martes, 20 de julio de 2010

De vacaciones (I)

Este año hemos pasado una semana de vacaciones en el norte de Girona, una zona preciosa que apenas conocíamos y cuya riqueza nos ha sorprendido gratamente, pues durante estos días preferimos mantenernos alejadas de las grandes ciudades y no por ello queremos renunciar a aprender, visitar, conocer, disfrutar, descansar y divertirnos. Evidentemente, este verano tampoco hemos tenido que hacerlo.

Una de las actividades que más me gustó fue una ruta que hicimos para visitar varios dólmenes y menhires del Neolítico. Este tipo de monumentos prehistóricos me llaman muchísimo la atención y me encanta tratar de imaginarme cómo vivían las mujeres y los hombres de aquella época, qué aspecto tendrían y qué habrían ido pensando, diciendo y haciendo mientras caminaban por los mismos senderos por lo que ahora caminan personas como yo.

A pesar del magnetismo de este tipo de obras, he de reconocer que observándolas siento a veces la misma desazón que cuando miro un cuadro abstracto. Son tan sencillas y, a la vez, tan enigmáticas, que no puedo dejar de preguntarme si verdaderamente fueron objetos cuidadosamente tallados, colocados y revestidos de significado simbólico por personas que vivieron hace miles de años, o se trata de la idea feliz de algún científico trasnochado que un día iba por el campo, se encontró una piedra gorda y colocándola en posición vertical se dijo: “pongamos que es un menhir”.

Otra visita que también me gustó mucho fue la que hicimos a las ruinas de Ampurias, una zona costera donde se ubicaron sucesivamente pequeñas ciudades íberas, griegas y romanas. Aunque estas ciudades fueron muy importantes para el comercio mediterráneo, a mí me parece que, como en el caso de los dólmenes neolíticos, quienes decidieron el enclavamiento de las mismas lo hicieron guiados por el azul del mar, el verde oscuro de los bosques y la belleza sobrecogedora de las montañas. A ver si la buena vida va a ser un invento del siglo XX...

También aquí disfruté imaginándome la vida de las ciudades, especialmente de la ciudad íbera y de las griegas, que son las que más me llaman la atención. Las ruinas se llenaron de pronto de cientos de mujeres ataviadas con túnicas blancas y sandalias, peinadas con hermosos recogidos y adornadas con abalorios de colores, que compraban, paseaban, charlaban, reían, brindaban, reflexionaban, disfrutaban de la brisa marina y amaban. O se amaban… ¡por qué no! Al fin y al cabo, se trata de imaginación, no de rigor científico, y la mía tiene un evidente sesgo de género… y de orientación sexual.

La verdad es que estas dos visitas fueron de lo más atropellado. En la primera, nos perdimos por el monte tratando de reubicar el itinerario después de pasar por una señal borrada. Decidimos seguir, cual Dorothys, un camino de pintadas amarillas, y cuando tuvimos conciencia de haber regresado al sendero, descubrimos que habíamos atajado por el medio, encontrado menhires que no estaban en la ruta (!) y recorrido prácticamente el mismo camino en dirección contraria. Todo esto bajo un sol de justicia y con un sofoco que dejaba en evidencia nuestra supuestamente digna forma física y mental.

En el caso de Ampurias, sin embargo, pasamos un día estupendo. Por la mañana nos fuimos a la playa, nos bañamos en una cala muy bonita y comimos en la arena, dormimos la siesta bajo la sombrilla y después nos animamos a visitar las ruinas. Afortunadamente, el momento de más calor lo pasamos dentro del museo, al abrigo del aire acondicionado. Cuando salimos corría una brisa muy agradable y el sol estaba ya bajo. Entonces me dispuse a realizar un completo reportaje fotográfico, con la imaginación excitada por las fantasías anteriormente confesadas. Así que encendí la cámara… ¡y se apagó! Se nos había olvidado cargar la batería la noche anterior y no pudimos sacar ni una sola foto de las mujeres… digooo… de los mosaicos, columnas y murallas que visitamos. Una pena para el recuerdo y para esta entrada, cuyas fotos de las ruinas he tenido que sacar de internet.

(Continuará…).

lunes, 19 de julio de 2010

¡Felicidades ARGENTINA!

Conocimos la noticia durante nuestras vacaciones. Ya desde antes seguimos el desarrollo de los acontecimientos a través de algunos blogs amigos, especialmente el de Miss Fiamma y el de Silvina y Andrea. Y cuando por fin salió la sentencia, nuestro júbilo hizo temblar las cumbres pirenaicas y a punto estuvo de provocar un tsunami en pleno Mediterráneo.

No he podido dejar de pensar en las movilizaciones multicolor y en las dudas y esperanzas de Miss Fiamma y Von Eisenberg; en el largo camino y la dura lucha por la visibilidad de Marga y Vero; me acordé también de Julieta, que aunque restringió su blog seguramente seguirá siendo una gran activista. Y por supuesto, no pude dejar de dar gracias porque al fin quedan protegidas las preciosas familias de Roma y Triana (no os perdáis a Tato, que tanto nos enseña, ni a Tinchi, el terremoto) y de Silvina y Andrea (que con su lucha, su visibilidad y el coraje de sacar adelante nada menos que a trillizos nos regalan ejemplos de vida todos los días).

El mundo es ahora un poquito más justo y la comunidad homosexual al completo ha dado un paso más hacia la tan soñada igualdad. Y debemos sentirnos felices, satisfechos e incluso sorprendidos, porque en el actual contexto de crisis económica, donde los derechos sociales que tantos años costó conseguir van siéndonos arrebatados poco a poco, un avance como el del matrimonio igualitario resulta casi un milagro.

Y aunque todos nos beneficiamos de este paso, es especialmente importante para los países latinoamericanos, cuyas comunidades homosexuales pueden sentirse hoy un poco más esperanzadas. Tal y como pasó en Europa, la semilla está plantada: ahora sólo hay que esperar a que crezca, regándola con la misma lucha aunque ahora sepa un poco menos amarga.

A sabiendas de que seguramente no haga falta decirlo, como ciudadana de un país que reconoce el matrimonio entre personas del mismo sexo desde hace cinco años, me gustaría animar a todas las compañeras argentinas a que celebren el triunfo por todo lo alto y después se preparen para seguir luchando: si bien ahora están un poco más protegidas, no por ello van a dejar de ser discriminadas. En nuestro país, la iglesia sigue clamando en nuestra contra, las manifestaciones a favor de papá y mamá excluyentes continúan sucediéndose, cualquier persona anónima se sigue creyendo con derecho a decidir si nuestros matrimonios o nuestras familias son iguales o siquiera legítimos, aún nos ponen trabas inexistentes para las parejas heterosexuales a la hora de reconocer la filiación de nuestros hijos y, por supuesto, la ley continúa recurrida en el Tribunal Constitucional. Se gana una batalla, pero la guerra continúa librándose cada día.

En cualquier caso, ENHORABUENA.

martes, 6 de julio de 2010

Orgullo 2010

Dedicado a mis amigas P y T, que por fin consiguieron
el arrojo suficiente para participar.

El sábado pasado, mi novia y yo asistimos por sexto año consecutivo a la manifestación del Orgullo en Madrid. A mí no me daba muy buena espina que coincidiera con un partido del Mundial y que además por la mañana hubiera estado lloviendo torrencialmente. Pero al final, mis malos presagios no se cumplieron y resultó que todo el mundo estaba allí. Incluso podría decir que había más gente que otros años, hecho que me sorprendió gratamente, pues yo misma me había infundido una buena cantidad de desánimo haciéndome mala sangre con el poco compromiso de la gente y demás. ¡Menos mal que me equivoqué!

