domingo, 17 de enero de 2010

Quien la sigue, la consigue

Mi novia y yo empezamos a buscar casa a principios de verano. Antes siempre andábamos mirando pisos por internet, comprobando que eso del desplome de los precios que decían cada día en televisión era mentira, haciéndonos a la idea de cómo podría ser el piso de nuestros sueños y tratando de adecuar esa idea a la cruda realidad. Pero en verano tomamos la decisión, buscaríamos un piso en serio y lo compraríamos, si todo iba bien.

Entonces empezamos a patearnos las calles, reunimos información sobre hipotecas, pasamos horas y horas en internet haciendo búsquedas compulsivas, visitamos varios pisos, hablamos con dueños y agencias, negociamos, revisamos las ofertas de los bancos, las subastas, examinamos nuestras conciencias y nuestros extractos bancarios, asistimos a salones inmobiliarios, empleamos el pensamiento creativo para buscar alternativas, y en tres meses llegó la desesperanza.

Los barrios que nos gustaban eran muy caros, los pisos viejos, necesitados de una reforma integral que no teníamos ni dinero ni ganas ni conocimientos para emprender. Los pisos nuevos eran más caros todavía, y los asequibles nos los entregarían poco antes de que llegásemos a la jubilación, si de hecho eran construidos. Nos habíamos dejado la ilusión en los buscadores virtuales, conocíamos ya todas las ofertas del mercado y el piso que imaginábamos se lo había concedido el ayuntamiento a una amiga de una amiga (¡maldita!). Lo pero es que habíamos visto tantos, tantísimos, que nos sentíamos incapaces de discriminar cuál sería el nuestro. ¿Cómo íbamos a saberlo, si todos nos parecían iguales?

El caso es que lo supimos. Cambiamos de barrios, de expectativas, ajustamos el presupuesto a la realidad de nuestras nóminas, respiramos hondo y seguimos buscando. Un poquito hoy, un poquito mañana, sin atrevernos a visitar ninguno para no acumular decepciones. Hasta que un día, de pronto, un soplo de viento fresco nos animó a contactar con los dueños de varios pisos, y uno de ellos nos devolvió la llamada.

Nos plantamos en la casa sin ningún pálpito anticipatorio. El dueño era majo y la casa estaba bien: tenía, como todas, puntos en contra y puntos a favor. Dimos una vuelta, nos fijamos en lo que pudimos y nos marchamos, diciéndole al dueño lo que a todos los anteriores: que si nos decidíamos, nos pondríamos en contacto.

Pasaron varias semanas en las que nos dimos cuenta de que la casa iba ganando puntos a favor y perdiendo puntos en contra. No había que hacerle reforma, tenía terraza y ascensor (¡al fin!), el precio era asequible y, sobre todo, era especial. Personalmente, me siento atraída por las casas especiales, por las que tienen una distribución diferente, y esta la tenía. Así que, sin prisa pero sin pausa, volvimos a llamar. No sabíamos si, con el tiempo que había pasado, habrían vendido la casa o todavía estaría esperándonos. Yo pensaba que, si ese piso estaba en nuestro destino, no se nos habría adelantado ningún otro comprador. Y así fue.

Ya hemos dado la señal y llevado los papeles al banco.
¡Al fin vamos a comprarnos nuestro propio piso!

Y las ideas negativas que durante seis meses poblaron mi cerebro se disolvieron como por arte de magia.

¡Encantada!

lunes, 11 de enero de 2010

Salir del armario. Las respuestas clásicas (III)

De entre todas las respuestas clásicas a nuestras salidas del armario, estas son sin duda mis preferidas. Por inesperadas, rompedoras, cuestionadoras; porque establecen los lazos más fuertes de intimidad, porque significan una apertura real por ambas partes; porque nos humanizan, acercan, difuminan. Porque me dejan con la boca abierta.

La de ellos:

Así que lesbiana… mmm… pues fíjate que yo… bueno, nunca se lo había contado a nadie, pero… ¡una vez tuve un lío con un hombre! Sí, no sé… Ocurrió casi sin darnos cuenta, ¿sabes?, porque yo soy heterosexual, pero es que él era un amigo muy especial… muy especial, no sé si me entiendes… y bueno, pues ocurrió y… fue bonito, la verdad.

Boca abierta. Ojos como platos. ¿Tantos meses pensándomelo para esto…? Y sin embargo… ¡vaya! Después de todo, he asistido a un acontecimiento único: un hombre heterosexual me ha confesado que, de alguna manera, ha amado a otro hombre. No ha hecho bromas estúpidas, no me ha ofrecido un trío ni su semen, no se ha puesto irónico o pesado… ¡al contrario! ¡Se ha sincerado! ¡Se ha abierto a mí! Ha suavizado su propia orientación sexual y, con ello, nos hemos acercado. Creo que… ¡merece un aplauso!

La de ellas:

No te preocupes, si lo que te pasa es normal. A mí también me ha pasado. Fíjate. Con una compañera de clase, todavía me acuerdo… No sé, supongo que sería admiración o algo parecido… El caso es que su compañía me resultaba especial. Me parecía guapa. Me gustaba. Supongo que me gustaba, ya ves…

Boca abierta. Ojos como platos. ¿Tantos meses pensándomelo para esto…? Y sin embargo… ¡un momento! ¿Cómo que “normal”? ¿Ha querido decir, quizás, “común”? ¿Común? ¡Común! Pero si sólo somos un 5% de la población… ¿por qué le parece normal, que quiere decir “común”? En cualquier caso… ¡qué más da! Se ha sincerado. Se ha abierto a mí. Ha suavizado su propia orientación sexual y, con ello, nos hemos acercado. Creo que… ¡merece un abrazo!

Y hasta aquí puedo leer.
¡Encantada!

lunes, 4 de enero de 2010

Regalos

Empecé a hacer regalos de Reyes al poco de enterarme de que estos eran en realidad los adultos de la familia, o más específicamente (en mi caso al menos), los padres. Desde entonces, es decir, desde hace muuucho tiempo, cada año me hago el mismo propósito:

─ Esta vez compraré los regalos en noviembre. Y si no me da tiempo, a primeros de diciembre. Sí. Lo tengo claro. Pero en navidades… ¡nunca más!

Por supuesto, todos los años desde entonces he comprado los regalos en navidades. Y para más señas, he estado comprando regalos hasta, o incluso exclusivamente, los días 4 y 5 de enero. Así que resulta fácil imaginar a qué clase de tortura nos he sometido a mi novia y a mí esta mañana.

Gran Vía. Preciados. Sol. Una lluvia torrencial y más gente que en la guerra.

Mi novia y yo nos complementamos estupendamente en muchos aspectos, pero uno de ellos NO es caminar bajo el mismo paraguas. Ella no me tapa. Yo me canso. Ella camina medio metro por delante de mí. A mí se me cae el bolso. Si a esto le unimos que mis zapatos (los únicos que tengo) son más malos que un dolor y que he arrastrado los bajos de mis vaqueros por todo el centro de Madrid… se entenderá que haya acabado con los pantalones calados hasta la rodilla, los zapatos que parecían chanclas, los calcetines como una plantación de nenúfares y la bufanda (que me quité porque tenía calor) tan capaz de dispensar agua corriente como una cantimplora.

¿He mencionado ya que si hay algo en el mundo mundial que me ponga de verdadera mala leche es mojarme cuando llueve?

