martes, 28 de septiembre de 2010

Si te aceptas, te aceptan: esa gran falacia

Desde hace algún tiempo, vengo revisando la cultura heredada que recibí cuando empecé a tomar contacto con el ambiente homosexual, y he ido identificando algunas ideas que, si bien pretendieron hacerme fuerte en un principio, creo que, a la larga, me han debilitado y resultado dolorosas.

Una de ella es la idea de que, si te aceptas, te aceptan: desde mi punto de vista, una gran falacia. Y no solo porque, sencillamente, sea mentira; sino porque, además, creerla a pies juntillas entraña serios peligros.

Que esta idea es mentira resulta fácil de demostrar. En primer lugar, existen numerosas personas homosexuales que se aceptan plenamente y a las que, sin embargo, su entorno continúa rechazando. Seguramente podemos encontrar varios ejemplos a nuestro alrededor, pero a mí me viene uno especial a la cabeza: el del juez Grande-Marlaska. Recordaréis aquella entrevista en El País donde decidió salir públicamente del armario. Desconozco el gran exacto de autoaceptación que tendría en ese momento, pero muy mal no lo llevaría el hombre cuando, estando como estaba en el ojo del huracán, tomó la decisión de mostrarse como gay. En la entrevista, hablaba de la importancia que creía que tenía esta visibilidad para las personas más vulnerables, como aquellas que vivían en un entorno rural, y también bromeaba sobre las peleas que tenía con su marido por cuál de los dos debía ostentar ese título. En medio de aquel alarde de valentía, una nota triste nos recordaba que no todo puede ser siempre paz y amor en la vida de los homosexuales, pues el juez también reconocía que su madre no había querido asistir a su boda. Tanto se aceptaba, que incluso se daba el lujo de mostrar comprensión y cariño hacia esa madre negadora. Se aceptaba, sí, pero no por eso era aceptado.

Menos obvio parece el argumento contrario: que aunque tú no te aceptes, puede que tu entorno sí lo haga. Es algo que nos han dicho que no podía ocurrir, que tu aceptación iba primero y la suya, después. Pues bien, yo tengo un puñado de ejemplos que demuestran lo contrario. Porque, de hecho, una gran parte de las personas homosexuales que conozco están en este caso:

Mi amiga C, cuya más que evidente pluma había conseguido que su familia y amigos la aceptasen como lesbiana mucho antes de que ella conociese la palabra o el concepto, algo que le producía una vergüenza terrible cuando tenía que confesar que, frente a la homofobia que padecían otras mujeres de su entorno, su sufrimiento no tenía nada que ver con este odio. Al menos, tenía la honestidad de admitirlo: “Si yo sé que el problema no son ellos… ¡¡SOY YO!!”.

Mi amiga S, cuya hermana le restó importancia al hecho de que fuera lesbiana, como también lo hicieron su hermano, su mejor amiga del barrio, sus ex-compañeros del colegio, sus compañeros de trabajo e incluso algún que otro antiguo profesor. Sin embargo, mi amiga S todavía pretende negar su condición y pone todos sus esfuerzos en lograr, por arte de birlibirloque, regresar a su presunta heterosexualidad original.

Mi amiga T, cuya madre, asomándose desde el quicio de la puerta, le rogaba que le confesase su lesbianismo para que ambas pudieran descansar en paz. “Que si a ti lo que te pasa es que te gustan las mujeres, cariño, que de verdad que no pasa nada, que yo lo acepto y te quiero igual, y que si tienes problemas con ese tema, que yo te ayudo y voy adonde sea, pero por favor, confía en mí y DÍMELO”. Muchos fueron los años que tuvo que esperar la buena mujer para que su hija le confesase lo que ya sabía, a pesar de lo que algunas le repetíamos: que habríamos matado por estar en su lugar.

Para mí, además de mentira, esta idea resulta peligrosa, ya que puede aportar más dolor y confusión a un proceso ya de por sí doloroso y confuso como es el de la aceptación de la propia homosexualidad.

En primer lugar, podemos hacernos la ilusión de que, si en algún momento alcanzamos cotas suficientes de autoaceptación, nuestro entorno mutará súbitamente y, donde antes hubo rechazo, de pronto volverá a haber amor. Y esto no es así. La gente no cambia de un día para otro. Pueden ir avanzando poco a poco, pueden alcanzar niveles asumibles de respeto, pueden acabar compartiendo tu vida… pero no van a mutar porque tú te hayas aceptado. Porque tu aceptación es un proceso, y el suyo, otro. A veces, paralelos, y otras veces, no. A veces, interrelacionados, y otras veces, no. ¿Podemos saber en qué caso nos encontramos? Yo creo que es difícil y, por eso, elegiría dejar a un lado esa ilusión.

Por otra parte, también existe la posibilidad de que, haciendo depender la aceptación de los demás de la nuestra, nos sintamos responsables de su grado de homofobia. “Claro, como no me atrevo a darle la mano a mi novia por la calle, es lógico que mi madre me odie”. Y esto tampoco es así. Muchas personas homosexuales han sido llevadas de la mano por su familia y amigos en el camino de la autoaceptación. Muchas cuentan con apoyo, desde el principio, independientemente de lo que se quieran a sí mismos. Y el hecho de que no todos podamos contar con ello no significa que la culpa sea nuestra. Que los que tienen a sus seres queridos de su lado es porque se lo han ganado. A veces nosotros luchamos por querernos y ellos continúan odiándonos, y esto ocurre porque sí. Es decir: ocurre por un montón de razones, profundas, superficiales, idiosincrásicas y culturales, pero no porque “como yo no me quiero, ellos me pegan la patada en el culo”. Las relaciones humanas son más complejas que eso y, para nuestra desgracia, la homofobia también.