Cuando estuvimos viendo Homofamilias, me fijé en un detalle sobre la organización de esta manifestación en Northampton que me gustó muchísimo. Y es que varios miembros de los grupos que participaban se presentaban voluntarios para cuidar de la seguridad; es decir, que todo transcurriera con normalidad y que los manifestantes (a pie, en carrozas, en bicicleta) tuviesen espacio para avanzar cómodamente durante el recorrido. Así que pensé que algo parecido nos vendría muy bien en Madrid, donde la seguridad y la posibilidad de recorrer las calles se ven seriamente comprometidas en varios puntos de la ciudad; los cuales, por cierto, siempre son los mismos.

Por eso, cuando llegamos a la Puerta de Alcalá y vi varios voluntarios con su chaleco amarillo no me lo podía creer. ¡Al fin había ocurrido! ¡Habíamos tomado conciencia de la importancia de cuidar de la seguridad (y de que la Policía jamás nos haría ese favor)! Sin embargo, y como no todo podía ser bueno, pronto descubrimos que no era así.

Oficialmente, la manifestación empezaba en la Puerta de Alcalá, como el resto de los años, y nosotras siempre nos incorporamos en ese punto, porque nos gusta hacer el recorrido completo. Este año, aparte de voluntarios, habían colocado unas vallas azules; algo que también me pareció estupendo, pues, en mi inocencia, pensé que ¡por fin! servirían para contener al público durante todo el recorrido. Y como nosotras, evidentemente, no éramos público, esperamos a ver aparecer algunos manifestantes (pues durante unos diez minutos, la plaza permaneció inquietantemente vacía) y pasamos por entre dos vallas para unirnos a ellos.

Allí comenzó nuestro calvario. En no más de quinientos metros, los flamantes voluntarios con los chalecos amarillos trataron de sacaron unas cinco veces de la manifestación. A empujones, nos invitaban a permanecer junto a la valla, indicándonos que no podíamos estar allí. Durante los primeros minutos, sentimos mucha confusión, porque no entendíamos nada y parecía que estábamos haciendo algo evidentemente malo (evidente para todos, menos para nosotras). A la tercera, me dirigí directamente a una voluntaria y le espeté:

─ Pero vamos a ver: para manifestarse aquí, ¿qué coño hay que hacer?

Ella se quedó un poco descolocada (!?) y finalmente me confesó:

─ Pues no lo sé. Entrad por algún sitio, pero no por aquí.

Para ese momento yo ya había acumulado una mala leche descomunal, porque cuando las cosas no tienen sentido para mí, simplemente no las entiendo; y cuando me quieren obligar a hacer cosas que no tienen sentido para mí, simplemente no las hago. Así que seguimos en nuestras trece, arrimadas ya a otros manifestantes. Pero es que hasta allí mismo vinieron a buscarnos los de los chalecos amarillos:

─ ¡Oye, que yo también me estoy manifestando!
─ ¡Ah, perdón!

En fin, la sucesión de esperpentos que tuvimos que vivir hasta atravesar la plaza sería inenarrable. Lo mejor es que, quinientos metros más allá, no había voluntarios con chaleco amarillo, ni vallas azules, y ya no se podía pasar. Nuevamente, en las inmediaciones de Cibeles, en Gran Vía con Montera, y por supuesto en Callao, el ancho de la manifestación se vio reducido a menos de dos metros (y estoy siendo generosa), puesto que el público, sin contención ninguna, decidió avanzar hacia el centro de la calle para ver si venían las carrozas, porque estaban haciendo botellón en los dos lados, y porque sí. Es decir: lo de todos los años.

Quiero creer que lo de la valla y el chaleco tenía su porqué y que mejoró muchísimo la organización de la manifestación. Quiero pensar que todo el mundo sabía por dónde entrar menos nosotras y que realmente entorpecimos terriblemente lo que fuera que estuviera ocurriendo allí. Me gustaría tener la certeza de que la falta de seguridad y el absurdo comportamiento del público son tenidos en cuenta por todos y que sólo a mí me parecen exasperantemente dignos de preocupación.

El caso es que al final tuvimos que hacer el recorrido tras una pancarta cuyas siglas ni nos iban ni nos venían, pero cuyos miembros estaban suficientemente bien organizados como para poder avanzar sin tener que pegarse con medio Madrid por el camino. Ante la falta de colaboración del Ayuntamiento y la Policía, y el compromiso invisible de los organizadores, muchos grupos han ideado un sistema tan cutre como efectivo: llevar una cuerda de unos tres o cuatro metros de largo para invitar (u obligar) al público a respetar ese ancho y con ello permitir que pancartas y manifestantes puedan avanzar. Así que allí marchamos (pues una vez dentro, ni se podía salir ni se podía avanzar como no fuera a bofetadas) hasta Plaza de España, donde llegamos dos horas y media después de haber salido.

Es posible que algunos piensen que tamaña aglomeración es un rotundo éxito; mi humilde opinión es que el éxito puede organizarse mejor.

Encantada, al menos, de haber conseguido participar.

jueves, 1 de julio de 2010

Homofamilias

Ayer por la noche mi novia y yo estuvimos viendo la película-documental Homofamilias, que retransmitieron por la 2 con motivo de la semana del Orgullo.

Personalmente, la encontré bastante realista. De hecho, hubo momentos en que me aburrió un poco, porque era tan real que tuve la sensación de estar viendo la película de mi vida o de la de cualquier otra lesbiana retransmitida por televisión, lo cual, evidentemente, tenía un interés relativo. Después, pensé que esto podía ser muy importante, no para nuestra comunidad, sino para el resto: la película mostraba la cotidianeidad de varias familias con miembros homosexuales (madres, padres, hijas, hijos, etc.), algo que puede resultar ciertamente revolucionario para aquellos que todavía creen que los homosexuales nos dedicamos a vivir en una orgía sempiterna, sin trabajar ni estudiar ni preparar la comida, sin acompañar a nuestros hijos al partido, sin tener una conversación con un compañero de trabajo, sin participar en las celebraciones familiares, etc.

Acerca de la maternidad, hubo dos puntos que me turbaron un tanto, aunque reflexionando posteriormente me he dado cuenta de que he de darles una respuesta si es que quiero ser madre algún día.

El primero tiene que ver con los hijos e hijas de madres y padres homosexuales. En la película, varios de ellos daban su opinión, hablaban de sus sentimientos y de sus experiencias, destacaban sus puntos fuertes y sus dificultades. Reconozco que sus miedos, sus experiencias negativas, sus problemas, me dejaron bastante preocupada. Hubiera preferido, honestamente, escuchar un discurso monolítico que me hubiera ofrecido una imagen idílica sobre la maternidad lésbica: un discurso en el que los hijos mostrasen su seguridad, su convencimiento, su valentía sin fisuras. Y no es que no apareciera nada de eso, pero también estaba lo otro. Esto me hizo entender que, al igual que yo tengo mis días (en algunos reboso orgullo y en otros homofobia interiorizada), ellos también los tendrán. Y puede que sean más valientes que yo, o al menos que yo en algunos momentos, pero también es posible que estén más asustados y se retraigan más de lo que desearía, a pesar de mis ánimos y de mi apoyo. Como decía una de las madres de la película, fue su decisión tener a su hija y también lo fue vivir fuera del armario; sin embargo, las decisiones que su hija tome en la vida serán suyas, ella decidirá cómo vivir el hecho de tener dos mamás, y tendremos que respetar sus emociones, pensamientos y experiencias como deseamos que se respeten los nuestros.

