viernes, 24 de octubre de 2008

Anorexia de género

Por diferentes motivos, conozco a varias personas afectadas de trastornos de la alimentación, como la anorexia y la bulimia. Adolescentes, mujeres adultas, incluso bebés recién nacidos. Más allá de mi experiencia, más allá de los estragos que estas enfermedades crean en las personas y quienes les rodean, me duele darme cuenta de que el 90% de quienes las sufren son mujeres.

Hay quien piensa que la anorexia y la bulimia son el resultado de la inmadurez y la frivolidad de unas pocas jovencitas. Nada más lejos de la realidad. Los trastornos de la alimentación están presentes incluso en los animales, y constituyen una de las maneras en las que nuestro cuerpo reacciona ante el estrés. Cuando un ser vivo, del tipo que sea, se ve sometido a la presión insufrible de un ambiente hostil, deja de ser capaz de alimentarse con normalidad. En caso de seguir ingiriendo su alimento, la tarea de procesarlo puede ser una carga tan pesada para su organismo que se vea obligado a dejar de comer, a comer por encima de sus posibilidades, o a vomitar.

¿Puede una enfermedad que afecta abrumadoramente a uno solo de los sexos estar causada por la mera suma de situaciones personales? ¿Se puede achacar sólo a características individuales, tales como la autoexigencia desmesurada o la obsesión con unos modelos inalcanzables? Yo creo que no. Para mí, la individualidad moldea y concreta los resultados de una presión estructural: la que el patriarcado ejerce sobre la mujer. Si las mujeres sufrimos trastornos de la alimentación, es porque toda una ideología y su estructura socio-cultural correspondiente lo quieren así.

Entonces, ¿hace cuanto que la presión sobre el cuerpo de la mujer se traduce en trastornos de la alimentación? Seguramente ambos fenómenos hayan ido de la mano desde siempre, lo cual demostraría que la anorexia y la bulimia son tan antiguas como la subordinación de la mujer, y que su mayor incidencia actual es sólo mayor en apariencia: siempre estuvieron ahí, pero como tantos otros problemas de salud femenina, hace pocos años que se les presta atención.

Buceando en algunos libros, he encontrado referencias explícitas a esta presión, a esta invitación a maltratar el cuerpo hasta la enfermedad como la que sigue, extraída de un tomo sobre las mujeres en la Edad Media europea:

Explícitamente definida como instrumento de custodia de la castidad femenina, la sobriedad impide que los alimentos y las bebidas, una vez en el cuerpo de la mujer, puedan excitarla al punto de encender en ella una irrefrenable lujuria. De aquí una serie de prescripciones alimentarias, presentes tanto en la literatura religiosa como en la laica (evitar el vino, el alimento excesivo, las comidas demasiado calientes o demasiado condimentadas). Si bien la mujer casada tiene que encontrar un justo equilibrio alimentario que la aleje de la lujuria sin poner en peligro la eficiencia generativa de su cuerpo, la religiosa y la viuda pueden ir más allá en la mortificación de la carne e imponerse una sobriedad alimentaria más rígida, que incluye la práctica del ayuno. Con el andar del tiempo, a partir de finales del siglo XIV y durante todo el siguiente, la insistencia sobre el valor de la sobriedad y del ayuno se vuelve más aguda y radical, implicando en ciertos casos también a mujeres casadas. Las normas que establecen cuándo, cuánto y cómo comer y ayunar se vuelven más detalladas y, unidas a una serie de prescripciones sobre los momentos y los modos propios de la disciplina corporal, se invisten de un ascetismo cada vez mayor. Un cuerpo fatigado de alimentos excesivos, debilitado por el vino, enervado por la excitación y agotado por la lujuria no place a Dios ni sirve al marido.

La mujer custodiada, en Historia de las mujeres. Carla Casagrande.

Estoy segura de que hay numerosos documentos similares a lo largo y ancho de numerosas obras de Historia o Antropología (siempre que tengan cierta perspectiva de género). En ellos se puede leer claramente cómo la mujer sólo es considerada como máquina reproductora y sólo para ello se la mantiene sana. Cuando la mujer no sirve a la reproducción, se le ofrece el nivel mínimo de supervivencia, para lo cual debe maltratar su cuerpo constantemente, en nombre de leyes discriminatorias y crueles, sean divinas o humanas. De hecho, en numerosas sociedades, la privación de alimento es utilizada como método anticonceptivo:

Las mujeres con carencia nutricional no son tan fértiles como aquellas cuyas dietas son correctas. También están claramente demostrados los efectos del estrés nutricional sobre la madre, el feto y el bebé. La nutrición materna deficiente aumenta el riesgo de nacimientos prematuros y de bajo peso, suponiendo ambas cosas un aumento de la mortalidad infantil; la mala nutrición materna también disminuye la cantidad y la calidad de la leche materna, disminuyendo de esa forma aún más las oportunidades de supervivencia del bebé. Estos efectos nutricionales variarán en la manera que interaccionen con la cantidad de estrés fisiológico y psicológico producido a una mujer embarazada y lactante. Además, las expectativas de vida de las mujeres pueden estar afectadas por los efectos de sustancias tóxicas, por técnicas abortivas basadas en lo que podríamos llamar shock corporal, y de nuevo la interacción de todos estos factores con el estado nutricional.

Prácticas de regulación de la población, en Antropología cultural. Marvin Harris.

En El segundo sexo, Simone de Beauvoir hace alusión a ideas similares. Así por ejemplo, critica algunas ideas de Balzac, al que acusa justamente de cínico:

Balzac exhorta al esposo a mantener a la mujer muy atada si quiere evitar el ridículo del deshonor. Tiene que negarle instrucción y cultura, prohibirle todo lo que le permita desarrollar su individualidad, imponerle ropa incómoda, empujarla a seguir un régimen de hambre.

Por supuesto, el control del cuerpo de la mujer que conlleva trastornos alimentarios no se refiere sólo a la falta de comida, sino también a su exceso. Esta situación está considerada, asimismo, en El segundo sexo, a través de una cita de la Revista de Psicología de ¡1934!:

El engorde artificial de las mujeres, verdadero cebado cuyos dos procedimientos esenciales son la inmovilidad y la ingestión abundante de alimentos adecuados, en particular leche, aparece en distintas regiones de África. Lo practican todavía los árabes e israelíes acomodados de la ciudad en Argelia, Túnez y Marruecos.

Nos engordan, nos adelgazan, nos mantienen enfermas e inútiles, al servicio de un sistema que no puede ser el nuestro. No son modas o falta de personalidad, no atacan sólo a frágiles adolescentes, por más que sean un blanco fácil, o a mujeres insatisfechas o ambiciosas. Forman parte de un programa que no nos considera personas, que no nos deja ser.

Nuestro cuerpo es nuestro, y es necesario que cobremos conciencia de ello, de cómo se nos obliga a maltratarlo, a no poner por delante la salud frente a exigencias que nos alienan. Es casi un deber frente a nuestras hijas, nuestras madres, nuestras amigas, esposas, novias, hermanas. Una responsabilidad de las mujeres para con las mujeres, de cada una de nosotras frente a sí misma.

No lo permitamos más. Dejemos de maltratarnos y apostemos por nuestra salud.

Encantada.

domingo, 12 de octubre de 2008

La voz

Los modelos sobre el proceso de desarrollo de la identidad homosexual que conozco suelen considerar una primera fase de “sensibilización”, en la cual se suceden pensamientos, sentimientos y experiencias que nos hacen “sospechar” que algo no va como debería, aunque todavía no sepamos que ese “algo” es nuestra orientación sexual. Esta fase de sensibilización tiene una duración variable, ya que la asunción de la homosexualidad no es nunca repentina, y además, suele ser más tardía en las mujeres.

En mi experiencia, hay un elemento de mi etapa de sensibilización que destaca por encima de los demás por su extrañeza, su magia y, sobre todo, por constituir una muestra de nuestra poderosa sabiduría interior. Durante años lo oculté como una falta, como algo terrible que sin embargo vivía en mi cabeza, como una vergüenza que me provocaba un terror genuino, como lo incomprensible, lo inexplicable; como la verdad. Si alguna vez, a escondidas, decidí ponerle nombre, este fue tan indefinido como mi experiencia: se trataba, sencillamente, de “la voz”.