Para terminar, creo que esta idea deja a los heterosexuales muy mal parados. ¿Acaso ellos no son capaces de ponerse en nuestro lugar? ¿No pueden usar sus cabecitas para pensar que la homofobia es ilógica e injusta? ¿Es que no tienen ideales como la igualdad, la libertad, la justicia, que nos incluyan? ¿Acaso nos creemos, de verdad, que habríamos llegado hasta donde estamos si millones de heterosexuales no nos hubieran apoyado, muchos de ellos sin haber conocido en su vida a una persona homosexual? Dejemos de exculparles: ellos son responsables de su propia homofobia. Si eligen ser homófobos, no puede ser por nuestra culpa. ¿Nos atreveríamos a decir que un racista lo es por culpa de los negros o un misógino por culpa de las mujeres? Entonces, ¿por qué seguimos maltratándonos de ese modo y no exigimos a los heterosexuales que estén a la altura?

Seguramente quejarnos de nuestra mala suerte no sirva para nada, pero eso no quiere decir que la mala suerte no exista. Que, objetivamente, haya situaciones más difíciles que otras. Que, en el fondo de nuestros corazones, no sepamos que podríamos haber recorrido un camino más fácil, que los demás podrían haberse hecho cargo de lo que les correspondía, que no vivimos en una burbuja para que nuestras decisiones, emociones, experiencias… dependan sólo de nosotros.

Si tuviera que darle un consejo a otras personas homosexuales, no les daría el que me dieron a mí: si te aceptas, te aceptan. Les diría que la autoaceptación es algo hermoso a lo que todos debemos aspirar, no sólo en relación a la orientación sexual, sino como personas completas. Que quererse en nuestra individualidad es necesario para vivirse plenamente y de manera satisfactoria, por lo que merece la pena trabajar ese amor. Pero que ese es un proceso y el que viven los demás es otro distinto. En ocasiones, podemos facilitarlo. En otras, no. Lo importante es que el amor que nos tengamos, el respeto hacia nosotros mismos, nuestro autoconocimiento, serán el escudo y el refugio que nos queden cuando las cosas fuera no vayan como esperábamos. No podemos hacer que los demás piensen y sientan como nosotros queramos. Es legítimo desearlo, pero nada más.

Encantada de compartir esta idea que, para mí, se acerca más que otras a lo que considero verdad.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Los fracasos de mi porra mental (y su único éxito)

Como todos los septiembres, este año he empezado el curso haciendo una porra mental conmigo misma para decidir quiénes de entre mis compañeros son del club.

Yo confío mucho en la estadística, esa ciencia exactísima que nos dice que una de cada diez personas es homosexual. Así que, cada comienzo de curso me hago la siguiente reflexión: “Si somos taitantos profes, y un 10% tiene que ser homosexual… ¿dónde está el resto, eh?”.

El primer criterio que empleé para detectar a mis compañeros fue el propio de una principiante: la pluma. Sobra decir que este método no me permitió encontrar entre ellos a ninguno que fuera homosexual, pues de hecho ni siquiera habría servido para detectarme a mí misma. A cambio, gracias a mis candidatos pude descubrir que otras plumas son posibles: no os perdáis la de los profesores de Religión o la de las profesoras de Educación Física. Casi todos pasarían por reyes y reinas de Chueca, pero, hasta el momento, ninguno ha parecido tener la más mínima intención de portar la corona.

Habida cuenta del éxito del criterio anterior, pensé: “¿Cómo podría alguien detectarme a mí?”. Y aunque yo creo que gozo de una gran pluma interior que, como la belleza, se proyecta hacia el exterior, hasta ahora no he logrado que nadie la vea, por lo que el criterio tenía que ser forzosamente otro. Así que me dije a mí misma que la única pista posible era precisamente la ausencia de pistas: para cualquiera que sepa de qué va esta historia, el absoluto silencio que he guardado durante mucho tiempo acerca de mi vida personal resultaría más que sospechoso.

Todavía hoy considero este criterio superior al de la pluma, a pesar de lo cual, no me ha granjeado más que fracasos. No obstante, como daño colateral he aprendido que muchos heteros son sumamente discretos con su vida privada, y que lo son por voluntad propia. Todavía recuerdo cómo me enteré de que una de mis compañeras más cercanas tenía novio apenas un par de meses antes de que se casaran, o cómo tuve que saber por otras personas que aquel compañero con pinta de solitario había estado llevando a su mujer a todos los saraos, algo que tenías que deducir e incluso inferir con mucho riesgo, pues ni la presentaba como tal… ni la presentaba.

Fue entonces cuando, andando yo sumida en una crisis de incapacidad detectora (“sé que estáis en alguna parte, cabrones, pero todavía no sé dónde”), me llegó como caído del cielo un tercer criterio, el único que, hasta el momento, me ha granjeado mi único y muy querido éxito. Para ser sincera, me resisto a considerarlo un criterio: más bien fue una intuición, una certeza, un golpe de suerte que me hizo despertar y darme cuenta de que lo que tanto había estado buscando… llevaba un par de años frente a mis ojos.

