lunes, 24 de mayo de 2010

Receta personal contra el maltrato

Dedicado a Ave, que escribió esto; a Candela, que respondió aquello; y a todas las mujeres y hombres que se encuentran en peligro, que sufren o que se han superado, y hoy están curados y alerta.

Volvía a casa en taxi, acompañada de mi entonces novio. Tras varios años de relación, aquella noche sus padres se habían dignado, por fin, a invitarme a una cena familiar. Yo me sentía emocionada, conmovida, finalmente bientratada. Tal era mi estado interno de turbada felicidad, que en un momento de la noche todos salieron a bailar y yo me quedé anclada en la silla: los brazos no me respondían, las piernas me temblaban. Me excusé como pude, espantada de mi propio bloqueo, y la noche siguió transcurriendo en medio de una apacible calma. Calma que, evidentemente, precedía a la tempestad.

Cuando entramos en el taxi, yo todavía daba por supuesto que mi novio lo había pasado tan bien como yo. Sonriendo luminosamente, le pregunté de manera atropellada qué le había parecido la noche, si había disfrutado del encuentro, si finalmente se sentía tan dichoso como yo me sentía. Él todavía sonreía cuando cerró la puerta y le indicó al taxista la dirección de mi casa, pero de pronto la expresión de su cara cambió súbitamente. Serio, torpemente contenido, comenzó a descargar sobre mí la ira que llevaba acumulando toda la noche.

Que cómo me había atrevido, me gritó. Que cómo podía haber tenido la cara de despreciar a su familia de aquella manera. Que quién me creía que era. Que cómo podía haberme quedado sentada mientras todos salían a bailar. Que si me aburría. Que cómo había tenido el descaro de mostrar así mi aburrimiento. Que si así pagaba a sus padres el detalle que habían tenido al invitarme. Que si esa era mi manera de ser agradecida. Etc. Etc. Etc.

Yo me quedé atónita, sin palabras. Me sentía asustada y confusa. Traté de explicarle que me había quedado bloqueada, que fue la emoción lo que me impidió moverme, pero no valió de nada. Él volvió a empezar. El taxista intentó mediar a mi favor. Eso tampoco sirvió y ninguno de los dos (ni el taxista ni yo) volvimos a abrir la boca en todo el viaje.

Cuando llegué a mi casa, mis padres me esperaban sonrientes, preparados para escuchar el relato de mi gran noche de éxito. A su pregunta, sin embargo, sólo pude responder con un susurrante “mal”. Enseguida me puse a llorar compulsivamente y corrí a encerrarme en mi habitación.

Mis padres corrieron detrás. Como pude, les expliqué lo que había pasado. Haciendo un exceso, y sin ningún precedente, mi madre se puso de mi lado y llamó a mi novio de todo. Eso me hizo intuir la gravedad de lo que había ocurrido.

Al rato, sonó el teléfono. Era mi novio. Durante el viaje de vuelta, el taxista le había cantado las cuarenta. Cuando llegó a su casa, su madre le había dicho que yo había estado muy simpática. Y cuando él le reprodujo nuestra “conversación”, ella le dijo que me llamara de inmediato y me pidiera perdón.

Yo no sabía qué decir. Me sentía humillada, vejada, injustamente tratada. Supongo que le perdoné, aunque a mi madre no se le borrase la cara de alerta, lo cual, y tratándose de mi novio, al que ella adoraba casi más que a su hija, era toda una señal.

No fueron muchas, pero fueron varias. Yo nunca fui suficiente y él me lo hizo saber. Después de la que sería la última, decidí ponerle punto final a nuestra relación. No me conmovieron sus súplicas, ni sus lágrimas, ni su chantaje emocional. Yo sabía que no podía volver a caer, que en aquella relación había algo que no era bueno, y no caí.

Desde entonces, trato de despejar mis relaciones, y especialmente la actual, de cualquier viso de maltrato. Conozco los límites y me mantengo alerta, porque, con el tiempo, la confianza puede empezar a asquear. Tardé mucho tiempo en reconstruirme a mí misma y todavía hoy lucho por respetarme cada día, porque nadie está libre de ser maltratada ni de maltratar, porque la tentación de dominar y humillar vive detrás de cada puerta, se esconde en cualquier habitación, y la única manera de disiparla, de lograr que salga por la ventana cada vez que aparece, es permanecer despierta, permanentemente advertida del peligro, sin dar nada por hecho, sin restarle importancia, sin perdonar antes de reflexionar.

Esta es mi receta personal contra el maltrato, que hoy he querido compartir con el fin de poner mi granito de arena para que todas podamos avanzar hacia el respeto, a nosotras mismas y a nuestras parejas. No importa su sexo: el maltrato puede presentar caras distintas pero siempre tiene el mismo corazón. Frío, despiadado, insensible. Soberbio, ciego, irracional.

Encantada de colaborar para combatirlo.

domingo, 23 de mayo de 2010

Incomprendida

Uno de los sentimientos que más alienantes me resultan es la incomprensión. Tratar de explicar tu mundo interior, de compartirlo con otra persona, y darte cuenta de que resulta inútil. Que sus observaciones, consejos, reacciones, no tienen nada que ver contigo.

Me avergüenza un poco hablar de este sentimiento porque me recuerda a mi adolescencia, a aquella postura atormentada que tanto me gustaba adoptar, en forma de barrera infranqueable para el resto, que, en cualquier caso, no me iba a entender. Y aunque, de hecho, es probable que entenderme no fuera fácil (para mí misma la primera), hoy creo que es una actitud que, en general, he conseguido dejar atrás.

Y sin embargo, de alguna manera necesito decir que, desde hace unos días, me siento muy incomprendida. Siento que mis últimas conversaciones han caído en saco roto, que sólo han servido para mostrar una visión deformada de mí misma, una imagen con la que no me identifico y que ahora no sé cómo borrar.

Entiendo que la incomprensión de los demás parte de una inexplicación mía. Porque a veces no sé explicarme. A veces no sé lo que me pasa. A veces no encuentro las palabras. Y otras veces, sencillamente, no quiero hablar.

Estos días necesitaba estar sola. Estar sola y triste, no para regodearme en mis desgracias, sino para pensar. En algunos momentos, este es el único método que conozco para ver un poco más claro: sentarme conmigo misma, estrujarme los lacrimales y, después de repasar todas las hecatombes posibles, dar milagrosamente con una solución.

Pero este método no goza de mucha popularidad entre algunas personas, que consideran que, cuando una se encuentra mal, necesita, invariablemente, hablar con alguien. Y esto es algo que a veces es verdad, y otras no. Que para algunas personas es verdad, y para otras no.