Después de terminar las compras, nuestro plan era ir a la peluquería para empezar el año nuevo con un poco más de dignidad de la que lo acabamos. Pero en la peluquería había suficiente clientela como para quedarnos a hacer noche, así que decidimos dejar a un lado nuestra dignidad para llegar puntuales a la siguiente cita: comida en casa de mis suegros.

Y allí me planté yo, empapada, despeinada y de un humor de mil demonios. Sólo de pensar la cantidad de puntos que iba a perder con mi suegra cuando arrastrara los pantalones vaqueros por la alfombra del recibidor ya quería evaporarme de inmediato. Lo que yo no sabía es que mi novia me prestaría unos estupendos pantalones de su hermano (en cuyas perneras podrían meterse dos o tres de mis piernas) y que una vez consumado el delito tendría la poca compasión de espetarme eso de:

─ ¿Qué pasa, tía? ¿Te has vuelto rapera?

Pues sí. La rapera de la familia se pasó toda la comida en silencio mirando su plato, mientras se hacía mala sangre con su situación: “En casa de mis suegros… ¡y en chándal!”. Creo que no lo he dicho, pero el chándal es una de las prendas de vestir que considero más denigrantes para mi persona… solo precedida por la minifalda. Suerte que luego recuperé algunos de los miles de puntos perdidos llevando a mi suegra al metro en el coche, y suerte también que después de comer nos acercamos a un centro comercial donde por fin encontré el regalo para mi madre que nos hizo recorrernos el centro de manera compulsiva (se me había olvidado explicar que el regalo que más tiempo nos llevó encontrar… no lo encontramos).

─ ¿Te queda algún regalo más de Reyes que comprar, cariño?
─ Sí, cielo ─me vi obligada a admitir después de todo. ─ Uno pequeño para ti.
─ Pues no lo compres. Déjalo. No pasa nada. Vamos, que… ¡ni se te ocurra volver a salir mañana!

El año que viene, en noviembre. Prometido.

Encantada.

sábado, 2 de enero de 2010

¡Feliz 2010!

Este año lo hemos empezado haciendo un rito en compañía de unas amigas. Cada una ha ido escribiendo en varios papelitos algunas de las cosas que han marcado su 2009 y de las que se quisiera deshacer, y después hemos ido quemándolos por turnos.

Al principio yo no las tenía todas conmigo, porque me dan bastante miedo las velas y mucho más quemar cosas con ellas, y también porque todo lo que se me ocurría dejar atrás se parecía demasiado a los típicos propósitos de año nuevo: el estrés, no hacer ejercicio, las cosas feas que me digo… Es decir, lo mismo de lo que llevo intentando deshacerme desde hace no me acuerdo cuántos años. Y no es que no lo vaya consiguiendo poco a poco, a mi ritmo (que es un ritmo bastante lento, por cierto); pero precisamente por eso no me animaba a darle un empujoncito ritual, pues no veía la diferencia entre eso y lo que hago cada enero.

Sin embargo, a medida que mi novia y mis amigas fueron quemando sus papeles, me fui dando cuenta de que nuestro rito tenía una gran importancia simbólica. No es que por escribir una cosa en un papel y quemarlo esta fuera a desaparecer; pero el mero hecho de escribirla, de decirla en alto, de compartirla y de verla arder, se asemejaba bastante a una catarsis teatral. De pronto, todas comprendimos cuáles eran nuestros puntos débiles, qué nos había estado haciendo sufrir y contra qué debíamos luchar. Más que dar por finalizada la batalla, acabábamos de declararles la guerra.

En mi caso, he cobrado conciencia de que, desde hace unos años, en mi interior ha ido creciendo un enemigo nuevo que no existía con anterioridad: el miedo. Un miedo sin referente concreto, o mejor, con tantísimas posibilidades que termina abarcándolo todo. Un miedo a que ocurran cosas terribles como las que ya me han ocurrido, cosas que tienen lugar sin previo aviso, repentinas, y que te vuelven la vida del revés sin que te dé tiempo a rebelarte. Un miedo que me paraliza, que ahoga mi optimismo y esperanza (que son mi escudo y mi espada), que me quiere quieta, escondida, vuelta sobre mí misma y sin capacidad para hacer, sentir, pensar o decir nada.

Y el camino está claro: para superar los miedos hay que enfrentarse a ellos. Así que ya tengo tarea para el 2010.

Encantada.

martes, 29 de diciembre de 2009

¿Merece la pena?

Tengo una amiga que se atormenta con la pregunta de si merece la pena vivir la vida como lesbiana. No se cuestiona su identidad, por tanto, sino la actualización de esa identidad, planteándose si no sería preferible renunciar a vivir en pareja o hacer un esfuerzo por disfrutar todo lo posible de una relación heterosexual.

El otro día insistió en esta pregunta en una reunión en la que todas las mujeres éramos lesbianas. Nuestra reacción fue curiosa: nos miramos unas a otras y empezamos a responder atropelladamente que nunca nos habíamos planteado si merece la pena vivir como lesbiana una vez que hemos descubierto que, de hecho, somos lesbianas.

Y aun así, su pregunta me hizo pensar. ¿Por qué nunca me lo había planteado?

En primer lugar, he descubierto que existe en mí un principio, o quizá debería llamarlo tendencia, a la autenticidad. Algo que podría enunciarse como “descubre quién eres y vive acorde con ese descubrimiento”. ¿Por qué? Supongo que porque de alguna manera intuyo que cuanta más autenticidad haya en mi vida, habrá también más felicidad. Pero, ¿es eso verdad? Quizás no necesariamente, habida cuenta de que hay autenticidades que conllevan una cantidad considerable de dolor, y que este es probablemente el caso de la autenticidad homosexual.

Entonces, ¿por qué cuando descubrí que era lesbiana no entré a valorar si merecía la pena o no vivir la vida como tal? Creo que, de alguna manera, ese descubrimiento fue para mí una forma de liberación de un dolor difuso aunque persistente acumulado durante años. Una respuesta a mi angustia, un aporte de dignidad frente a muchísimas humillaciones. Pero, ¿por qué nunca me paré a pensar qué dolor era peor, si el que me producía la heteronormatividad en la que no encajaba o el que empezaría a sufrir a causa de la homofobia, exterior e interiorizada? Tal vez por otro principio, quizás una certeza: que las personas tenemos derecho a ser y a sernos, a descubrir quiénes somos y a actualizar ese descubrimiento en nuestras vidas. Y también por una noción de lo que es justo e injusto: es justo que yo me viva como homosexual, que desarrolle los aspectos de mi vida que tengan que ver con mi lesbianismo, que la sociedad me respete, apoye y proteja; es injusto que personas, sociedades, gobiernos o sistemas me impidan el libre desarrollo de mi personalidad, de mi ser más auténtico, ya que este no se opone a los derechos de ninguna otra persona, e incluso rema en la misma dirección: la de la libertad, la igualdad, la solidaridad.

Relacionado tal vez con esta idea de justicia se encuentra cierta jerarquía de valores que también descubro en mi interior. No en todos los casos, ni siquiera en la mayoría, pero sí en este, creo que debe prevalecer el bienestar individual por encima de un presunto bienestar social. En un nivel muy básico, lo explicaría diciendo que, para mí, es más importante mi derecho a ser que el de mi familia, entorno inmediato o sociedad a no tener que cambiar su visión de mí, a no tener que ampliar sus horizontes o a no tener que replantearse su sistema de valores. Antes me he referido al presunto bienestar social porque parece que la sociedad se encuentra mejor cuanto menos cambia, menos se abre, más se reproduce a sí misma. Y sin embargo, creo que el respeto a ciertos derechos individuales, como el que nos ocupa, redundan precisamente en ese bienestar común, al permitir a cada individuo y a la sociedad en conjunto ser más abiertos, más tolerantes, más flexibles, lo cual nos ayuda a adaptarnos mejor a nuestro entorno y a nosotros mismos. Dicho así, casi, casi, parece una cuestión de mera supervivencia de la especie.