Ocurrió en una reunión. De pronto, una compañera generalmente distante e insegura, me cogió de las manos con un cariño tremendo y me iluminó con su sonrisa. Después se apagó, volvió a su postura habitual y el fogonazo de emoción se disipó como el humo. En ese momento me comprendí que había asistido a un arrebato de expresividad propio de quien desea comunicarse y no puede, de quien necesita desesperadamente del calor humano y sin embargo se ve obligado a permanecer al margen. Algo que yo misma había sentido y siento en numerosas ocasiones. Y aunque todavía no puedo decir muy bien cómo, supe que mi compañera L era lesbiana.

Entonces caí en la cuenta de que, además, mi compañera L nunca hablaba de su vida privada, y de que, además, mi compañera L tenía una pluma de aquí a Pekín que sólo podía pasar desapercibida para alguien profundamente heteronormativo… o para alguien con un despiste del quince, useasé, la que suscribe.

La confirmación llegó con posterioridad. Varios compañeros y yo nos habíamos organizado para asistir a una manifestación. Todo el mundo sabía cómo y dónde estaríamos, y por si eso fuera poco, llevábamos una pancarta que nos identificaba. Sin embargo, no vimos a L hasta que, poco antes de dar por finalizada la pitada, apareció de entre la multitud haciéndose la del despiste: “Mira que os he estado buscando por toda la manifestación, pero nada, eh... ¡que no os encontraba!”. Yo la miré con la compasión de que entiende ese momento de marrón absoluto, y de quien, además, se había dado cuenta de que hacía apenas unos segundos, mi compañera L había soltado la mano de su pareja suavemente, como quien no quiere dañarla pero tampoco hacer una salida del armario indiscriminada.

La alegría infinita que sentí cuando comprobé que ya no era la única lesbiana de mi trabajo sólo es comparable a las ganas que tengo de hacerle saber que ella tampoco es la única lesbiana de su trabajo. Que aunque un 10% de taitantos no seamos… ¡al menos estamos las dos!

(L, si lees esto… ¡¡soy yo!!).

Por el momento, y mientras pienso una estrategia, yo sigo con mi porra: el de Religión ya había entrado en el bombo, pero tuve que sacarlo cuando mencionó a su mujer.

Encantada.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Una relación estable

Hace poco más de un año, coincidiendo con nuestro cuarto aniversario, sufrí una crisis curiosa que por fortuna ya he superado. De pronto, me di cuenta de que nuestra relación había ascendido de la categoría noviazgo a la de relación estable. Y he de confesarlo: me entró el pánico.

¿Cómo lo supe? A veces yo también me lo pregunto. Nunca pensé que estas cosas pudieran vivirse con la conciencia suficiente como para nombrarlas, ni mucho menos estaba prevenida para sufrir una crisis por su causa. Supongo que mi cerebro hizo una suma con el tiempo de relación que llevábamos, el de convivencia, nuestra forma de vida y la magnitud de nuestros proyectos, y las cuentas le salieron claras.

¿Y por qué el pánico? Al fin y al cabo, si nuestra relación se había convertido en estable, eso significaba que las cosas iban bien, lo cual era bueno. ¿Entonces? Tampoco tengo una respuesta para esto. Solamente sé que de pronto me vi preguntándome compulsivamente qué era una relación estable y cómo iba a transcurrir la nuestra ahora que se había convertido en eso. Nunca me he considerado una persona con miedo al compromiso, y sin embargo, entiendo que algo parecido debió de invadirme para que de pronto no pudiera dejar de pensar en otra cosa.

Hoy creo que sería capaz de describir a grandes rasgos lo que para nosotras es una relación estable, y también puedo decir que me gusta, que la prefiero y que me alegro de estarla viviendo.

Me gusta conocer como conozco a mi novia, y que, a la vez, me siga sorprendiendo. Me gusta disfrutar de la rutina que hemos construido y saber que, de vez en cuando, podemos romper con ella e innovar. Me gusta cómo manejamos nuestros problemas estructurales y cómo somos capaces de aceptar los nuevos y enfrentarlos poco a poco para irlos resolviendo. Me gusta que nuestra vida en común transcurra con placidez, pero también con ilusiones, alegrías y arrebatos de pasión. Me gusta saber que tengo en ella una amiga, una hermana, una compañera, una amante y que, al mismo tiempo, sé que no puedo darla por hecho y que debemos cuidarnos mutuamente para que nuestra relación siga siendo lo que es.

Nuestro amor ya no es sólo el que sienten dos personas que se gustan, que se desean, que quieren compartir su tiempo; se ha convertido en algo más. Por eso, y sin restarle un ápice de belleza a los inicios de una relación, para mí tiene muchísimo más valor.

Y porque una relación estable no se convierte necesariamente en una relación eterna, espero ser capaz de cuidarla como se merece para que siga creciendo y desarrollándose como lo ha hecho hasta aquí.

En conclusión: ¡estoy encantada con nosotras, mi amor!

miércoles, 8 de septiembre de 2010

¡Feliz vuelta al cole!

Aunque oficialmente el año empieza en enero, para las personas que nos dedicamos a la educación suele dar comienzo en septiembre. Sin uvas, sin brindis, sin confeti… y con muchos más nervios (quien crea que los alumnos se ponen nerviosos en su primer día es que nunca ha visto a un profesor).

Para mí, este año ha empezado bastante bien. Después de pasarme un verano de vacaciones con mi ansiedad, agradezco tener algo de lo que preocuparme además de mis propios asuntos. Por otro lado, tengo la suerte de que mis alumnos me dan siempre un recibimiento muy cariñoso: se nota que tienen ganas de volver a las clases, aunque sólo sea para perder de vista a sus padres.