El otro punto tiene que ver con la figura del donante. La película estaba grabada en Northampton, Estados Unidos, donde existe una ley por la cual los hijos concebidos tras una inseminación artificial tienen la posibilidad de conocer posteriormente al donante. Tanto las madres como los hijos e hijas mostraban su preferencia por esta posibilidad, siempre que el donante respetase los límites de su función. En España, esta posibilidad no existe, puesto que todas las donaciones deben ser anónimas o, de lo contrario, el donante adquiere derechos y obligaciones con respecto al niño, desplazando a la otra madre. La verdad es que, en un primer momento, la idea de un donante conocido me horrorizaba, supongo que porque me generaba mucha inseguridad. Sin embargo, poco a poco me va pareciendo más interesante, puesto que, al fin y al cabo, es necesaria la aportación de un hombre para poder tener un hijo, y el hecho de que sea conocido puede humanizar un proceso sumamente medicalizado y artificial. Además, es posible que contar con esa figura, aunque sólo fuera anecdóticamente, ayude a los hijos a integrar su identidad y a facilitar su socialización. Todo esto me hace preguntarme cuál sería la mejor opción y sus posibilidades reales, teniendo en cuenta las circunstancia legales que tenemos en España.

Después de ver esta película, me he dado cuenta de un hecho que, hasta hace poco, no pasaba de ser un intuición: que vivir un vida plena como lesbiana es la consecuencia de una decisión consciente, de una lucha diaria por entender y respetar lo que somos, de una comprensión profunda de lo que eso significa y conlleva; no el fruto azaroso de un dejarse llevar, cruzando los dedos porque lo que eres no te plantee demasiados problemas. En el caso de la maternidad lésbica, este hecho se hace mucho más evidente, puesto que ya no se trata sólo de ti, sino de otras personas a tu cargo para las que conviene servir de modelo positivo sobre cómo enfrentarse a esa realidad.

Encantada de atreverme simplemente a planteármelo.

miércoles, 30 de junio de 2010

Melusina

La leyenda de Melusina es uno de los relatos más fascinantes de la Edad Media Europea. De origen probablemente celta, nos narra la historia de una mujer maldita que se transforma una vez por semana en una sirena con cola de serpiente. Melusina dedica ese día a permanecer en sus aposentos, chapoteando en la bañera a salvo de miradas indiscretas.

En el imaginario masculino, Melusina es la representante de la verdadera naturaleza de la mujer: mitad belleza, mitad monstruosidad, en ella convergen todos los miedos al misterio femenino. Arquetípicamente, la mirada masculina no han podido ignorar en el cuerpo de la mujer todo aquello a lo que preferían cerrar los ojos en su propio cuerpo: el recuerdo de nuestra animalidad, de nuestro origen salvaje, representado en el hemicuerpo escamoso de Melusina.

Sin embargo, para el inconsciente colectivo de las mujeres, el simbolismo de Melusina bien podría ser otro muy distinto. Aunque se nos suele educar en la idea de que, en el fondo, todas somos crueles, violentas, manipuladoras: malas, en suma, y la leyenda de Melusina no vendría más que a recordárnoslo; existe la posibilidad de acercarnos a otra interpretación diferente.

Uno de los motivos por los que este relato se considera de origen celta es la relación que tiene Melusina con otras deidades femeninas cuyo vínculo común es el agua. Este vínculo remite a un simbolismo que identifica el agua con el origen de la vida y las figuras mitológicas femeninas relacionadas con ella como dadoras de la misma. En el caso de Melusina, esta vida se ve muy reducida: ya no es un lago o un río, ni siquiera un pequeño arroyo; nuestra protagonista debe conformarse con una angosta pero confortable bañera.

Para mí, la leyenda de Melusina es un alegato en favor del espacio femenino. Un espacio mínimo, injustamente constreñido, apenas un día a la semana en el que poder descansar, olvidarnos de las imposiciones sociales y chapotear en el agua de nuestra independencia, recordando que, más allá de nuestro quehaceres y obligaciones, más allá de lo que sociedad espera de nosotras, gozamos de un vínculo estrecho con la vida, con la libertad y el juego, con la alegría: un vínculo que, periódicamente, deberíamos vernos obligadas a renovar.
.
"Melusina reía alegremente/ Él ahogaba un grito de terror".

Entonces, ¿por qué una maldición? Si nos paramos a recordar el origen de la misma, descubriremos que, en el fondo, no es más que un juego, una excusa, una pequeña treta con la que asegurar ese espacio amenazado al que las mujeres nunca hemos tenido derecho.

En la leyenda de Melusina, como en muchos otros relatos de carácter mítico, las figuras y las situaciones se repiten. Así, fue precisamente la madre de Melusina la primera que aceptó casarse con su padre a cambio de que respetara sus espacios: le hizo prometer que nunca entraría en su habitación mientras durmiera, en el momento de dar a luz o de bañar a sus hijas. Su marido, sin embargo, rompió su promesa, y Presina le abandonó. Cuando Melusina y sus hermanas crecieron, se enteraron de lo ocurrido y decidieron vengarse de su padre encerrándole en el interior de una montaña. Tras descubrirlo, la madre maldijo a Melusina, condenándola a transformarse en serpiente una vez a la semana.
.

“Si me golpeas tres veces te abandonaré, si me regañas tres veces te abandonaré, no debes vigilarme, seguirme o espiarme, o de lo contrario te abandonaré”.


Pero, ¿fue realmente una condena, un acto de venganza, una manera de hacer respetar a toda costa los privilegios masculinos, otro ejemplo más de rivalidad femenina…? ¿O fue un regalo, una herencia valiosa, la única manera en que Presina podía dejarle a su hija el legado de su independencia, obligándola a luchar por su espacio, impidiéndole que se esclavizara en su matrimonio, al menos una vez por semana…?


… yo vi tu atroz escama,
Melusina, brillar verdosa al alba,
dormías enroscada entre las sábanas
al despertar gritaste como un pájaro
y caíste sin fin, quebrada y blanca,
nada quedó de ti sino tu grito…

… no hay nadie, no eres nadie,
un montón de ceniza y una escoba,
un cuchillo mellado y un plumero,
un pellejo colgado de unos huesos,
un racimo ya seco, un hoyo negro
y en el fondo del hoyo los dos ojos
de una niña ahogada hace mil años.

(Octavio Paz)


No cabe duda de que las mujeres necesitamos ser libres, gozar de espacios propios para crear, disfrutar y sentirnos vivas, y aunque esos espacios sean pequeños, debemos ayudar a nuestras hijas, madres, amigas, amantes a conservarlos, a deleitarse con ellos, reclamándolos también para nosotras mismas. Esta es la manera de renovar nuestro vínculo con la vida, de recordar que, frente a los disfraces que la sociedad nos obliga a vestir, tenemos un cuerpo escamoso que desea chapotear alegremente, aunque sea en una simple bañera.

Teniendo en cuenta los rigores que nos impone nuestro modo de vida actual, ¿qué mujer no desearía sufrir la maldición de Melusina?

Encantada.

lunes, 28 de junio de 2010

¿Seré...?

Una compañera de trabajo me ha confesado que tiene dudas.

Primero me presentó a una amiga. Cuando me vio, se le iluminó la cara. “Esta es Encantada… Ya sabes… Encantaaada”. “Sí, yo soy la famosa Encantada”, contesté, intuyendo que sólo existía un motivo para ser tan famosa.