Ocurría siempre que creía haberme enamorado de un chico. Recuerdo especialmente aquella vez en que tenía catorce años y pensaba que había descubierto a mi hombre ideal en uno de mis compañeros del colegio, un chico tímido, con gafas y un tanto enrevesado del que me llamaba la atención su manera de hablar. En mi mente permanece intacta la imagen de aquella tarde en la que escribía en mi diario, sentada en la mesa de mi habitación, explicando lo mucho que me gustaba, describiendo la forma de sus manos, la ropa que llevaba puesta la última vez que lo había visto y cuántos hijos había decidido que tendríamos juntos.

Estaba yo tan inspirada, tan concentrada en mi propia historia, tan arrebatada por el romanticismo adolescente, que me quedé clavada en la silla cuando escuché la voz. “Todo es mentira”, decía. “Ese chico no te gusta, no estás enamorada de ese chico, lo que sientes no es amor”. Lo peor de aquella voz es que hablaba como yo lo habría hecho, utilizaba mi mismo timbre para pronunciar unas palabras en las que yo no creía, que no sabía qué significaban y que, sin embargo, salían de mí, eran parte de mí hasta el punto de que aquella voz tan ajena parecía mi propia voz.

Cada vez que encontraba un candidato a mi hombre ideal, la voz reaparecía con la misma cantinela. “Todo es mentira”. Era su frase preferida. La repetía una y otra vez, una y otra vez cada vez que me perdía en mis ensoñaciones, que juraba en mi diario haber conocido a un chico especial, cada vez que imaginaba cómo sería salir con él, nuestra relación, nuestra vida, la voz estaba allí para recordarme que todo era mentira, que yo no sentía amor, que nunca ocurriría eso con lo que yo soñaba, que no era real, que no, que no, que no. Por supuesto, su insistencia me hizo plantearme varias veces si aquella voz en mi cabeza, quienquiera que fuese, tendría razón. Si cabía una posibilidad de que aquel universo de ensoñaciones juveniles, aquellos arrebatos románticos, no fuesen más que un producto de mi imaginación, de manera que lo que yo pensaba que estaba ocurriendo no fuera real.

En esos momentos de confusión extrema, de torpeza ansiosa que busca a tientas una luz, me preguntaba qué motivos podría haber para que yo no fuese ser capaz de enamorarme de verdad. Porque esa era la sensación que me quedaba, tras sufrir los asedios de la voz durante días, la sensación de que era incapaz de amar. ¿Cómo podía ocurrir? ¿Cómo podía ser yo, tan romántica y sensible como me creía, incapaz de amar? Y la única respuesta que me pude dar en aquellos días, durante los muchos años que duró la voz, era que yo, en el fondo, no era más que una niñata caprichosa, que me enamoraba de unos y de otros de manera aleatoria y superficial, y que después de conseguirlos desaparecía toda la emoción de la conquista y yo me lanzaba en busca de una presa mejor. De esta respuesta, claro, se deducía un juicio moral implacable: yo era mala, muy mala persona, o mejor, muy mala mujer, una perdida más entre todas las perdidas, algo terrible de lo cual sacaba una clara enseñanza. Debía cambiar.

No deja de resultarme curioso cómo la voz no sólo no consiguió guiarme por otros caminos más adecuados sino que me acabó avocando con más fuerza si cabe a cometer el mismo error. Porque cada vez que me enamoraba de un chico nuevo, y la voz, con sus frasecitas, volvía a estar ahí, yo me empeñaba en que aquel sería el definitivo, mantenía viva una llama más artificial que las olímpicas, me esforzaba cada minuto en convencerme de que aquello era amor verdadero, de que esta vez le ganaría la batalla a la voz, de que pronto se harían realidad todas mis fantasías, de que me sentiría bien siendo correspondida y la voz se esfumaría para siempre.

Sobra decir que esto nunca ocurrió.

A veces me pregunto por qué no fui capaz de darme la respuesta de que todo era mentira porque yo no podía amar sino a una mujer. Me pregunto por qué opté por sentirme tan culpable, tan pérfida y manipuladora, cuando se ve a la legua que yo nunca he sido nada de eso, que era la más pánfila de las enamoradas, que mi pasión era tan falsa como inocua, que no pude convertirla más que en arte mediocre y no en la tragedia terrible que vaticinaba a partir de la voz. Pero supongo que en el fondo, esa culpabilidad, esa idea de que yo era “mala”, formaba también parte de mi periodo de sensibilización. Me indicaba, de alguna manera, que lo que en realidad me pasaba para muchas personas no estaba bien.

A veces me pregunto, sorprendida, de dónde salió aquella voz. ¿Quién me mostraba, tan sabia, tan clara, el camino hacia mi verdadero yo? ¿Cómo podía tener una voz así dentro de mi cabeza? ¿Por qué sabía ella quién era si mi identidad era para mí misma una incógnita brutal? Y lo único que sé responderme, ahora, tras varios años libre de la voz que tanto me atormentaba, es que lo que yo escuchaba era lo que algunos llaman el guía interior, la voz del inconsciente o, incluso, del mismo Dios. Para mí, tal y como me parecía en un principio, aquella voz era la mía, era yo misma allanándome el camino, una yo misma más intuitiva y sabia que la yo misma que finalmente actuaba, pero una parte de mí al fin y al cabo, la misma parte de mí que ahora descansa una vez que me ha visto arribar al puerto de mi yo real.

Encantada de haber comprendido el mensaje de mi propia voz.

sábado, 4 de octubre de 2008

Intuiciones sobre la choza

A veces pienso que estamos tan acostumbradas a vivir en un mundo de hombres que hemos perdido la capacidad de imaginar un mundo de mujeres, o un mundo igualitario, o que incluso ya no podemos discernir la mera experiencia femenina en el mundo tal y como es.

Por lo menos a mí es eso lo que me pasa con algunos temas. Uno de ellos tiene que ver, nuevamente, con la menstruación: en numerosas sociedades de todo el mundo, es común la costumbre de apartar a las mujeres que están con la regla del resto de la tribu, confinándolas en las llamadas “chozas menstruales”.

Los antropólogos no se ponen de acuerdo con este tema. Algunos, hombres y mujeres, piensan que esta costumbre constituye una muestra más de la subordinación de la mujer, de la misoginia más profunda e infantil que considera que la sangre menstrual prueba la impureza femenina y que es peligrosa para los hombres. Otros, también hombres y mujeres, piensan que es un ritual que permite a las mujeres descansar del trabajo durante esos días, y que para ellas resulta un periodo placentero de recogimiento interior y libertad:

Las mujeres de la Antigüedad y las modernas aborígenes solían crear un lugar sagrado para esta clase de comunión y búsqueda. Dicen que, tradicionalmente, se establecía durante el período menstrual de las mujeres, pues en estos días una mujer vive mucho más cerca de su propio conocimiento que de costumbre. Los sentimientos, los recuerdos, las sensaciones que normalmente están bloqueados penetran en la conciencia sin ninguna dificultad. Si una mujer se adentra en la soledad en este período, tiene más material que examinar.

No obstante, en mis intercambios con las mujeres de las tribus de Norte, Centro y Sudamérica, así como con las de algunas tribus eslavas, descubro que los “lugares femeninos” se utilizaban en cualquier momento y no sólo durante la menstruación.

Siempre me río cuando alguien menciona a los primeros antropólogos, según los cuales en muchas tribus las mujeres que menstruaban se consideraban “impuras” y eran obligadas a alejarse del poblado hasta que “terminaban”. Todas las mujeres saben que, aunque hubiera un forzoso exilio ritual de este tipo, cada una de ellas sin excepción, al llegar este momento, abandonaba la aldea con la cabeza tristemente inclinada, por lo menos hasta que se perdía de vista, y después rompía repentinamente a bailar y se pasaba el resto del camino muerta de risa.


Clarissa Pinkola Estés.

Y la verdad, yo no consigo formarme una opinión sobre el tema. Por un lado, creo que considerar inútil a la mujer o apartarla durante su menstruación constituye una generalización indebida, ya que, a pesar de que muchas mujeres puedan sentirse absolutamente indispuestas durante algunos días o en algunas ocasiones, esto no les ocurre a todas ni en todo momento, y además, se puede paliar. El hecho de que nos hayan impedido acceder a puestos de responsabilidad o incluso realizar el más sencillo de los trabajos remunerados utilizando como excusa la menstruación me parece, aparte de un argumento débil y cutre, profundamente injusto, absurdo y demás.

