lunes, 8 de septiembre de 2008

El origen de las lesbianas (I)

Es preciso que conozcáis la naturaleza humana y las modificaciones que ha sufrido, ya que nuestra antigua naturaleza no era la misma de ahora, sino diferente.

En primer lugar, tres eran los sexos de las personas, no dos, como ahora, masculino y femenino, sino que había, además, un tercero que participaba de estos dos.

En segundo lugar, la forma de cada persona era redonda en su totalidad, con la espalda y los costados en forma de círculo. Tenía cuatro manos, mismo número de pies que de manos y dos rostros perfectamente iguales sobre un cuello circular. Y sobre estos dos rostros, situados en direcciones opuestas, una sola cabeza, y además cuatro orejas, dos órganos sexuales, y todo lo demás como uno puede imaginarse a tenor de lo dicho. Caminaba también recto como ahora, en cualquiera de las dos direcciones que quisiera; pero cada vez que se lanzaba a correr velozmente, al igual que ahora los acróbatas dan volteretas circulares haciendo girar las piernas hasta la posición vertical, se movía en círculo rápidamente apoyándose en sus miembros, que entonces eran ocho.

Eran tres los sexos y de estas características, porque lo masculino era originariamente descendiente del sol, lo femenino, de la tierra y lo que participaba de ambos, de la luna, pues también la luna participa de uno y de otro.

Eran también extraordinarios en fuerza y vigor y tenían un inmenso orgullo, hasta el punto de que conspiraron contra los dioses: intentaron subir hasta el cielo para atacarlos. Entonces, Zeus y los demás dioses deliberaron sobre qué debían hacer con ellos, porque no podían matarlos y exterminar su linaje, pues entonces se les habrían esfumado también los honores que recibían, ni podían permitirles tampoco seguir siendo insolentes. Tras pensarlo detenidamente, dijo, al fin, Zeus: “Me parece que tengo el medio de cómo podrán seguir existiendo y, a la vez, cesar de su desenfreno haciéndolos más débiles. Ahora mismo los cortaré en dos mitades”.

Así pues, una vez que fue seccionada en dos la forma original, añorando cada uno su propia mitad, se juntaba con ella, y rodeándose con las manos y entrelazándose unos con otros, deseosos de unirse en una sola naturaleza, morían de hambre y de absoluta inacción, por no querer hacer nada separados unos de otros.

Desde hace tanto tiempo, pues, es el amor de los unos a los otros innato y restaurador de la antigua naturaleza, que intenta hacer uno solo de dos y sanar la naturaleza humana.

En consecuencia cuantos hombres son sección de aquel ser de sexo común que entonces se llamaba andrógino, son aficionados a las mujeres, y pertenece también a este género la mayoría de los adúlteros; y proceden también de él cuantas mujeres, a su vez, son aficionadas a los hombres y adúlteras.

Pero cuantas mujeres son sección de mujer, no prestan mucha atención a los hombres, sino que están más inclinadas a las mujeres, y de este género proceden las lesbianas.

Cuantos, por el contrario, son sección de varón, persiguen a los varones; estos son los mejores entre los jóvenes y adolescentes, ya que son los más viriles por naturaleza. Algunos dicen que son unos desvergonzados, pero se equivocan. Pues no hacen esto por desvergüenza, sino por audacia, hombría y masculinidad, abrazando lo que es similar a ellos.

Por consiguiente, cuando se encuentran con aquella auténtica mitad de sí mismos, quedan entonces maravillosamente impresionados por afecto, afinidad y amor, sin querer, por así decirlo, separarse unos de otros ni siquiera por un momento. Estos son los que aparecen unidos en mutua compañía a lo largo de toda su vida, y ni siquiera podrían decir qué desean conseguir realmente unos de otros. Es evidente que el alma de cada uno desea otra cosa que no puede expresar, si bien adivina lo que quiere y lo insinúa enigmáticamente. Y si mientras están acostados juntos se presentara Hefesto con sus instrumentos y les preguntara: “¿Qué es, realmente, lo que queréis conseguir uno del otro?”, y si al verlos perplejos volviera a preguntarles: “¿Acaso lo que deseáis es estar juntos lo más posible el uno del otro, de modo que ni de noche ni de día os separéis el uno del otro? Si realmente deseáis esto, quiero fundiros y soldaros en uno solo, de suerte que siendo dos lleguéis a ser uno, y mientras viváis, como si fuerais uno solo, viváis los dos en común y, cuando muráis, también allí en el Hades seáis uno en lugar de dos, muertos ambos a la vez. Mirad, pues, si deseáis esto y si estaréis contentos si lo conseguís”. Al oír estas palabras, sabemos que ninguno se negaría ni daría a entender que desea otra cosa, sino que simplemente creería haber escuchado lo que, en realidad, anhelaba desde hacía tiempo: llegar a ser uno solo los dos, juntándose y fundiéndose con el amado.

Pues la razón de esto es que nuestra antigua naturaleza era como se ha descrito y nosotros estábamos íntegros. Amor es, en consecuencia,
el nombre para el deseo y persecución de esta integridad.

Yo me estoy refiriendo a todos, hombres y mujeres, cuando digo que nuestra raza sólo podría llegar a ser plenamente feliz si lleváramos el amor a su culminación y cada uno encontrara el amado que le pertenece retornando a su antigua naturaleza. Y si esto es lo mejor, necesariamente también será lo mejor lo que, en las actuales circunstancias, se acerque más a esto, a saber, encontrar
un amado que por naturaleza responda a nuestras aspiraciones.

Por consiguiente, si celebramos al dios causante de esto, celebraríamos con toda justicia a Eros, que en el momento actual nos procura los mayores beneficios por llevarnos a lo que nos es afín y nos proporciona para el futuro las mayores esperanzas de que nos hará dichosos y plenamente felices, tras restablecernos en nuestra antigua naturaleza y curarnos.



Extracto de lo relatado por Aristófanes en El Banquete de Platón.

jueves, 4 de septiembre de 2008

Cachorro

El otro día estuvimos viendo la película de “Cachorro”, muy recomendable para cualquier persona, homosexual o no, interesada o no en la homoparentalidad, que guste de confrontar sus propios prejuicios y asomarse a un mundo diferente.

Yo empecé a verla convencida de que sería un agradable paseo por una experiencia de paternidad gay, un par de horas llenas de escenas reforzadoras y divertidas que mostrarían cómo las personas homosexuales no sólo somos perfectamente capaces de tener hijos, sino que lo hacemos la mar de bien.

Sin embargo, mucho de lo que esperé encontrar no lo encontré, hallando a cambio un puñado de ideas sobre lo que tal vez sea realmente la vida y un par de tironcitos de orejas para mis prejuicios, algo que siempre se agradece.