Después me lo explicó. “¿Te acuerdas de la amiga que te presenté el otro día?”. “¡Cómo olvidarlo!”, pensé. “Pues es que también entiende”. “¡No me digas!”, no podía ni imaginar que el asunto fuera sobre ese tema. “Y como lo acaba de dejar con su pareja, me pareció buena idea que conociera gente nueva”. “Ajá”, pero yo ya tengo. “Por eso te la presenté a ti… y a L”. En ese momento comprendí, ¡aleluya!, que yo no debía de ser la única lesbiana de mi trabajo, que había otra más, y que esa otra era L. “¡Al fin mi radar lésbico ha funcionado!”, exclamé, porque a L ya me la había olido yo, pero eso lo cuento otro día.

A continuación, empezó a decirme cosas raras e incongruentes. “A mí es que L me encanta para mi amiga”. “A mí es que L me encanta”. “L me encanta”. “La verdad que…”. “Bueno, mejor no te lo cuento”. “¿Te lo cuento?”. “No, no, mejor no”.

Al final me lo contó. “¿Te acuerdas de eso que no te conté el otro día?”. “¡Cómo olvidarlo!”, una vez más. “Pues mira, es que yo creo que L me gusta. Que me gusta a mí, vamos, no para mi amiga. De hecho, cuando le hablé de ella a mi amiga, me dijo que me dejaba el camino libre. ¿Seré…?”. “No serás la primera ni la última, de eso no tengas ninguna duda”, le aseguré.

Y hoy lo remató. “Si es que los hombres no se me dan bien. Si es que los hombres son lo peor. Si ya te lo digo yo, queee…”, miradita cómplice, expresión de haberlo pensado todo el fin de semana, emoción contenida y ganas de reírse locamente.

En realidad, todas sabemos que muchas hetero pasan por fases lésbicas. E incluso lo prueban. E incluso les gusta, y siguen siendo heteros. Lo que a mí me mosquea de mi compañera son pequeños tics que he ido aprendiendo a detectar porque a mí también me ocurrieron:

Tic número 1. “Si es que hasta he tonteado con ella. He tonteado igual que lo haría con un tío”. Cuando yo me sentía confusa sobre lo que podía pasarme con la chica que después sería mi novia, siempre me decía lo mismo: “Es igual que con un tío”.

Tic número 2. “Hay que ver, ¿eh? Yo que siempre he sido una defensora de los homosexuales, y ahora que me lo planteo en mí misma… ¡uf! Me resulta muy difícil de asumir”. Efectivamente, yo también era de las que acudía a la manifestación del Orgullo por solidaridad y defendía sus derechos siempre que podía, y después tuve que hacer un año de terapia porque oh-no-madremía-soylesbiana.

Tic número 3. “Pues cuando quieras salimos por Chueca”. “Ay, no, no, no… Digo, sí, sí, sí… Que no, mujer, jajaja… Que sí, que sí, jeje…”. También conocido como “pavo lésbico”, “miedo escénico” o “pero que a mí sólo me gusta una (y no quiero descubrir que me gustan más)”.

En fin, tendremos que esperar para ver cómo evoluciona el asunto.

(Y no, señores, a las lesbianas no nos regalan descuentos en el supermercado por ir convirtiendo a otras mujeres, simplemente pretendemos allanar el camino a las que empiezan porque sabemos todo lo que eso implica, y si en realidad es sólo una falsa alarma, estupendamente: también nosotras tenemos confusiones momentáneas en las que creemos que podría llegar a gustarnos algún hombre, y al final todo se queda en un buen susto).

Feliz Orgullo.

Encantada.

miércoles, 23 de junio de 2010

Tempus fugit

Llega un momento en la vida en que tienes que establecer tus prioridades. La vida pasa, el tiempo corre cada vez más deprisa y, aunque lo intentes, ya no puedes hacerlo todo.

La idea no es mía. La leí hace tiempo, no recuerdo dónde (tal vez en un blog) y me resultó curiosa. Me resultó curiosa porque me hizo darme cuenta de que, hasta el momento, yo nunca había establecido prioridades. O tal vez sí, pero de una manera inconsciente. El caso es que tenía la sensación de estar haciéndolo todo. De haber llenado mi vida hasta los bordes con una lista interminable de cosas que deseaba hacer, y haberme dedicado a hacerlas.

Sin embargo, poco a poco he ido cobrando conciencia de un hecho incontestable: la vida pasa, el tiempo corre cada vez más deprisa, y ya no me da tiempo. Aunque sea un hecho que se hace patente cada día, reconozco que no ha sido fácil aceptarlo. Desde que me independicé, llevo luchando contra la obviedad de que ya no puedo. Quiero seguir el mismo ritmo que llevaba cuando era estudiante, o mucho mejor, cuando empecé a trabajar y todavía vivía con mis padres. Quiero seguir el mismo ritmo que cuando me encontraba el plato de comida encima de la mesa, sin haber empleado un solo segundo en cocinarlo; el mismo ritmo que cuando no tenía que limpiar la casa, ni hacer la compra, ni pelearme telefónicamente con desconocidos durante horas; cuando todo mi tiempo libre era para mí y mi cuerpo no se empeñaba en gastarlo inútilmente durmiendo, dormitando, sintiéndose agotado.

Después de estos primeros años, he decidido aceptar que si mi cuerpo dice no, si me mente dice quieta, por algo será y habrá que hacerles caso. Afortunadamente, creo, he decidido decidir que voy a establecer mis prioridades, que voy a emplear mi tiempo eficaz y alegremente en cubrirlas, y que voy a dejar de lamentarme por no poder hacerlo todo.

Lo primero que he descubierto es que ahora me siento más plena, significativamente aliviada. Lo segundo es que, mirando a mi alrededor, me he dado cuenta de que la mayoría de la gente que me rodea no ha tomado esta misma decisión, y sigue corriendo inútilmente, corriendo en una frenética carrera, para terminar llegando al mismo sitio, al que vamos todos, quizá antes de tiempo. Observarles es un espectáculo terrorífico, que me hace reafirmarme en mi decisión de no correr más. De caminar tranquila, pausada, sabiendo bien adónde voy.

Por eso me siento infinitamente agradecida a la persona que me regaló esa idea, porque me abrió un nuevo horizonte vital. No se trata de correr, tampoco de parar: sólo de priorizar. De diferenciar lo importante de lo urgente, como dicen por ahí. De sentarte a decidir qué es lo que verdaderamente quieres hacer con el tiempo que te queda, sea el que sea, para que cuando te llegue el momento puedas decirte a ti misma eh, lo pasamos bien, hicimos lo que quisimos, no nos dejamos llevar.

Encantada de haber tomado esta decisión.

lunes, 24 de mayo de 2010

Receta personal contra el maltrato

Dedicado a Ave, que escribió esto; a Candela, que respondió aquello; y a todas las mujeres y hombres que se encuentran en peligro, que sufren o que se han superado, y hoy están curados y alerta.

Volvía a casa en taxi, acompañada de mi entonces novio. Tras varios años de relación, aquella noche sus padres se habían dignado, por fin, a invitarme a una cena familiar. Yo me sentía emocionada, conmovida, finalmente bientratada. Tal era mi estado interno de turbada felicidad, que en un momento de la noche todos salieron a bailar y yo me quedé anclada en la silla: los brazos no me respondían, las piernas me temblaban. Me excusé como pude, espantada de mi propio bloqueo, y la noche siguió transcurriendo en medio de una apacible calma. Calma que, evidentemente, precedía a la tempestad.