Pero, por otro lado, creo que hay cierta verdad en lo que algunos antropólogos piensan cuando consideran que este aislamiento es un ritual de purificación muy positivo para la mujer. Y es que las mujeres soportamos una carga biológica gratuita que la sociedad debería recompensarnos de alguna manera. No considerándonos impedidas, sólo faltaría, sino honrándonos por algo que, aunque nos ocurre sin más, es la base del mantenimiento de la vida. Si se honrase la vida como algo maravilloso que no llevamos a cabo sino que ocurre, se honraría a las mujeres de la misma manera.

Sin embargo, yo creo que en nuestra sociedad estamos en las antípodas de ese pensamiento. A las mujeres se nos enseña, desde pequeñas, bien a considerarnos inferiores por estar indispuestas unos días al mes, bien a hacer como que esos días no existen ni importan a base de pastillas, tampones y un esfuerzo superior al que se le pide a cualquier hombre en una situación similar.

Y no, no me parece que este tema sea un tema menor. De hecho, considero que está en la base del respeto a las mujeres según lo que realmente significa ser mujer, acerca de lo cual no tengo apenas ideas pero sí algunas intuiciones, como la necesidad de conocer, aceptar y respetar la menstruación, sin despreciar a la mujer pero tampoco violentarla en lo que para nuestro cuerpo resulta natural.

Personalmente, no me importaría tener una chocita de esas para arrebujarme de vez en cuando. Y mucho menos si tenemos en cuenta su condición de lugar exclusivo para mujeres...

Encantada.

jueves, 2 de octubre de 2008

Normalidad, diversidad, dignidad... ¡felicidad!

Un juez decreta prisión incondicional para la ex-gerente del Consorcio de Desarrollo Económico de Baleares y su esposa.

Necesité leer varias veces el titular de las noticias hasta cerciorarme de que la primera impresión de mi cerebro era cierta: se trataba de una mujer y su esposa. Después, me dediqué a leerlo compulsivamente hasta que desapareció de la pantalla: ¡se trataba de una mujer y su esposa!

Entonces decidí que acababa de asistir a un suceso normal.

Para mí, la normalidad es eso: que se hable de un matrimonio de mujeres (esta vez, implicadas en una trama de corrupción; otra vez, por otros motivos) sin subrayar su carácter extraordinario, tal y como se haría con un matrimonio heterosexual. Y sin utilizar la palabra “lesbiana”, ya que, en este caso, lo relevante no es su orientación sexual, sino el hecho de que se hayan dedicado a malversar fondos públicos y unas cuantas lindezas más.

Para mí, eso es también el respeto a la diversidad: porque una puede ser lesbiana y muy buena persona, o también lesbiana y corrupta, o asesina, o timadora profesional. Y es que el hecho de ser lesbiana, por mucho que a algunos les gustase que ocurriera lo contrario, no implica nada más allá de que te gusten las mujeres. Nada. Absolutamente nada. Porque las lesbianas somos tan diversas como los demás.

Para mí, finalmente, el tratamiento que ha recibido esta noticia significa dignidad: dignidad para todas las lesbianas que no queremos que se nos asocie con unas mujeres corruptas sólo por compartir con ellas nuestra orientación sexual; dignidad para todas las que merecemos que nuestros matrimonios reciban un trato igualitario con los tradicionales, para la bueno y para lo malo, como derecho y como deber, exactamente lo que ocurriría con un matrimonio heterosexual.

Creo que con este suceso las lesbianas hemos avanzado un poquito más.
Y la lucha contra la corrupción, también.

¡Encantada!

miércoles, 24 de septiembre de 2008

A trompicones

La primera vez que me llamé a mí misma lesbiana iba en un avión.

Desde hacía algunos meses, varios acontecimientos, quién sabe si fortuitos, estaban ayudando a que algo en mi interior se desperezase lentamente, frotándose los ojos, estirando los brazos, bostezando y dándose los buenos días:

− Eres lesbiana.

Aunque nunca me lo había planteado seriamente, por más que sospechase, la primera vez que me lo dije sonó natural. Fue como si en una partida de Tetris todas las piezas cayesen a la vez y encajaran. Algo en mi cerebro hizo “clic”, un “clic” muy suave, delicado, nada parecido a un terremoto, y eso fue todo. Después miré a un par de chicas mientras corría para no perder el avión siguiente, y lo comprobé. Estaba claro. No tenía ninguna explicación lógica pero así era. Y tal vez siempre había sido así.

La segunda vez que me llamé a mí misma lesbiana participaba en una terapia de grupo.

Habían pasado muchos meses y la intuición dejó paso, poco a poco, a la razón. Tratar de explicar y de explicarme me había hecho dudar de lo que en mi interior parecía comprobado. No tenía respuestas para casi nada, sólo podía repetir que era así y que estaba bien, pero fue difícil resistir y la falta de argumentos hizo que mis intuiciones sucumbieran. Las condiciones de los demás se impusieron y tuve que renunciar a mi nombre, el que yo misma me había dado, a cambio de absolutamente nada, aparte de la confusión y la inseguridad.

Así que allí estaba yo, en un grupo de lesbianas sin considerarme yo misma lesbiana, porque no podía, porque no cumplía las condiciones que otros me habían dicho que tenía que cumplir, porque llamarme lesbiana no era lógico y sólo lo lógico tiene cabida en un mundo como el nuestro. Pero aquel día fue diferente, sentí náuseas y ganas de llorar, algo quería escaparse de mis adentros y no tenía tiempo que perder.

− Soy lesbiana.

Lo dije con un hilo de voz. Me lo dije a mí misma por segunda vez y se lo confirmé a los demás. Entonces mis compañeras me aplaudieron y yo sonreí.

Porque eso es lo importante. Más alto o más bajo, más seguras o sin ninguna seguridad, ponednos el nombre que nostras elijamos y sonreír.

Encantada.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Catálogo de obviedades

Últimamente he leído varias opiniones que circulan por la red (y por lo que no es la red, obviamente) llenas de prejuicios hacia la alimentación vegetariana. En ellas, se acusa a esta dieta de elitista y cara, y a los vegetarianos, de seres artificiales que no podrían vivir sin esas delicatessen que constituyen tanto las tiendas vegetarianas como la comida vegetariana. Muchos de los que suscriben dichas opiniones terminan amenazando con que se comerán un buen filete en cuanto apaguen el ordenador, lo cual me provocaría mucha risa si no fuera tan patético. El caso es que me apetecía dejar algunas cosas claras; cosas que, sorprendentemente, parece que no resultan la obviedad que son para un número vergonzoso de personas.

En primer lugar, a algunos les gustará saber que las presuntas “tiendas vegetarianas” no existen. O a lo mejor soy yo, que no las encuentro. En cualquier caso, lo que yo entiendo es que esa expresión, “tiendas vegetarianas”, hace referencia a determinadas zonas de los supermercados (normalmente etiquetadas como “dietética”), a los herbolarios y a las tiendas de productos ecológicos. Y ninguno de estos lugares es exclusivo para vegetarianos; de hecho, los vegetarianos son minoría al menos en los dos primeros. Y lo digo con conocimiento de causa, porque se pasa una vergüenza muy grande mientras se revuelve entre un montón de preparados para adelgazar buscando algo que se parezca a una hamburguesa de soja, sobre todo cuando la gente se para a mirarte con cara de “mírala, tan delgadita y preocupada por el peso, ¡adónde vamos a llegar!”.

Por otro lado, por más que los vegetarianos puedan ser la clientela principal de los productos ecológicos (cosa que no aseguro, sobre todo teniendo en cuenta que también existe carne de producción ecológica, por ejemplo), ni estos ni los lugares donde se venden (que a veces no son más que simples estanterías dispersas en un supermercado cualquiera) resultan excluyentes: cualquier persona que no sea vegetariana puede optar por comprar productos ecológicos por otros motivos, como la salud o la defensa del medio ambiente.

En fin, que para ser una élite, parece que se mezclan bastante con la chusma.

En cuanto a la comida vegetariana, esta tampoco existe. La denominación se usa, sí, pero por pura comodidad, porque los platos que la constituyen se encuentran dispersos a lo largo y ancho de las dietas omnívoras de todo el mundo. De hecho, poca gente consideraría que cuando se toma un gazpacho, un revuelto de setas al ajillo, unos jalapeños o unos espaguetis al pesto está comiendo “comida vegetariana”. Sin embargo, en cualquier recetario de comida vegetariana o en el menú de un restaurante vegetariano son esos y no otros platos exotiquísimos y muy raros (que no estaría mal probar tampoco) los que se van a encontrar. Es decir, que cualquier plato etiquetado como “vegetariano” puede ser ingerido y de hecho lo es por cualquier persona no vegetariana; la diferencia es que las personas vegetarianas sólo ingieren esos y no otros que sí forman parte de la dieta omnívora.