Una vez analizados algunos de mis posibles motivos para no hacerme la pregunta, vuelvo al principio y me la hago: ¿merece la pena vivir como lesbiana? Y me doy cuenta de que a esta pregunta sólo se le pueden dar respuestas individuales. Cada caso es diferente, cada uno estás condicionado de una manera y nadie tiene derecho a responder a esa pregunta por los demás.

Supongo que, si viviera en otro país o en otra época, si vivir como lesbiana me supusiera la muerte, cadena perpetua, maltrato físico, abusos sexuales y un largo etcétera, mi respuesta se inclinaría hacia el no. Si mi vida, mi integridad y otros aspectos esenciales de mi yo se vieran amenazados, cohartados o impedidos, es posible que pusiera en la balanza los pros y los contras y, a no ser que me diera un ataque de heroísmo o realmente sintiera que mi vida sólo tiene sentido si la vivo como lesbiana, decidiera postergar el disfrute de mi sexualidad para otra reencarnación.

Pero en la situación actual, en mi país, siento que vivir como lesbiana es, más que un derecho, una obligación. La obligación de no caer en incómodas comodidades, la obligación de transitar el camino que tan penosamente otros han abierto para mí, la obligación de poner mi granito de arena para que el mundo cambie, para que la sociedad cambie, para que mi familia cambie, para que mi mamá, en nombre de todas las mamás, cambie. De alguna manera, me siento llamada a ser, a serme mucho más intensamente que si fuera heterosexual. Sin saber muy bien por qué, dentro de mí vive un impulso hacia la honestidad, hacia la valentía, hacia la solidaridad. Porque ser homosexual, vivirse como tal, no es, a mi modo de ver, una cuestión individual sino colectiva, porque lo que cada uno de nosotros decide hacer con su orientación sexual es algo que nos implica a todos, queramos o no.

Es más que probable que, en la balanza del dolor, salga ganando el dolor de vivirse como homosexual; pero, aun así, yo decido vivirme como lesbiana, decido dar un paso al frente y señalarme, con todo el miedo del mundo, con toda la inseguridad. Y no sólo lo decido sino que creo que esa es la mejor respuesta posible, a la que todas deberíamos tender, aunque nuestras circunstancias la moldeen, porque nuestro convencimiento puede moldearlas a ellas mucho más de lo que a veces tendemos a pensar.
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Encantada de vivirme como soy.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Mensaje de Navidad

─ Ay, cómo me gusta, hija mía, cómo me gusta… Ay, que me encanta, que me encanta, madre… Ay, hija mía, ¡ay! Que me gusta muchísimo, vaya.

En aquel momento debí darme cuenta de que algo que provocaba en mi abuela un entusiasmo semejante no podía ser bueno para mí. Pero sus vítores constituían la culminación perfecta de todos mis anhelos: de una adolescencia atormentada cuya único propósito vital parecía ser encontrar novio, de una entrada triunfal en la mayoría de edad que hizo realidad el sueño tan esperado, de una recién estrenada veintena con una relación sólida que prometía. Y si encima a mi abuela le gustaba, ¿qué más se podía pedir?

Recuerdo perfectamente aquella comida. Mi ex-novio, tan alto, guapo, bienvestido, educado y amable como era, hizo las delicias de las mujeres de mi familia. Mi abuela le miraba como si se hubiese reencontrado con su primer amor; la sonrisa eterna de mi tía parecía transmitir un estado de embriaguez mayor que el que de hecho llevaba; mi madre se paseaba del salón a la cocina como si el espíritu de una neocenicienta se hubiese apoderado de ella. Todas estaban encantadas con aquella presentación en sociedad, con aquella buena pieza que su nieta/sobrina/hija había atrapado en su anzuelo.

Toda aquella alegría, aquellas conversaciones de antes, durante y después de la comida, las bromas, el derroche de cumplidos, las sonrisas, tenían lugar ante mis ojos, pero yo no parecía participar en ninguna de ellas. Entre aquella vida perfecta y yo se interponía una fina burbuja que me mantenía aislada, que me impedía tomar posesión de la misma, que me hacía percibir lo que ocurría a mi alrededor de manera borrosa, como un eco lejano, como una ensoñación.

Dentro de la burbuja, en aquel espacio reservado para mí, no había nada. No había nadie. Todo mi yo se había vaciado en aquellas otras personas que sí parecían disfrutar de lo que pasaba. Todos mis sueños, ilusiones, empeños, alegrías, eran las suyas, las que tenían lugar en aquel momento, las que me habían aniquilado con su realidad.

Yo creía recordar que sonreía, que participaba, que era feliz. Tenía que serlo, había estado luchando muchos años, los años más decisivos, por todo aquello. Ya era una mujer completa, eso que nunca parecía llegar a ser; ya podía participar de la sociedad de los adultos, había pasado la prueba de fuego, había demostrado que contaba con suficiente arrojo, con suficiente madurez. Pero en realidad, allí no había nadie, el cuerpo que calentaba mi silla no era yo. Todo lo que quedaba de mí era una necesidad, imperiosa, profunda y discreta, de salir corriendo de allí.

Fue mi ex-novio el que me lo hizo saber.

─ ¿Qué te pasaba durante la comida? Tenías la mirada perdida, estabas como ausente, incómoda; como si no lo estuvieras pasando bien.
─ ¿Quién? ¿Yo?

Porque entonces yo no lo sabía, no sabía que la persona que protagonizaba mi vida no era yo sino los demás, los demás que tan sutilmente la habían planeado, y que yo sólo me limitaba a ejecutarla con la máxima precisión.

Estos días en que tantas de nosotras nos sentimos tristes, melancólicas, frustradas, impotentes en esas celebraciones familiares que nos repiten una y otra vez que lo que deseamos nunca tendrá lugar, este recuerdo me ha resultado más significativo que nunca. Y he querido compartirlo con vosotras para que nunca nos olvidemos de que, por encima de las tradiciones, de las costumbres, de la presunta felicidad social y familiar, está nuestro derecho individual a SER.

Encantada de desearos una feliz (y lo más auténtica posible) navidad.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Sorpresas te da la vida

Íbamos a comprar una tarta para una amiga de mi novia en una de las pastelerías que hay cerca de casa. Cuando entramos, el dueño, muy amable, nos estuvo explicando qué llevaba por dentro cada una de las que tenía y cuál de ellas nos recomendaba según el número de comensales que fuésemos y para lo que la quisiéramos. Mientras su mujer cambiaba de canal desde la silleta en la que estaba sentada, nosotras nos decidimos por una de chocolate y nata y salimos de la tienda.

Hasta ahí todo muy propio de nuestro barrio: campechano, amable y con su toque folclórico. La sorpresa llegó después. Según salimos de la tienda, nos quedamos mirando el escaparate haciendo bromas sobre las tartas de princesas y supermanes, y entonces las vimos. Ahí estaban. Ahí llevaban seguramente mucho tiempo sin que nosotras hubiésemos reparado en ellas. Las figuritas para las tartas de boda.

Una de un hombre y una mujer.
Una de un hombre y un hombre.
Una de una mujer y una mujer.