Cuando entramos en el taxi, yo todavía daba por supuesto que mi novio lo había pasado tan bien como yo. Sonriendo luminosamente, le pregunté de manera atropellada qué le había parecido la noche, si había disfrutado del encuentro, si finalmente se sentía tan dichoso como yo me sentía. Él todavía sonreía cuando cerró la puerta y le indicó al taxista la dirección de mi casa, pero de pronto la expresión de su cara cambió súbitamente. Serio, torpemente contenido, comenzó a descargar sobre mí la ira que llevaba acumulando toda la noche.

Que cómo me había atrevido, me gritó. Que cómo podía haber tenido la cara de despreciar a su familia de aquella manera. Que quién me creía que era. Que cómo podía haberme quedado sentada mientras todos salían a bailar. Que si me aburría. Que cómo había tenido el descaro de mostrar así mi aburrimiento. Que si así pagaba a sus padres el detalle que habían tenido al invitarme. Que si esa era mi manera de ser agradecida. Etc. Etc. Etc.

Yo me quedé atónita, sin palabras. Me sentía asustada y confusa. Traté de explicarle que me había quedado bloqueada, que fue la emoción lo que me impidió moverme, pero no valió de nada. Él volvió a empezar. El taxista intentó mediar a mi favor. Eso tampoco sirvió y ninguno de los dos (ni el taxista ni yo) volvimos a abrir la boca en todo el viaje.

Cuando llegué a mi casa, mis padres me esperaban sonrientes, preparados para escuchar el relato de mi gran noche de éxito. A su pregunta, sin embargo, sólo pude responder con un susurrante “mal”. Enseguida me puse a llorar compulsivamente y corrí a encerrarme en mi habitación.

Mis padres corrieron detrás. Como pude, les expliqué lo que había pasado. Haciendo un exceso, y sin ningún precedente, mi madre se puso de mi lado y llamó a mi novio de todo. Eso me hizo intuir la gravedad de lo que había ocurrido.

Al rato, sonó el teléfono. Era mi novio. Durante el viaje de vuelta, el taxista le había cantado las cuarenta. Cuando llegó a su casa, su madre le había dicho que yo había estado muy simpática. Y cuando él le reprodujo nuestra “conversación”, ella le dijo que me llamara de inmediato y me pidiera perdón.

Yo no sabía qué decir. Me sentía humillada, vejada, injustamente tratada. Supongo que le perdoné, aunque a mi madre no se le borrase la cara de alerta, lo cual, y tratándose de mi novio, al que ella adoraba casi más que a su hija, era toda una señal.

No fueron muchas, pero fueron varias. Yo nunca fui suficiente y él me lo hizo saber. Después de la que sería la última, decidí ponerle punto final a nuestra relación. No me conmovieron sus súplicas, ni sus lágrimas, ni su chantaje emocional. Yo sabía que no podía volver a caer, que en aquella relación había algo que no era bueno, y no caí.

Desde entonces, trato de despejar mis relaciones, y especialmente la actual, de cualquier viso de maltrato. Conozco los límites y me mantengo alerta, porque, con el tiempo, la confianza puede empezar a asquear. Tardé mucho tiempo en reconstruirme a mí misma y todavía hoy lucho por respetarme cada día, porque nadie está libre de ser maltratada ni de maltratar, porque la tentación de dominar y humillar vive detrás de cada puerta, se esconde en cualquier habitación, y la única manera de disiparla, de lograr que salga por la ventana cada vez que aparece, es permanecer despierta, permanentemente advertida del peligro, sin dar nada por hecho, sin restarle importancia, sin perdonar antes de reflexionar.

Esta es mi receta personal contra el maltrato, que hoy he querido compartir con el fin de poner mi granito de arena para que todas podamos avanzar hacia el respeto, a nosotras mismas y a nuestras parejas. No importa su sexo: el maltrato puede presentar caras distintas pero siempre tiene el mismo corazón. Frío, despiadado, insensible. Soberbio, ciego, irracional.

Encantada de colaborar para combatirlo.

domingo, 23 de mayo de 2010

Incomprendida

Uno de los sentimientos que más alienantes me resultan es la incomprensión. Tratar de explicar tu mundo interior, de compartirlo con otra persona, y darte cuenta de que resulta inútil. Que sus observaciones, consejos, reacciones, no tienen nada que ver contigo.

Me avergüenza un poco hablar de este sentimiento porque me recuerda a mi adolescencia, a aquella postura atormentada que tanto me gustaba adoptar, en forma de barrera infranqueable para el resto, que, en cualquier caso, no me iba a entender. Y aunque, de hecho, es probable que entenderme no fuera fácil (para mí misma la primera), hoy creo que es una actitud que, en general, he conseguido dejar atrás.

Y sin embargo, de alguna manera necesito decir que, desde hace unos días, me siento muy incomprendida. Siento que mis últimas conversaciones han caído en saco roto, que sólo han servido para mostrar una visión deformada de mí misma, una imagen con la que no me identifico y que ahora no sé cómo borrar.

Entiendo que la incomprensión de los demás parte de una inexplicación mía. Porque a veces no sé explicarme. A veces no sé lo que me pasa. A veces no encuentro las palabras. Y otras veces, sencillamente, no quiero hablar.

Estos días necesitaba estar sola. Estar sola y triste, no para regodearme en mis desgracias, sino para pensar. En algunos momentos, este es el único método que conozco para ver un poco más claro: sentarme conmigo misma, estrujarme los lacrimales y, después de repasar todas las hecatombes posibles, dar milagrosamente con una solución.

Pero este método no goza de mucha popularidad entre algunas personas, que consideran que, cuando una se encuentra mal, necesita, invariablemente, hablar con alguien. Y esto es algo que a veces es verdad, y otras no. Que para algunas personas es verdad, y para otras no.

¿Qué es lo que he aprendido de esta experiencia de incomprensión? Que cuando todo mi cuerpo, mi sabio inconsciente, me digan que necesito estar sola, debo hacerles caso. Que cuando no me apetezca hablar, aunque me pregunten, debo mantener silencio. Que para dar el paso siguiente, tengo que escuchar mi propia voz y no dar a luz una caricatura de mí misma. Y que todo esto es bueno, está bien y puede resultar fácilmente comprensible para quien me conoce un poco o, al menos, desea hacerlo.

Y que quien no esté en ese caso… es posible que no sea importante.

Encantada.

lunes, 17 de mayo de 2010

The time of my life

Estos días me ha venido a la cabeza un bello recuerdo de los años en que comenzaba mi adolescencia, uno de esos recuerdos de lesbiana inconsciente que hoy me llenan de ternura... y estupefacción.

Tenía yo una amiga en el colegio que se llamaba M. Entre otras muchas cosas, M y yo compartíamos nuestra afición por la música y el baile. Gracias a M, además, contábamos con un equipo tecnológico de última generación para desarrollar nuestro arte: una grabadora que le había pimplado a su padre, a través de la cual inmortalizábamos nuestras creaciones, y que también nos servía como cadena musical punterísima a la hora de representar nuestras coreografías.

Aquel año decidimos entregarnos de lleno a una única canción, grabada y regrabada en la misma cinta de casete, y que de vez en cuando parecía mandarnos mensajes del más allá después de habernos dedicado a rebobinarla o pasarla de manera compulsiva. Pertenecía a la banda sonora de nuestra peli preferida, cuya coreografía central creíamos estar reproduciendo milimétricamente, salto del ángel incluido.

Hacia la mitad del curso todo parecía perfecto. Habíamos logrado ejecutar cada movimiento con exquisitez, nuestros cuerpos se deslizaban por la pista (léase “el patio”) como si tuviéramos alas en nuestros pequeños piececillos, y general nos la sabíamos tan bien, que la bailábamos de corrido mientras nos contábamos qué tal lo habíamos pasado el fin de semana o cómo nos había salido el último examen. Todo parecía perfecto, y probablemente lo era, hasta que yo tuve una genial idea que terminaría por dar al traste con nuestro trabajo.