Resumiendo, ¿quién excluye a quién?

Y en cuanto a la idea de que ser vegetariano sale caro, considero que cualquiera que se adhiera a tremenda opinión no tiene ni idea, bien de qué es ser vegetariano, bien del precio de la comida. En la dieta vegetariana, se elimina la parte de la pirámide alimentaria que corresponde a los productos de origen animal. Esta parte se sitúa en la zona superior, lo que quiere decir que es relativamente pequeña y que en ningún caso constituye la base de ninguna dieta. En el caso de la vegetariana, los aportes nutricionales de esta zona que se elimina se consiguen ensanchando, principalmente, la base de la pirámide, compuesta por los cereales y las legumbres. Que mucha gente no sepa que deberíamos alimentarnos sobre todo de cereales y legumbres y no de filetazos, y que de hecho los filetazos causan graves problemas de salud, es algo que demuestra la calidad de nuestros conocimientos sobre nutrición. Por no hablar de los que piensan que los vegetarianos sólo comen lechuga; y es que, si a alguien le llama la atención la cantidad de vegetales que comen los vegetarianos, es porque los filetazos no le dejan ver los que él mismo debería estar ingiriendo por el bien de sus arterias.

Pero a lo que íbamos. Cuando una persona vegetariana sustituye la carne y el pescado por otros alimentos, como las legumbres, ahorra. Supongo que nadie podrá discutir que un plato cuyo ingrediente principal sea la carne, cualquier carne, tiene que ser necesariamente más caro que un plato cuyo ingrediente principal sean, por ejemplo, las lentejas o la pasta. A iguales condimentos, menor precio de este último. Sí que es verdad que algunos productos pueden resultar comparativamente más caros que los más baratos de su clase (por ejemplo, las salchichas de carne frente a las salchichas de tofu), pero la realidad es que los vegetarianos no se alimentan a base de ellos, ya que constituyen un complemento, un capricho o algo simplemente inexistente. Y con el dinero que se ahorran en cada comida, bien pueden permitirse algún que otro extra. E incluso aunque no lo hicieran: tal y como ocurre con el comercio justo, aunque se pague más, se ahorra. Se ahorra en sufrimiento, en explotación, en degradación del medio ambiente, en enfermedades y en mala conciencia.

A cada cual con la suya, claro está.

De todas formas, es que me hace gracia. Cuando hay una crisis alimentaria (es decir, todos los días, a todas horas, ahora mismo), ¿qué cargan en los camiones de ayuda humanitaria? ¿Filetazos? ¿O maíz, mijo, soja y similares? ¿Y por qué lo hacen? ¿Porque son así de desprendidos? Obviamente, no: porque una dieta vegetariana es la única que se pueden permitir millones de personas en todo el mundo, la única que la humanidad se ha podido permitir a lo largo de la mayor parte de su historia, y la que muchas personas eligen como opción personal, contribuyendo a un mundo más justo, más sostenible, más humanitario, más solidario, y tantas otras cosas.

Todo ello sin negar que snobs gilipollas hay en todas partes, y entre los vegetarianos también.

Y en cuanto a la artificialidad de la dieta vegetariana, o la presunta dependencia de los productos preparados, seré breve: si ahora mismo desaparecieran todos los mercados del mundo y nos encontrásemos en una selva, sería más fácil comer fruta o raíces que un buen asado de lo que fuera. Dependientes somos todos, porque así es el mundo que nos hemos creado. La mayor parte de la gente que come jamón ibérico no tiene ni idea de en qué consiste el proceso de curado, ni muchos de los que se deleitan una hamburguesa de soja podrían cocinarla a partir de sus ingredientes. O sí, porque un gran número de vegetarianos están muy concienciados en lo que se refiere a cocina tradicional, evitan comprar productos preparados y son excelentes cocineros. Pero aunque no fuera así, daría igual: vegetarianos u omnívoros, todos compramos en el mercado sin tener la más mínima idea de muchas cosas. Porque eso no depende de lo que compre y coma cada uno, es algo más.

De cualquier modo, y tras esta lista de obviedades, lo que me sigo preguntando es: ¿por qué hay personas que se meten en páginas sobre vegetarianismo cuando es un tema que no les interesa, y encima, van y opinan? ¿Por qué se dedican a visitar blogs, foros y demás solo para insultar y decir memeces? A mí es que no me cabe en la cabeza. Por ahí hay millones de páginas sobre temas que aborrezco y jamás me he dedicado a faltar al respeto a los que las mantienen, por más que muchos no merezcan ni el más mínimo respeto. Cuando uno tiene una idea, creo que debe compartirla, explicarla, publicitarla si lo desea, pero no usarla para atacar, porque cuando eso ocurre, la idea, sea cual sea, pierde toda su validez. Si alguien quiere hacer una página de “¡Viva la carne!” (que seguro que ya existe), que la haga: muchos no entraremos y eso será todo. Nadie se pegará con nadie y, con un poco de suerte, el tiempo pasará y dará la razón a quien la merezca.

Así funcionan las cosas. O mejor: así deberían funcionar.

Y yo estaría encantada.

lunes, 8 de septiembre de 2008

El origen de las lesbianas (I)

Es preciso que conozcáis la naturaleza humana y las modificaciones que ha sufrido, ya que nuestra antigua naturaleza no era la misma de ahora, sino diferente.

En primer lugar, tres eran los sexos de las personas, no dos, como ahora, masculino y femenino, sino que había, además, un tercero que participaba de estos dos.

En segundo lugar, la forma de cada persona era redonda en su totalidad, con la espalda y los costados en forma de círculo. Tenía cuatro manos, mismo número de pies que de manos y dos rostros perfectamente iguales sobre un cuello circular. Y sobre estos dos rostros, situados en direcciones opuestas, una sola cabeza, y además cuatro orejas, dos órganos sexuales, y todo lo demás como uno puede imaginarse a tenor de lo dicho. Caminaba también recto como ahora, en cualquiera de las dos direcciones que quisiera; pero cada vez que se lanzaba a correr velozmente, al igual que ahora los acróbatas dan volteretas circulares haciendo girar las piernas hasta la posición vertical, se movía en círculo rápidamente apoyándose en sus miembros, que entonces eran ocho.

Eran tres los sexos y de estas características, porque lo masculino era originariamente descendiente del sol, lo femenino, de la tierra y lo que participaba de ambos, de la luna, pues también la luna participa de uno y de otro.

Eran también extraordinarios en fuerza y vigor y tenían un inmenso orgullo, hasta el punto de que conspiraron contra los dioses: intentaron subir hasta el cielo para atacarlos. Entonces, Zeus y los demás dioses deliberaron sobre qué debían hacer con ellos, porque no podían matarlos y exterminar su linaje, pues entonces se les habrían esfumado también los honores que recibían, ni podían permitirles tampoco seguir siendo insolentes. Tras pensarlo detenidamente, dijo, al fin, Zeus: “Me parece que tengo el medio de cómo podrán seguir existiendo y, a la vez, cesar de su desenfreno haciéndolos más débiles. Ahora mismo los cortaré en dos mitades”.

Así pues, una vez que fue seccionada en dos la forma original, añorando cada uno su propia mitad, se juntaba con ella, y rodeándose con las manos y entrelazándose unos con otros, deseosos de unirse en una sola naturaleza, morían de hambre y de absoluta inacción, por no querer hacer nada separados unos de otros.

Desde hace tanto tiempo, pues, es el amor de los unos a los otros innato y restaurador de la antigua naturaleza, que intenta hacer uno solo de dos y sanar la naturaleza humana.

En consecuencia cuantos hombres son sección de aquel ser de sexo común que entonces se llamaba andrógino, son aficionados a las mujeres, y pertenece también a este género la mayoría de los adúlteros; y proceden también de él cuantas mujeres, a su vez, son aficionadas a los hombres y adúlteras.

Pero cuantas mujeres son sección de mujer, no prestan mucha atención a los hombres, sino que están más inclinadas a las mujeres, y de este género proceden las lesbianas.