¡Una pastelería gay friendly! ¡En nuestro barrio!

Entonces nos dimos cuenta de hasta dónde llegan nuestros prejuicios. Nunca pensamos que se pudieran encontrar figuritas homosexuales para las tartas de boda a más de un kilómetro a la redonda de la plaza de Chueca, y sin embargo, allí estaban. En un barrio tan campechano y folclórico como el nuestro, pero tan sorprendentemente amable.

Aquello fue una bocanada de aire fresco, una sobredosis de esperanza y alegría, la evidencia más clara de que el mundo cambia, a pesar de la homofobia, externa e interna, a pesar de los homófobos y, para qué negarlo, incluso a pesar nuestro.

¡Encantada!

sábado, 28 de noviembre de 2009

Lo mejor y lo peor de ser mujer

1. ¿Qué es lo que más te gusta de ser mujer?
Para mí, hay dos cosas que me gustan especialmente de ser mujer.

La primera es tener un cuerpo de mujer. Cuando era pequeña, quería ser un chico para muchas cosas: para poder correr y ganar los juegos de competición, para subirme a los árboles, para ser el jefe de la pandilla, para ser fuerte, para mear de pie. Habida cuenta de que, en general, parecía preferir ser un chico, muchas veces me pregunté si también me gustaría tener su cuerpo. Y mi respuesta siempre era no. Desde muy pequeña consideré que el cuerpo de una mujer era mucho más “aerodinámico”: ningún colgajo molesto, ningún punto débil demasiado evidente. Según iba creciendo, además, lo fui considerando mucho más bello: ¿quién querría cambiar dos hermosos pechos por un pene de apariencia cuestionable? Yo no, desde luego.

Lo que también me gusta de ser mujer es una de las ventajas de la socialización femenina, quizá una de las pocas que tenga: el aprendizaje de la intimidad y el cariño. Para mí, resulta mucho más agradable en general el poder tener intimidad con las personas, relajarme y dejar que surja la cercanía sin tener que mostrar constantemente que soy un machote que no necesita de nadie para sobrevivir. Me gusta también que mis muestras de cariño sean bienvenidas la mayor parte de las veces y que no se consideren sospechosas de quién sabe qué.

2. ¿Qué es lo que menos te gusta de ser mujer?
Claramente, lo que menos me gusta, lo que me molesta y me resulta humillante, lo que detesto y lo que más me hace sufrir es ser evaluada como una víctima potencial, como alguien frágil a la que es sencillo dañar, especialmente en el aspecto físico y, sobre todo, sexual.

Yo no creo que todas las mujeres sean físicamente más débiles que los hombres, ni que un hombre se pueda defender de un asalto necesariamente mejor que una mujer. Considero que estas evaluaciones son fruto de la visión que de nosotras tiene la sociedad, y que detrás de ellas funcionan ciertos valores. Por ejemplo, en una sociedad que venerase o al menos respetase a la mujer, seríamos evaluadas como seres sagrados o al menos dignos de respeto, y es posible que la idea de dañarnos no pasara por la cabeza de nadie o al menos se considerase una aberración que tendría lugar muy raramente. Si las mujeres sentimos una amenaza constante y si de hecho dicha amenaza se cumple en numerosas ocasiones, es porque nuestra sociedad ha considerado tradicionalmente que el daño infringido a las mujeres no era tal, sino un derecho del hombre que sólo recientemente ha pasado a ser cuestionado.

De ser mujer me molesta tener miedo cuando voy por la calle, sufrir pensando en ser víctima de una violación, saber que tantísimas mujeres como yo han sido humilladas, agredidas, violadas y asesinadas por el mero hecho de pertenecer a nuestro sexo, no poder disuadir a un asaltante potencial de atacar a mi novia como sí lo podría hacer un hombre.

3. Si volvieras a nacer, ¿preferirías hacerlo como hombre o como mujer?
Sin duda ninguna, como mujer.

Encantada.

(Estas preguntas surgieron de una conversación que tuvimos la otra noche mi novia y yo y que me pareció muy reveladora. Si alguna de mis lectoras decidiera considerarlas como un meme y quisiera responderlas en su blog, creo que se crearía una reflexión muy interesante).

viernes, 20 de noviembre de 2009

Repasando mi visibilidad laboral

Últimamente he estado haciendo balance sobre lo que ha cambiado y lo que no desde que salí del armario con mis compañeros de trabajo, sobre lo que va mejor y lo que va peor, y en general, cómo es ahora mi relación con ellos.

Cuando se trata de visibilidad, a veces siento que los mensajes que se lanzan están vacíos. La consigna es “sal del armario y todo irá mejor”, pero no se suele explicar qué es ese “todo” y si es realmente “todo” lo que cambia para bien. Por eso, me resulta interesante reflexionar sobre mi experiencia, y sobre todo, compartirla.

Hay dos cosas que sí que han mejorado claramente desde que salí del armario, y ambas me han proporcionado mucha tranquilidad mental y una gran estabilidad emocional.

La primera es que ya no me tengo que preguntar si mis compañeros me estiman realmente o si lo hacen sólo porque dan por hecho que soy heterosexual. Ahora saben que salgo con una mujer (¡y la conocen!), así que entiendo que sus muestras de afecto y simpatía son auténticas. O incluso mejor: pueden ser falsas, pero ahora sé que no se atreverían a rechazarme abiertamente. Su hipocresía o su sinceridad quedan en su conciencia; mientras tanto, yo puedo seguir relacionándome con la tranquilidad de haber compartido con ellos lo que soy.

La segunda mejora tiene que ver con las pequeñas “molestias”que tenemos que sufrir cuando los demás presuponen que somos heterosexuales. Ahora sé que ninguno de mis compañeros me preguntará si tengo novio, si me gusta este o aquel hombre, quién es la chica con la que vivo, ni ninguna otra pregunta “incómoda”. Todos saben lo que hay, lo que soy, cómo es mi vida, así que puedo relajarme y participar en las conversaciones tranquilamente sin que me entren ganas de salir corriendo cada vez que se habla de nuestra vida personal.

Por otro lado, las relaciones con mis compañeros también han cambiado en dos aspectos que me hacen sentir mucho mejor a su lado.

En primer lugar, la homosexualidad es ahora un tema mucho más presente en las conversaciones de lo que lo era antes. No es que mis compañeros nunca hablasen del tema o lo hicieran para mal, al contrario: precisamente porque sacaban el tema de vez en cuando y de manera positiva yo me animé a salir del armario con ellos. Sin embargo, ahora la homosexualidad está presente de otra manera. La diferencia es sutil, pero yo noto que ellos hacen el esfuerzo de romper con la heteronormatividad en numerosas ocasiones. De hecho, algunos aprovechan siempre que pueden para mostrar (y mostrarme) su aceptación y el rechazo que profesan a las posturas homófobas. Varias veces lo han hecho delante de terceros que no sabían que yo era lesbiana, lo cual me ha parecido bastante entrañable y emocionante.

Por otra parte, he notado cómo mis compañeros han reducido sus expresiones homófobas o, al menos, han cobrado conciencia de que estas expresiones pueden resultar hirientes. “Maricón el último”, “a ver si vas a ser de la acera de enfrente” o “Pepito pierde aceite” han ido desapareciendo de su vocabulario, al menos en mi presencia. Y cuando se les escapan, han llegado a pedirme perdón por si me habían ofendido. Esto me ha parecido un cambio interesante porque demuestra que las conductas y actitudes homófobas pueden modificarse gracias a nuestra visibilidad. Determinar la profundidad del cambio es difícil, pero al menos ahora resulta “políticamente incorrecto” expresarse de este modo: un gran logro teniendo en cuenta que la “cuestión homosexual” no termina de cruzar la línea de la “corrección política”.