¿Qué es lo que he aprendido de esta experiencia de incomprensión? Que cuando todo mi cuerpo, mi sabio inconsciente, me digan que necesito estar sola, debo hacerles caso. Que cuando no me apetezca hablar, aunque me pregunten, debo mantener silencio. Que para dar el paso siguiente, tengo que escuchar mi propia voz y no dar a luz una caricatura de mí misma. Y que todo esto es bueno, está bien y puede resultar fácilmente comprensible para quien me conoce un poco o, al menos, desea hacerlo.

Y que quien no esté en ese caso… es posible que no sea importante.

Encantada.

lunes, 17 de mayo de 2010

The time of my life

Estos días me ha venido a la cabeza un bello recuerdo de los años en que comenzaba mi adolescencia, uno de esos recuerdos de lesbiana inconsciente que hoy me llenan de ternura... y estupefacción.

Tenía yo una amiga en el colegio que se llamaba M. Entre otras muchas cosas, M y yo compartíamos nuestra afición por la música y el baile. Gracias a M, además, contábamos con un equipo tecnológico de última generación para desarrollar nuestro arte: una grabadora que le había pimplado a su padre, a través de la cual inmortalizábamos nuestras creaciones, y que también nos servía como cadena musical punterísima a la hora de representar nuestras coreografías.

Aquel año decidimos entregarnos de lleno a una única canción, grabada y regrabada en la misma cinta de casete, y que de vez en cuando parecía mandarnos mensajes del más allá después de habernos dedicado a rebobinarla o pasarla de manera compulsiva. Pertenecía a la banda sonora de nuestra peli preferida, cuya coreografía central creíamos estar reproduciendo milimétricamente, salto del ángel incluido.

Hacia la mitad del curso todo parecía perfecto. Habíamos logrado ejecutar cada movimiento con exquisitez, nuestros cuerpos se deslizaban por la pista (léase “el patio”) como si tuviéramos alas en nuestros pequeños piececillos, y general nos la sabíamos tan bien, que la bailábamos de corrido mientras nos contábamos qué tal lo habíamos pasado el fin de semana o cómo nos había salido el último examen. Todo parecía perfecto, y probablemente lo era, hasta que yo tuve una genial idea que terminaría por dar al traste con nuestro trabajo.

¿Qué podía faltarle a una obra de arte creada en virtud de la intimidad existente entre dos mujeres? Para mí, durante aquellos años y también mucho después, estaba claro. ¡Hombres! ¿Cómo íbamos a ser la perfecta imitación de Jennifer Grey y Patrick Swayze siendo dos mujeres? ¿Dónde se había visto algo semejante? Así que me decidí a comentárselo a M: para que nuestra creación fuera perfecta, debíamos encontrar urgentemente a dos chicos dispuestos a bailar con nosotras.

A M aquello debió de parecerle poco menos que alta traición. ¿Dos chicos? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cómo se me podía haber ocurrido despropósito semejante? Trató de convencerme de que mi idea era una locura, de que el baile estaba bien como estaba, de que, a pesar de todo, éramos la imitación perfecta de la mítica pareja. Nadie podía dar vida a nuestra coreografía mejor que nosotras, eso era algo que podíamos comprobar con sólo bailarla, y la presencia de dos extraños sólo vendría a estropear las cosas.

Pero yo seguía pensando que una pareja de baile formada por dos mujeres no estaba bien. Pensaba que era algo incompleto, imperfecto, insuficiente. Así que le prometí a M que encontraría a dos chicos suficientemente comprometidos con nuestra coreografía, de manera que ésta no sólo no se estropearía, sino que ganaría con el cambio. ¡Cuán equivocada estaba!

La búsqueda se convirtió en un proceso sumamente arduo. Tras cosechar un sinfín de negativas, burlas y comentarios sarcásticos, me vi obligada a hacer uso del as que guardaba en la manga y convencer a G, que desde hacía tiempo le ponía ojitos a M, y al que soborné con la promesa de que el baile le proporcionaría una irrepetible oportunidad de conseguir de M algo más que desplantes. Aprovechando la coyuntura, encargué a G que consiguiera de algún amigo suyo el favor de bailar conmigo. Sólo pudo arrastrar a P, quien en secreto parecía estar enamorado de él y no de mí, por más que insistiera en que sólo bailaba conmigo por si pillaba.

Por supuesto, M no se lo puso fácil, bufando constantemente, quejándose de sus torpezas, regalándome miradas repletas de telodijes que yo apenas conseguía ignorar. Por mi parte, tampoco podía negar la evidencia: mi compañero de baile era tímido, patizambo y soso; lo que conseguía acabar con mi (casi) inagotable paciencia y sacaba lo peor de mí.

A veces, en medio del desastre en que se había convertido nuestra preciosa coreografía, volvía a salir el sol cuando M y yo decidíamos hacerles una demostración de cómo se bailaba. Entonces, quedaba patente que nuestros cuerpos se entendían a la perfección, que nuestros brazos, pechos, caderas y piernas se correspondían en sus movimientos como sólo pueden hacerlo dos cuerpos de mujer. Hasta para nuestros dos compañeros era patente que nuestra pareja de baile era completa, perfecta, más que suficiente en su hermosa unidad.

Finalmente, tanto ellos como nosotras terminamos por cansarnos. Ellos, porque el baile les aburría, porque no habían conseguido de nosotras más que una colección de improperios, y porque el resto de compañeros pronto empezaron a murmurar. Nosotras, porque a pesar de las evidencias, a pesar del trabajo y de los grandes momentos que habíamos compartido, no podíamos dejar se sentir que entre nuestros cuerpos y nuestra creación se interponía un nosequé inadecuado, prohibido, marginal.

Tuvieron que pasar muchos años para que yo pudiera comprender el inmenso regalo que es aprender a disfrutar con la unión de dos cuerpos de mujer. Tuvieron que pasar muchos años para que mi mente obtusa se abriera a la evidencia, una evidencia que yo conocía desde pequeña: que dos mujeres juntas son capaces de explorarse, buscarse, encontrarse y entregarse mutuamente en un baile de intimidad, deseo y placer. Porque dos mujeres juntas son una pareja completa, perfecta y suficiente, en todos los sentidos.

Por fortuna, hoy lo sé.
Y estoy encantada de haberlo descubierto.

sábado, 15 de mayo de 2010

Tres años ENCANTADA

Mi blog vuelve a estar de aniversario. Esta vez cumple tres años. Y para celebrarlo, he querido hacerle un regalo muy especial:

A partir de ahora, esta será mi nueva foto de perfil.

Desde hacía tiempo, necesitaba dejar atrás el burka: si bien fue un gran hallazgo, poco a poco y afortunadamente había ido dejando de tener sentido para mí. El miedo y el silencio se van difuminando en mi horizonte, y aunque todavía me quedan muchos terrenos por conquistar, en mi interior bulle una fuerza que me renueva y me impulsa a recorrer la siguiente etapa de mi viaje.