Me gustó porque, en primer lugar, los gays que aparecen son osos, un grupo que no suele ser el más representado en los medios de comunicación, por más que sepamos que “haberlos, haylos”, igual que las lesbianas. En principio, me resultaron diferentes, pero después me fui dando cuenta de que tal vez la diferencia que yo valoraba, creía haber encontrado y finalmente no encontré, no era más que un prejuicio sobre el ambiente gay, la promiscuidad, los cuartos oscuros y los chaperos. Es decir: no, hay muchas cosas que no entiendo, pero quizá sean así y ya está.

En segundo lugar, me encantó que el protagonista y uno de sus amigos se dedicaran a dos de los campos profesionales donde creo que la homofobia está más arraigada: la medicina y la educación. Y me encantó porque normalmente los gays y lesbianas que salen en las películas se suelen dedicar a profesiones más “asépticas”, intelectuales, comerciales, artistas, publicistas, donde siempre parecen apuntar un puntito pero sin que se produzca el suficiente contacto para que le peguen su homosexualidad a nadie. Sin embargo, ya va siendo hora de que muchos homófobos que duermen tranquilos pensando que su vida es “homo-free” se vayan enterando de que el que ginecólogo de su mujer o la maestra de su niño son homosexuales.

Por otro lado, esta peli me hizo pensar sobre la manera en que creemos que es mejor educar a los niños y cómo muchas veces no tenemos ni idea de lo que son ni de lo que necesitan. Al principio, la madre del chaval no parece más que una locata hippy que vive en una cueva y que obliga a su hijo a vestir de una forma muy rara y a hacer cosas que no se corresponden con su edad, como cocinar o liar porros, además de dar por hecho que será gay de mayor y tratarle como tal. Cuando llega a casa de su tío para pasar unas vacaciones, él le empieza a enseñar como cualquiera cree que se debe enseñar a un niño: le viste con vaqueros, le da a leer tebeos para niños, le lleva al parque de atracciones, le impone unos horarios, no deja que nadie dé por hecho que es gay ni que se fumen porros en su presencia, etc. Confesaré que durante los primeros tres cuartos de hora yo estaba encantada con esta visión tan maniquea (¡vergüenza habría de darme!), pero poco a poco, la trama se va complicando y te vas dando cuenta de que la vida no es tan sencilla, de que las soluciones que parecen más inoportunas pueden llegar a ser las más útiles, y de que tenemos una visión muy equivocada de las capacidades de los niños. En este caso, resulta sorprendente (pero muy obvio después cuando lo piensas) la manera tan natural con la que el niño asume la realidad de la vida, una realidad difícil que su madre nunca le ocultó, transmitiéndole información clara, sencilla y sin dramas, gracias a lo cual el niño es capaz de enfrentarse de una forma mucho más madura a los problemas que las personas que se creían en el deber de protegerlo mintiéndole y ocultándole una información que él no sólo conocía sino que asumía con serenidad.

En fin, una peli que te hace replantearte lo políticamente correcto y que deja en el aire la sensación molesta pero inspiradora de que quizá estemos muy equivocados sobre muchas cosas que son muy distintas en realidad a la manera en la que las pensamos.

¿Se podría pedir más?

Encantada.

domingo, 31 de agosto de 2008

Centinelas de mi armario

Una de las cosas que más me fastidian de estar todavía en el armario (con las personas con las que todavía estoy en el armario) es la cara de gilipollas que se me queda cada vez que me veo obligada a hacerme pasar por la solterona adicta al trabajo y al estudio que ni tiene vida ni planea tenerla que no soy.

Porque podría serlo. Podría estar soltera por decisión propia o sencillamente estarlo sin ningún problema, podría estar en un momento de expansión profesional que me hiciese centrarme en el trabajo y el estudio por encima de todo, podría estar viviendo una fase de cerrazón social para renovarme por dentro o vete tú a saber qué. Pero nada de eso está ocurriendo y yo tengo que hacer como que sí.

La última vez que ocurrió fue en una cena familiar. Suerte que esto no pasa más que una vez cada tantos años, porque a mis padres no les visita mucha gente y cuando ellos visitan a la familia yo no les acompaño. Pero el último sábado los astros se alinearon para que ocurriera y allí estuve yo.

Lo irónico de mi caso es que la historia no consiste sólo en evitar el tema, sortear las preguntas para que nadie indague sobre tu vida, hacerte pasar por la que sólo habla del trabajo y pretende seguir estudiando hasta que se le caigan los ojos; esa es una habilidad que, contra mi voluntad, he terminado controlando a duras penas. Mi problema es que me someto voluntariamente a ese calvario con la ayuda inestimable de mis padres, que conocen mi situación, que saben que vivo con mi novia, y que muy amablemente me ayudan a encerrarme en el armario bajo siete llaves para no salir jamás.

Ejemplo nº 1.

Mi Tía Del Pueblo.- Así que estás estudiando otra carrera...
Encantada y Muy Sufrida.- Sí...
Mi Tía Del Pueblo.- Y después, ¿qué piensas hacer?
Mi Madre Al Ataque.- Pues estudiar otra, que ya se lo decía yo el otro día, que cuando termine esta carrera lo que tiene que hacer es estudiarse otra, que es lo que le gusta a ella...
Mi Tío Del Pueblo.- Bueno, pero digo yo que la chiquilla tendrá que vivir su vida algún día...
Mi Madre Al Ataque.- Huy, pero si es que a ella le encanta estudiar, que le gusta mucho estudiar, vaya, que no va a dejar de estudiar nunca...
Encantada y Muy Sufrida.- Que no mamá, que yo estudio esta y ya está, que no me voy a pasar la vida estudiando...
Mi Madre Al Ataque.- Huy que no, ya verás, ya, ¡pero si a ti te encanta...!

Vamos, que cuando tenga nietos iré ya por la decimoquinta carrera.

Todo esto para evitar la pregunta/reprimenda que flotaba en el ambiente: “¿Cuándo te echas novio, niñata, que se te va a pasar el arroz, que hemos tenido mucha paciencia desde que dejaste al último porque estabas buscando trabajo, pero que ya está bien, viviendo sola y sin un hombre, menuda vergüenza...!”.

Pero el asunto no queda ahí. No sólo me mantengo en el armario de la mano de mi mamá, sino que tengo que ir arreglando los desaguisados que me crean por si algún día me armo de valor y decido salir.

Ejemplo nº 2

Mi Tía Del Pueblo.- Pero tú, ¿con cuántas amigas vives? ¿Con dos? ¿O con cuántas?
Encantada y Muy Sufrida.- No, tía, yo vivo con UNA “amiga”, UNA solo.
Mi Tía Del Pueblo.- Ah, pues entonces lo tienes fácil: te vas a vivir con dos, y así ahorras en alquiler para comprarte un piso.

Vamos, que mis padres les debieron de decir que me había ido a vivir con una legión de solteronas, y eso sí que no, que terminarán apañándome la vida para que me compre un piso y así resulte más atractiva a los hombres, cuando yo lo que quiero es que sospechen, que sospechen de su sobrina la solterona y de su “amiga”... ¡que la historia es muy sospechosa, coño!