Hasta aquí todo lo positivo. Y es que salir del armario también me ha hecho sentir mal en un par de aspectos: el primero espero que sea para bien a largo plazo, y el segundo me hace cuestionarme seriamente nuestra posibilidad de integración en un mundo heterosexual.

La verdad es que ahora me siento peor con otros compañeros con los que no salí del armario pero a los que tengo el mismo cariño y con los que siento la misma confianza. De pronto veo que he establecido una barrera artificial entre aquellos que lo saben y aquellos que no. Mi relación con los que lo saben va avanzando a pasos agigantados; mi relación con los que no lo saben se estanca y se separa de la otra cada vez más. Esto me genera angustia y tristeza, supongo que la misma angustia y la misma tristeza que me generaba el estar en el armario antes con los compañeros con los que ya no lo estoy. Y sé que, precisamente por eso, este malestar puede ayudarme a tomar la decisión de seguir apostando por la sinceridad y la apertura a los demás, aunque ese momento todavía no haya llegado. Porque mi trabajo sigue pareciéndome un lugar hostil en general, y necesito crear situaciones fuera del mismo para poder sincerarme, situaciones que se dan de vez en cuando pero que todavía no he tomado la decisión de aprovechar. Una de las dificultades que encuentro para hacerlo es que me gustaría salir del armario con “este” y con “esta” y no con todos mis compañeros a la vez, lo cual es sumamente complicado. Supongo que, en este punto, se me plantea el dilema de si salir del armario “indiscriminadamente” o no. Hacerlo podría ser deseable, pero ahora mismo no me siento preparada para ello.

Por otro lado, he de decir que salir del armario me ha hecho cobrar más conciencia aún de mi diferencia. Esto es algo que ya me había pasado otras veces, y me no me hace sentir precisamente bien. Creo que, mientras se mantiene la “ilusión de heterosexualidad”, se mantiene la “ilusión de integración”: eres como los demás, participas como los demás. Pero cuando la ilusión se rompe, aparece esa “barrera de cristal” que, a base de sutilidades, te impide ser una más. Es algo tonto y, a la vez, sumamente profundo, que te recuerda una y otra vez que no eres como el resto, que te hace sentir como si la aceptación que recibes fuera un regalo y no un derecho, algo con fecha de caducidad o con posibilidad de ser revocado en cualquier momento. Esto ocurre en muchas conversaciones cotidianas, como las que tratan sobre los estereotipos de hombres y mujeres en el matrimonio, o sobre la maternidad o paternidad, o sobre asuntos familiares o legales. Yo creo que, por una parte, puede estar bien no compartir ciertas cosas, como visiones machistas o estereotipadas. Pero, al mismo tiempo, me parece que en realidad no es eso lo que está en juego, sino la simple interacción social: yo tengo muchas conversaciones estereotipadas con mis amigas lesbianas sobre las parejas de mujeres, y se trata de reforzarnos a nosotras mismas a través del humor y la caricatura, cosa que no puedo hacer con los heteros porque mi situación es diferente. Así que me pregunto hasta qué punto podemos disfrutar de una integración real mientras la división entre heteros y homos siga siendo tan relevante en nuestra sociedad, mientras existan tantos pequeños detalles que te recuerdan tu diferencia.

En cualquier caso, puedo concluir que salir del armario con mis compañeros de trabajo es una de las mejores decisiones que he tomado, porque me ha granjeado numerosos beneficios. Sin embargo, y cada vez más, insisto en reflexionar sobre la complejidad del “ser visible”, sobre las diferencias que se establecen entre personas y situaciones, y sobre cómo un mensaje monolítico e impositivo sobre este tema puede crearnos más angustias y sufrimientos que sumar a los que ya nos provoca la homofobia.

Encantada.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Dos años viviendo JUNTAS

Esta semana ha sido nuestro aniversario de convivencia: ya llevamos dos años viviendo juntas. Tanto mi novia como yo consideramos que ese es el tiempo que hemos tardado en acoplarnos mutuamente, en conseguir una estabilidad en nuestra relación a pesar de los altibajos, de los momentos buenos y malos, y de los quehaceres y faenas domésticas.

Empezamos a vivir juntas con mucha ilusión y también con mucha inocencia. Desde que empezamos a salir, habíamos procurado pasar todo el tiempo que podíamos juntas: tardes, noches, fines de semana, pequeñas escapadas, vacaciones. Después de dos años y medio pensamos que estábamos preparadas para la convivencia, y no es que no lo estuviéramos: es que hay pequeños grandes detalles para los que nadie te prepara.

Uno de ellos, que para mí tiene muchísima importancia, son las labores domésticas. Cocinar, limpiar, planchar, fregar, hacer la compra. Puede parecer una tontería o una simple cuestión de organización, pero es mucho más que eso. Preparar una comida especial, recoger la casa antes de que venga una visita o plancharte la camisa que te apetece llevar esa noche son tareas agradables. Llegar a casa cansada y estresada después del trabajo, encontrarte la casa desordenada y sucia, no tener tiempo ni ganas para hacer la comida y, encima, abrir la nevera y descubrir que de hecho no hay nada para comer, sentarte en el sofá junto a un cerro de ropa sin planchar y que ese mismo día te llegue la factura de la luz… provoca una crisis tremenda en la pareja más sólida.

La rutina es otra de las pequeñas desgracias de las que todo el mundo habla pero que nadie te explica en profundidad. En nuestra vida en común hay multitud de rutinas agradables: dormir la siesta juntas, ducharnos, irnos a la cama y abrazarnos cada noche… El problema, para mí, no son tanto las rutinas de pareja (que también) como el choque de rutinas individuales: la misma acumulación de trabajo, el mismo estrés, la misma madre que te llama para calentarte la cabeza, la misma amiga con la que nunca tienes tiempo para quedar, las mismas noticias exasperantes, el mismo poco tiempo libre, el mismo desaliento vital. Si hay días en los que difícilmente te soportas a ti misma, soportar a alguien que tampoco se aguanta mientras sobrevives a tus propias rutinas es una cuestión de malabarismo circense.

Por si esto fuera poco, las parejas de mujeres lesbianas tenemos que luchar, además, contra la homofobia y el heterosexismo que nos rodean. Para mí, esta es una clave que determina el tiempo que es necesario emplear para encontrar la estabilidad, para sentirse a gusto con la vida que has elegido vivir. En nuestro caso, el principio de nuestra convivencia estuvo marcado por los ataques y el boicot permanentes de mi familia (con el tiempo, los ataques han cesado, pero el boicot sigue). A eso se une la tensión de sufrir una pregunta incómoda de parte de aquellas personas con las que todavía estás en el armario (compañeros de trabajo, familiares): “y tú, ¿vives sola?”, “¿compartes piso?”, “¿vives con tu novio?”, “tú vivías con una amiga, ¿verdad?”, “¿y de qué conoces a tu compañera de piso?”. Poco a poco, esta tensión va cediendo a medida que se consiguen fuerzas para ir manejando la situación; sin embargo, como todo lo que tiene que ver con la visibilidad, es un proceso del que se conoce el comienzo pero no el final, un proceso permanente y en perfeccionamiento continuo.