Esta fuerza se alimenta, en parte, de la de todas aquellas mujeres que, con sus blogs, me alientan y dan esperanzas cada día. Su ejemplo, repleto de pequeñas heroicidades diarias, de grandes e importantes hazañas, contribuye a hacer de mi mundo, y del mundo que todas compartimos, un mundo sin duda mucho mejor. Por eso, me gustaría celebrar este aniversario dándoles las gracias por estar ahí, latiendo al otro lado de la pantalla, en algún lugar remoto o quizá muchísimo más cerca, llegando hasta mis ojos y mis emociones como una bocanada de aire fresco, como una promesa de que es posible, de que es hermoso, de que sí.

Me siento profundamente orgullosa y privilegiada de poder caminar a vuestro lado.

Encantada de ser con vosotras.

miércoles, 12 de mayo de 2010

De vuelta (Crónicas de supervivencia)

Me he comprado una casa.
Me he enfrentado a una mudanza.
Y he sobrevivido.

He sobrevivido a las veintiocho mil novecientas noventa y cinco llamadas que he tenido que hacer para cambiar los contratos de luz, teléfono, gas, comunidad e internet, he hablado con personas, con máquinas, con personas que parecían máquinas y con máquinas que se me antojaban personas, he descubierto que una empresa comercializadora no es una empresa distribuidora, que aunque dos empresas pertenezcan al mismo grupo y te pongan la misma musiquita de fondo, no comparten datos ni tienen intención de compartirlos, que te pueden hacer un contrato mal, dos también, y que al tercer mes de equivocaciones te llegará una factura que desearías no haber nacido.

He sobrevivido a un fin de semana dedicado en exclusiva a limpiar el polvo del lijado sin polvo del parqué, a las neuras que un parqué recién lijado crea en personas anteriormente cuerdas (“¡no! ¡la aspiradora no! ¡usa la mopa!”, “está bien, usaremos la aspiradora, ¡pero no la arrastres! ¡yo la sujeto!”) y a la más dura evidencia: el parqué se raya a los dos días, es inevitable, pero asimilar este hecho puede llevar semanas (¡e incluso meses!).

He sobrevivido a una caldera de tiro potencialmente explosivo, al precio (desorbitado) y el montaje (inacabable) de una caldera nueva, y a las discusiones que ésta ocasiona (“¿pongo la calefacción, cariño?”, “¡ni se te ocurra!”, “¡pero es que tengo frío!”, “¿frío? ¡frío! ¿cómo vas a tener frío, si estamos en mayo?”).

He sobrevivido a la odisea de elegir un color para pintar las paredes (sólo pudimos ponernos de acuerdo en uno entre cien mil, y de ese color están pintadas), a la de preparar las habitaciones para la batalla (la cinta de carrocero y yo somos incompatibles) y a las críticas implacables de mi suegro una vez terminada una obra que yo consideraba de arte (“huy, esta pared ha quedado fatal… mira, mira… ¡si todavía se ve lo blanco!”).

He sobrevivido a una mudanza que amenazaba con hacer que mis brazos se estirasen alrededor de quince centímetros (cada uno), realizada utilizando tecnología mudancil de última generación (es decir, bolsas del carreful) y recorriendo la increíble distancia de cuatro pisos sin ascensor (la celulitis debería de haber desaparecido, pero no lo hizo; el dolor de cuello, tampoco).

He sobrevivido a mantener una habitación del pánico (así la bautizamos) llena de libros, dvds y otros objetos no identificados (todavía me pregunto de dónde han salido algunos de ellos) especialistas en generar polvo (pelotero cual criter) durante demasiadas semanas.

He sobrevivido a la inenarrable experiencia de probarme la ropa de cuando tenía veintimuypocos años, para donar aquella que no me ponía desde entonces y que ahora no cabe en nuestro irrisible aunque provisional armario (contaba con los kilos ganados; de la deformidad consecuente, me había mantenido felizmente ignorante).

He sobrevivido, en fin.

Y me siento encantada de estar de vuelta.

sábado, 13 de marzo de 2010

Hipotecadas

Y por fin llegó el día de firmar las escrituras y la hipoteca, y de recibir las llaves de nuestra casa. Y a pesar de cierta descoordinación horaria, de las desavenencias lingüísticas entre el notario y la representante del banco, y de que mi novia y yo casi nos matamos camino a la notaría por culpa del tomtom; todo salió bien.

Lo cierto es que firmar una hipoteca es una experiencia reveladora. Hasta entonces, una hipoteca era para mí un ente rodeado de un halo de misterio bastante parecido al que rodeaba a las relaciones sexuales cuando yo todavía no había tenido ninguna.

Cuando era adolescente, pensaba que las personas que ya habían mantenido relaciones sexuales habían asistido, por fin, al desvelamiento de lo oculto, adquiriendo un conocimiento trascendente que las transformaba en seres que, a partir de ese momento, se desarrollaban en niveles superiores de la existencia que el resto, pobres ignorantes todavía vírgenes, no podíamos ni imaginar.

Algo parecido creía yo sobre los hipotecados: me resultaban seres nimbados que se movían en otro nivel, inalcanzable para mí, una mera inquilina. Parecía como si, para firmar una hipoteca, hiciera falta estar dotado de un poder trascendental, que se filtraba desde tu mano hasta el bolígrafo, y que sellaba una cantidad incalculable de papeles con una firma incandescente que dejaba claro esa superioridad.

Mi iniciación sexual fue, sin embargo, decepcionante. No por la acción en sí, el placer o la compañía, sino porque todo ese conocimiento trascendental que yo esperaba recibir, ese vuelco en mi vida que me trasladaría a un nivel superior de la existencia, el esperadísimo desvelamiento de lo oculto, no tuvieron lugar. Cuando me enfundé mis vaqueros y volví a salir a la calle, me di cuenta de que, para mi decepción y contra todo pronóstico, seguía siendo la misma persona.

Y así fue como tuvo lugar la firma de nuestra hipoteca. A la mañana siguiente, tras deshacerme de las confusas brumas del sueño, me giré para mirar a mi novia y le pregunté extrañada:

─ Ayer nos compramos un piso, ¿verdad?
─ Sí ─dijo ella.

Y pese a la felicidad que me embarga desde entonces, no alcancé ningún nivel superior de la existencia, ni obtuve un conocimiento trascendental, ni asistí al desvelamiento de lo oculto. Sigo trabajando, durmiendo y comiendo como lo hacía antes, y he de añadir que pagando lo mismo por la hipoteca que por el alquiler.

Así que no tengáis miedo: el halo de nosequé que rodea a las hipotecas no es más que vana tramoya. Firmar una no implica ser una persona distinta a la que eras ayer.

Afortunadamente.

Encantada.

sábado, 20 de febrero de 2010

En el banco

De todas las formas que adopta la heteronormatividad, una de las que más me saca de quicio, quizá por lo absurdo, es la heteronormatividad gramatical. La he sufrido con todo tipo de personas: familiares, amigos, conocidos… Y la última vez, fue en el banco.

