesidad de hacerlo, que puedo ignorarlas y de hecho las ignoro, que no me atañen, no me rozan, que permanecen fuera de mi vida siempre que no caiga en la tentación de poner el telediario? Pues porque a mí me importa que la gente sufra en vez de disfrutar de la vida, me duele que elijan el dolor en vez de la salud, mental o corporal, me molesta que existan creencias que empujen a las personas en contra de su instinto natural de supervivencia, me parece que la autolexión es siempre una cuestión de salud pública, y no unas veces sí y otras no.

Porque cuando elijo la felicidad, cuando defiendo la alegría, elijo y defiendo la felicidad y la alegría de todos y cada uno, no sólo de los que son como yo. A pesar de que muchas de esas personas que se flagelan, que lloran y se estremecen con las trompetas y los tambores, que deciden reeditar la barbarie romana de la crucifixión, desearían el mismo castigo que sufrió Cristo para mí.

Porque si Dios es amor no entiendo que nadie haga eso, y porque yo no creo en Dios pero creo en el amor, la compasión, la ternura, el perdón y la salud.

Encantada.

jueves, 20 de marzo de 2008

¿Preparadas para gobernar?

A veces se argumenta que la menstruación obstaculiza la capacidad de las mujeres de tomar decisiones racionales bajo estrés y, por tanto, que la exclusión de las mujeres de las posiciones de liderazgo en la industria, el gobierno o el ejército continúa basándose en un ajuste realista a los hechos biológicos.

Sin embargo, el liderazgo más alto del establishment militar, industrial y educativo estadounidense y de grupos equivalentes en otras grandes potencias contemporáneas está integrado por hombres que cronológicamente han pasado la flor de su vigor físico. Muchos de estos líderes sufren una tensión arterial alta, enfermedades de los dientes y las encías, digestión difícil, vista defectuosa, pérdida de audición, dolores de espalda, encorvamientos y otros síndromes clínicos asociados a una edad avanzada. Estos desórdenes, al igual que la menstruación, también producen con frecuencia un estrés psicológico.

Ciertamente, las mujeres sanas premenopáusicas gozan de una ventaja biológica sobre el típico “estadista varón anciano”. Las mujeres de más edad, postmenopáusicas, suelen gozar de una mejor salud que los hombres y tienden a ser más longevas que estos en sociedades industriales.

Marvin Harris, Antropología cultural.

¡Encantada!

martes, 18 de marzo de 2008

Juno

La otra tarde mi novia y yo estuvimos viendo la peli de “Juno”. Y he de decir que, pasados los primeros veinte minutos, la peli tiene algo; pero también tengo que advertir que pasar de esos veinte minutos requiere un extra de fuerza de voluntad. Por lo demás, tampoco esperaba demasiado, porque cuando una peli americana se publicita como “algo distinto”, suele terminar siendo un punto menos triste que la media de las películas de Hollywood. En cualquier caso, yo no soy ninguna experta en cine; además, “Juno” tuvo algo que me gustó: la imagen de la familia que transmite.

Juno es una chica problemática y “diferente” (aunque esa diferencia es poco creíble; o al menos, yo no me la creí), que vive con su padre y su madrastra. Aquí hay un primer punto interesante: el padre, un tanto marcial, muestra sin embargo un afecto firme y sincero hacia su hija, un afecto menos pegajoso que el de muchas pelis (y el de muchos padres), pero bastante más fiable. Por su parte, la madrastra es la mejor madre que cualquiera pueda imaginar, un tanto excéntrica, pero muy atenta con su hijastra y con el padre de esta. En fin, una familia reconstituida diferente, pero sobre todo, y por encima de todo, muy feliz.

El momento en el que Juno les sienta en el salón para explicarles que se ha quedado embarazada con sólo dieciséis años es uno de los momentos estelares de la peli. La reacción de sus padres fue como una luz al final del túnel: lo que muchas querríamos que nuestros padres hubiesen hecho en el momento de comunicarles que algo no va como esperábamos.