En fin. La verdad es que no tengo fecha para salir del armario con mi familia extensa, bastante tengo ya con la próxima, y además, dudo mucho de que me aporte nada positivo. Aún así, sigo soñando con ese día en que, repudiada o como sea, me haya librado de este tipo de conversaciones absurdas.

Ese día sí que voy a estar encantada.

lunes, 25 de agosto de 2008

Descerebrada

Cada vez que se publica un artículo sobre las diferencias cerebrales entre hombres y mujeres o heterosexuales y homosexuales, me preparo para lo peor. El último que leí, hace algunos meses, conjugaba ambos temas, así que no me defraudó.

Esta vez los científicos juraban haber encontrado diferencias entre el tamaño de los hemisferios y las conexiones neuronales de la amígdala cerebral. Al parecer, tanto los hombres heterosexuales como las mujeres lesbianas tienen el hemisferio derecho del cerebro mayor que el izquierdo; por su parte, mujeres heterosexuales y hombres gays lo tienen simétrico. En cuanto a la amígdala, no sé qué conexiones (no lo explicaban) son similares entre hombres heterosexuales y mujeres lesbianas, y entre mujeres heterosexuales y hombres gays.

En fin, que para este viaje no se necesitaban alforjas: al fin y al cabo, que los gays son como niñas y las lesbianas como maromos lo sabe cualquier paleto (!).

Los científicos, probablemente porque eran suecos (y según la tradición popular, los nórdicos son puros como la nieve), se apresuraron a asegurar que las diferencias morfológicas observadas no podían atribuirse “primariamente” (¿?) a los efectos del aprendizaje. Pero eso, teniendo en cuenta nuestra ignorancia en temas cerebrales, aún está por ver.

El caso es que a mí me suele llamar la atención en estos “experimentos” la selección tan significativa que hacen de los “sujetos”. En primer lugar, porque siempre es gente de mediana edad: en este caso concreto, hombres y mujeres estaban en torno a los treinta años. Y digo yo que, si realmente quieren probar que los cerebros varían según el sexo, deberían experimentar con recién nacidos o incluso con fetos, lo cual demostraría de una vez por todas que los hombres (y las lesbianas, al parecer) nacen ya con un cerebro descompensado, mientras que las mujeres (y los gays) no. Ignoro si hay experimentos de ese tipo, porque la verdad es que nunca me he topado con ninguno. De todas formas, creo que cualquier científico medianamente razonable (como deberían serlo todos) estaría conmigo al considerar que, después de treinta años sufriendo una socialización tan segregada como la que se produce entre sexos y, quizá en menor medida, entre personas de distinta orientación sexual, dicho aprendizaje social “de algún modo” ha podido dejar una huella en la morfología del cerebro.

Por su parte, la selección de personas en relación a su orientación sexual me resulta ya el acabose. Porque ningún experimento ni ninguna teoría científica se libra del sesgo de la visión del mundo y el paradigma de cada cual, de manera que, cuando se escogen “sólo” homosexulaes y heterosexuales, se está diciendo mucho más de lo que se cree. Principalmente, que el experimento se inscribe en una concepción dicotómica de la realidad, donde sólo se preven los extremos de lo que podría ser un continuo, y estos extremos se consideran, probablemente, excluyentes. Para que nos entendamos: ¿por qué nunca se contempla la participación de personas bisexuales en estos experimentos? ¿Acaso no importa cómo tengan ellas el cerebro? ¿O es que se piensa que la bisexualidad es sólo un estado transitorio, una postura inmadura, o directamente, inexistente? ¿Y con esas consideraciones pretenden que consideremos sus estudios serios, concluyentes, o sencillamente, válidos?

Por otro lado, este experimento, como tantos otros, apunta al efecto de las hormonas como desencadenante tanto de las presuntas diferencias entre hombres y mujeres como de las que al parecer se producen según la orientación sexual. Y a pesar de que la hipótesis resulta interesante, creo que todavía queda mucho camino por andar. Personalmente, un tema que me parece relevante es el hecho de que este efecto hormonal no se traduzca en ninguna diferencia biológica, sólo conductual. Vamos, que a las lesbianas nos gustan las mujeres pero no por eso tenemos más pelo, ni los pechos necesariamente pequeños, ni nuestro ciclo menstrual alterado.

En resumen, que cuando pienso en lo bien que me oriento (cosa propia de tíos), en mi relativa soltura lingüística (cosa propia de tías), en mi afición por conducir (cosa propia de tíos), en mi gusto por la cocina (cosa propia de tías), y a eso le sumo mi condición de lesbiana, trato de imaginar cómo será mi cerebro y sólo me siento de una manera: DESCEREBRADA.

sábado, 23 de agosto de 2008

Guiños a la romana

Esta semana, mi novia y yo hemos hecho una escapadita a Mérida, ciudad de imponentes vestigios romanos y un festival de teatro más que especial.

Allí descubrí que tengo una curiosa afición: quedarme absorta observando ruinas y reconstruyendo en mi cabeza su esplendor perdido. Como si de una “matrix reloaded” se tratara, las vasijas, pinturas, casas y monumentos iban recuperando su belleza, su luminosidad, sus pedazos derruidos, llenándose de gente, de bullicio, de olores. Me veía a mí misma como una espía extranjera que se colaba en la vida de las personas de hace veinte siglos y las sorprendía en sus quehaceres escudriñándolas desde la impunidad.

Eso implicaba quedarme diez minutos mirando fijamente un cacho de plato raído.
Mi novia, una mujer de más cordura, no compartía esta devoción.

Una tarde, mientras sorbíamos nuestra limonada sentadas en un banco, vimos pasar a una pareja de mujeres lesbianas cogidas de la mano. Llevaban el pelo corto, la ropa ajustada, y su andar era de lo más natural. Mi novia sugirió que en aquella plaza rellena de gentucilla su aparición provocaría cierto revuelo, pero la verdad es que no fue así. Tal vez, en algún momento, alguien advirtiera su presencia, pero la normalidad con la que ellas paseaban seguramente hizo que los demás se replanteasen su presunta extraordinariedad.

Y nosotras felices de encontrarnos paisanas allá donde vamos, que dan ganas de ir a saludarlas aunque no las conozcas de nada, porque en el fondo, ¡sientes que tienes tanto en común...!

Mi parte de normalidad la aporté al día siguiente, justo antes de visitar el teatro romano. Mi novia y yo estábamos sentadas bajo un árbol, con la mirada perdida y el cuerpo sudoroso, tratando de recuperar algo de aliento antes de seguir achicharrándonos entre piedras, cuando, de pronto, escuché mi nombre en la lejanía. Yo sonreí cual subnormal profunda, jactándome de mi inteligencia privilegiada y pensando: “Cualquier otra habría levantado la cabeza, pero yo sé que no es a mí”. Sin embargo, la voz se fue acercando, y justo antes de que me gritara al oído, apenas antes de que mi novia me arreara un codazo, levanté la cabeza y lo vi: ¡era mi jefe!