Mi novia y yo habíamos ido a solicitar información sobre las características de la hipoteca que pesa sobre la que, si nada lo remedia, en breve será nuestra nueva casa. Las dos nos sentamos enfrente de la encargada, mujer como nosotras, las dos nos presentamos con nuestros nombres, ambos clara y tradicionalmente femeninos, y sin embargo, ella insistió en robarnos una y otra vez el género.

─ Porque a vosotros os conviene subrogar la hipoteca…
─ Porque si vosotros finalmente os decidís a firmar…
─ Porque con un contrato como el que tenéis vosotros

Yo la miraba con los ojos como platos y me debatía entre enseñarle una teta o preguntarle abiertamente con quién estaba hablando, quiénes eran esos “vosotros”, si alrededor de la mesa yo sólo veía tres mujeres.

Me pregunto por qué lo hacen. Y sólo me respondo en algunos casos. Por ejemplo, mis padres. Mis padres se refirieron durante años a “nosotras” como “vosotros”, una de tantas maneras de negar nuestra relación. Pero, ¿y el resto? ¿Qué pasa con aquellas personas que aceptan nuestra realidad y, aun así, la distorsionan utilizando un pronombre masculino que resulta inaplicable? ¿Y a los que les da lo mismo? ¿Por qué insisten en no hacer honor a la realidad que tienen delante de sus narices?

Recuerdo una anécdota que me ocurrió al poco de empezar a vivir con mi novia. La presidenta de la comunidad pasó por todos los pisos avisándonos del día en que vendría el técnico a instalarnos el TDT, para que estuviéramos en casa por si necesitaba entrar. Dejando aparte que el TDT nunca funcionó, ni antes ni después de la visita del técnico, la presidenta empezó dirigiéndose a “nosotras” como “vosotros”:

─ Y como vosotros sois nuevos en la comunidad…
─ Y si vosotros no podéis estar en casa…
─ Y vosotros, ¿qué tal veis la televisión? (mal, señora, mal, y nos iremos sin haberla visto bien nunca).

Yo, en mi inocencia, creí que la presidenta realmente pensaba que éramos una pareja heterosexual, así que traté de sacarla de su error:

─ Bueno, por si tienes algún problema, te doy mi teléfono y el de [Nombre evidentemente femenino de mi novia].
─ Ay, sí ─respondió ella─, pero dime quién es quién, que vuestros nombres ya me los sé por el buzón…

Ignorando el momento cotilla, me dejó perpleja el hecho de que ella ya supiera que en nuestra casa vivían dos mujeres, y que a pesar de eso, hubiera utilizado el “vosotros”. ¿Por qué lo hacen? ¿Por costumbre? ¿Porque el 95% de las parejas son “vosotros”? ¿Porque creen estar desvelando una realidad oculta? ¿Porque les parece equivalente a hablar de nuestras relaciones sexuales? ¿Por qué, madre mía, que no soy capaz de entenderlo?

Por suerte, frente a la espada del “vosotros”, nos queda el escudo del “nosotras”. De mis padres me defendí durante años y hoy ya utilizan el género gramatical correcto. Con la del banco todo fue más rápido: un par de sesiones irradiando “nosotras” por todos los poros le sirvió para dejar de llamarnos como no debía.

─ Y vosotras, ¿tenéis hijos?

Qué alegría sentí cuando nos hizo esa pregunta, aunque sólo fuera para rellenar un formulario de subrogación: por fin reconocía nuestro género, nuestra relación e incluso nuestra unidad familiar potencial.

¡Encantada!

martes, 16 de febrero de 2010

¿Protegerlos del dolor?

Estas semanas están siendo una época de reflexión, emociones intensas y un tufillo confuso que me hace darme cuenta de que sí, de que vuelvo a sufrir una crisis interna, como cada vez que doy un paso a favor de mi lesbianismo y una parte de mí se vuelve loca de angustia.

Una de las preguntas con las que me flagelo tiene que ver con mi familia, centro de todos mis quebraderos de cabeza y dolores de corazón. Hace poco, explicándole a una amiga las inseguridades que me crea el manejo de mi (in)visibilidad familiar, ella me contó su experiencia de una forma tan natural que me provocó una crisis de conciencia.

Según mi amiga, permanecer en el armario con algunos miembros sensibles de la familia puede ser mejor que mostrarse abiertamente. Ella, por ejemplo, consideraba que si su abuela se enterase de que era lesbiana, sufriría muchísimo, y como no quería hacerla sufrir, prefería mantener en secreto su homosexualidad a pesar de haber salido del armario con otros miembros de su familia. Y esto no le hacía sentir mal; al contrario: pensaba que, de algún modo, estaba protegiendo a su abuela del dolor, y eso sólo podía ser positivo.

A mí esta perspectiva me dejó con un sentimiento agridulce. Por un lado, me reconfortaba la idea de que alguien pudiera decidir permanecer en el armario al encontrar un motivo al que otorgarle mayor importancia que a su visibilidad. No sé por qué, pero a veces me gusta sentir que no hay un único camino por el que resolver la vida de manera satisfactoria, me gusta saber que otras soluciones pueden ser positivas sin necesidad de obcecarse en una única forma de actuar.

Pero, por otro lado, empecé a plantearme una pregunta que sumó confusión a la confusión que ya me aturdía: ¿por qué yo nunca me había planteado la importancia de proteger a mis seres queridos del dolor de saberme lesbiana? ¿Por qué esa pregunta no se había formulado en mi mente, ni siquiera ante la evidencia de dicho dolor? ¿Por qué nunca había barajado el dolor ajeno como un elemento de peso a la hora de tomar decisiones que redundaban en el mismo? ¿Estaría siendo egoísta?

Pensando sobre esto me di cuenta de que, en primer lugar, no pude considerar el dolor que les crearía a mis padres saliendo del armario porque nunca creí que tal dolor fuera a aparecer. Ellos siempre se habían mostrado favorables a los derechos de las personas homosexuales, criticando posturas contrarias, como la de la Iglesia y el PP. No pude anticiparme a una reacción que parecía salida de ninguna parte y, por lo tanto, no pude tener en cuenta su dolor.

Pero, ¿y después? ¿Por qué esa pregunta no pasó por mi cabeza mientras veía a mis padres sufrir por mi causa, cuando incluso ellos me la plantearon más o menos directamente? ¿Por qué no la tuve en cuenta y me planteé la necesidad de protegerlos del dolor? La verdad es que los momentos más duros lo fueron también de confusión profunda, de bloqueo emocional, y en ellos sólo podía tener en cuenta una necesidad: la mía por sobrevivir. Pero, incluso a pesar de ello, y si alguna idea de protección como engañar a mis padres acerca de la continuidad de mi relación, o postergarla, o dejarla definitivamente pasó por mi mente, la deseché de inmediato. ¿Por qué? Supongo que porque tenía la certeza de que la única relación posible con mis padres era una relación basada en la sinceridad, en la apertura; que cualquier engaño al respecto sólo retrasaría un proceso que debía empezar cuanto antes; y que ese dolor que sentían tenía que ser superado: que sería bueno a largo plazo aunque no lo pareciera en el momento.