Este curso, como todos, tengo una lista de buenos propósitos; sin embargo, uno destaca por encima del resto: mis ganas de tranquilidad. Me gustaría centrarme en pocas cosas para poder tener la sensación de que las hago bien, quisiera ir con calma para que no se me pasen las verdaderas oportunidades de ayudar, prefiero limar el trabajo hecho hasta ahora que embarcarme en nuevos proyectos. El año pasado fue una locura, este verano lo he pagado con creces y por nada del mundo estoy dispuesta a repetir el error.

Septiembre es un mes de muchísimo trabajo, pero yo disfruto con lo que hago y tengo muchas ganas de hacerlo lo mejor que sé.

¡Encantada de volver!

miércoles, 25 de agosto de 2010

Empapeladas

Después de cuatro meses viviendo en nuestra casita nueva, por fin nos hemos dignado a empadronarnos. Y la verdad es que ha sido bastante emocionante, porque en los papeles del Ayuntamiento aparecía la opción de señalar la filiación que había entre las personas empadronadas, así que mi novia y yo hablamos bastante sobre marcar o no la casilla de “pareja”.

En un principio, ella prefería no dar información “extra” al Ayuntamiento, dejando sin rellenar todas las casillas opcionales. Sin embargo, yo opinaba que, si en algún momento y por alguna razón, el Ayuntamiento decidía tener en cuenta la orientación sexual de su censo, nosotras contaríamos como lo que somos: una pareja de mujeres lesbianas. Afortunadamente, este argumento convenció a mi novia y marcamos todas las casillas correspondientes.

Reconozco que fue algo que se me ocurrió hacia el final de nuestras conversaciones, porque anteriormente quería señalar esa casilla simplemente porque me hacía ilusión tener un papel oficial en el que constara que somos pareja. Aún no me siento preparada para casarme, y sin embargo, esto significaba para mí algo parecido a un primer paso.

Por otro lado, creo que este tipo de documentos parece haber perdido su valor desde que existe el matrimonio igualitario, cuando, para muchas personas homosexuales, ha sido durante mucho tiempo, es y, desafortunadamente, será una de las pocas maneras que existen de hacer constar su situación. Por eso, rellenar la casilla significaba para mí una forma de solidaridad, una reivindicación de esa etapa en el camino que en nuestro país se ha superado pero que en muchos otros sigue siendo un sueño.

En fin, toda una experiencia, emocionante y gratificante.

Y mientras nosotras seguimos avanzando, otros se empeñan en no hacer honor a la realidad:

─ Pues nada, muchas gracias.
─ A vosotros.

Encantada.

jueves, 19 de agosto de 2010

De las moscas del mercado

¡Huye, amiga mía, a tu soledad! Ensordecida te veo por el ruido de la gente grande, y acribillada por los aguijones de la pequeña.

El bosque y la roca saben callar dignamente contigo. Vuelve a ser igual que el árbol al que amas, el árbol de amplias ramas: silenciosos y atento pende sobre el mar.

Donde la soledad acaba, allí comienza el mercado; donde el mercado comienza, allí comienzan también el ruido de los grandes comediantes y el zumbido de las moscas venenosas.

A causa de esas gentes súbitas, vuelve a tu seguridad: sólo en el mercado le asaltan a una con un “¿sí o no?”.

Todos los pozos profundos viven con lentitud sus experiencias: tienen que esperar largo tiempo hasta saber qué fue lo que cayó en su profundidad.

Innumerables son esos pequeños y mezquinos; y a más de un edificio orgulloso han conseguido derribarlo ya las gotas de lluvia y los yerbajos.

Tú no eres una piedra, pero has sido ya excavada por muchas gotas. Acabarás por resquebrajarte y por romperte en pedazos bajo tantas gotas.

Fatigada te veo por moscas venenosas, llena de sangrientos rasguños te veo en cien sitios; y tu orgullo no quiere ni siquiera encolerizarse.

Demasiado orgullosa me pareces para matar a esos golosos. ¡Pero procura que no se convierta en tu fatalidad el soportar su venenosa injusticia!

Ellos reflexionan mucho sobre ti con su alma estrecha: ¡para ellos eres siempre preocupante! Todo aquello sobre lo que se reflexiona mucho se vuelve preocupante.

Ellos te castigan por todas tus virtudes. Sólo te perdonan de verdad tus fallos.
Como tú eres suave y se sentir justo, dices: “No tienen ellos la culpa de su mezquina existencia”. Mas su estrecha alma piensa: “Culpable es toda gran existencia”.

Aunque eres suave con ellos, se sienten, sin embargo, despreciados por ti; y te pagan tus bondades con daños encubiertos.

Ante ti ellos se sienten pequeños, y su bajeza arde y se pone al rojo contra ti en invisible venganza.

Huye, amiga mía, a tu soledad y allí donde sopla un viento áspero, fuerte. No es tu destino el ser espantamoscas.

Así habló Zaratustra.


En otra época y lugar, en otro género, este texto de Nietzsche me ha dado qué pensar, y qué sentir.

Encantada de compartirlo con vosotras.

martes, 17 de agosto de 2010

Sobre fases e inmadurez

De todos los prejuicios negativos que conozco sobre las mujeres lesbianas, creo que el que más me afecta es el que considera que, si no somos heterosexuales, es porque no hemos alcanzado la madurez suficiente para enfrentarnos a ello. Es decir, que el lesbianismo es una especie de fase intermedia en el desarrollo psicosexual, cuya inmadurez intrínseca baña el resto de nuestros ámbitos vitales.