Y para terminar, si aún te quedan tiempo y ganas, está la pareja. Después de lavar, planchar, trabajar durante todo el día, después de despachar a tu madre, mandarle un email a tu amiga, actualizar el alquiler, después de hacer la compra, cocinar y comer, llega el momento de aprender a respetar los espacios y los ritmos, los humores y las manías, el momento de ceder, hablar, comprender, llorar, reír y hacer el amor. Y por mucho que creas conocer a tu novia, nunca puedes estar suficientemente segura de quién es la persona con la que has decidido vivir, de cuánto o cómo va cambiar con el paso del tiempo, de qué nuevas pruebas de esas que os pone el destino tendréis que superar si queréis que todo vaya bien.

Por todo eso, he de decir que me siento sumamente orgullosa de haber compartido con mi novia dos años de convivencia, cada uno con sus 365 días, sus 24 horas, sus 60 minutos y los 60 segundos que les corresponden. Me siento feliz de haberla conocido, de tener el privilegio de acercarme a sus manías, a su cabezonería, a sus obsesiones, a sus tristezas, pero también al inmenso amor que me regala, a su cariño, sus detalles, sus caricias, a los ojos que me sonríen cada mañana, a los besos que me ayudan a despertar. Y además, ahora más que nunca puedo confiar en que el nuestro es un proyecto con futuro, con ganas de seguir desarrollándose, con la ilusión de llegar a más, de recorrer los caminos que nos prepara la vida juntas, de la mano.

Encantada.

sábado, 17 de octubre de 2009

Aventuras ecologistas en el hipermercado

Salgo del trabajo más tarde de lo que me gustaría y decido hacer un último esfuerzo para arrastrarme hasta el centro comercial, con la idea de hacer una pequeña compra de productos que no venden en mi supermercado de siempre. Me refiero a esos que tanto nos gustan a los vegetarianos: zumos multivitaminas, colacao trescientos minerales, leche de soja enriquecida, etc.

La perspectiva de leer decenas de etiquetas sin que nadie me meta prisa me proporciona las fuerzas que me faltan. Llego, aparco, me pongo el abrigo, cojo el monedero, entro en el hipermercado.

Me entra el pánico de ser la única compradora que no utiliza carro sino cesta.
Me entra el pánico de que los de seguridad crean que voy a robar porque doy vueltas sin sentido y me paro durante varios minutos delante de la misma estantería.
Me entra el pánico de encontrarme con padres y madres de alumnos que me obliguen a hacer horas extra y olisqueen en mi compra.

Tras superar todos mis pánicos, por fin consigo una cesta al final del pasillo, regreso a la puerta para hacer un recorrido ordenado sin el cual no sería capaz de salir de allí hasta la madrugada, no me encuentro a nadie o, al menos, no miro a nadie a la cara para no encontrármelo, y empiezo a coger lo que buscaba. Me congratula descubrir varios 3x2, 2x1 y ofertones del día, que me reafirman en la idea de que ser vegetariana no sólo es fácil sino que resulta inesperadamente barato. Me acerco a la caja feliz, confiada y alegre, sin sospechar del inicio de una nueva tragedia.

Me coloco en la fila y recuerdo que en aquel hipermercado ya no dan bolsas de plástico, y que yo no llevo ninguna, ni tan siquiera tengo alguna en el coche. No pasa nada, me digo, compraré un par de bolsas de fibra de patata y echaré una mano al medio ambiente.

La primera caja de bolsas está vacía.
La segunda caja de bolsas está vacía.
La tercera caja de bolsas está llena, pero no puedo arrancarlas, me enredo, se me caen varias al suelo y cuando me llevo las que creo querer llevarme me doy cuenta de que apenas podría decir si he cogido dos o doscientas.

La cajera mira mi compra y las bolsas alternativamente y sonríe con ironía.
Yo continúo ignorando las advertencias del destino.

(La primera vez que compré bolsas de fibra de patata pensé que tenían pinta de ser muy poco resistentes, pero enseguida me dije que aquella era la voz del miedo a lo desconocido y no del raciocinio, y que, aunque me parecía que aquellas bolsas iban a deshacerse en cualquier momento, eran bolsas ecológicas, y eso sólo podía significar algo bueno).

Meto mi compra en las bolsas y camino hacia el coche. Vuelvo a tener la sensación de que empiezan a estirarse y que pronto arrastraré la compra por el suelo. Contra todo pronóstico, no obstante, llego al coche sana y salva y me repito que aquella es sólo la voz de mis prejuicios.

Vuelvo al centro comercial y compro un ramo de flores para mi novia. Cuando regreso al coche me doy cuenta de que no he pasado por el herbolario. Decido guardar mis fuerzas para ir otro día: será lo único inteligente que haga.

Arranco el coche, conduzco, llego a casa. Cuando abro el maletero, los yogures de soja están por todas partes. Los recojo, pero se me caen los envases de encurtidos, semillas y hojas de menta. Los recojo, pero todo está muy mal colocado y las bolsas gimen suavemente. Cruzo la calle y, cuando llego a la acera, una de las asas se rompe. Me agacho, trato de hacer un pequeño nudo. El nudo se rompe. Me agacho, trato de coger la bolsa por el costado. El costado se rompe. Me agacho, trato de hacer algo que me ayude a recorrer los cincuenta metros que me separan del portal: la bolsa ya no es una bolsa, sólo quedan jirones de fibra de patata. Decido cogerlo todo entre mis brazos y llegar al portal como sea, con la esperanza de que la otra bolsa resista dos minutos. El destino me da un respiro y así es.

Dejo los yogures de soja, los zumos, el colacao y la menta en el portal mientras subo el resto corriendo. Cuatro pisos a patita que me dejan extenuada. Mientras busco dos bolsas de plástico (del malo) noto cómo el corazón me late en las sienes. Tengo calor, quiero quitarme el abrigo, los zapatos y los pantalones, pero la imagen de mis vecinas robándome los yogures impunemente me lo impide. Bajo corriendo los cuatro pisos, meto el resto de mi compra en las bolsas. Subo corriendo los cuatro pisos. Cuando estoy a punto de desmayarme me acuerdo del ramo de flores de mi novia. Vuelvo a bajar los cuatro pisos y llego hasta el coche. Estoy segura de que es el mío porque el mando lo abre, pero los ojos me hacen chiribitas y la cabeza me da vueltas. Cojo el ramo, el bolso, cincuenta exámenes y el paraguas. Me arrastro penosamente hacia el portal. Subo los cuatro pisos al límite de mis fuerzas. Guardo cada cosa en su sitio y dejo el ramo de flores en la mesa de mi novia. Me desnudo y me meto en la cama.

Me he quitado tanta ropa y la he dejado de tan mala manera que, cuando mi novia entra en casa, no me ve. Me busca por todas las habitaciones, pero en vez de encontrarme descubre el ramo. Corre por el salón llamándome y por fin se da cuenta de que estoy sepultada bajo la ropa, la colcha, la manta y las sábanas. Con el último estertor de un moribundo, la sonrío, me sonríe y me hace feliz.

Ella también ha hecho la compra, pero en el supermercado de siempre. De sus bolsas de plástico altamente contaminantes e intactas, va sacando las cosas y colocándolas. Anda, pero si has comprado yogures, y frutos secos, y zumo… Sí, sí, digo yo, mientras recuerdo a dos señoras con un carrito mirando cómo se me caía todo aquello y se acercaba peligrosamente a la alcantarilla, y cómo un señor con mono azul se reía.