Cuantos, por el contrario, son sección de varón, persiguen a los varones; estos son los mejores entre los jóvenes y adolescentes, ya que son los más viriles por naturaleza. Algunos dicen que son unos desvergonzados, pero se equivocan. Pues no hacen esto por desvergüenza, sino por audacia, hombría y masculinidad, abrazando lo que es similar a ellos.

Por consiguiente, cuando se encuentran con aquella auténtica mitad de sí mismos, quedan entonces maravillosamente impresionados por afecto, afinidad y amor, sin querer, por así decirlo, separarse unos de otros ni siquiera por un momento. Estos son los que aparecen unidos en mutua compañía a lo largo de toda su vida, y ni siquiera podrían decir qué desean conseguir realmente unos de otros. Es evidente que el alma de cada uno desea otra cosa que no puede expresar, si bien adivina lo que quiere y lo insinúa enigmáticamente. Y si mientras están acostados juntos se presentara Hefesto con sus instrumentos y les preguntara: “¿Qué es, realmente, lo que queréis conseguir uno del otro?”, y si al verlos perplejos volviera a preguntarles: “¿Acaso lo que deseáis es estar juntos lo más posible el uno del otro, de modo que ni de noche ni de día os separéis el uno del otro? Si realmente deseáis esto, quiero fundiros y soldaros en uno solo, de suerte que siendo dos lleguéis a ser uno, y mientras viváis, como si fuerais uno solo, viváis los dos en común y, cuando muráis, también allí en el Hades seáis uno en lugar de dos, muertos ambos a la vez. Mirad, pues, si deseáis esto y si estaréis contentos si lo conseguís”. Al oír estas palabras, sabemos que ninguno se negaría ni daría a entender que desea otra cosa, sino que simplemente creería haber escuchado lo que, en realidad, anhelaba desde hacía tiempo: llegar a ser uno solo los dos, juntándose y fundiéndose con el amado.

Pues la razón de esto es que nuestra antigua naturaleza era como se ha descrito y nosotros estábamos íntegros. Amor es, en consecuencia,
el nombre para el deseo y persecución de esta integridad.

Yo me estoy refiriendo a todos, hombres y mujeres, cuando digo que nuestra raza sólo podría llegar a ser plenamente feliz si lleváramos el amor a su culminación y cada uno encontrara el amado que le pertenece retornando a su antigua naturaleza. Y si esto es lo mejor, necesariamente también será lo mejor lo que, en las actuales circunstancias, se acerque más a esto, a saber, encontrar
un amado que por naturaleza responda a nuestras aspiraciones.

Por consiguiente, si celebramos al dios causante de esto, celebraríamos con toda justicia a Eros, que en el momento actual nos procura los mayores beneficios por llevarnos a lo que nos es afín y nos proporciona para el futuro las mayores esperanzas de que nos hará dichosos y plenamente felices, tras restablecernos en nuestra antigua naturaleza y curarnos.



Extracto de lo relatado por Aristófanes en El Banquete de Platón.

jueves, 4 de septiembre de 2008

Cachorro

El otro día estuvimos viendo la película de “Cachorro”, muy recomendable para cualquier persona, homosexual o no, interesada o no en la homoparentalidad, que guste de confrontar sus propios prejuicios y asomarse a un mundo diferente.

Yo empecé a verla convencida de que sería un agradable paseo por una experiencia de paternidad gay, un par de horas llenas de escenas reforzadoras y divertidas que mostrarían cómo las personas homosexuales no sólo somos perfectamente capaces de tener hijos, sino que lo hacemos la mar de bien.

Sin embargo, mucho de lo que esperé encontrar no lo encontré, hallando a cambio un puñado de ideas sobre lo que tal vez sea realmente la vida y un par de tironcitos de orejas para mis prejuicios, algo que siempre se agradece.

Me gustó porque, en primer lugar, los gays que aparecen son osos, un grupo que no suele ser el más representado en los medios de comunicación, por más que sepamos que “haberlos, haylos”, igual que las lesbianas. En principio, me resultaron diferentes, pero después me fui dando cuenta de que tal vez la diferencia que yo valoraba, creía haber encontrado y finalmente no encontré, no era más que un prejuicio sobre el ambiente gay, la promiscuidad, los cuartos oscuros y los chaperos. Es decir: no, hay muchas cosas que no entiendo, pero quizá sean así y ya está.

En segundo lugar, me encantó que el protagonista y uno de sus amigos se dedicaran a dos de los campos profesionales donde creo que la homofobia está más arraigada: la medicina y la educación. Y me encantó porque normalmente los gays y lesbianas que salen en las películas se suelen dedicar a profesiones más “asépticas”, intelectuales, comerciales, artistas, publicistas, donde siempre parecen apuntar un puntito pero sin que se produzca el suficiente contacto para que le peguen su homosexualidad a nadie. Sin embargo, ya va siendo hora de que muchos homófobos que duermen tranquilos pensando que su vida es “homo-free” se vayan enterando de que el que ginecólogo de su mujer o la maestra de su niño son homosexuales.

Por otro lado, esta peli me hizo pensar sobre la manera en que creemos que es mejor educar a los niños y cómo muchas veces no tenemos ni idea de lo que son ni de lo que necesitan. Al principio, la madre del chaval no parece más que una locata hippy que vive en una cueva y que obliga a su hijo a vestir de una forma muy rara y a hacer cosas que no se corresponden con su edad, como cocinar o liar porros, además de dar por hecho que será gay de mayor y tratarle como tal. Cuando llega a casa de su tío para pasar unas vacaciones, él le empieza a enseñar como cualquiera cree que se debe enseñar a un niño: le viste con vaqueros, le da a leer tebeos para niños, le lleva al parque de atracciones, le impone unos horarios, no deja que nadie dé por hecho que es gay ni que se fumen porros en su presencia, etc. Confesaré que durante los primeros tres cuartos de hora yo estaba encantada con esta visión tan maniquea (¡vergüenza habría de darme!), pero poco a poco, la trama se va complicando y te vas dando cuenta de que la vida no es tan sencilla, de que las soluciones que parecen más inoportunas pueden llegar a ser las más útiles, y de que tenemos una visión muy equivocada de las capacidades de los niños. En este caso, resulta sorprendente (pero muy obvio después cuando lo piensas) la manera tan natural con la que el niño asume la realidad de la vida, una realidad difícil que su madre nunca le ocultó, transmitiéndole información clara, sencilla y sin dramas, gracias a lo cual el niño es capaz de enfrentarse de una forma mucho más madura a los problemas que las personas que se creían en el deber de protegerlo mintiéndole y ocultándole una información que él no sólo conocía sino que asumía con serenidad.

En fin, una peli que te hace replantearte lo políticamente correcto y que deja en el aire la sensación molesta pero inspiradora de que quizá estemos muy equivocados sobre muchas cosas que son muy distintas en realidad a la manera en la que las pensamos.

¿Se podría pedir más?

Encantada.

domingo, 31 de agosto de 2008

Centinelas de mi armario

Una de las cosas que más me fastidian de estar todavía en el armario (con las personas con las que todavía estoy en el armario) es la cara de gilipollas que se me queda cada vez que me veo obligada a hacerme pasar por la solterona adicta al trabajo y al estudio que ni tiene vida ni planea tenerla que no soy.

Porque podría serlo. Podría estar soltera por decisión propia o sencillamente estarlo sin ningún problema, podría estar en un momento de expansión profesional que me hiciese centrarme en el trabajo y el estudio por encima de todo, podría estar viviendo una fase de cerrazón social para renovarme por dentro o vete tú a saber qué. Pero nada de eso está ocurriendo y yo tengo que hacer como que sí.

La última vez que ocurrió fue en una cena familiar. Suerte que esto no pasa más que una vez cada tantos años, porque a mis padres no les visita mucha gente y cuando ellos visitan a la familia yo no les acompaño. Pero el último sábado los astros se alinearon para que ocurriera y allí estuve yo.

Lo irónico de mi caso es que la historia no consiste sólo en evitar el tema, sortear las preguntas para que nadie indague sobre tu vida, hacerte pasar por la que sólo habla del trabajo y pretende seguir estudiando hasta que se le caigan los ojos; esa es una habilidad que, contra mi voluntad, he terminado controlando a duras penas. Mi problema es que me someto voluntariamente a ese calvario con la ayuda inestimable de mis padres, que conocen mi situación, que saben que vivo con mi novia, y que muy amablemente me ayudan a encerrarme en el armario bajo siete llaves para no salir jamás.