En cuanto al resto de mi familia, ahora que me planteo qué me gustaría hacer, reconozco que, entre todas las posibilidades, la idea de protegerlos del dolor me rechina más que ninguna. Y es confuso, porque, a la vez, suena estupendamente: preferir su bienestar antes que el mío, sacrificarme por aquellos a los que amo, tenerles siempre presente a la hora de tomar cualquier decisión… Y aunque todavía me encuentro en la fase de sufrir y sufrir sin elegir un camino, tengo algunas intuiciones que me advierten de que ese pensamiento no me va.

En primer lugar, me parece que proteger a los demás de algo incierto, que puede ocurrir y también puede no hacerlo, como el dolor ante una nueva realidad, es una perspectiva paternalista. Yo no sé si a mi tía P, a mi primo L o a mi abuela R les causaría más dolor saberme lesbiana del que les causa saberme soltera desde hace años, sin ningún interés aparente por tener pareja ni formar una familia, y llevando una vida de despreocupada veinteañera peligrosamente cerca de los treinta. Eso sin tener en cuenta que mantener mi secreto me aleja de todas las conversaciones personales, me impide mostrarme abiertamente como soy, y que ese muro de incomunicación es algo que se percibe aunque no se sepa nombrar. Yo no puedo decidir si mi lesbianismo les va a causar un dolor irrecuperable, menos aún a largo plazo, así que no me parece que tenga el derecho de decidir que he de protegerles del mismo.

Por otro lado, creo que esta perspectiva implica la creencia de que el dolor es algo negativo, algo que debe ser evitado, cuando en la mayoría de los casos es una oportunidad de crecimiento. Y sí, es verdad, no nos gusta crecer en el dolor, y sí, es cierto, algunas personas parecen quedarse ancladas en el dolor sin posibilidad de avance, como si su vida hubiese quedado destrozada para siempre (mi madre es un gran ejemplo de ello), pero aún así, ¿debemos considerar positiva esa protección? ¿Es mejor vivir en la ignorancia, alejados de un ser querido, que atrevernos a mirarle como es? ¿Tengo yo derecho a impedirles recorrer ese camino que les puede hacer superar el dolor y abrirse a una nueva realidad, con todo lo positivo que ello implica? A mí me parece que no.

Para terminar, me parece que la lectura altruista de proteger a los demás del dolor es en realidad una trampa. ¿Qué es más egoísta? ¿Compartir una realidad que nos resulta sumamente gratificante y liberadora o hurtársela a nuestros seres queridos? ¿Darles la oportunidad de crecer y transformarse en ella o tomar la decisión de que no tienen la madurez o son incapaces de la apertura de mente suficiente para comprenderla? Y sobre todo: aun en el caso de tener la certeza del dolor, incluso recibiendo señales inequívocas de no querer ver, de no querer saber, ¿qué es más egoísta? O mejor, ¿qué es lo único egoísta? Todo ello, por supuesto, dando por hecho que realmente tratamos de proteger a los demás del dolor, y no a nosotras mismas de ese mismo dolor que nos causa sabernos homosexuales, y por tanto, un objeto potencial del rechazo de las personas a quienes amamos. ¿A quién protegemos y de qué dolor?

En la vida real, donde las ideas abstractas tienen la manía de fracasar estrepitosamente, todas estas respuestas que me doy se complican mediante presiones, chantajes emocionales, inseguridades y miedo, por lo que todavía no puedo decir que haya tomado ninguna decisión. Sin embargo, no me gusta dejar posibilidades sin examinar, ni plantearme por qué aquello que intuyo que no se aplica en mi caso de hecho no lo hace, mientras que, para otras personas, puede ser una solución adecuada, honesta y auténtica.

Encantada de compartir mis reflexiones con vosotras.

domingo, 17 de enero de 2010

Quien la sigue, la consigue

Mi novia y yo empezamos a buscar casa a principios de verano. Antes siempre andábamos mirando pisos por internet, comprobando que eso del desplome de los precios que decían cada día en televisión era mentira, haciéndonos a la idea de cómo podría ser el piso de nuestros sueños y tratando de adecuar esa idea a la cruda realidad. Pero en verano tomamos la decisión, buscaríamos un piso en serio y lo compraríamos, si todo iba bien.

Entonces empezamos a patearnos las calles, reunimos información sobre hipotecas, pasamos horas y horas en internet haciendo búsquedas compulsivas, visitamos varios pisos, hablamos con dueños y agencias, negociamos, revisamos las ofertas de los bancos, las subastas, examinamos nuestras conciencias y nuestros extractos bancarios, asistimos a salones inmobiliarios, empleamos el pensamiento creativo para buscar alternativas, y en tres meses llegó la desesperanza.

Los barrios que nos gustaban eran muy caros, los pisos viejos, necesitados de una reforma integral que no teníamos ni dinero ni ganas ni conocimientos para emprender. Los pisos nuevos eran más caros todavía, y los asequibles nos los entregarían poco antes de que llegásemos a la jubilación, si de hecho eran construidos. Nos habíamos dejado la ilusión en los buscadores virtuales, conocíamos ya todas las ofertas del mercado y el piso que imaginábamos se lo había concedido el ayuntamiento a una amiga de una amiga (¡maldita!). Lo pero es que habíamos visto tantos, tantísimos, que nos sentíamos incapaces de discriminar cuál sería el nuestro. ¿Cómo íbamos a saberlo, si todos nos parecían iguales?

El caso es que lo supimos. Cambiamos de barrios, de expectativas, ajustamos el presupuesto a la realidad de nuestras nóminas, respiramos hondo y seguimos buscando. Un poquito hoy, un poquito mañana, sin atrevernos a visitar ninguno para no acumular decepciones. Hasta que un día, de pronto, un soplo de viento fresco nos animó a contactar con los dueños de varios pisos, y uno de ellos nos devolvió la llamada.

Nos plantamos en la casa sin ningún pálpito anticipatorio. El dueño era majo y la casa estaba bien: tenía, como todas, puntos en contra y puntos a favor. Dimos una vuelta, nos fijamos en lo que pudimos y nos marchamos, diciéndole al dueño lo que a todos los anteriores: que si nos decidíamos, nos pondríamos en contacto.