Realmente no sé por qué me afecta tanto, cuando racionalmente pienso lo contrario: me parece que, precisamente, atrevernos a asumir nuestro lesbianismo es un acto evidente de madurez, mientras que mantener una conducta heterosexual a sabiendas de que algo no funciona (o incluso conociendo exactamente qué es lo que no funciona) puede indicarnos que todavía nos encontramos en un momento en el que la opinión de los demás, su apoyo y aprobación incondicionales y las relaciones de dependencia que mantenemos con ellos pesan más que nuestra autonomía y nuestra necesidad de desarrollarnos libremente y vivir en armonía con nosotras mismas.

Supongo que, en parte, el dolor que me causa este prejuicio no está causado por una idea racional, sino que, más bien, es el resultado de una proyección de los demás a la que yo, con mi conducta aparente, me acomodo. Es decir, que probablemente me afecta porque mi inmadurez es una realidad, no esencialmente relacionada con mi orientación sexual, pero sí una consecuencia lógica de la conducta que me avengo a demostrar en numerosas ocasiones.

Cuando no hacemos honor a nuestro lesbianismo, cuando no mostramos nuestra vida tal cual es sino que dosificamos la información, la visión que los demás pueden tener de nosotras sólo puede ser una visión sesgada. Existen muchas razones para que una mujer quiera independizarse o no, tenga pareja o no, decida ser madre o no; ninguna de ellas tiene por qué ser, en sí misma, muestra de (in)madurez. Pero desde el momento en que nuestra vida discurre como si nada, sin ningún cambio aparente ni evolución en los últimos años, y sin perspectivas de futuro que nos motiven e impulsen, es lógico pensar que, de algún modo, nos hemos quedado estancadas. Es decir, que para los años que vamos cumpliendo, somos cada vez más inmaduras.

No es fácil mantener separadas en nuestra mente la vida de verdad de la vida que demostramos tener. Nuestro cerebro no posee compartimentos estancos, y las ideas se mezclan, interactúan, cortocircuitan. Puede llegar un momento en que nosotras mismas nos sintamos cómodas con comportamientos propios de épocas de nuestra vida de las que ya han pasado muchos años, comportamientos que nos hacen sentir mucho más coherentes con esa vida que decimos tener. Puede llegar un momento en el que, poco a poco, nos hayamos llegado a convertir en ese disfraz que creíamos podernos quitar a voluntad y que, contra todo pronóstico, se ha pegado a nuestra piel. Es lo que se conoce como efecto Pygmalion: terminamos comportándonos como los demás nos ven, como nosotras les hemos ayudado a creer que somos.

¿Cuál es el antídoto? Evidentemente, siempre podremos detener este proceso, e incluso impedir que ocurra, compartiendo nuestra vida con libertad. Pero, ¿y si eso no es posible, o no en todos los ámbitos, o no con todas las personas? Entonces creo que es absolutamente necesario mantener la mente despierta, permaneciendo alerta frente a este peligro y reclamando nuestra dignidad. NO somos mujeres inmaduras, NO nos hemos quedado estancadas en un momento anterior de nuestra vida. SÍ somos mujeres que sentimos, pensamos, tenemos experiencias, vivimos con intensidad, proyectamos y soñamos; SÍ podemos compartir mucho de todo esto aunque callemos nuestro lesbianismo por las razones que decidimos o nos sentimos obligadas a decidir.

Así, en ese compartir constante, en ese demostrar nuestra madurez, vamos preparando el camino para cuando decidamos mostrarnos libremente, de manera que, con un poco de suerte y al menos no con nuestro consentimiento, tengamos menos posibilidades de escuchar aquello de: “Bah, ES SÓLO UNA FASE”.

Encantada de plantarle cara a mi (in)comodidad.

domingo, 15 de agosto de 2010

Manejando la (in)visibilidad familiar

Durante los días que pasé en mi pueblo, estuve reflexionando sobre cómo manejar la (in)visibilidad con mi familia. Y aunque no he llegado a ninguna conclusión definitiva, sí que conseguí dar forma a algunos pensamientos.

En primer lugar, una obviedad: la familia extensa puede ser muy extensa. Y, consecuentemente, heterogénea. Así que, para lidiar con ella es importante fragmentarla en pequeños grupos. No es lo mismo plantearse una salida del armario con personas mayores, que con gente de menor edad o de edad similar a la mía. No es lo mismo la familia que vive en un pueblo del que apenas sale, que la que se ha criado en la ciudad o incluso quienes han pasado parte de su vida en otros países. Y, por supuesto, siempre hay que dar cabida a las individualidades: porque puede haber sorpresas, para bien y para mal.

Por otro lado, creo que es importante analizar el tipo de relación que se tiene con esta familia. Si mantenemos una relación directa, no importa lo alejados que se encuentren nuestros lazos en el árbol genealógico: es más fácil hablar con franqueza o simplemente provocar la sospecha. Sin embargo, muchas de las relaciones que se mantienen con la familia extensa son relaciones mediadas: siempre nos vemos, hablamos y compartimos momentos con otras personas delante, o al menos a través de ellas. En mi caso particular, la mayor parte de las relaciones con mi familia extensa están mediadas por mis padres. ¿Puedo entonces actuar abiertamente a pesar de ello?