¿Qué podía faltarle a una obra de arte creada en virtud de la intimidad existente entre dos mujeres? Para mí, durante aquellos años y también mucho después, estaba claro. ¡Hombres! ¿Cómo íbamos a ser la perfecta imitación de Jennifer Grey y Patrick Swayze siendo dos mujeres? ¿Dónde se había visto algo semejante? Así que me decidí a comentárselo a M: para que nuestra creación fuera perfecta, debíamos encontrar urgentemente a dos chicos dispuestos a bailar con nosotras.

A M aquello debió de parecerle poco menos que alta traición. ¿Dos chicos? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cómo se me podía haber ocurrido despropósito semejante? Trató de convencerme de que mi idea era una locura, de que el baile estaba bien como estaba, de que, a pesar de todo, éramos la imitación perfecta de la mítica pareja. Nadie podía dar vida a nuestra coreografía mejor que nosotras, eso era algo que podíamos comprobar con sólo bailarla, y la presencia de dos extraños sólo vendría a estropear las cosas.

Pero yo seguía pensando que una pareja de baile formada por dos mujeres no estaba bien. Pensaba que era algo incompleto, imperfecto, insuficiente. Así que le prometí a M que encontraría a dos chicos suficientemente comprometidos con nuestra coreografía, de manera que ésta no sólo no se estropearía, sino que ganaría con el cambio. ¡Cuán equivocada estaba!

La búsqueda se convirtió en un proceso sumamente arduo. Tras cosechar un sinfín de negativas, burlas y comentarios sarcásticos, me vi obligada a hacer uso del as que guardaba en la manga y convencer a G, que desde hacía tiempo le ponía ojitos a M, y al que soborné con la promesa de que el baile le proporcionaría una irrepetible oportunidad de conseguir de M algo más que desplantes. Aprovechando la coyuntura, encargué a G que consiguiera de algún amigo suyo el favor de bailar conmigo. Sólo pudo arrastrar a P, quien en secreto parecía estar enamorado de él y no de mí, por más que insistiera en que sólo bailaba conmigo por si pillaba.

Por supuesto, M no se lo puso fácil, bufando constantemente, quejándose de sus torpezas, regalándome miradas repletas de telodijes que yo apenas conseguía ignorar. Por mi parte, tampoco podía negar la evidencia: mi compañero de baile era tímido, patizambo y soso; lo que conseguía acabar con mi (casi) inagotable paciencia y sacaba lo peor de mí.

A veces, en medio del desastre en que se había convertido nuestra preciosa coreografía, volvía a salir el sol cuando M y yo decidíamos hacerles una demostración de cómo se bailaba. Entonces, quedaba patente que nuestros cuerpos se entendían a la perfección, que nuestros brazos, pechos, caderas y piernas se correspondían en sus movimientos como sólo pueden hacerlo dos cuerpos de mujer. Hasta para nuestros dos compañeros era patente que nuestra pareja de baile era completa, perfecta, más que suficiente en su hermosa unidad.

Finalmente, tanto ellos como nosotras terminamos por cansarnos. Ellos, porque el baile les aburría, porque no habían conseguido de nosotras más que una colección de improperios, y porque el resto de compañeros pronto empezaron a murmurar. Nosotras, porque a pesar de las evidencias, a pesar del trabajo y de los grandes momentos que habíamos compartido, no podíamos dejar se sentir que entre nuestros cuerpos y nuestra creación se interponía un nosequé inadecuado, prohibido, marginal.

Tuvieron que pasar muchos años para que yo pudiera comprender el inmenso regalo que es aprender a disfrutar con la unión de dos cuerpos de mujer. Tuvieron que pasar muchos años para que mi mente obtusa se abriera a la evidencia, una evidencia que yo conocía desde pequeña: que dos mujeres juntas son capaces de explorarse, buscarse, encontrarse y entregarse mutuamente en un baile de intimidad, deseo y placer. Porque dos mujeres juntas son una pareja completa, perfecta y suficiente, en todos los sentidos.

Por fortuna, hoy lo sé.
Y estoy encantada de haberlo descubierto.

sábado, 15 de mayo de 2010

Tres años ENCANTADA

Mi blog vuelve a estar de aniversario. Esta vez cumple tres años. Y para celebrarlo, he querido hacerle un regalo muy especial:

A partir de ahora, esta será mi nueva foto de perfil.

Desde hacía tiempo, necesitaba dejar atrás el burka: si bien fue un gran hallazgo, poco a poco y afortunadamente había ido dejando de tener sentido para mí. El miedo y el silencio se van difuminando en mi horizonte, y aunque todavía me quedan muchos terrenos por conquistar, en mi interior bulle una fuerza que me renueva y me impulsa a recorrer la siguiente etapa de mi viaje.

Esta fuerza se alimenta, en parte, de la de todas aquellas mujeres que, con sus blogs, me alientan y dan esperanzas cada día. Su ejemplo, repleto de pequeñas heroicidades diarias, de grandes e importantes hazañas, contribuye a hacer de mi mundo, y del mundo que todas compartimos, un mundo sin duda mucho mejor. Por eso, me gustaría celebrar este aniversario dándoles las gracias por estar ahí, latiendo al otro lado de la pantalla, en algún lugar remoto o quizá muchísimo más cerca, llegando hasta mis ojos y mis emociones como una bocanada de aire fresco, como una promesa de que es posible, de que es hermoso, de que sí.

Me siento profundamente orgullosa y privilegiada de poder caminar a vuestro lado.

Encantada de ser con vosotras.

miércoles, 12 de mayo de 2010

De vuelta (Crónicas de supervivencia)

Me he comprado una casa.
Me he enfrentado a una mudanza.
Y he sobrevivido.

He sobrevivido a las veintiocho mil novecientas noventa y cinco llamadas que he tenido que hacer para cambiar los contratos de luz, teléfono, gas, comunidad e internet, he hablado con personas, con máquinas, con personas que parecían máquinas y con máquinas que se me antojaban personas, he descubierto que una empresa comercializadora no es una empresa distribuidora, que aunque dos empresas pertenezcan al mismo grupo y te pongan la misma musiquita de fondo, no comparten datos ni tienen intención de compartirlos, que te pueden hacer un contrato mal, dos también, y que al tercer mes de equivocaciones te llegará una factura que desearías no haber nacido.

He sobrevivido a un fin de semana dedicado en exclusiva a limpiar el polvo del lijado sin polvo del parqué, a las neuras que un parqué recién lijado crea en personas anteriormente cuerdas (“¡no! ¡la aspiradora no! ¡usa la mopa!”, “está bien, usaremos la aspiradora, ¡pero no la arrastres! ¡yo la sujeto!”) y a la más dura evidencia: el parqué se raya a los dos días, es inevitable, pero asimilar este hecho puede llevar semanas (¡e incluso meses!).

He sobrevivido a una caldera de tiro potencialmente explosivo, al precio (desorbitado) y el montaje (inacabable) de una caldera nueva, y a las discusiones que ésta ocasiona (“¿pongo la calefacción, cariño?”, “¡ni se te ocurra!”, “¡pero es que tengo frío!”, “¿frío? ¡frío! ¿cómo vas a tener frío, si estamos en mayo?”).