Pasaron varias semanas en las que nos dimos cuenta de que la casa iba ganando puntos a favor y perdiendo puntos en contra. No había que hacerle reforma, tenía terraza y ascensor (¡al fin!), el precio era asequible y, sobre todo, era especial. Personalmente, me siento atraída por las casas especiales, por las que tienen una distribución diferente, y esta la tenía. Así que, sin prisa pero sin pausa, volvimos a llamar. No sabíamos si, con el tiempo que había pasado, habrían vendido la casa o todavía estaría esperándonos. Yo pensaba que, si ese piso estaba en nuestro destino, no se nos habría adelantado ningún otro comprador. Y así fue.

Ya hemos dado la señal y llevado los papeles al banco.
¡Al fin vamos a comprarnos nuestro propio piso!

Y las ideas negativas que durante seis meses poblaron mi cerebro se disolvieron como por arte de magia.

¡Encantada!

lunes, 11 de enero de 2010

Salir del armario. Las respuestas clásicas (III)

De entre todas las respuestas clásicas a nuestras salidas del armario, estas son sin duda mis preferidas. Por inesperadas, rompedoras, cuestionadoras; porque establecen los lazos más fuertes de intimidad, porque significan una apertura real por ambas partes; porque nos humanizan, acercan, difuminan. Porque me dejan con la boca abierta.

La de ellos:

Así que lesbiana… mmm… pues fíjate que yo… bueno, nunca se lo había contado a nadie, pero… ¡una vez tuve un lío con un hombre! Sí, no sé… Ocurrió casi sin darnos cuenta, ¿sabes?, porque yo soy heterosexual, pero es que él era un amigo muy especial… muy especial, no sé si me entiendes… y bueno, pues ocurrió y… fue bonito, la verdad.

Boca abierta. Ojos como platos. ¿Tantos meses pensándomelo para esto…? Y sin embargo… ¡vaya! Después de todo, he asistido a un acontecimiento único: un hombre heterosexual me ha confesado que, de alguna manera, ha amado a otro hombre. No ha hecho bromas estúpidas, no me ha ofrecido un trío ni su semen, no se ha puesto irónico o pesado… ¡al contrario! ¡Se ha sincerado! ¡Se ha abierto a mí! Ha suavizado su propia orientación sexual y, con ello, nos hemos acercado. Creo que… ¡merece un aplauso!

La de ellas:

No te preocupes, si lo que te pasa es normal. A mí también me ha pasado. Fíjate. Con una compañera de clase, todavía me acuerdo… No sé, supongo que sería admiración o algo parecido… El caso es que su compañía me resultaba especial. Me parecía guapa. Me gustaba. Supongo que me gustaba, ya ves…

Boca abierta. Ojos como platos. ¿Tantos meses pensándomelo para esto…? Y sin embargo… ¡un momento! ¿Cómo que “normal”? ¿Ha querido decir, quizás, “común”? ¿Común? ¡Común! Pero si sólo somos un 5% de la población… ¿por qué le parece normal, que quiere decir “común”? En cualquier caso… ¡qué más da! Se ha sincerado. Se ha abierto a mí. Ha suavizado su propia orientación sexual y, con ello, nos hemos acercado. Creo que… ¡merece un abrazo!

Y hasta aquí puedo leer.
¡Encantada!

lunes, 4 de enero de 2010

Regalos

Empecé a hacer regalos de Reyes al poco de enterarme de que estos eran en realidad los adultos de la familia, o más específicamente (en mi caso al menos), los padres. Desde entonces, es decir, desde hace muuucho tiempo, cada año me hago el mismo propósito:

─ Esta vez compraré los regalos en noviembre. Y si no me da tiempo, a primeros de diciembre. Sí. Lo tengo claro. Pero en navidades… ¡nunca más!

Por supuesto, todos los años desde entonces he comprado los regalos en navidades. Y para más señas, he estado comprando regalos hasta, o incluso exclusivamente, los días 4 y 5 de enero. Así que resulta fácil imaginar a qué clase de tortura nos he sometido a mi novia y a mí esta mañana.

Gran Vía. Preciados. Sol. Una lluvia torrencial y más gente que en la guerra.

Mi novia y yo nos complementamos estupendamente en muchos aspectos, pero uno de ellos NO es caminar bajo el mismo paraguas. Ella no me tapa. Yo me canso. Ella camina medio metro por delante de mí. A mí se me cae el bolso. Si a esto le unimos que mis zapatos (los únicos que tengo) son más malos que un dolor y que he arrastrado los bajos de mis vaqueros por todo el centro de Madrid… se entenderá que haya acabado con los pantalones calados hasta la rodilla, los zapatos que parecían chanclas, los calcetines como una plantación de nenúfares y la bufanda (que me quité porque tenía calor) tan capaz de dispensar agua corriente como una cantimplora.

¿He mencionado ya que si hay algo en el mundo mundial que me ponga de verdadera mala leche es mojarme cuando llueve?

Después de terminar las compras, nuestro plan era ir a la peluquería para empezar el año nuevo con un poco más de dignidad de la que lo acabamos. Pero en la peluquería había suficiente clientela como para quedarnos a hacer noche, así que decidimos dejar a un lado nuestra dignidad para llegar puntuales a la siguiente cita: comida en casa de mis suegros.

Y allí me planté yo, empapada, despeinada y de un humor de mil demonios. Sólo de pensar la cantidad de puntos que iba a perder con mi suegra cuando arrastrara los pantalones vaqueros por la alfombra del recibidor ya quería evaporarme de inmediato. Lo que yo no sabía es que mi novia me prestaría unos estupendos pantalones de su hermano (en cuyas perneras podrían meterse dos o tres de mis piernas) y que una vez consumado el delito tendría la poca compasión de espetarme eso de:

─ ¿Qué pasa, tía? ¿Te has vuelto rapera?

Pues sí. La rapera de la familia se pasó toda la comida en silencio mirando su plato, mientras se hacía mala sangre con su situación: “En casa de mis suegros… ¡y en chándal!”. Creo que no lo he dicho, pero el chándal es una de las prendas de vestir que considero más denigrantes para mi persona… solo precedida por la minifalda. Suerte que luego recuperé algunos de los miles de puntos perdidos llevando a mi suegra al metro en el coche, y suerte también que después de comer nos acercamos a un centro comercial donde por fin encontré el regalo para mi madre que nos hizo recorrernos el centro de manera compulsiva (se me había olvidado explicar que el regalo que más tiempo nos llevó encontrar… no lo encontramos).

─ ¿Te queda algún regalo más de Reyes que comprar, cariño?
─ Sí, cielo ─me vi obligada a admitir después de todo. ─ Uno pequeño para ti.
─ Pues no lo compres. Déjalo. No pasa nada. Vamos, que… ¡ni se te ocurra volver a salir mañana!

El año que viene, en noviembre. Prometido.

Encantada.

sábado, 2 de enero de 2010

¡Feliz 2010!

Este año lo hemos empezado haciendo un rito en compañía de unas amigas. Cada una ha ido escribiendo en varios papelitos algunas de las cosas que han marcado su 2009 y de las que se quisiera deshacer, y después hemos ido quemándolos por turnos.