Su fase de negación apenas duró unos instantes, de manera que podríamos llamarla simplemente fase de “estupefacción”. Se esperaban muchas cosas (lo cual ya es un punto a su favor), pero no creían que su hija mantuviese relaciones sexuales (en su defensa diré que había sido sólo una vez). La fase de culpabilización tampoco fue muy larga. Cuando Juno se fue, el padre le preguntó a su mujer si creía que había hecho algo mal. “No”, dijo ella, y poco más. No hubo ira, no hubo depresión, no hubo negociación… Sé que sólo es una peli, pero me gustó la rapidez con que esos padres se pusieron manos a la obra para ayudar a su hija. Porque eso era lo que más importaba en aquellos momentos, aunque muchos padres se olviden de ello a menudo. Su hija seguía siendo su hija, a pesar de lo que había ocurrido y de lo que iba a ocurrir después.

Sin dramas, sin decepciones profundas, sin “jamás hubiera esperado esto de ti”, sin “tú ya no eres mi hija”, sin “no sabes lo que estás haciendo, ¡inmadura!”… en fin. A cambio, los padres de Juno mostraron un amor incondicional hacia ella, la acompañaron donde la tuvieron que acompañar, cuidaron su dieta, le ayudaron con el papeleo, se emocionaron, se enfadaron como se enfadaban antes de que todo ocurriera... Lo importante era su hija, no lo que a “ellos” les estaba pasando, no lo que de “ellos” iban a pensar los vecinos. Ella era su hija, la querían antes y la quisieron después.

Otro momento de la película que me gustó bastante tiene que ver con la familia que Juno elige como futura familia de adopción de su bebé. La verdad es que el sistema americano, que permite a la madre biológica dar a su hijo en adopción a una familia concreta, no simplemente entregarlo a las instituciones, me llama mucho la atención. Aquí las adopciones son anónimas, o al menos eso creo, y aunque el sistema americano me da pudor, pienso que puede ser una opción interesante.

El caso es que Juno elige a la pareja perfecta, con la casa perfecta, el cuerpo perfecto, el trabajo perfecto… Todo lo contrario a ella, o todo lo contrario a lo que ella y su familia se supone que son. Sin embargo, hacia el final de la película, la perfección les falla: el matrimonio se rompe porque el hombre decide que no está preparado para tener hijos, y Juno se echa atrás en la adopción porque ya no son la familia que esperaba para su bebé.

Pero en el último momento todo cambia. Juno valora que la mujer, aunque separada ahora, aunque madre soltera, era la mejor madre que podía encontrar. Una joven que tenía toda la ilusión y ninguna suerte con su propio cuerpo, que se había preparado para adoptar, que había leído mil libros, que había decorado la habitación del bebé con sumo cuidado, y que, en fin, era un encanto con los pequeñuelos y siempre supo que quería ser mamá.

Esta parte también me gustó porque muestra que lo importante para formar una familia es el amor, la voluntad, la ilusión, el compromiso. No importa que no haya un padre y una madre, importa que la persona o personas que vayan a cuidar de esos niños les quieran y deseen de verdad. Y no todas las mujeres que se quedan embarazadas, como la propia Juno, por ejemplo, desean a su bebé.

El final también me gustó, cuando Juno da a luz y explica que no quiso ver al bebé porque nunca fue su bebé. Ella lo llevó dentro durante nueve meses, pero su verdadera madre siempre fue su madre de adopción, la que lo deseó y lo quiso casi desde el principio, la que lo esperó y la que lo cuidaría desde entonces. Esta parte me gusta porque creo que ese sentimiento puede existir, el sentimiento del “no-sentimiento”, del no-vínculo hacia una personita, a pesar de que haya estado en tu interior, a pesar de que hayas sido tú la que lo ha dado a luz. Porque la biología no lo da todo, porque los lazos biológicos no siempre son los más fuertes, ni los más sagrados.

Resumiendo, toda una oda a las nuevas familias y al amor de verdad, el de la comprensión y el cariño incondicional, no el de la imposición ni las normas imposibles de cumplir.