Y me pregunto por qué echar una mano al medio ambiente tiene que significar necesariamente partirte la espalda, por qué fabrican las bolsas de fibra de patata más finas que una media, por qué los sustitutos ecológicos no pueden ser iguales o incluso mejores que los contaminantes, y sobre todo, por qué no venden todo lo que necesito en el supermercado de siempre.

Entonces recuerdo que la mano a la medio ambiente sólo se la echamos los ciudadanos concienciados con nuestros pequeños gestos, gestos que terminan siendo muecas por la mano al cuello que nos echan los supermercados, el sistema financiero y la ideología del capital.

Al menos, pienso para consolarme, los jirones de fibra de patata no tardarán 400 años en descomponerse.

Encantada.

sábado, 10 de octubre de 2009

Salir del armario. Las respuestas clásicas (II)

La respuesta de los hombres ante nuestra salida del armario es una, grande y condicionada por el patriarcado. Para ellos, para todos ellos, el lesbianismo es inaceptable por una sencilla razón: están excluidos. Incluso los gays tratan de encontrarle los tres pies a nuestro querido gato en busca de una explicación suficiente para entender cómo pueden dos mujeres vivir felices y contentas, e incluso follar. Entre ellas.

De todas las formas de rechazo verbal al hecho incuestionable de nuestra existencia, ahí van las tres más repetidas:


1. La egocéntrica

¡Lesbiana! Pero… ¿tanto te he traumatizado?

Se dice que el 90% de las lesbianas hemos conocido varón. Pues bien: esta respuesta (o cualquiera de sus variantes) es la que balbucean los desgraciados a los que nos atrevemos a sugerir que no, no éramos frígidas. Ni frígidas, ni mojigatas. Tampoco estábamos deslumbradas ante su potencia. Simplemente, nos evadíamos de la incómoda situación imaginando que nuestras manos se posaban en dos hermosos pechos que nos sacaban de allí volando. Pero claro, esta es una evidencia muy difícil de asimilar para aquellos seres convencidos de que su sexo es el centro de la creación, de que su hombría es la vara de medir todo lo que merece la pena, de que ninguna mujer puede desear ardientemente algo que no se parezca mínimamente a ellos. Por eso, la única interpretación que cabe en su cerebro es que sí, sí éramos frígidas. Frígidas y mojigatas, pero nunca lesbianas. Y que tanta potencia nos deslumbró hasta el punto de obligarnos a buscar refugio en una amiguita. Inocente, suave y sin posibilidad de penetración.

Si esta respuesta no fuera consecuencia de un patriarcado que se empeña en negarnos nuestra autonomía sexual, me conformaría con una sonrisa sarcástica como toda réplica.

Ilusos.


2. La irónica

¡Claro que sí, mujer! El muerto al hoyo… ¡y el vivo al bollo!

Junto a nuestros ex-novios, existe un segundo tipo de hombres a los que les cuesta asimilar nuestra homosexualidad: los amigos que nunca nos tuvieron. Esos chicos diferentes, especiales, a los que utilizábamos como paños de lágrimas ante nuestros continuos fracasos, y que se mantenían a la espera de que el resto de los hombres nos decepcionara para recordarnos que ellos todavía estaban allí. Y ocurrió, sí, que los hombres nos decepcionaron. O mejor: descubrimos que nos eran indiferentes, que nuestro problema no eran ellos, sino más bien ellas, y entonces corrimos a contárselo.

La reacción de un amigo incondicional ante nuestro lesbianismo es impredecible. Negación, ira, depresión y todas las demás fases del duelo. Si además era tan inteligente como nos parecía, se recubrirá de un escudo de ironía y soltará por su boca rayos y centellas. Comprendámosle: después de pasarse media vida besando compulsivamente a la rana, ésta va y se transforma en sapo. De los buenos. Nada más y nada menos que bollera. Lo que faltaba.

Si el chaparrón irónico y la fura incontenible escapan, la amistad se recupera. Especialmente si nuestro querido amigo se echa novia. Entonces empieza la fase divertida… ¡no dejar de hablar de mujeres!


3. La paternalista

Quiero que sepas que, si algún día necesitas semen, puedes contar con el mío.

Esta respuesta demuestra que los lazos que nos unen (o nos unían) a los hombres con los que salimos del armario no determinan su reacción. Porque esta, la reina de las respuestas masculinas, nos la dan ex-novios, amigos, hermanos, primos, tíos… y como nos descuidemos, hasta nuestro propio padre.

Me pregunto en qué diccionario aparece definida la palabra “lesbiana” como 'mujer sedienta de semen' (¡¡¡¡iiiiiiiihhhhhhh!!!!) para ser una acepción tan extendida en el mundillo masculino. Porque no falla: hombre con el que sales del armario, hombre que tarde o temprano te ofrece su semen, sin ni siquiera esperar a saber si quieres ser madre, o incluso mejor, si quieres serlo… ¡de un hijo suyo! Claro que ellos interpretan el hecho de que necesitemos el semen para ser madre como su venganza final, la prueba irrefutable de que no podemos ser lesbianas sin ellos, o al menos, no lesbianas completas, o mejor aún, satisfechas.

Qué pena (por no decir otra cosa) que continúen confundiendo el hecho de ser madre con el de ser mujer, heterosexual o lesbiana. Ninguna mujer necesita al hombre para ser lo que es, y lo mismo es aplicable cuando una mujer es lesbiana. Por supuesto que, mientras nuestra biología no cambie, necesitamos de un óvulo y un espermatozoide para reproducirnos. Qué pena (para ellos) que ser madre no signifique siquiera haberse reproducido.

Lo divertido, no obstante, es mostrarles nuestra sorpresa ante la cantidad de películas y series de lesbianas americanas que han debido ver para pensar que ese el procedimiento de inseminación artificial internacional, ya que en países como España está prohibido recibir semen de un amigo (ex-novio, primo, tío…) y pretender que después desaparezca, puesto que si queremos que se de el piro, hace falta que las donaciones sean anónimos. De todas formas, a mí me gusta imaginarme a los tíos que me ofrecen semen viendo películas de lesbianas y relamiéndose ante la posibilidad de dejar su huella en mi cuerpo.

Animalicos.


Quien crea que hasta aquí han llegado las respuestas clásicas es que no ha salido del armario las suficientes veces como para no haber recibido todavía la absoluta reina y señora de las respuestas, la que nos descoloca, descompone y hasta descuajeringa, emitida tanto por hombres como por mujeres. Tal es la grandeza de esta respuesta, que merecerá una entrada sólo para ella.

Continuaremos…

viernes, 2 de octubre de 2009

Mejor vivir... sin miedo

Uno de los motivos que me empujaron a abrir este blog fue el poder disfrutar de un espacio de anonimato. Anteriormente, tenía otro blog en el que algunos de mis lectores eran gente que me conocía, lo cual me impedía muchas veces expresarme con libertad. En otras ocasiones, y por este mismo motivo, había descuidado mi privacidad, de manera que publiqué alguna información que todavía no estaba realmente preparada para compartir.

Por eso, cuando empecé a escribir aquí procuré ser más cuidadosa y preservar ese anonimato que, a su vez, garantizaba mi libertad. Sin embargo, el tiempo ha ido pasando y mis prioridades han cambiado. Hoy estoy dispuesta a ceder en mi autoprotección a cambio de algo que cada día me resulta más valioso: el privilegio de compartirme con mis lectoras, que a su vez me invitan muchas veces a compartirlas como escritoras. Hoy he comprendido, por otra parte, que la autocensura que nos imponemos no depende tanto de quién lea nuestro blog, como de nuestra seguridad en nosotras mismas, que es algo que cada una debemos trabajar sin excusarnos en otras personas.