He sobrevivido a la odisea de elegir un color para pintar las paredes (sólo pudimos ponernos de acuerdo en uno entre cien mil, y de ese color están pintadas), a la de preparar las habitaciones para la batalla (la cinta de carrocero y yo somos incompatibles) y a las críticas implacables de mi suegro una vez terminada una obra que yo consideraba de arte (“huy, esta pared ha quedado fatal… mira, mira… ¡si todavía se ve lo blanco!”).

He sobrevivido a una mudanza que amenazaba con hacer que mis brazos se estirasen alrededor de quince centímetros (cada uno), realizada utilizando tecnología mudancil de última generación (es decir, bolsas del carreful) y recorriendo la increíble distancia de cuatro pisos sin ascensor (la celulitis debería de haber desaparecido, pero no lo hizo; el dolor de cuello, tampoco).

He sobrevivido a mantener una habitación del pánico (así la bautizamos) llena de libros, dvds y otros objetos no identificados (todavía me pregunto de dónde han salido algunos de ellos) especialistas en generar polvo (pelotero cual criter) durante demasiadas semanas.

He sobrevivido a la inenarrable experiencia de probarme la ropa de cuando tenía veintimuypocos años, para donar aquella que no me ponía desde entonces y que ahora no cabe en nuestro irrisible aunque provisional armario (contaba con los kilos ganados; de la deformidad consecuente, me había mantenido felizmente ignorante).

He sobrevivido, en fin.

Y me siento encantada de estar de vuelta.

sábado, 13 de marzo de 2010

Hipotecadas

Y por fin llegó el día de firmar las escrituras y la hipoteca, y de recibir las llaves de nuestra casa. Y a pesar de cierta descoordinación horaria, de las desavenencias lingüísticas entre el notario y la representante del banco, y de que mi novia y yo casi nos matamos camino a la notaría por culpa del tomtom; todo salió bien.

Lo cierto es que firmar una hipoteca es una experiencia reveladora. Hasta entonces, una hipoteca era para mí un ente rodeado de un halo de misterio bastante parecido al que rodeaba a las relaciones sexuales cuando yo todavía no había tenido ninguna.

Cuando era adolescente, pensaba que las personas que ya habían mantenido relaciones sexuales habían asistido, por fin, al desvelamiento de lo oculto, adquiriendo un conocimiento trascendente que las transformaba en seres que, a partir de ese momento, se desarrollaban en niveles superiores de la existencia que el resto, pobres ignorantes todavía vírgenes, no podíamos ni imaginar.

Algo parecido creía yo sobre los hipotecados: me resultaban seres nimbados que se movían en otro nivel, inalcanzable para mí, una mera inquilina. Parecía como si, para firmar una hipoteca, hiciera falta estar dotado de un poder trascendental, que se filtraba desde tu mano hasta el bolígrafo, y que sellaba una cantidad incalculable de papeles con una firma incandescente que dejaba claro esa superioridad.

Mi iniciación sexual fue, sin embargo, decepcionante. No por la acción en sí, el placer o la compañía, sino porque todo ese conocimiento trascendental que yo esperaba recibir, ese vuelco en mi vida que me trasladaría a un nivel superior de la existencia, el esperadísimo desvelamiento de lo oculto, no tuvieron lugar. Cuando me enfundé mis vaqueros y volví a salir a la calle, me di cuenta de que, para mi decepción y contra todo pronóstico, seguía siendo la misma persona.

Y así fue como tuvo lugar la firma de nuestra hipoteca. A la mañana siguiente, tras deshacerme de las confusas brumas del sueño, me giré para mirar a mi novia y le pregunté extrañada:

─ Ayer nos compramos un piso, ¿verdad?
─ Sí ─dijo ella.

Y pese a la felicidad que me embarga desde entonces, no alcancé ningún nivel superior de la existencia, ni obtuve un conocimiento trascendental, ni asistí al desvelamiento de lo oculto. Sigo trabajando, durmiendo y comiendo como lo hacía antes, y he de añadir que pagando lo mismo por la hipoteca que por el alquiler.

Así que no tengáis miedo: el halo de nosequé que rodea a las hipotecas no es más que vana tramoya. Firmar una no implica ser una persona distinta a la que eras ayer.

Afortunadamente.

Encantada.

sábado, 20 de febrero de 2010

En el banco

De todas las formas que adopta la heteronormatividad, una de las que más me saca de quicio, quizá por lo absurdo, es la heteronormatividad gramatical. La he sufrido con todo tipo de personas: familiares, amigos, conocidos… Y la última vez, fue en el banco.

Mi novia y yo habíamos ido a solicitar información sobre las características de la hipoteca que pesa sobre la que, si nada lo remedia, en breve será nuestra nueva casa. Las dos nos sentamos enfrente de la encargada, mujer como nosotras, las dos nos presentamos con nuestros nombres, ambos clara y tradicionalmente femeninos, y sin embargo, ella insistió en robarnos una y otra vez el género.

─ Porque a vosotros os conviene subrogar la hipoteca…
─ Porque si vosotros finalmente os decidís a firmar…
─ Porque con un contrato como el que tenéis vosotros

Yo la miraba con los ojos como platos y me debatía entre enseñarle una teta o preguntarle abiertamente con quién estaba hablando, quiénes eran esos “vosotros”, si alrededor de la mesa yo sólo veía tres mujeres.

Me pregunto por qué lo hacen. Y sólo me respondo en algunos casos. Por ejemplo, mis padres. Mis padres se refirieron durante años a “nosotras” como “vosotros”, una de tantas maneras de negar nuestra relación. Pero, ¿y el resto? ¿Qué pasa con aquellas personas que aceptan nuestra realidad y, aun así, la distorsionan utilizando un pronombre masculino que resulta inaplicable? ¿Y a los que les da lo mismo? ¿Por qué insisten en no hacer honor a la realidad que tienen delante de sus narices?

Recuerdo una anécdota que me ocurrió al poco de empezar a vivir con mi novia. La presidenta de la comunidad pasó por todos los pisos avisándonos del día en que vendría el técnico a instalarnos el TDT, para que estuviéramos en casa por si necesitaba entrar. Dejando aparte que el TDT nunca funcionó, ni antes ni después de la visita del técnico, la presidenta empezó dirigiéndose a “nosotras” como “vosotros”:

─ Y como vosotros sois nuevos en la comunidad…
─ Y si vosotros no podéis estar en casa…
─ Y vosotros, ¿qué tal veis la televisión? (mal, señora, mal, y nos iremos sin haberla visto bien nunca).

Yo, en mi inocencia, creí que la presidenta realmente pensaba que éramos una pareja heterosexual, así que traté de sacarla de su error:

─ Bueno, por si tienes algún problema, te doy mi teléfono y el de [Nombre evidentemente femenino de mi novia].
─ Ay, sí ─respondió ella─, pero dime quién es quién, que vuestros nombres ya me los sé por el buzón…

Ignorando el momento cotilla, me dejó perpleja el hecho de que ella ya supiera que en nuestra casa vivían dos mujeres, y que a pesar de eso, hubiera utilizado el “vosotros”. ¿Por qué lo hacen? ¿Por costumbre? ¿Porque el 95% de las parejas son “vosotros”? ¿Porque creen estar desvelando una realidad oculta? ¿Porque les parece equivalente a hablar de nuestras relaciones sexuales? ¿Por qué, madre mía, que no soy capaz de entenderlo?

Por suerte, frente a la espada del “vosotros”, nos queda el escudo del “nosotras”. De mis padres me defendí durante años y hoy ya utilizan el género gramatical correcto. Con la del banco todo fue más rápido: un par de sesiones irradiando “nosotras” por todos los poros le sirvió para dejar de llamarnos como no debía.

─ Y vosotras, ¿tenéis hijos?