Bueno, no era mi jefe actual, sino mi jefe del año pasado, un jefe al que odiaba y que me hizo la vida imposible día a día, aunque después de verle en el teatro he llegado a la conclusión de que el hombre realmente creía que lo estaba haciendo bien. El caso es que me levanté de un brinco, le saludé con la frescura de una recién duchada, charlamos animadamente durante dos minutos y yo contesté a todo lo que me decía con una sonrisa a pesar de que sólo me llegaba la mitad, porque entre el sobresalto y el calor se me había taponado un oído y sentía como un yunque mamografiaba mi cabeza.

Cuando se marchó y me volví a sentar, mi novia me preguntó si era alguien de mi familia, y yo sonreí y le expliqué que era el hombre del que había echado pestes cada día durante el año anterior. Ella se quedó bastante sorprendida por mi reacción, y yo me sorprendí aún más cuando me di cuenta de un pequeño gran detalle: en ningún momento pensé “oh, no, me ha pillado con mi novia, ¡¡horror!!”.

Verdad era que no había forma hetero de deducir que la chica que me acompañaba era mi novia, pero en tantos otros momentos de mi vida, encontrarme con alguien mientras paseaba con ella, aunque fuera a un metro de distancia, formaba parte de mis peores pesadillas. Y sin embargo, al fin había ocurrido, y no sólo con alguien, sino con mi jefe, y contra todo pronóstico, ¡yo ni siquiera me había dado cuenta!

En fin, que la vida te guiña un ojo donde y cuando menos te lo esperas, porque, ¿quién me iba a decir a mí que, a 300 kilómetros de mi casa, a las dos de la tarde y en pleno mes de agosto, cobijada bajo un árbol y ahogándome en mis propios jugos, me iba a encontrar a uno de los seres más despreciables con los que me he topado en la vida e iba a lograr no sólo ser simpática, olvidar y superar de un golpe viejas rencillas, sino también sobrellevar con naturalidad interna el hecho ineludible de ser lesbiana...?

¡Encantada!

jueves, 14 de agosto de 2008

En ruta

Hace poco leí en una revista que unos investigadores que estaban estudiando la manera en que los animales establecen sus comportamientos de grupo y decidieron comprobar si ciertos mecanismos se podrían reproducir en humanos. Para ello, hicieron un experimento del que se pueden sacar conclusiones muy interesantes.

Los investigadores habían descubierto que los animales que convivían en grupo eran capaces de tomar decisiones homogéneas sin comunicarse entre ellos, como cuando una manada cambia de rumbo en una estampida o cuando las bandadas de pájaros hacen sus viajes migratorios. Para comprobar si los humanos podíamos hacer lo mismo, pusieron a doscientas personas a deambular por un vestíbulo, con la única condición de que no se separasen de la persona más próxima más allá de un brazo de distancia. Sólo diez de las doscientas personas participantes habían recibido instrucciones sobre la dirección del recorrido, y en sólo quince minutos todo el grupo adoptó la misma dirección, organizándose sin ninguna comunicación y sin sugerencias previas acerca de la necesidad de actuar como los demás.

Después de explicar el experimento, el autor del artículo animaba a sus lectores a creer que un pequeño cambio en el comportamiento de muy pocas personas podía generar un gran cambio en toda la sociedad.

La verdad es que esta lectura me animó bastante, y me resulta muy inspiradora para esos momentos en los que pienso que si yo no hiciera nada de lo poco que hago para que este mundo sea un pelín mejor, nadie lo notaría, y por lo tanto, mi hacer o mi no hacer dan exactamente igual. Porque la realidad, como acostumbra, es paradójica: mi comportamiento no importa demasiado, pero forma parte del comportamiento colectivo que hace que todo cambie, y con un poco de suerte, para bien.

Encantada de seguir ahí.

martes, 12 de agosto de 2008

Una pluma de quita y pon

Una de las actitudes que más me duele dentro del ambiente homosexual es la plumofobia. Me duele ver cómo tanta gente que ha sufrido personalmente una discriminación determinada es capaces de perpetuar otra que, aunque insista en negarlo, comparte con la anterior una misma raíz. La marginación de las personas no heterosexuales, así como la marginación de quienes no se ajustan a unos patrones de género preestablecidos, beben ambas de las fuentes de un patriarcado que no nos mostrará clemencia por muchos esfuerzos que realicemos para matizar nuestras “desviaciones” y llevarnos bien con él.

Claro que tampoco me convence la opción que se podría considerar contraria: la de quienes defienden que la pluma es una parte esencial de su personalidad, como si llevar deportivas o maquillarse fuera algo prescrito desde nuestro código genético.

El hábito no hace al monje, y por eso yo creo que la pluma es algo de quita y pon.

Lo cual no quiere decir que mostrar o no pluma en un momento u otro de nuestras vidas, en una actividad cotidiana u otra, con unas personas o con otras, no tenga un significado profundo que no determina pero sí condiciona nuestra actuación. Porque lo más importante de la pluma no es ella misma, sino su significado.

En mi experiencia vital, he tenido una relación fluctuante con mi pluma, una relación llena de significado que hace que mi pluma no haya sido casual, pero tampoco parte determinante de mi herencia biológica. Y aunque esta es una teoría personal salida de mi propia experiencia, tengo la osadía de pensar que se podría aplicar de manera general.

Cuando era muy pequeña, y todavía no había adquirido las estructuras mentales de qué es un hombre y qué es una mujer, vivía de manera natural el hecho de tener pluma. No me sentía mal por ello porque aún no comprendía que existían reglas sociales que lo sancionaban. Simplemente, se ajustaba de manera natural a mi personalidad, la cual reunía muchas otras características que con el tiempo sabría que eran consideradas como masculinas, y que yo vivía con gran orgullo y sin pizca de remordimiento.

Alrededor de los seis años, cuando empecé a entender que en la sociedad había normas y creí, según las posibilidades que mi nivel de desarrollo me brindaba, que esas normas eran incontestables debido a su bondad esencial, mi fluir natural se colapsó y mi pluma desapareció de manera repentina. Dejé de lado muchas de mis actitudes masculinas, pero no como resultado de una reflexión consciente acerca de lo que está bien y lo que está mal, muy lejos de mis capacidades, sino como un efecto no buscado y conseguido; como cuando un niño es capaz de meter el triángulo en el agujero circular sólo porque el círculo es mayor sin darse cuenta de que la pieza no es la que se pedía.