Esa es la tercera cuestión que me he planteado. ¿Quién debe salir del armario? Hace ya muchos años que yo les dije a mis padres que salía con mi novia. En todo este tiempo, y hasta donde yo sé, han procurado ocultárselo al resto de la familia. ¿Debo yo pasar por alto esta decisión y salir del armario con aquellas personas que creen que vivo con una amiga? ¿Es trabajo de mis padres retractarse de su mentira y atreverse a decir la verdad? Supongo que no hay una única respuesta a estas preguntas, y que la respuesta dependerá de la situación de cada cual. En mi caso concreto, mis padres tomaron la decisión de mentir por mí, procuraron imponérmela de manera explícita y yo no me resistí.

Así que ahora, si ellos no cambian de opinión y yo deseo salir del armario con el resto de mi familia, debería reclamar mi poder. En este caso, ¿estoy dispuesta a asumir el conflicto que, irremediablemente, se va a crear? Y por otro lado, ¿es esta la única solución? ¿Existe la posibilidad de ayudar a mis padres a aceptar la situación y que sean ellos mismos los que decidan salir del armario? Al fin y al cabo, muchos padres de hijos homosexuales los cuidan, protegen y apoyan frente al resto de la familia. ¿Podrían mis padres llegar a convertirse en algo parecido? ¿Llegarían a apoyar, al menos, alguna de mis salidas del armario?

Y finalmente, ¿es la salida del armario la única estrategia para manejar la (in)visibilidad? Muchas parejas de mujeres nunca han hecho explícita su relación, y no por ello han dejado de participar en la vida familiar. ¿Se desvirtúan siempre las relaciones al hacerlo así? Yo creo que no. Aunque es difícil discernir cuándo, a veces es la única solución. Con el tiempo van comprendiendo lo que ocurre, sin nombrarlo. ¿Es esa la vida que deseo para mí? No es la ideal, desde luego, pero durante un tiempo podría funcionar con algunas personas de mi familia, y me ayudaría a visibilizar la relación que mantengo con mi novia, que para la mayoría simplemente no existe.

Lo que sí tengo claro es que manejar la (in)visibilidad familiar es un asunto complejo y que las recetas válidas para todos y políticamente correctas en la vida real resultan estúpidas. Igual que no hay una única forma de vivir el lesbianismo, tampoco la hay de gestionarlo ni de hacerlo visible.

Encantada de seguir avanzando.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Un corazón a la derecha

He pasado unos días en mi pueblo, donde nadie salvo mis padres y mi hermano saben que soy lesbiana, y donde me veo obligada a ocultarlo. A cada momento, sin embargo, lo recordaba, y mi silencio iba dando una forma redonda a lo que soy. Una forma redonda, incandescente y roja que se albergaba en el lado derecho de mi pecho, allí donde nadie espera encontrar nada importante, excepto la parte superior de mi pulmón.

Cuando me sentía tentada a olvidarlo, a fingir, a idear una vida alternativa, esa pequeña estrella roja latía con más fuerza. Cuando pensaba que tal vez fuera mejor abandonar, elegir, recluirme en un espacio seguro, mi corazón incandescente brillaba con una energía renovada, reconfortando ese lugar desconocido, ese pequeño espacio junto a mi pecho, desde el que irradiaba suficiente calor a mi organismo como para no dejarme desfallecer.

Del mismo modo en que mi estómago digiere sin que yo se lo pida, de la misma manera en que no puedo parar los latidos de mi otro corazón, este nuevo órgano funciona de manera autónoma, recordándome algo que soy entre otras muchas cosas; algo sencillo, natural, fuente de un profundo bienestar siempre que me atreva a dejar que fluya. Surgió sin que yo lo decidiera y amenaza con quedarse en mi pecho hasta que descubra mi manera de vivirme superando cualquier tabú.

Desconozco si seré capaz de encontrarla, ahora que mis miedos campan a sus anchas por mi interior. Pero me alegro de tener uno corazón nuevo a la derecha que me haya prometido velar mi sueño hasta que tenga la fuerza de despertarme y atreverme a salir.

Encantada.

sábado, 31 de julio de 2010

Una vida pequeña

A veces me descubro soñando con una vida pequeña.

Una vida en la que mi madre aplauda todas mis decisiones
y mi padre nunca se ponga de su lado.

Una vida que no desafíe la visión del mundo de los demás,
ni sus ideas, ni sus emociones, ni sus experiencias,
para que nunca deban cuestionárselos.

Una vida que cumpla con todas las tradiciones
y que aun así siga siendo justa y compasiva.

Una vida sin malas caras, sin dedos acusadores,
sin insultos, sin desprecios,
sin dolor.

Una vida sin miedo, sin dudas, sin equivocaciones,
que siga el camino marcado para vivirla sin error.

Una vida en la que las mujeres son devotas,
las maestras no tienen pareja
y los hijos vienen con un marido.

Una vida sin sobresaltos, sin improvisaciones,
sin definiciones provisionales que puedan cambiar.

Una vida pequeña e imposible,
políticamente correcta,
que todavía me hace sufrir.

lunes, 26 de julio de 2010

Estoy HARTA de la Constitución

Confiaba en que sólo ocurriera en mi país, pero revisando los debates que se han suscitado en Argentina y México, me doy cuenta de que, para nuestra desgracia, debe ser más común de lo que me suponía. Y es que, cuando se discute acerca del matrimonio igualitario, no se considera si es legítimo, justo o de cajón; los políticos, especialmente los conservadores, se empeñan en discutir si es constitucional.