Ejemplo nº 1.

Mi Tía Del Pueblo.- Así que estás estudiando otra carrera...
Encantada y Muy Sufrida.- Sí...
Mi Tía Del Pueblo.- Y después, ¿qué piensas hacer?
Mi Madre Al Ataque.- Pues estudiar otra, que ya se lo decía yo el otro día, que cuando termine esta carrera lo que tiene que hacer es estudiarse otra, que es lo que le gusta a ella...
Mi Tío Del Pueblo.- Bueno, pero digo yo que la chiquilla tendrá que vivir su vida algún día...
Mi Madre Al Ataque.- Huy, pero si es que a ella le encanta estudiar, que le gusta mucho estudiar, vaya, que no va a dejar de estudiar nunca...
Encantada y Muy Sufrida.- Que no mamá, que yo estudio esta y ya está, que no me voy a pasar la vida estudiando...
Mi Madre Al Ataque.- Huy que no, ya verás, ya, ¡pero si a ti te encanta...!

Vamos, que cuando tenga nietos iré ya por la decimoquinta carrera.

Todo esto para evitar la pregunta/reprimenda que flotaba en el ambiente: “¿Cuándo te echas novio, niñata, que se te va a pasar el arroz, que hemos tenido mucha paciencia desde que dejaste al último porque estabas buscando trabajo, pero que ya está bien, viviendo sola y sin un hombre, menuda vergüenza...!”.

Pero el asunto no queda ahí. No sólo me mantengo en el armario de la mano de mi mamá, sino que tengo que ir arreglando los desaguisados que me crean por si algún día me armo de valor y decido salir.

Ejemplo nº 2

Mi Tía Del Pueblo.- Pero tú, ¿con cuántas amigas vives? ¿Con dos? ¿O con cuántas?
Encantada y Muy Sufrida.- No, tía, yo vivo con UNA “amiga”, UNA solo.
Mi Tía Del Pueblo.- Ah, pues entonces lo tienes fácil: te vas a vivir con dos, y así ahorras en alquiler para comprarte un piso.

Vamos, que mis padres les debieron de decir que me había ido a vivir con una legión de solteronas, y eso sí que no, que terminarán apañándome la vida para que me compre un piso y así resulte más atractiva a los hombres, cuando yo lo que quiero es que sospechen, que sospechen de su sobrina la solterona y de su “amiga”... ¡que la historia es muy sospechosa, coño!

En fin. La verdad es que no tengo fecha para salir del armario con mi familia extensa, bastante tengo ya con la próxima, y además, dudo mucho de que me aporte nada positivo. Aún así, sigo soñando con ese día en que, repudiada o como sea, me haya librado de este tipo de conversaciones absurdas.

Ese día sí que voy a estar encantada.

lunes, 25 de agosto de 2008

Descerebrada

Cada vez que se publica un artículo sobre las diferencias cerebrales entre hombres y mujeres o heterosexuales y homosexuales, me preparo para lo peor. El último que leí, hace algunos meses, conjugaba ambos temas, así que no me defraudó.

Esta vez los científicos juraban haber encontrado diferencias entre el tamaño de los hemisferios y las conexiones neuronales de la amígdala cerebral. Al parecer, tanto los hombres heterosexuales como las mujeres lesbianas tienen el hemisferio derecho del cerebro mayor que el izquierdo; por su parte, mujeres heterosexuales y hombres gays lo tienen simétrico. En cuanto a la amígdala, no sé qué conexiones (no lo explicaban) son similares entre hombres heterosexuales y mujeres lesbianas, y entre mujeres heterosexuales y hombres gays.

En fin, que para este viaje no se necesitaban alforjas: al fin y al cabo, que los gays son como niñas y las lesbianas como maromos lo sabe cualquier paleto (!).

Los científicos, probablemente porque eran suecos (y según la tradición popular, los nórdicos son puros como la nieve), se apresuraron a asegurar que las diferencias morfológicas observadas no podían atribuirse “primariamente” (¿?) a los efectos del aprendizaje. Pero eso, teniendo en cuenta nuestra ignorancia en temas cerebrales, aún está por ver.

El caso es que a mí me suele llamar la atención en estos “experimentos” la selección tan significativa que hacen de los “sujetos”. En primer lugar, porque siempre es gente de mediana edad: en este caso concreto, hombres y mujeres estaban en torno a los treinta años. Y digo yo que, si realmente quieren probar que los cerebros varían según el sexo, deberían experimentar con recién nacidos o incluso con fetos, lo cual demostraría de una vez por todas que los hombres (y las lesbianas, al parecer) nacen ya con un cerebro descompensado, mientras que las mujeres (y los gays) no. Ignoro si hay experimentos de ese tipo, porque la verdad es que nunca me he topado con ninguno. De todas formas, creo que cualquier científico medianamente razonable (como deberían serlo todos) estaría conmigo al considerar que, después de treinta años sufriendo una socialización tan segregada como la que se produce entre sexos y, quizá en menor medida, entre personas de distinta orientación sexual, dicho aprendizaje social “de algún modo” ha podido dejar una huella en la morfología del cerebro.

Por su parte, la selección de personas en relación a su orientación sexual me resulta ya el acabose. Porque ningún experimento ni ninguna teoría científica se libra del sesgo de la visión del mundo y el paradigma de cada cual, de manera que, cuando se escogen “sólo” homosexulaes y heterosexuales, se está diciendo mucho más de lo que se cree. Principalmente, que el experimento se inscribe en una concepción dicotómica de la realidad, donde sólo se preven los extremos de lo que podría ser un continuo, y estos extremos se consideran, probablemente, excluyentes. Para que nos entendamos: ¿por qué nunca se contempla la participación de personas bisexuales en estos experimentos? ¿Acaso no importa cómo tengan ellas el cerebro? ¿O es que se piensa que la bisexualidad es sólo un estado transitorio, una postura inmadura, o directamente, inexistente? ¿Y con esas consideraciones pretenden que consideremos sus estudios serios, concluyentes, o sencillamente, válidos?

Por otro lado, este experimento, como tantos otros, apunta al efecto de las hormonas como desencadenante tanto de las presuntas diferencias entre hombres y mujeres como de las que al parecer se producen según la orientación sexual. Y a pesar de que la hipótesis resulta interesante, creo que todavía queda mucho camino por andar. Personalmente, un tema que me parece relevante es el hecho de que este efecto hormonal no se traduzca en ninguna diferencia biológica, sólo conductual. Vamos, que a las lesbianas nos gustan las mujeres pero no por eso tenemos más pelo, ni los pechos necesariamente pequeños, ni nuestro ciclo menstrual alterado.

En resumen, que cuando pienso en lo bien que me oriento (cosa propia de tíos), en mi relativa soltura lingüística (cosa propia de tías), en mi afición por conducir (cosa propia de tíos), en mi gusto por la cocina (cosa propia de tías), y a eso le sumo mi condición de lesbiana, trato de imaginar cómo será mi cerebro y sólo me siento de una manera: DESCEREBRADA.

sábado, 23 de agosto de 2008

Guiños a la romana

Esta semana, mi novia y yo hemos hecho una escapadita a Mérida, ciudad de imponentes vestigios romanos y un festival de teatro más que especial.

Allí descubrí que tengo una curiosa afición: quedarme absorta observando ruinas y reconstruyendo en mi cabeza su esplendor perdido. Como si de una “matrix reloaded” se tratara, las vasijas, pinturas, casas y monumentos iban recuperando su belleza, su luminosidad, sus pedazos derruidos, llenándose de gente, de bullicio, de olores. Me veía a mí misma como una espía extranjera que se colaba en la vida de las personas de hace veinte siglos y las sorprendía en sus quehaceres escudriñándolas desde la impunidad.

Eso implicaba quedarme diez minutos mirando fijamente un cacho de plato raído.
Mi novia, una mujer de más cordura, no compartía esta devoción.

Una tarde, mientras sorbíamos nuestra limonada sentadas en un banco, vimos pasar a una pareja de mujeres lesbianas cogidas de la mano. Llevaban el pelo corto, la ropa ajustada, y su andar era de lo más natural. Mi novia sugirió que en aquella plaza rellena de gentucilla su aparición provocaría cierto revuelo, pero la verdad es que no fue así. Tal vez, en algún momento, alguien advirtiera su presencia, pero la normalidad con la que ellas paseaban seguramente hizo que los demás se replanteasen su presunta extraordinariedad.