Esta situación, no obstante, duró muy poco. Alrededor de los nueve años, quizá antes, recuperé mi pluma, pero con un nuevo matiz. Yo ya sabía que mis actitudes masculinas, entre las cuales mi obcecación por llevar pantalones era sólo una más, eran consideradas por otras personas, algunas de mi misma edad, como algo que estaba mal, que no era adecuado en una niña como yo. Por eso mi pluma dejó de ser simplemente algo que fluía conmigo para pasar a ser una actitud contestataria. Mi pluma se oponía entonces a la no-pluma de muchas de las niñas que me rodeaban, iba acompañada de cierto rencor y desprecio por aquello que yo no era y que nunca podría ser, y me acercaba por primera vez a los niños, que hasta ese momento no eran un grupo diferenciado y que poco a poco fui identificando como aquellos que, de alguna manera, eran como yo.

Con la llegada de la pubertad, nuevamente, mi relación con la pluma varió. Las chicas y los chicos se separaron en dos compartimentos estancos que se atraían y repelían con una fuerza brutal. Ya no era fácil ver en los chicos a unos semejantes, porque ellos ya no me reconocían como tal y sus actitudes sexuales me eran ajenas, mientras que las chicas me resultaban un poco más amables y su compañía ya no me era tan odiosa. Pero, por encima de todo esto, lo que me hizo abandonar la pluma de nuevo fue la necesidad de forzar mi posicionamiento sexual. Ser capaz de atraer al sexo opuesto se convirtió en la mayor virtud, y todas las chicas sabíamos qué resultaba atractivo y qué no. En esos años tan sensibles, para mí fue más importante ganar cierto prestigio, asegurándome la supervivencia en sociedad, que mantener mis anteriores actitudes contestatarias o atreverme a cuestionar mi orientación sexual.

Poco a poco, sin embargo, mi relación con la pluma se fue haciendo más específica. Es decir: yo sabía en qué contextos podía permitirme algo más de pluma y en qué contextos no. Lo cual se traducía en salir los fines de semana pintada como una puerta e ir a clase a diario con una camiseta siete tallas mayor. Sólo me importaba ser “femenina” para atraer a los chicos; era un medio, no un fin. Ajustaba bastante mal con mi personalidad, pero me valía para conseguir mis logros, así que lo utilizaba de manera ejemplar.

Mi feminidad se relajó, no obstante, cuando tuve mi primera relación estable. Apenas me sentí segura de los sentimientos de mi ex novio, una oleada de pluma sacudió mi aspecto hasta extremos que incluso a mí me resultan llamativos. Esta vez tampoco fue fruto de una decisión premeditada; sencillamente, mi inconsciente se rebelaba ante una situación a todas luces inapropiada. Yo lo justificaba de mil maneras porque realmente no conocía la causa de mi actitud, pero está claro que, sin en algún momento mi pluma tuvo un significado profundo, fue entonces.

Cuando nuestra relación se rompió, volví a llenar mi armario de ropa femenina y me dejé el pelo más largo que he tenido jamás. De alguna manera, necesitaba deshacerme de la radicalidad de mi actitud anterior, que sólo pretendía defenderme frente a una amenaza muy clara, pero que no se correspondía del todo con la verdad de mi ser. Sentía que necesitaba recuperar muchas partes de mi yo que se habían inhibido, pero a la vez, era una forma de rebelarme ante mi experiencia anterior. Obviamente, mi pluma provocaba las críticas de mi ex, y una vez que lo dejamos, me vengué haciendo todo aquello que a él le hubiera gustado y que yo me resistía a llevar a cabo por sentirlo como una imposición.

Desde entonces, y a medida que he ido descubriendo que mi pluma apuntaba muchas veces en dirección a mi inexplorada orientación sexual, he seguido dos caminos en mi relación con ella. Por un lado, cuando me siento (y me permiten estar) tranquila y en paz con mi lesbianismo, incluso cuando me alejo un tanto del activismo, feminista u homosexual, exploro más ligeramente mis actitudes femeninas, que son muchas y que, de alguna manera, siempre han estado ahí. Sin embargo, cuando siento mi identidad amenazada, especialmente ante el eterno pensamiento de “tú no eres lesbiana porque no lo pareces”, cuando comprendo la necesidad acuciante de compromiso, utilizo la pluma como parapeto, como provocación ante una sociedad que se niega a entender la diversidad y el carácter fluctuante de las experiencias.

Con esto no quiero decir que en las demás personas la pluma signifique lo que significa en mí; pero sí que, en todos, la pluma tiene un significado. Que no está determinada, como prueba el hecho de que la pluma sea independiente de la orientación sexual; sino que es expresión de nuestra personalidad bajo determinadas circunstancias, una expresión motivada, aunque los motivos permanezcan en el inconsciente.

Por eso creo que debemos respetar la pluma, propia o ajena, hetero u homo, porque significa cosas, da cuenta de cosas, forma parte de la historial personal y los demás, desconocedores generalmente de nuestros semejantes, no somos nadie para juzgar o imponer normas ridículas sobre cómo han de comportarse otras personas.

Que la pluma esté motivada no quiere decir que se pueda o se deba cambiar. Debemos aprender a respetarnos en nuestras circunstancias, en nuestras diferencias, especialmente las personas homosexuales que tanto nos quejamos de la falta de respeto de la sociedad.

Encantada con una pluma que sólo me quito y me pongo yo.

lunes, 4 de agosto de 2008

Negar la evidencia

Últimamente me he dedicado a visitar varios blogs sobre vegetarianismo y defensa de los animales, y he encontrado cosas realmente estupendas. Pero también algunas profundamente penosas, como el hecho de que algunos de los activistas que los llevan tengan que gastar su precioso tiempo en defenderse de argumentos patéticos tipo “los animales no sienten”.

Es decir: se puede optar por comer carne y punto, esgrimiendo, si procede, argumentos de tradición, instinto, comodidad, algo parecido a salud, o lo que sea. Se puede optar por acudir a las corridas de toros y otras muestras de crueldad contra los animales, y utilizar los mismos argumentos. Se puede uno apretar el paquete con ambas manos y menearse al ritmo del “me la pela”. Hay muchas opciones, más o menos comprometidas, más o menos éticas; pero lo que por nada del mundo me parece una opción es negar la evidencia.

Los animales sienten. Entiendo que sea difícil de ver en el caso de un calamar o un boquerón, pero en los ojos de todos los mamíferos, de todos los reptiles, de todas las aves y de muchísimos peces se reflejan el sufrimiento y el dolor como en el espejo más limpio. Cuando se les arranca la piel, cuando se les mata a palos o a sablazos, cuando se les quema vivos, los animales sufren, sufren como lo haría cualquiera de nosotros en una situación parecida, en la que nuestro cerebro racional se desconectase y sólo nos quedara el mismo terror e incomprensión que les queda a ellos.

Otra cosa es que alguien decida que puede vivir con ello, pero ¿negar la evidencia?

Claro que no sé de qué me espanto. Todavía hay quien defiende que las mujeres somos una subespecie y que como tal debemos ser tratadas, que los negros son el eslabón perdido entre el hombre y el mono, que las personas discapacitadas estarían mejor gaseadas, que los homosexuales somos delincuentes que merecemos electrocución inmediata.