Al principio yo no las tenía todas conmigo, porque me dan bastante miedo las velas y mucho más quemar cosas con ellas, y también porque todo lo que se me ocurría dejar atrás se parecía demasiado a los típicos propósitos de año nuevo: el estrés, no hacer ejercicio, las cosas feas que me digo… Es decir, lo mismo de lo que llevo intentando deshacerme desde hace no me acuerdo cuántos años. Y no es que no lo vaya consiguiendo poco a poco, a mi ritmo (que es un ritmo bastante lento, por cierto); pero precisamente por eso no me animaba a darle un empujoncito ritual, pues no veía la diferencia entre eso y lo que hago cada enero.

Sin embargo, a medida que mi novia y mis amigas fueron quemando sus papeles, me fui dando cuenta de que nuestro rito tenía una gran importancia simbólica. No es que por escribir una cosa en un papel y quemarlo esta fuera a desaparecer; pero el mero hecho de escribirla, de decirla en alto, de compartirla y de verla arder, se asemejaba bastante a una catarsis teatral. De pronto, todas comprendimos cuáles eran nuestros puntos débiles, qué nos había estado haciendo sufrir y contra qué debíamos luchar. Más que dar por finalizada la batalla, acabábamos de declararles la guerra.

En mi caso, he cobrado conciencia de que, desde hace unos años, en mi interior ha ido creciendo un enemigo nuevo que no existía con anterioridad: el miedo. Un miedo sin referente concreto, o mejor, con tantísimas posibilidades que termina abarcándolo todo. Un miedo a que ocurran cosas terribles como las que ya me han ocurrido, cosas que tienen lugar sin previo aviso, repentinas, y que te vuelven la vida del revés sin que te dé tiempo a rebelarte. Un miedo que me paraliza, que ahoga mi optimismo y esperanza (que son mi escudo y mi espada), que me quiere quieta, escondida, vuelta sobre mí misma y sin capacidad para hacer, sentir, pensar o decir nada.

Y el camino está claro: para superar los miedos hay que enfrentarse a ellos. Así que ya tengo tarea para el 2010.

Encantada.

martes, 29 de diciembre de 2009

¿Merece la pena?

Tengo una amiga que se atormenta con la pregunta de si merece la pena vivir la vida como lesbiana. No se cuestiona su identidad, por tanto, sino la actualización de esa identidad, planteándose si no sería preferible renunciar a vivir en pareja o hacer un esfuerzo por disfrutar todo lo posible de una relación heterosexual.

El otro día insistió en esta pregunta en una reunión en la que todas las mujeres éramos lesbianas. Nuestra reacción fue curiosa: nos miramos unas a otras y empezamos a responder atropelladamente que nunca nos habíamos planteado si merece la pena vivir como lesbiana una vez que hemos descubierto que, de hecho, somos lesbianas.

Y aun así, su pregunta me hizo pensar. ¿Por qué nunca me lo había planteado?

En primer lugar, he descubierto que existe en mí un principio, o quizá debería llamarlo tendencia, a la autenticidad. Algo que podría enunciarse como “descubre quién eres y vive acorde con ese descubrimiento”. ¿Por qué? Supongo que porque de alguna manera intuyo que cuanta más autenticidad haya en mi vida, habrá también más felicidad. Pero, ¿es eso verdad? Quizás no necesariamente, habida cuenta de que hay autenticidades que conllevan una cantidad considerable de dolor, y que este es probablemente el caso de la autenticidad homosexual.

Entonces, ¿por qué cuando descubrí que era lesbiana no entré a valorar si merecía la pena o no vivir la vida como tal? Creo que, de alguna manera, ese descubrimiento fue para mí una forma de liberación de un dolor difuso aunque persistente acumulado durante años. Una respuesta a mi angustia, un aporte de dignidad frente a muchísimas humillaciones. Pero, ¿por qué nunca me paré a pensar qué dolor era peor, si el que me producía la heteronormatividad en la que no encajaba o el que empezaría a sufrir a causa de la homofobia, exterior e interiorizada? Tal vez por otro principio, quizás una certeza: que las personas tenemos derecho a ser y a sernos, a descubrir quiénes somos y a actualizar ese descubrimiento en nuestras vidas. Y también por una noción de lo que es justo e injusto: es justo que yo me viva como homosexual, que desarrolle los aspectos de mi vida que tengan que ver con mi lesbianismo, que la sociedad me respete, apoye y proteja; es injusto que personas, sociedades, gobiernos o sistemas me impidan el libre desarrollo de mi personalidad, de mi ser más auténtico, ya que este no se opone a los derechos de ninguna otra persona, e incluso rema en la misma dirección: la de la libertad, la igualdad, la solidaridad.

Relacionado tal vez con esta idea de justicia se encuentra cierta jerarquía de valores que también descubro en mi interior. No en todos los casos, ni siquiera en la mayoría, pero sí en este, creo que debe prevalecer el bienestar individual por encima de un presunto bienestar social. En un nivel muy básico, lo explicaría diciendo que, para mí, es más importante mi derecho a ser que el de mi familia, entorno inmediato o sociedad a no tener que cambiar su visión de mí, a no tener que ampliar sus horizontes o a no tener que replantearse su sistema de valores. Antes me he referido al presunto bienestar social porque parece que la sociedad se encuentra mejor cuanto menos cambia, menos se abre, más se reproduce a sí misma. Y sin embargo, creo que el respeto a ciertos derechos individuales, como el que nos ocupa, redundan precisamente en ese bienestar común, al permitir a cada individuo y a la sociedad en conjunto ser más abiertos, más tolerantes, más flexibles, lo cual nos ayuda a adaptarnos mejor a nuestro entorno y a nosotros mismos. Dicho así, casi, casi, parece una cuestión de mera supervivencia de la especie.

Una vez analizados algunos de mis posibles motivos para no hacerme la pregunta, vuelvo al principio y me la hago: ¿merece la pena vivir como lesbiana? Y me doy cuenta de que a esta pregunta sólo se le pueden dar respuestas individuales. Cada caso es diferente, cada uno estás condicionado de una manera y nadie tiene derecho a responder a esa pregunta por los demás.

Supongo que, si viviera en otro país o en otra época, si vivir como lesbiana me supusiera la muerte, cadena perpetua, maltrato físico, abusos sexuales y un largo etcétera, mi respuesta se inclinaría hacia el no. Si mi vida, mi integridad y otros aspectos esenciales de mi yo se vieran amenazados, cohartados o impedidos, es posible que pusiera en la balanza los pros y los contras y, a no ser que me diera un ataque de heroísmo o realmente sintiera que mi vida sólo tiene sentido si la vivo como lesbiana, decidiera postergar el disfrute de mi sexualidad para otra reencarnación.