Y nosotras felices de encontrarnos paisanas allá donde vamos, que dan ganas de ir a saludarlas aunque no las conozcas de nada, porque en el fondo, ¡sientes que tienes tanto en común...!

Mi parte de normalidad la aporté al día siguiente, justo antes de visitar el teatro romano. Mi novia y yo estábamos sentadas bajo un árbol, con la mirada perdida y el cuerpo sudoroso, tratando de recuperar algo de aliento antes de seguir achicharrándonos entre piedras, cuando, de pronto, escuché mi nombre en la lejanía. Yo sonreí cual subnormal profunda, jactándome de mi inteligencia privilegiada y pensando: “Cualquier otra habría levantado la cabeza, pero yo sé que no es a mí”. Sin embargo, la voz se fue acercando, y justo antes de que me gritara al oído, apenas antes de que mi novia me arreara un codazo, levanté la cabeza y lo vi: ¡era mi jefe!

Bueno, no era mi jefe actual, sino mi jefe del año pasado, un jefe al que odiaba y que me hizo la vida imposible día a día, aunque después de verle en el teatro he llegado a la conclusión de que el hombre realmente creía que lo estaba haciendo bien. El caso es que me levanté de un brinco, le saludé con la frescura de una recién duchada, charlamos animadamente durante dos minutos y yo contesté a todo lo que me decía con una sonrisa a pesar de que sólo me llegaba la mitad, porque entre el sobresalto y el calor se me había taponado un oído y sentía como un yunque mamografiaba mi cabeza.

Cuando se marchó y me volví a sentar, mi novia me preguntó si era alguien de mi familia, y yo sonreí y le expliqué que era el hombre del que había echado pestes cada día durante el año anterior. Ella se quedó bastante sorprendida por mi reacción, y yo me sorprendí aún más cuando me di cuenta de un pequeño gran detalle: en ningún momento pensé “oh, no, me ha pillado con mi novia, ¡¡horror!!”.

Verdad era que no había forma hetero de deducir que la chica que me acompañaba era mi novia, pero en tantos otros momentos de mi vida, encontrarme con alguien mientras paseaba con ella, aunque fuera a un metro de distancia, formaba parte de mis peores pesadillas. Y sin embargo, al fin había ocurrido, y no sólo con alguien, sino con mi jefe, y contra todo pronóstico, ¡yo ni siquiera me había dado cuenta!

En fin, que la vida te guiña un ojo donde y cuando menos te lo esperas, porque, ¿quién me iba a decir a mí que, a 300 kilómetros de mi casa, a las dos de la tarde y en pleno mes de agosto, cobijada bajo un árbol y ahogándome en mis propios jugos, me iba a encontrar a uno de los seres más despreciables con los que me he topado en la vida e iba a lograr no sólo ser simpática, olvidar y superar de un golpe viejas rencillas, sino también sobrellevar con naturalidad interna el hecho ineludible de ser lesbiana...?

¡Encantada!

jueves, 14 de agosto de 2008

En ruta

Hace poco leí en una revista que unos investigadores que estaban estudiando la manera en que los animales establecen sus comportamientos de grupo y decidieron comprobar si ciertos mecanismos se podrían reproducir en humanos. Para ello, hicieron un experimento del que se pueden sacar conclusiones muy interesantes.

Los investigadores habían descubierto que los animales que convivían en grupo eran capaces de tomar decisiones homogéneas sin comunicarse entre ellos, como cuando una manada cambia de rumbo en una estampida o cuando las bandadas de pájaros hacen sus viajes migratorios. Para comprobar si los humanos podíamos hacer lo mismo, pusieron a doscientas personas a deambular por un vestíbulo, con la única condición de que no se separasen de la persona más próxima más allá de un brazo de distancia. Sólo diez de las doscientas personas participantes habían recibido instrucciones sobre la dirección del recorrido, y en sólo quince minutos todo el grupo adoptó la misma dirección, organizándose sin ninguna comunicación y sin sugerencias previas acerca de la necesidad de actuar como los demás.

Después de explicar el experimento, el autor del artículo animaba a sus lectores a creer que un pequeño cambio en el comportamiento de muy pocas personas podía generar un gran cambio en toda la sociedad.

La verdad es que esta lectura me animó bastante, y me resulta muy inspiradora para esos momentos en los que pienso que si yo no hiciera nada de lo poco que hago para que este mundo sea un pelín mejor, nadie lo notaría, y por lo tanto, mi hacer o mi no hacer dan exactamente igual. Porque la realidad, como acostumbra, es paradójica: mi comportamiento no importa demasiado, pero forma parte del comportamiento colectivo que hace que todo cambie, y con un poco de suerte, para bien.

Encantada de seguir ahí.

martes, 12 de agosto de 2008

Una pluma de quita y pon

Una de las actitudes que más me duele dentro del ambiente homosexual es la plumofobia. Me duele ver cómo tanta gente que ha sufrido personalmente una discriminación determinada es capaces de perpetuar otra que, aunque insista en negarlo, comparte con la anterior una misma raíz. La marginación de las personas no heterosexuales, así como la marginación de quienes no se ajustan a unos patrones de género preestablecidos, beben ambas de las fuentes de un patriarcado que no nos mostrará clemencia por muchos esfuerzos que realicemos para matizar nuestras “desviaciones” y llevarnos bien con él.

Claro que tampoco me convence la opción que se podría considerar contraria: la de quienes defienden que la pluma es una parte esencial de su personalidad, como si llevar deportivas o maquillarse fuera algo prescrito desde nuestro código genético.

El hábito no hace al monje, y por eso yo creo que la pluma es algo de quita y pon.

Lo cual no quiere decir que mostrar o no pluma en un momento u otro de nuestras vidas, en una actividad cotidiana u otra, con unas personas o con otras, no tenga un significado profundo que no determina pero sí condiciona nuestra actuación. Porque lo más importante de la pluma no es ella misma, sino su significado.

En mi experiencia vital, he tenido una relación fluctuante con mi pluma, una relación llena de significado que hace que mi pluma no haya sido casual, pero tampoco parte determinante de mi herencia biológica. Y aunque esta es una teoría personal salida de mi propia experiencia, tengo la osadía de pensar que se podría aplicar de manera general.

Cuando era muy pequeña, y todavía no había adquirido las estructuras mentales de qué es un hombre y qué es una mujer, vivía de manera natural el hecho de tener pluma. No me sentía mal por ello porque aún no comprendía que existían reglas sociales que lo sancionaban. Simplemente, se ajustaba de manera natural a mi personalidad, la cual reunía muchas otras características que con el tiempo sabría que eran consideradas como masculinas, y que yo vivía con gran orgullo y sin pizca de remordimiento.

Alrededor de los seis años, cuando empecé a entender que en la sociedad había normas y creí, según las posibilidades que mi nivel de desarrollo me brindaba, que esas normas eran incontestables debido a su bondad esencial, mi fluir natural se colapsó y mi pluma desapareció de manera repentina. Dejé de lado muchas de mis actitudes masculinas, pero no como resultado de una reflexión consciente acerca de lo que está bien y lo que está mal, muy lejos de mis capacidades, sino como un efecto no buscado y conseguido; como cuando un niño es capaz de meter el triángulo en el agujero circular sólo porque el círculo es mayor sin darse cuenta de que la pieza no es la que se pedía.

Esta situación, no obstante, duró muy poco. Alrededor de los nueve años, quizá antes, recuperé mi pluma, pero con un nuevo matiz. Yo ya sabía que mis actitudes masculinas, entre las cuales mi obcecación por llevar pantalones era sólo una más, eran consideradas por otras personas, algunas de mi misma edad, como algo que estaba mal, que no era adecuado en una niña como yo. Por eso mi pluma dejó de ser simplemente algo que fluía conmigo para pasar a ser una actitud contestataria. Mi pluma se oponía entonces a la no-pluma de muchas de las niñas que me rodeaban, iba acompañada de cierto rencor y desprecio por aquello que yo no era y que nunca podría ser, y me acercaba por primera vez a los niños, que hasta ese momento no eran un grupo diferenciado y que poco a poco fui identificando como aquellos que, de alguna manera, eran como yo.