En España ya sufrimos ese debate, y desafortunadamente, seguimos sufriéndolo: la reforma de la Ley del Matrimonio Civil (que así es como se llama, no matrimonio homosexual) sigue recurrida en el encumbrado Tribunal Constitucional. De hecho, llevamos cinco años esperando la decisión de los señores del mazo para saber si todos los matrimonios celebrados hasta ahora serán disueltos y los derechos adquiridos y ejercitados borrados del mapa, o no. Que a juzgar por el tiempo que nos mantienen a la espera, me pregunto si el Tribunal funcionará como las urgencias de los hospitales, que clasifican a los enfermos por gravedad y no por orden de llegada.

Pero igual que tuve que verlo por aquí, lo he oído por allá: portavoces conservadores con su mejor cara de hipócritas-pseudo-gay-friendly recordándonos que ellos “no están en contra de los derechos de los homosexuales”; pero claro, hay que saber (y estoy es muy importante, relevantísimo) si dichos derechos están de acuerdo o no con la Constitución.

Y yo me pregunto: pero la Constitución, ¿qué es? ¿Acaso no es una ley que, en Democracia, los ciudadanos nos damos a nosotros mismos para regular nuestra convivencia y que, al menos en teoría, debería esta a nuestro servicio? Entonces, ¿por qué se la trata como si fuera la nueva Biblia? ¿Por qué damos por hecho que en sus artículos se encuentra toda la sabiduría legislativa del Universo y que no debe ser tocada ni criticada a riesgo de que el susodicho se contraiga en una pelota incandescente y vuelva a estallar?

Desconozco la historia de todas las constituciones democráticas del mundo, pero sí sé en qué circunstancias se promulgó la nuestra: acabábamos de salir de cuarenta años de dictadura, con las heridas de la Guerra Civil a medio cerrar; era muy importante que todo el mundo se pusiera de acuerdo (lo cual, y teniendo en cuenta quiénes eran los contendientes, no sólo era difícil sino que terminó siendo un trabajo de equilibristas sin red que violentaría a cualquiera con medio talante verdaderamente democrático) y quien más o quien menos estaba cagado de miedo. Y no seré yo quien le quite valor al texto de acuerdo con el momento; sólo digo que, treinta y dos años después, quizá haya que apuntalarlo un poco si no queremos que se nos derrumbe encima.

Para mí, si se conviene, en un debate de altura moral y lógica, que el matrimonio igualitario es una aspiración y un derecho legítimo para las parejas homosexuales, y que negárnoslo, por tanto, es una muestra evidente de la discriminación legal a la que nos vemos sometidos; lo que la Constitución diga o deje de decir debería ser secundario. O mejor: ya que el texto es un paraguas bajo el cual deben cobijarse el resto de las leyes del Estado, entonces quedaría patente que la tela tiene algunos agujeros por los que deja pasar una lluvia de injusticia que pudre las raíces de nuestra sociedad. Por tanto, hay que renovar el paraguas, o cuando menos, ponerle algún que otro parchecito.

Yo no sé cómo puede haber países que se jacten de tener una constitución de doscientos años de antigüedad. A mí me parece vergonzoso. El mundo cambia, ha cambiado muy deprisa durante todo el siglo XX y, en los albores del siglo XXI, el mundo va que se las pela. Es normal que los legisladores de hace varias décadas no pudieran prever las innovaciones que surgirían en la actualidad, y por tanto, es normal que sea normal cambiar el texto constitucional de vez en cuando. No digo cada año, no digo (¡por favor!) cada vez que se cambie de gobierno; pero sí limpiarle el polvo al menos una vez cada década, para devolverle su dignidad, su actualidad y su grandeza, y que siga siendo lo que debe ser, no un manojo amarillento sólo apto para ser albergado en las vitrinas de un museo.

Porque si el matrimonio igualitario es legítimo, un derecho inalienable del que deben gozar también las parejas homosexuales, y aun así, la Constitución no lo contemplara (que no sé por qué, cuando insiste en que todos los ciudadanos somos iguales ante la ley), entonces, ¿qué pasaría? ¿Que se despojaría a un sector de la sociedad de su igualdad jurídica y se le sometería a discriminación simplemente porque en los años previos a 1978 a ningún legislador se le pasó por la cabeza que una cosa así pudiera existir? Y entonces, ¿seguiríamos llamándonos demócratas? ¿Se atreverían a intentar convencernos que el nuestro es un régimen donde prima la razón?

Que se busquen otras excusas: que sigan apelando a la Biblia y a la medicina del siglo XIX; pero que dejen de llenarse la boca con un texto que no debería utilizarse tal y como ellos lo emplean, que no deberían servir para lo que ellos tratan de emplearlo.

Nuestra Constitución, como todas, es un texto perfectible, lleno de imprecisiones, repleto de vaguedades y con señales fragrantes de la época que lo vio nacer y que hoy nos hacen llevarnos las manos a la cabeza. Y no se trata sólo del matrimonio igualitario, sino de tantos y tantos detalles que darían para otro y para muchos más posts.

Tal y como está, tal y como la usan, estoy HARTA de la Constitución.
De todas las constituciones en cuyo nombre se intenta perpetuar la discriminación.

Encantada.

jueves, 22 de julio de 2010

De vacaciones (II)

Otra de mis excursiones preferidas fue la que hicimos a San Pedro de Rodas, un impresionante monasterio construido en plena montaña y con unas envidiables vistas al mar.