Y aún así, me cuesta creer que todavía existan personas que nieguen la evidencia. Que ni siquiera tengan la humanidad de mirar para otro lado, de revolverse con orgullo, de desdeñar altaneros a quienes piensan diferente. No. Con la ignorancia más profunda, más culpable, niegan la evidencia.

Y mientras termino estas líneas, dos de los gatos que viven en el descampado al que dan mis ventanas entonan una sinfonía de maullidos a dúo. No sé si lloran o ríen, no sé si se intimidan o se cortejan, no sé si se conocen o se están conociendo. Lo único que sé, a pesar de mi ignorancia, es que sienten.

Me niego a negar la evidencia.

Encantada.

sábado, 2 de agosto de 2008

Trauma telefónico

Son las cinco en punto de la tarde.
En nuestra casa hace el mismo calor insufrible de todos los días.
El ventilador está encendido.
Mi novia duerme la siesta.
Sin que sirva de precedente, y rompiendo una tradición milenaria, soy yo la que se levanta a coger el teléfono.
Al otro lado, la voz de una señorita tarda unos segundos en contestar.

− Hola, ¿es usted [Nombre y Primer apellido de mi novia]?
− No − son las cinco en punto de la tarde.
− ¿Y usted quién es?
− ¿Y usted? − pregunta obvia a las cinco en punto de la tarde.
[Inaudible] de la compañía [inaudible].
− ¿Perdón? − son las cinco en punto de la tarde.
− Me llamo [No me acuerdo] y le llamo de la compañía [todavía inaudible].
− Ah − son las cinco en punto de la tarde.
− ¿Es usted la titular de la línea?
− No − son las cinco en punto de la tarde.
− ¿Pero no es usted [Nombre y Primer apellido de mi novia]?
− No − son las cinco en punto de la tarde.

La señorita del otro lado toma aire, aprieta su puño derecho y suelta la bomba.

− Entonces, ¿es usted SU MADRE?

Son las cinco en punto de la tarde.
En nuestra casa hace el mismo calor insufrible de todos los días.
El ventilador está encendido.
Mi novia duerme la siesta.
El resto de la conversación podría dañar gravemente su sensibilidad.

Encantada.

jueves, 31 de julio de 2008

Ovulación

Esto es lo que ocurre cada mes en el interior de millones de mujeres:

Las fotos han sido obtenidas por casualidad mientras intervenían quirúrgicamente a una mujer de 45 años. Creo que transmiten la fuerza de la Naturaleza, de la Vida: son terribles y hermosas a la vez.

Las mujeres somos estupendas.
Encantada de ser una de ellas.

lunes, 28 de julio de 2008

Misoginia judicial

Durante varios meses he estado siguiendo una noticia que me provocaba profundos sentimientos de horror e indignación: se trata del caso de José María Cenamora, un guardia civil que sometió tanto a su hija como a su hijastra a abusos sexuales.

En ausencia de la madre, este hombre se metía en la cama de su hijastra, Patricia, tocándola contra su voluntad. La niña de diez años, adolescente de quince después, calló como lo hacen, lo han hecho y tristemente lo harán tantas y tantas mujeres en cualquier rincón del mundo y en cualquier momento de la Historia, presa de la vergüenza, la confusión y el miedo. Cuando contaba con diecisiete años, y ante las preguntas de sus familiares, que la encontraban “rara”, ella explotó y acusó a su padrastro de los abusos. Parecía que todo iba a ir bien a partir de entonces, pero un día su hermana pequeña, de cinco años, le explicó a su madre la clase de “juegos secretos” que mantenía con su padre. Cuando Patricia se enteró de que también su hermana había empezado a sufrir el mismo calvario que ella, sólo pudo aguantar dos meses el inmenso dolor que la inundaba, al que dio fin cuando decidió suicidarse arrojándose una noche a las vías del metro.

Cualquier persona con un mínimo de sensibilidad comprende que una experiencia tan terrible no puede olvidarse o repararse, a pesar de lo cual, es nuestra obligación acudir a la justicia para que se produzca algún tipo de compensación simbólica. La humillación final se obtiene cuando dicha compensación, que en el fondo no representa más que migajas inútiles contra el dolor, ni siquiera tiene lugar en unos términos que puedan calificarse como dignos.

Y así, gracias a una decisión judicial profundamente injusta, se revelan los verdaderos valores de nuestra sociedad, por encima de leyes de igualdad o palabras bonitas del político de turno. En este caso, se ponían en juego dos valores: por un lado, el derecho a la integridad física y psicológica de una persona, y más específicamente, de una mujer a todos los efectos, independientemente de su minoría de edad; por otro lado, tenemos a un padre que, como tal, detenta la patria potestad sobre su hija, debido precisamente a su minoría de edad.

Ante tal dilema, la decisión tomada deja clara la escala de valores que realmente funciona: con la vigencia más rancia del más rancio derecho romano, resulta que la patria potestad de un hombre sobre su hija es más importante que el derecho en principio inalienable de esta a su propia integridad. Así, este hombre fue condenado a dieciocho meses de cárcel, tras los cuales, recuperará la patria potestad sobre su hija, a la que no obstante “indemnizará” con 6000 euros. En esta decisión, por supuesto, no parece haberse tenido en cuenta que dicho señor está diagnosticado de pedofilia limitada al incesto, con evidente reincidencia, y que además, la niña tiene ahora diez años, justamente la edad con la que su hermanastra empezó a sufrir abusos sexuales. Por si tamaña cadena de despropósitos fuese poca, el guardia civil podrá volver a ejercer como tal una vez que abandone la cárcel.

En cuanto a Patricia, no se considera probado que su suicidio hubiese sido motivado por los abusos sexuales que sufría, así que la condena sólo contempla estos. El “daño moral” que le fue causado, por cierto, vale exactamente 30000 euros.

Creo que este caso es tristemente paradigmático de la situación en la que nos encontramos las mujeres cuando se trata de salvaguardar nuestra integridad. El camino que conduce a nuestra dignidad es arduo y profundamente humillante; se avanza en la legislación pero se avanza lentamente y con recelos: al fin y al cabo, se trata de condenar a los hombres por el daño que infringen a las mujeres, daño que hasta hace no tanto se consideraba un derecho. Declarar delante de su violador, repetir la declaración una y otra vez, someterse a exploraciones bochornosas, ser tratada como la sospechosa y no como la víctima, obtener condenas irrisorias... Dicen que estamos en el buen camino, pero después de casos como este una ya no sabe qué pensar.