Con la llegada de la pubertad, nuevamente, mi relación con la pluma varió. Las chicas y los chicos se separaron en dos compartimentos estancos que se atraían y repelían con una fuerza brutal. Ya no era fácil ver en los chicos a unos semejantes, porque ellos ya no me reconocían como tal y sus actitudes sexuales me eran ajenas, mientras que las chicas me resultaban un poco más amables y su compañía ya no me era tan odiosa. Pero, por encima de todo esto, lo que me hizo abandonar la pluma de nuevo fue la necesidad de forzar mi posicionamiento sexual. Ser capaz de atraer al sexo opuesto se convirtió en la mayor virtud, y todas las chicas sabíamos qué resultaba atractivo y qué no. En esos años tan sensibles, para mí fue más importante ganar cierto prestigio, asegurándome la supervivencia en sociedad, que mantener mis anteriores actitudes contestatarias o atreverme a cuestionar mi orientación sexual.

Poco a poco, sin embargo, mi relación con la pluma se fue haciendo más específica. Es decir: yo sabía en qué contextos podía permitirme algo más de pluma y en qué contextos no. Lo cual se traducía en salir los fines de semana pintada como una puerta e ir a clase a diario con una camiseta siete tallas mayor. Sólo me importaba ser “femenina” para atraer a los chicos; era un medio, no un fin. Ajustaba bastante mal con mi personalidad, pero me valía para conseguir mis logros, así que lo utilizaba de manera ejemplar.

Mi feminidad se relajó, no obstante, cuando tuve mi primera relación estable. Apenas me sentí segura de los sentimientos de mi ex novio, una oleada de pluma sacudió mi aspecto hasta extremos que incluso a mí me resultan llamativos. Esta vez tampoco fue fruto de una decisión premeditada; sencillamente, mi inconsciente se rebelaba ante una situación a todas luces inapropiada. Yo lo justificaba de mil maneras porque realmente no conocía la causa de mi actitud, pero está claro que, sin en algún momento mi pluma tuvo un significado profundo, fue entonces.

Cuando nuestra relación se rompió, volví a llenar mi armario de ropa femenina y me dejé el pelo más largo que he tenido jamás. De alguna manera, necesitaba deshacerme de la radicalidad de mi actitud anterior, que sólo pretendía defenderme frente a una amenaza muy clara, pero que no se correspondía del todo con la verdad de mi ser. Sentía que necesitaba recuperar muchas partes de mi yo que se habían inhibido, pero a la vez, era una forma de rebelarme ante mi experiencia anterior. Obviamente, mi pluma provocaba las críticas de mi ex, y una vez que lo dejamos, me vengué haciendo todo aquello que a él le hubiera gustado y que yo me resistía a llevar a cabo por sentirlo como una imposición.

Desde entonces, y a medida que he ido descubriendo que mi pluma apuntaba muchas veces en dirección a mi inexplorada orientación sexual, he seguido dos caminos en mi relación con ella. Por un lado, cuando me siento (y me permiten estar) tranquila y en paz con mi lesbianismo, incluso cuando me alejo un tanto del activismo, feminista u homosexual, exploro más ligeramente mis actitudes femeninas, que son muchas y que, de alguna manera, siempre han estado ahí. Sin embargo, cuando siento mi identidad amenazada, especialmente ante el eterno pensamiento de “tú no eres lesbiana porque no lo pareces”, cuando comprendo la necesidad acuciante de compromiso, utilizo la pluma como parapeto, como provocación ante una sociedad que se niega a entender la diversidad y el carácter fluctuante de las experiencias.

Con esto no quiero decir que en las demás personas la pluma signifique lo que significa en mí; pero sí que, en todos, la pluma tiene un significado. Que no está determinada, como prueba el hecho de que la pluma sea independiente de la orientación sexual; sino que es expresión de nuestra personalidad bajo determinadas circunstancias, una expresión motivada, aunque los motivos permanezcan en el inconsciente.

Por eso creo que debemos respetar la pluma, propia o ajena, hetero u homo, porque significa cosas, da cuenta de cosas, forma parte de la historial personal y los demás, desconocedores generalmente de nuestros semejantes, no somos nadie para juzgar o imponer normas ridículas sobre cómo han de comportarse otras personas.

Que la pluma esté motivada no quiere decir que se pueda o se deba cambiar. Debemos aprender a respetarnos en nuestras circunstancias, en nuestras diferencias, especialmente las personas homosexuales que tanto nos quejamos de la falta de respeto de la sociedad.

Encantada con una pluma que sólo me quito y me pongo yo.

lunes, 4 de agosto de 2008

Negar la evidencia

Últimamente me he dedicado a visitar varios blogs sobre vegetarianismo y defensa de los animales, y he encontrado cosas realmente estupendas. Pero también algunas profundamente penosas, como el hecho de que algunos de los activistas que los llevan tengan que gastar su precioso tiempo en defenderse de argumentos patéticos tipo “los animales no sienten”.

Es decir: se puede optar por comer carne y punto, esgrimiendo, si procede, argumentos de tradición, instinto, comodidad, algo parecido a salud, o lo que sea. Se puede optar por acudir a las corridas de toros y otras muestras de crueldad contra los animales, y utilizar los mismos argumentos. Se puede uno apretar el paquete con ambas manos y menearse al ritmo del “me la pela”. Hay muchas opciones, más o menos comprometidas, más o menos éticas; pero lo que por nada del mundo me parece una opción es negar la evidencia.

Los animales sienten. Entiendo que sea difícil de ver en el caso de un calamar o un boquerón, pero en los ojos de todos los mamíferos, de todos los reptiles, de todas las aves y de muchísimos peces se reflejan el sufrimiento y el dolor como en el espejo más limpio. Cuando se les arranca la piel, cuando se les mata a palos o a sablazos, cuando se les quema vivos, los animales sufren, sufren como lo haría cualquiera de nosotros en una situación parecida, en la que nuestro cerebro racional se desconectase y sólo nos quedara el mismo terror e incomprensión que les queda a ellos.

Otra cosa es que alguien decida que puede vivir con ello, pero ¿negar la evidencia?

Claro que no sé de qué me espanto. Todavía hay quien defiende que las mujeres somos una subespecie y que como tal debemos ser tratadas, que los negros son el eslabón perdido entre el hombre y el mono, que las personas discapacitadas estarían mejor gaseadas, que los homosexuales somos delincuentes que merecemos electrocución inmediata.

Y aún así, me cuesta creer que todavía existan personas que nieguen la evidencia. Que ni siquiera tengan la humanidad de mirar para otro lado, de revolverse con orgullo, de desdeñar altaneros a quienes piensan diferente. No. Con la ignorancia más profunda, más culpable, niegan la evidencia.

Y mientras termino estas líneas, dos de los gatos que viven en el descampado al que dan mis ventanas entonan una sinfonía de maullidos a dúo. No sé si lloran o ríen, no sé si se intimidan o se cortejan, no sé si se conocen o se están conociendo. Lo único que sé, a pesar de mi ignorancia, es que sienten.

Me niego a negar la evidencia.

Encantada.

sábado, 2 de agosto de 2008

Trauma telefónico

Son las cinco en punto de la tarde.
En nuestra casa hace el mismo calor insufrible de todos los días.
El ventilador está encendido.
Mi novia duerme la siesta.
Sin que sirva de precedente, y rompiendo una tradición milenaria, soy yo la que se levanta a coger el teléfono.
Al otro lado, la voz de una señorita tarda unos segundos en contestar.

− Hola, ¿es usted [Nombre y Primer apellido de mi novia]?
− No − son las cinco en punto de la tarde.
− ¿Y usted quién es?
− ¿Y usted? − pregunta obvia a las cinco en punto de la tarde.
[Inaudible] de la compañía [inaudible].
− ¿Perdón? − son las cinco en punto de la tarde.
− Me llamo [No me acuerdo] y le llamo de la compañía [todavía inaudible].
− Ah − son las cinco en punto de la tarde.
− ¿Es usted la titular de la línea?
− No − son las cinco en punto de la tarde.
− ¿Pero no es usted [Nombre y Primer apellido de mi novia]?
− No − son las cinco en punto de la tarde.

La señorita del otro lado toma aire, aprieta su puño derecho y suelta la bomba.

− Entonces, ¿es usted SU MADRE?

Son las cinco en punto de la tarde.
En nuestra casa hace el mismo calor insufrible de todos los días.
El ventilador está encendido.
Mi novia duerme la siesta.
El resto de la conversación podría dañar gravemente su sensibilidad.

Encantada.

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