Pero en la situación actual, en mi país, siento que vivir como lesbiana es, más que un derecho, una obligación. La obligación de no caer en incómodas comodidades, la obligación de transitar el camino que tan penosamente otros han abierto para mí, la obligación de poner mi granito de arena para que el mundo cambie, para que la sociedad cambie, para que mi familia cambie, para que mi mamá, en nombre de todas las mamás, cambie. De alguna manera, me siento llamada a ser, a serme mucho más intensamente que si fuera heterosexual. Sin saber muy bien por qué, dentro de mí vive un impulso hacia la honestidad, hacia la valentía, hacia la solidaridad. Porque ser homosexual, vivirse como tal, no es, a mi modo de ver, una cuestión individual sino colectiva, porque lo que cada uno de nosotros decide hacer con su orientación sexual es algo que nos implica a todos, queramos o no.

Es más que probable que, en la balanza del dolor, salga ganando el dolor de vivirse como homosexual; pero, aun así, yo decido vivirme como lesbiana, decido dar un paso al frente y señalarme, con todo el miedo del mundo, con toda la inseguridad. Y no sólo lo decido sino que creo que esa es la mejor respuesta posible, a la que todas deberíamos tender, aunque nuestras circunstancias la moldeen, porque nuestro convencimiento puede moldearlas a ellas mucho más de lo que a veces tendemos a pensar.
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Encantada de vivirme como soy.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Mensaje de Navidad

─ Ay, cómo me gusta, hija mía, cómo me gusta… Ay, que me encanta, que me encanta, madre… Ay, hija mía, ¡ay! Que me gusta muchísimo, vaya.

En aquel momento debí darme cuenta de que algo que provocaba en mi abuela un entusiasmo semejante no podía ser bueno para mí. Pero sus vítores constituían la culminación perfecta de todos mis anhelos: de una adolescencia atormentada cuya único propósito vital parecía ser encontrar novio, de una entrada triunfal en la mayoría de edad que hizo realidad el sueño tan esperado, de una recién estrenada veintena con una relación sólida que prometía. Y si encima a mi abuela le gustaba, ¿qué más se podía pedir?

Recuerdo perfectamente aquella comida. Mi ex-novio, tan alto, guapo, bienvestido, educado y amable como era, hizo las delicias de las mujeres de mi familia. Mi abuela le miraba como si se hubiese reencontrado con su primer amor; la sonrisa eterna de mi tía parecía transmitir un estado de embriaguez mayor que el que de hecho llevaba; mi madre se paseaba del salón a la cocina como si el espíritu de una neocenicienta se hubiese apoderado de ella. Todas estaban encantadas con aquella presentación en sociedad, con aquella buena pieza que su nieta/sobrina/hija había atrapado en su anzuelo.

Toda aquella alegría, aquellas conversaciones de antes, durante y después de la comida, las bromas, el derroche de cumplidos, las sonrisas, tenían lugar ante mis ojos, pero yo no parecía participar en ninguna de ellas. Entre aquella vida perfecta y yo se interponía una fina burbuja que me mantenía aislada, que me impedía tomar posesión de la misma, que me hacía percibir lo que ocurría a mi alrededor de manera borrosa, como un eco lejano, como una ensoñación.

Dentro de la burbuja, en aquel espacio reservado para mí, no había nada. No había nadie. Todo mi yo se había vaciado en aquellas otras personas que sí parecían disfrutar de lo que pasaba. Todos mis sueños, ilusiones, empeños, alegrías, eran las suyas, las que tenían lugar en aquel momento, las que me habían aniquilado con su realidad.

Yo creía recordar que sonreía, que participaba, que era feliz. Tenía que serlo, había estado luchando muchos años, los años más decisivos, por todo aquello. Ya era una mujer completa, eso que nunca parecía llegar a ser; ya podía participar de la sociedad de los adultos, había pasado la prueba de fuego, había demostrado que contaba con suficiente arrojo, con suficiente madurez. Pero en realidad, allí no había nadie, el cuerpo que calentaba mi silla no era yo. Todo lo que quedaba de mí era una necesidad, imperiosa, profunda y discreta, de salir corriendo de allí.

Fue mi ex-novio el que me lo hizo saber.

─ ¿Qué te pasaba durante la comida? Tenías la mirada perdida, estabas como ausente, incómoda; como si no lo estuvieras pasando bien.
─ ¿Quién? ¿Yo?

Porque entonces yo no lo sabía, no sabía que la persona que protagonizaba mi vida no era yo sino los demás, los demás que tan sutilmente la habían planeado, y que yo sólo me limitaba a ejecutarla con la máxima precisión.

Estos días en que tantas de nosotras nos sentimos tristes, melancólicas, frustradas, impotentes en esas celebraciones familiares que nos repiten una y otra vez que lo que deseamos nunca tendrá lugar, este recuerdo me ha resultado más significativo que nunca. Y he querido compartirlo con vosotras para que nunca nos olvidemos de que, por encima de las tradiciones, de las costumbres, de la presunta felicidad social y familiar, está nuestro derecho individual a SER.

Encantada de desearos una feliz (y lo más auténtica posible) navidad.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Sorpresas te da la vida

Íbamos a comprar una tarta para una amiga de mi novia en una de las pastelerías que hay cerca de casa. Cuando entramos, el dueño, muy amable, nos estuvo explicando qué llevaba por dentro cada una de las que tenía y cuál de ellas nos recomendaba según el número de comensales que fuésemos y para lo que la quisiéramos. Mientras su mujer cambiaba de canal desde la silleta en la que estaba sentada, nosotras nos decidimos por una de chocolate y nata y salimos de la tienda.

Hasta ahí todo muy propio de nuestro barrio: campechano, amable y con su toque folclórico. La sorpresa llegó después. Según salimos de la tienda, nos quedamos mirando el escaparate haciendo bromas sobre las tartas de princesas y supermanes, y entonces las vimos. Ahí estaban. Ahí llevaban seguramente mucho tiempo sin que nosotras hubiésemos reparado en ellas. Las figuritas para las tartas de boda.

Una de un hombre y una mujer.
Una de un hombre y un hombre.
Una de una mujer y una mujer.

¡Una pastelería gay friendly! ¡En nuestro barrio!

Entonces nos dimos cuenta de hasta dónde llegan nuestros prejuicios. Nunca pensamos que se pudieran encontrar figuritas homosexuales para las tartas de boda a más de un kilómetro a la redonda de la plaza de Chueca, y sin embargo, allí estaban. En un barrio tan campechano y folclórico como el nuestro, pero tan sorprendentemente amable.

Aquello fue una bocanada de aire fresco, una sobredosis de esperanza y alegría, la evidencia más clara de que el mundo cambia, a pesar de la homofobia, externa e interna, a pesar de los homófobos y, para qué negarlo, incluso a pesar nuestro.

¡Encantada!

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