Esta evolución en mi pensamiento, este deseo de compartirme, es lo que me ha animado a hablar de una parte de mí de la que me resulta muy difícil hacerlo como lesbiana: mi profesión. Para mí, la profesión más hermosa, la que me realiza cada día, la que aporta sentido a una gran parte de mi vida, la que no cambiaría por ninguna otra. Y también la más difícil de ejercer siendo homosexual: EDUCADORA.

Cuando escribía en mi otro blog, a veces publicaba anécdotas que me ocurrían en mi trabajo: conversaciones con alumnos, actividades que no funcionaban, pequeñas frustraciones y grandes alegrías. Pero poco a poco empecé a tener miedo de “ser descubierta”. La idea de que uno solo de mis alumnos pudiera enterarse de que era lesbiana me aterraba, por eso le puse cien mil candados a lo que escribía, hasta terminar abandonándolo. Y nunca pensé que llegase el día en que, en este otro blog, me animase a retomar el tema.

Sin embargo, después de una primera época de terror, he ido ganando más confianza en mí misma, dejando por el camino, por fortuna, algunos de mis miedos infundados. Hoy creo que, si alguno de mis alumnos, de mis alumnas, leyese este blog, le costaría reconocerme en él, por tantos motivos. Además, dudo que alguno se interesase por leerlo, y en el caso de que tuvieran interés, entonces seguramente no habría de tener ningún miedo a “ser descubierta”, porque probablemente esos alumnos, esas alumnas, tendrían tanto que esconder, o tantas ganas de compartirlo, como tengo yo.

Con este blog, además, he descubierto algo que antes de conocía: la alegría de pertenecer a una comunidad. Ahora siento que no escribo este blog sólo para mí, ni tampoco sólo para hablar de mí, sino que lo hago dentro de una red de lectoras y escritoras que poco a poco construye una realidad: la nuestra, la de las mujeres lesbianas. Y a ella quiero pertenecer también como educadora, enriqueciéndola no ya con mi perspectiva, sino simplemente con mi presencia, con mi propio ser. Creo que guardarse esa información, no compartirla, no asegurar que existimos, sería egoísta y le restaría algunos pasos a ese camino que hemos decidido recorrer en común.

Por suerte, y gracias a la estupenda lista de blogueras docentes que me envió Farala, hoy conozco, además, a otras mujeres con las que comparto profesión y cuya iniciativa de ser visibles, al menos como escritoras de un blog, no sólo me gustaría sino que creo que debo secundar.

Encantada de hacerlo desde hoy.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

El cubo de Rubik

Cuando era pequeña solía jugar al cubo de Rubik que tenía mi tío I., uno de los hermanos pequeños de mi madre. A menudo le encontraba enzarzado con el cubo cuando llegábamos de visita a casa de mis abuelos, donde él vivía. Le daba vueltas y vueltas y yo le miraba asombrada, esperando que se produjera el milagro. Algunas veces, quizá de pura desesperación, mi tío I. me prestaba el cubo para que yo también pudiera jugar. Cuando lo sostenía en mis manos sentía que era algo mágico, poderoso, lleno de misterio. Entonces empezaba a darle vueltas sin ton ni son, ante la sonrisa irónica de mi tío, que con toda la superioridad narcisista que otorga la adolescencia trataba de explicarme que el cubo tenía unas reglas, que no consistía en moverlo de cualquier manera sino en seguir una estrategia. Yo le miraba extrañada, pensando que aquello que decía no tenía ningún sentido: al fin y al cabo, dándole vueltas al cubo a mi manera a veces había conseguido juntar dos o tres cuadritos de colores, lo que para mi mente infantil significaba que así era como funcionaba, y no con la reglas de las que hablaba mi tío. Por eso, cada vez que conseguía la hazaña de juntar algunos colores, corría a enseñárselo para mostrarle el divino azar que gobernaba el cubo. Entonces mi tío I. me acariciaba la cabeza, sonriéndome condescendiente.

Hace poco, descubrí que una de mis amigas tenía un cubo de Rubik en su casa. Lo había conseguido gracias a esa extraña moda que nos invade ahora reivindicando los 80, de los que siempre nos habíamos avergonzado los que nacimos en ellos y que tanta morriña nos producen según nos vamos acercando a la treintena. Le pedí que me lo dejara para jugar en homenaje a mi infancia, pero ella hizo algo más por mí: me prestó también las instrucciones. Aunque no alcancé a entenderlas todas (¿alguna vez habéis intentado descifrar las instrucciones de un cubo de Rubik? ¡yo creo que resulta más sencillo resolverlo!), sí que descubrí que, como mi tío I. aseguraba, existían algunas reglas que te permitían armar el cubo convenientemente, sin dejar espacio para el azar. Pasé aquella tarde enzarzada con el cubo, dándome cuenta de hasta qué punto mi mente había evolucionado desde mi infancia, sintiéndome poderosa y capaz de resolverlo, y deseando tener mi propio cubo para demostrármelo aunque tuviera que superar las náuseas (jugar trepidantemente marea) y me dejara la vista (como buena miope) por el camino.

Así que mi novia, que está al quite de todo, me regaló un cubo de Rubik coincidiendo con el final de nuestras vacaciones. Pero no lo hizo solamente para que me entretuviese con él, para que me sintiera superior a la niña que fui, para que yo también sonriese irónicamente como mi tío. Lo hizo porque este verano me he venido abajo muchas veces pensando que nunca superaría los problemas que tengo, que mi situación nunca podría ir a mejor. Que nunca me llevaría bien con mis padres, que la relación que mantengo con mi novia sucumbiría ante las presiones, incompatibilidades y nuestra incapacidad para reconducirla, que el mundo seguramente seguiría presentándoseme como un lugar inhóspito y que, en fin, todo iría mal, se estropearía y sería horrible.

Mi cubo de Rubik, intacto.

Pero ella me animó a comprender que la vida, como mis problemas, es solamente un cubo de Rubik. Cuanto más la vivimos, cuanto más la movemos, más se complica, más se van mezclando todos los colores. Y a veces pensamos que los cuadros están juntos o separados por puro azar, que sólo podemos seguir moviéndola de cualquier manera, cruzando los dedos para que se produzca el milagro. Pero el cubo de Rubik, como la vida, tiene sus instrucciones, difíciles de leer aunque las tengamos delante de las narices, que en ocasiones logramos atisbar para completar una fila, una cara, donde todos los colores aparezcan armonizados y nos permitan sentirnos un poco dueños de nuestro destino, un poco capaces de conducir nuestra vida sin que los imprevistos la desbaraten una y otra vez.

Mi cubo de Rubik, tras sufrir un frenesí existencial.

Muchas gracias, cariño, por hacerme este fantástico regalo.

A tu lado me siento fuerte y segura para resolver el cubo de Rubik y cualquier otro puzzle que la vida nos invite a resolver.

Te quiero.

Encantada.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Yo Lesbicanaria

Os invito a todas a pasaros por el blog de Rogue y visitar el artículo que ha tenido la amabilidad de publicarme después de invitarme a participar en su sección "Yo Lesbicanaria", lo cual es todo un honor para mí.

El artículo plasma algunos de mis motivos para leer blogs de lesbianas y escribir uno como tal, y me gustaría dedicárselo a todas las que formamos esta maravillosa comunidad virtual (y no tanto) conocida como la "Bollosfera".

¡Encantada de formar parte de algo tan especial!

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