Por eso es importante que reflexionemos, que nos demos cuenta de qué estructura se oculta detrás del hecho de que el Padre tenga sobre nosotras tanto poder, de cómo cualquier excusa (por ejemplo, la minoría de edad) se esgrime para mantener a la mujer en el estatus de subalterna, que le devolvamos la voz a quien la ha perdido (como esta niña, que ni siquiera fue capaz de declarar en el juicio) y que no paremos de quejarnos y luchar para que desaparezcan estas injusticias que nos afectan a todas, que afectan a la mujer. Digan lo que digan, nos llamen lo que nos llamen, se trata de nosotras, se trata de nuestras hijas, se trata de la dignidad de unas personas que representan más de la mitad de la población mundial.

Encantada de no callarme, de no dejar que me hagan callar.

lunes, 21 de julio de 2008

Delicias orientales

Hoy quiero comentar dos películas de temática lésbica orientales: “Love my Life” y “Saving Face”. Y no os preocupéis, porque no pienso destriparlas.

Estas dos películas me parecen muy especiales, y siempre me pregunto si será porque son orientales o si eso no tendrá nada que ver.

Lo primero que me llamó la atención de ambas películas fue la delicadeza y la suavidad que transmiten. No sé si será un tópico o si realmente tanto la cultura japonesa como la china, por muy occidentalizadas que estén, muestran esas diferencias en la comunicación de las emociones. Para mí, estas películas son una delicia por su amabilidad. No creo que por ello dejen de tratar de manera profunda los temas que tratan, pero la visión de las relaciones lésbicas que transmiten es sumamente hermosa. Y me gusta, porque a veces parece que las mujeres, para ser “modernas” o algo así, debemos mostrar cierta agresividad, y sin embargo, no creo que eso sea necesario, tal y como se puede apreciar en ambas pelis.

Otra cosa que me gustó muchísimo es cómo ponen las relaciones de las que tratan en contexto; especialmente, en el contexto familiar. Aunque esto se ve mejor en “Saving Face”, las dos películas muestran la importancia de las relaciones familiares para las protagonistas y cómo estas se ven sacudidas por la revelación de su homosexualidad. Puede parecer que el asunto es un tópico; sin embargo, estas dos películas aportan un punto original en el tema. En principio, las relaciones entre padres/madres e hijas parecen ser las típicas: la niña dice que es lesbiana y se abre el conflicto de si su familia lo aceptará o no. Pero a medida que ambas pelis avanzan, se rompe esa relación unidireccional donde las únicas que están puestas en cuestión son las hijas, para abrir el campo de mira y presentar a los padres y madres como seres humanos que también se equivocan, que también tienen sus secretos y que también se ponen en evidencia esperando ser aceptados por sus hijas. Me encanta esa perspectiva porque muestra cómo la familia es un sistema donde no hay una única oveja negra, sino que todos sus miembros son personas complejas, con sus aciertos y sus fallos, y que las relaciones se construyen de manera multidireccional a través de la aceptación mutua.

Por último, me gustó mucho ver estas películas porque te hacen salir un tanto de tu propia cultura para enfrentarte, desde la misma perspectiva lésbica que tú tienes, a otras culturas diferentes. Es muy interesante porque, en ambos casos, la familia de las protagonistas mantiene ciertas tradiciones, mientras que ellas pertenecen a un mundo muy distinto, que les plantea dilemas constantes sobre cómo manejar su vida sin renunciar a las personas que aman. Al compartir su experiencia, te das cuenta de hasta qué punto los problemas a los que se enfrentan son los mismos y distintos a los tuyos, como muchas reacciones tienen el mismo fondo a pesar de las diferencias de contexto, y cómo esas diferencias multiplican la realidad lésbica a la que todas pertenecemos.

En fin, unas delicias de la que todas deberíamos disfrutar.
Encantada con el cine lésbico oriental.

sábado, 19 de julio de 2008

Miss Prejuicios

Estoy llena de prejuicios.

Me crié en un mundo prejuicioso, con una madre prejuiciosa, en una sociedad prejuiciosa que lo era, sobre todo, porque no conocía sus prejuicios, no los consideraba como tales o no estaba dispuesta a superarlos.

Lo único que puedo decir a mi favor es que yo los voy conociendo poco a poco, los considero denigrantes y estoy deseando dejarlos atrás.

Hace unos meses descubrí, barriendo el fondo de mi inconsciente, que tenía un prejuicio misógino fundamental: me creía todo lo que decían de las feministas. Es decir: no, no me lo creía, ¡pero si yo también soy feminista! ¡pero si encima soy lesbiana! ¡pero si me encantan las mujeres, qué misoginia ni qué niña muerta...!

Pues sí, me lo creía.

No pude seguir negándolo después de lo que ocurrió la última vez que visité la Librería Mujeres para comprar un libro de Historia. La idea de que existiera en Madrid una librería feminista, que además contempla la existencia de las lesbianas, me emocionó desde que supe de ella; y sin embargo, siempre que iba le pedía a mi novia que me acompañara, sin saber por qué.

Aquel día, por suerte, lo comprendí.

Estuvimos fisgoneando por las estanterías, con el gran placer de encontrar sólo libros escritos por o sobre mujeres, hasta que terminamos llevándonos el que habíamos ido a buscar. Cuando fui a pagarlo, sin embargo, surgió un problema: el libro no tenía el precio marcado. Como pertenecía a una colección de la que yo ya tenía un ejemplar, se lo dije a la vendedora que me atendía, por si el precio podía resultarle orientativo. Y entonces ocurrió:

− Oye, Mari (nombre ficticio de la otra vendedora), que esta chica dice que sabe el precio, así que deja de buscar.

Y después, dirigiéndose a mí:

− Si aquí ya ves, otra cosa no, pero confianza... entre nosotras... ¡cómo no vamos a confiar!

Parecerá una tontería, pero en aquel momento yo me di cuenta de que esperaba que aquellas mujeres se comportasen según lo que dicen de ellas: que fueran hostiles, materialistas, desconfiadas, misántropas... Sin embargo, la que me hablaba era una mujer mayor, con el pelo cano, que me miraba con ternura y que suspiraba con una gran calma interior. No estaba crispada, ni me miraba de arriba abajo, ni dudó un sólo instante de mí.

Obviamente.

Me dolió mucho darme cuenta de que todos esos prejuicios misóginos anidaban dentro de mí. Me avergoncé de ser yo la desconfiada con otras mujeres, me avergoncé de haber sido aleccionada en ello y de resultar una alumna ejemplar.

Pero es así. Desde que soy lesbiana y me he ido acercando poco a poco al feminismo y a las mujeres, montones de prejuicios semejantes han surgido de mí. Suerte que no tengo la más mínima intención de mantenerlos y que, según voy siendo consciente de su existencia, me esfuerzo por alejarlos y hacerlos desaparecer. Y me siento orgullosa: no soy responsable de lo que otros me inculcaron, de los prejuicios estructurales de nuestra sociedad; pero sí lo soy de no repensarlos, de no contrastarlos con la realidad, de mantenerlos en mi interior.