Qué alegría sentí cuando nos hizo esa pregunta, aunque sólo fuera para rellenar un formulario de subrogación: por fin reconocía nuestro género, nuestra relación e incluso nuestra unidad familiar potencial.

¡Encantada!

martes, 16 de febrero de 2010

¿Protegerlos del dolor?

Estas semanas están siendo una época de reflexión, emociones intensas y un tufillo confuso que me hace darme cuenta de que sí, de que vuelvo a sufrir una crisis interna, como cada vez que doy un paso a favor de mi lesbianismo y una parte de mí se vuelve loca de angustia.

Una de las preguntas con las que me flagelo tiene que ver con mi familia, centro de todos mis quebraderos de cabeza y dolores de corazón. Hace poco, explicándole a una amiga las inseguridades que me crea el manejo de mi (in)visibilidad familiar, ella me contó su experiencia de una forma tan natural que me provocó una crisis de conciencia.

Según mi amiga, permanecer en el armario con algunos miembros sensibles de la familia puede ser mejor que mostrarse abiertamente. Ella, por ejemplo, consideraba que si su abuela se enterase de que era lesbiana, sufriría muchísimo, y como no quería hacerla sufrir, prefería mantener en secreto su homosexualidad a pesar de haber salido del armario con otros miembros de su familia. Y esto no le hacía sentir mal; al contrario: pensaba que, de algún modo, estaba protegiendo a su abuela del dolor, y eso sólo podía ser positivo.

A mí esta perspectiva me dejó con un sentimiento agridulce. Por un lado, me reconfortaba la idea de que alguien pudiera decidir permanecer en el armario al encontrar un motivo al que otorgarle mayor importancia que a su visibilidad. No sé por qué, pero a veces me gusta sentir que no hay un único camino por el que resolver la vida de manera satisfactoria, me gusta saber que otras soluciones pueden ser positivas sin necesidad de obcecarse en una única forma de actuar.

Pero, por otro lado, empecé a plantearme una pregunta que sumó confusión a la confusión que ya me aturdía: ¿por qué yo nunca me había planteado la importancia de proteger a mis seres queridos del dolor de saberme lesbiana? ¿Por qué esa pregunta no se había formulado en mi mente, ni siquiera ante la evidencia de dicho dolor? ¿Por qué nunca había barajado el dolor ajeno como un elemento de peso a la hora de tomar decisiones que redundaban en el mismo? ¿Estaría siendo egoísta?

Pensando sobre esto me di cuenta de que, en primer lugar, no pude considerar el dolor que les crearía a mis padres saliendo del armario porque nunca creí que tal dolor fuera a aparecer. Ellos siempre se habían mostrado favorables a los derechos de las personas homosexuales, criticando posturas contrarias, como la de la Iglesia y el PP. No pude anticiparme a una reacción que parecía salida de ninguna parte y, por lo tanto, no pude tener en cuenta su dolor.

Pero, ¿y después? ¿Por qué esa pregunta no pasó por mi cabeza mientras veía a mis padres sufrir por mi causa, cuando incluso ellos me la plantearon más o menos directamente? ¿Por qué no la tuve en cuenta y me planteé la necesidad de protegerlos del dolor? La verdad es que los momentos más duros lo fueron también de confusión profunda, de bloqueo emocional, y en ellos sólo podía tener en cuenta una necesidad: la mía por sobrevivir. Pero, incluso a pesar de ello, y si alguna idea de protección como engañar a mis padres acerca de la continuidad de mi relación, o postergarla, o dejarla definitivamente pasó por mi mente, la deseché de inmediato. ¿Por qué? Supongo que porque tenía la certeza de que la única relación posible con mis padres era una relación basada en la sinceridad, en la apertura; que cualquier engaño al respecto sólo retrasaría un proceso que debía empezar cuanto antes; y que ese dolor que sentían tenía que ser superado: que sería bueno a largo plazo aunque no lo pareciera en el momento.

En cuanto al resto de mi familia, ahora que me planteo qué me gustaría hacer, reconozco que, entre todas las posibilidades, la idea de protegerlos del dolor me rechina más que ninguna. Y es confuso, porque, a la vez, suena estupendamente: preferir su bienestar antes que el mío, sacrificarme por aquellos a los que amo, tenerles siempre presente a la hora de tomar cualquier decisión… Y aunque todavía me encuentro en la fase de sufrir y sufrir sin elegir un camino, tengo algunas intuiciones que me advierten de que ese pensamiento no me va.

En primer lugar, me parece que proteger a los demás de algo incierto, que puede ocurrir y también puede no hacerlo, como el dolor ante una nueva realidad, es una perspectiva paternalista. Yo no sé si a mi tía P, a mi primo L o a mi abuela R les causaría más dolor saberme lesbiana del que les causa saberme soltera desde hace años, sin ningún interés aparente por tener pareja ni formar una familia, y llevando una vida de despreocupada veinteañera peligrosamente cerca de los treinta. Eso sin tener en cuenta que mantener mi secreto me aleja de todas las conversaciones personales, me impide mostrarme abiertamente como soy, y que ese muro de incomunicación es algo que se percibe aunque no se sepa nombrar. Yo no puedo decidir si mi lesbianismo les va a causar un dolor irrecuperable, menos aún a largo plazo, así que no me parece que tenga el derecho de decidir que he de protegerles del mismo.

Por otro lado, creo que esta perspectiva implica la creencia de que el dolor es algo negativo, algo que debe ser evitado, cuando en la mayoría de los casos es una oportunidad de crecimiento. Y sí, es verdad, no nos gusta crecer en el dolor, y sí, es cierto, algunas personas parecen quedarse ancladas en el dolor sin posibilidad de avance, como si su vida hubiese quedado destrozada para siempre (mi madre es un gran ejemplo de ello), pero aún así, ¿debemos considerar positiva esa protección? ¿Es mejor vivir en la ignorancia, alejados de un ser querido, que atrevernos a mirarle como es? ¿Tengo yo derecho a impedirles recorrer ese camino que les puede hacer superar el dolor y abrirse a una nueva realidad, con todo lo positivo que ello implica? A mí me parece que no.

Para terminar, me parece que la lectura altruista de proteger a los demás del dolor es en realidad una trampa. ¿Qué es más egoísta? ¿Compartir una realidad que nos resulta sumamente gratificante y liberadora o hurtársela a nuestros seres queridos? ¿Darles la oportunidad de crecer y transformarse en ella o tomar la decisión de que no tienen la madurez o son incapaces de la apertura de mente suficiente para comprenderla? Y sobre todo: aun en el caso de tener la certeza del dolor, incluso recibiendo señales inequívocas de no querer ver, de no querer saber, ¿qué es más egoísta? O mejor, ¿qué es lo único egoísta? Todo ello, por supuesto, dando por hecho que realmente tratamos de proteger a los demás del dolor, y no a nosotras mismas de ese mismo dolor que nos causa sabernos homosexuales, y por tanto, un objeto potencial del rechazo de las personas a quienes amamos. ¿A quién protegemos y de qué dolor?

En la vida real, donde las ideas abstractas tienen la manía de fracasar estrepitosamente, todas estas respuestas que me doy se complican mediante presiones, chantajes emocionales, inseguridades y miedo, por lo que todavía no puedo decir que haya tomado ninguna decisión. Sin embargo, no me gusta dejar posibilidades sin examinar, ni plantearme por qué aquello que intuyo que no se aplica en mi caso de hecho no lo hace, mientras que, para otras personas, puede ser una solución adecuada, honesta y auténtica.

Encantada de compartir mis reflexiones con vosotras.

LinkWithin

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...