Encantada de que todas las familias fuesen así.

viernes, 14 de marzo de 2008

Resiste, Madrid

El sábado pasado, mi novia y yo fuimos a celebrar el Día de la Mujer Trabajadora a la Casa de Campo, el “pulmón” de Madrid por excelencia. Hubiésemos preferido acudir a una manifestación, pero como la fecha coincidía con la jornada de reflexión antes de las elecciones, y el Día de la Mujer es el momento idóneo para realizar múltiples reivindicaciones políticas, las manifestaciones fueron prohibidas y nosotras nos tuvimos que contentar con comer a la sombra de los pinos.

Y eso es de lo que yo quería hablar: de los pinos tan hermosos y tan desconocidos que tiene Madrid, del encanto que bulle por todas partes en este paraje natural, que la gente dirá que no parece Madrid, y no lo parecerá, pero lo es, y eso es lo importante.

La noche electoral me sentí muy molesta con todos los comentarios que se hicieron sobre mi ciudad. A medida que avanzaba el escrutinio de los votos, los progresistas bajaban a favor de los conservadores, y todos los comentaristas exclamaban: “¡Esos son los votos de Madrid!”.

Y sí, es verdad, eran los votos de Madrid porque los votos de Madrid siempre se suman al final, porque nuestras mesas electorales son más numerosas que las del resto de España y tardan más en hacer el recuento; y sí, es verdad, la mayoría de los madrileños votó a los conservadores. Pero sólo la mayoría, y una mayoría no tan amplia como parecen querer ver algunos.

En Madrid vive gente muy diferente, como en cualquier gran ciudad. No todos los madrileños votamos a los conservadores, no todos los que les votan lo hacen por las razones que a los políticos les gustaría, y además, en Madrid hay mucha gente que vota progresista, y mucha gente (y por eso nos gobiernan los conservadores, a ver si nos vamos enterando) que se abstiene de votar.

En Madrid vive gente muy diferente, y todos somos de Madrid. Gente de todos los lugares de España, y gente de medio mundo, con sus ideas, sus culturas, sus visiones sobre la realidad. No somos homogéneos, aunque todos acabemos siendo madrileños, y por eso me niego a que se hable de nosotros como “ese gran feudo conservador”. No, no y no. Madrid no es así.

Yo he visitado ciudades donde realmente se respiraba el aroma de la España de los años 40. Donde he sentido que estaba totalmente fuera de lugar la idea siquiera de darle la mano a mi novia. Donde he visto mucha más homogeneidad de la que veo aquí, ciudades conservadoras de verdad, donde la mezcolanza madrileña se echaba de menos.

En Madrid se respira libertad. Cuando paseo por el centro, me siento a salvo. Es una sensación sumamente placentera, saberme a salvo, saberme arropada por mi ciudad, por mis conciudadanos, sean de donde sean, sean quienes sean. Y es una libertad que se extiende, que se contagia, y cada vez es más fácil encontrarte con parejas homosexuales en cualquier parque, en cualquier barrio, porque a la mayoría de los madrileños, homosexuales o no, progresistas o no, nos parece bien así.

El otro día leía en una novela de Almudena Grandes, una orgullosa madrileña, que la bandera de Madrid es la resistencia, y que como en la Guerra Civil, los madrileños llevamos grabado en el corazón el “No pasarán”. Completamente de acuerdo con ella, estoy segura de que los madrileños seguiremos construyendo nuestra libertad, ganándonos día a día esta gran ciudad, grande por acogedora, por abierta, por cosmopolita, por heterogénea, grande por ser un faro discreto del futuro, grande por ser un referente escondido entre la letra pequeña. Y que no importará lo que digan de nosotros, no importará si nos quieren utilizar una vez más para fines que no son los nuestros, no importará porque resistiremos, y porque cualquiera que desee comprobar qué es Madrid realmente sólo tiene que visitarnos, que pasear por nuestras calles, que observar a nuestra gente, y verán que no es cierto lo que cuentan de nosotros.

Muchos madrileños no elegimos el voto conservador: lo sufrimos.

Encantada de denunciarlo.

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