Encantada de no hacerlo más.

miércoles, 16 de julio de 2008

Orgullo(s)

Este es el vídeo "Orgullosas de SER" que se proyectó durante la manifestación del Orgullo. Me gustó muchísimo porque no sólo anima a las mujeres lesbianas a ser visibles en general, sino que nos invita a ser visibles para formar parte del movimiento feminista, al que siempre pertenecimos y que sigue necesitándonos:


Sin embargo, viendo este vídeo, igual que asistiendo a la manifestación, creo que nos llevamos una impresión demasiado optimista de la situación real que todavía vivimos las lesbianas. Una vez que han terminado de barrer las calles y las banderas arcoiris dejan de ondear, se comprueba cómo al público en general sólo le llega la misma imagen estereotipada de siempre. ¿De qué sirve que este haya sido el año de la visibilidad lésbica, si los medios de comunicación sigue mostrando un Orgullo eminentemente gay, gay-friendly y fiestero?

Este es el vídeo que se emitió en "Caiga Quien Caiga" sobre el tema:


Profundamente decepcionante, ¿verdad? Y todavía he tenido el disgusto de ver otros reportajes por el estilo, que no puedo subir porque no los encuentro, pero que cualquiera puede imaginar.

Tenemos un largo camino por delante.
Encantada de saber adónde ir.

sábado, 12 de julio de 2008

La crónica más orgullosa

Después de unas bien merecidas vacaciones, vuelvo con las pilas cargadas para hacer mi particular “crónica orgullosa” una semana después de la gran manifestación.

Cabecera de la mani: Zerolo, la Ministra de Igualdad, Cándido Méndez (con cara de "voy a ser el hazmerreír de la próxima asamblea"), andaba por allí pero no se le ve a Gaspar Llamazares, también el presidente de la FELGT, etc.

Si tuviera que adjetivar el Orgullo de este año, lo consideraría un Orgullo “tranquilo”. Mi novia y yo fuimos a la manifestación con otra pareja de mujeres lesbianas amigas nuestras, y elegimos la segunda pancarta de la cabecera para hacer la marcha, la de las “3000 lesbianas visibles” (que no sé yo si fuimos 3000, pero sí muchas lesbianas y sí muy visibles). Me gustó esa manera de reivindicarnos, porque este año no me quedé con el regusto amargo de todos los Orgullos, cuando siento que, aunque las lesbianas estemos allí, seguimos demasiado diluidas entre el gentío. El sábado íbamos todas juntas, y nos hacíamos notar. Había algo especial en el ambiente, supongo que nuestra mera presencia, pero era algo de lo que emanaba mucha fuerza, y sobre todo, mucho ORGULLO.

La calle Alcalá hasta la bandera.

Desde luego, para mí este ha sido el Orgullo más orgulloso. En cuanto pisé la calle Alcalá junto con mi novia, sentí una gran energía invadiendo todo mi cuerpo. No necesité ni medio segundo para darme cuenta de qué era lo que me estaba pasando, lo supe enseguida: YA NO TENÍA MIEDO. Así de sencillo y así de poderoso. De pronto, me daba todo igual. Sí, todavía podía encontrarme a Patatín y a Patatán, mi cara seguiría saliendo en la portada de un periódico o ilustrando cualquier reportaje televisivo, claro que todo el mundo a quien yo no veía ni controlaba podía verme y controlarme a mí mientras me abrazaba con fuerza a mi novia, por supuesto que aún existía la posibilidad de matar a mi abuela de un infarto pero... ¿es que acaso no tengo derecho simplemente a SER? ¿Es que he de pasar el resto de mi vida escondida sin pasearme por la calle como cualquiera? No sé, de pronto tuve la certeza de que eso era lo correcto, y de que todos los miedos que me lo impiden cada día, en boca de los demás o en mi propia cabeza, sencillamente no tienen razón.

¡Muuuchas lesbianas visibles...!

Comentando después con mi novia la fuerza que había tenido aquel Orgullo para mí, ella me matizó diciendo que realmente había sido el menos reivindicativo de todos a los que habíamos asistido. Y, pensándolo bien, tenía razón: no cantamos demasiadas proclamas, no llevábamos apenas pancartas, casi no se veían banderas... Así fue: sólo éramos muchas lesbianas juntas, sólo estábamos allí, nos limitábamos a estar, y sin embargo, ¡se sentía tan bien...! Puede que no fuera un Orgullo muy político, pero era un Orgullo muy humano y muy vital. Y muy lésbico, por supuesto.

¿Que las mujeres no podemos tocar qué?

A cambio, en la zona en donde nosotras marchamos apenas sufrimos la presencia de drag queens o similares. Repetiré lo de todos los años: me parece bien que ellos también salgan a la calle y que el Orgullo tenga su punto de fiesta. Lo que no me parece bien es que ellos acaparen más atención que el resto, cuando los que marchamos sin disfrazarnos somos más; no me parece bien que la gente vaya a verles a ellos cuando ¡joder! van disfrazados, mientras que el resto damos la cara, la cara de cualquiera que tiene cualquier persona homosexual; y sobre todo, no me parece bien que en su nombre se haya rebautizado una manifestación con el nombre de “desfile”, nombre que nos desprestigia, que se mofa de nuestras reivindicaciones, que nos cosifica y que permite la preeminencia de la homofobia que al menos algunos deseamos combatir. Además, era el año de las lesbianas, y lesbianas y drag queens es de lo más antitético que hay.

Alguna bandera sí que hubo, sí.

Otro punto muy interesante para mí fue la asistencia de un grupo de madres lesbianas que se manifestaron de forma conjunta. Creo que no podían faltar dentro de una manifestación que reivindicaba la visibilidad lésbica, y desde luego que su presencia no defraudó.

Reivindicando, que es gerundio.
.
Cuando llegamos a Plaza de España, estuvimos un rato sentadas en el césped con nuestras amigas, viendo terminar al resto de manifestantes y asistiendo a la proyección de un vídeo muy emocionante que animaba a las lesbianas a salir del armario. Otro año más, no pudimos ver ninguna carroza, porque eran las diez cuando todavía no habían asomado por allí, y mi novia y yo decidimos no volver a casa muy tarde para poder preparar la maleta. La verdad es que fue una pena, siempre me quedo con las ganas y finalmente me tengo que conformar con ver las carrozas por televisión (cuando las veo).

"Soy lesbiana, soy visible" de COGAM, llegando a Plaza de España.

En fin, un Orgullo más, con más orgullo, más alegría, más tranquilidad. Qué lejos queda el Europride... ¡y que no vuelva! Este año, al menos, se podía caminar tranquilamente, sin empujones, sin más público que manifestantes, sin sentir Madrid tan ajena, porque aunque sea capital y blablabla, para algunos es simplemente nuestra pequeña gran ciudad, el lugar donde queremos revindicar nuestro derecho a ser para después poder ejercerlo.

Una foto al público... ¡jojojo! No pude resistirme.

Encantada de seguir luchando por nuestra visibilidad.

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