Mientras paseábamos por sus estancias, se me ocurrió confesarle a mi novia que la vida monástica me resultaba sumamente atractiva. Esta es una confesión recurrente, es decir, que he debido de confesársela cientos de veces durante los cinco años que dura nuestra relación. Así que ella suspiró y con media sonrisa irónica me espetó:

─ ¡Cómo no te a resultar atractiva! ¡Si tú eres como un monje! ¡Siempre metida en casa y estudiando...!

Ante tamaña desfachatez, me veo obligada a explicar qué quiero decir exactamente con eso de que la vida monástica me atrae. A mí lo que me gusta es el silencio, la tranquilidad, la posibilidad de dedicarme a leer, escribir, reflexionar, crear sin más molestia que el trino de los pájaros. Me encanta la idea de encontrarme todos los días el plato sobre la mesa, de que mi rutina esté dictada por el eco de las campanas tañendo sobre el valle, y de tener un huertito cerca donde cavar y ensuciarme las manos cuando me entre la nostalgia de la tierra.

Evidentemente, no deseo dedicar mi vida a rezar y flagelarme, entre otras cosas porque ni siquiera soy creyente. Tampoco quiero vivir encerrada, sin poder viajar y conocer otros mundos, sin poder visitar y ser visitada, sin otra ocupación que la que pudiera desarrollarse entre cuatro monumentales paredes. Y por supuesto, tengo clarísimo que no renunciaría a internet ni por todo el silencio del mundo.

En resumen, que la vida monástica que me atrae en realidad se parece más a una especie de vacaciones pagadas en un lugar recóndito y paradisíaco (¡como tonta!) que a lo que verdaderamente debió de ocurrir en San Pedro de Rodas desde los tiempos medievales hasta que los monjes decidieron que ya estaba bien de ser saqueados cada quince días y que mejor se marchaban a vivir a un lugar un poco menos impresionante pero mucho más seguro. Así que, teniendo en cuenta mis posibilidades reales, me temo que la tan deseada vida monástica tendrá que ser sustituida por unos tapones para los oídos, varios CDs de música ambiente y los pocos ratos que pueda arañarle a una rutina dictada por el eco del despertador. Y cuando me entre nostalgia de la tierra, meteré las manos en mis macetas.

Y como colofón a este compendio de actividades culturales, Dalí.

Desde siempre he querido visitar esta región por ser la cuna de mi pintor preferido. Sin embargo, después de estar allí he de reconocer que le he cogido una manía que cada vez que escucho su nombre me sale como un sarpullido que sólo se mitiga tras permanecer varios días lejos de cualquier camiseta, chapa, taza, bolso, pañuelo, pendientes, cuaderno, lámina, gorrito y cualquier otro elemento perteneciente a lo que más se aprecia de Dalí en Girona: su industria. Espero curarme pronto para poder seguir disfrutando de sus cuadros, pero mucho me temo que el horror por el mito y su explotación nunca me desaparecerá.

Lo que menos me gustó fue el Teatro Museo. Y no por su contenido: interesante, curioso, puro genio; sino por la marea humana que inundaba todas las salas, hasta tal punto de que para poder pararte a admirar un solo cuadro durante apenas 15 segundos, era necesario entregarse a un frenesí de empujones, codazos, pisotones y tirones de pelo que ni el arte más excelso del más excelso artista merecen. Aun así, y como mi mente práctica me empujaba a amortizar la entrada a toda costa, confieso que me dejé caer hasta los niveles más bajos de humanidad y obtuve con ello pequeños flashes de la mayor parte de los cuadros. Mi novia, cuya exquisita educación le impide ciertas bajezas, optó por quedarse en la puerta de cada una de las salas y esperarme pacientemente, mientras se concentraba en no ser empujada para no empujar a su vez a ningún miembro de aquella marea de gente.

Lo cierto es que debimos de sospecharlo mientras esperábamos la inmensa cola, que se movía muy rápido hacia la puerta pero que no mostraba ningún flujo a la inversa: es decir, que entrar, parece que entramos todos, pero salir, no salía ninguno. Y yo me pregunto, ¿sabrán los del Teatro Museo lo que significa “aforo completo”? ¿Habrán reflexionado alguna vez sobre las condiciones necesarias para poder disfrutar un mínimo del arte? ¿Se encontrarán entre sus objetivos alguno más que los referidos al negocio en su más pura esencia…?

De todas formas, esta experiencia nos sirvió para realizar un estudio sociológico callejero cuya tesis pudo ser comprobada in situ: a pesar de tantos siglos de leyenda negra, hoy podemos afirmar que los españoles NO somos los más maleducados de Europa. Y como muestra de todas las maleducancias que tuvimos que sufrir, sólo os diré que pasamos por una experiencia terroríficamente amarga que se quedará grabada en nuestros corazoncitos durante toda la vida. Y es que, mientras esperábamos en la cola… ¡se nos colaron unos franceses! ¡Unos franceses! ¡Franceses de Francia! Las caras de corderitos degollados con las que les miramos dice mucho de nuestros sentimientos encontrados: si hubieran sido españoles, no habríamos dudado en indicarles amablemente que la cola empezaba media hora más atrás; pero ante la visión de sus rubieces y sus ojoazuladas, estas dos morenas sólo pudieron asistir a la caída de un mito. Siempre creímos que los europeos no se colaban. Que los franceses menos que nadie. Que eso era propio del África que empieza en los Pirineos. Y ahora resulta que no, que en Europa… ¡nos colamos todos!

Mi última gran decepción la sufrí en Cadaqués: “el lugar más bonito del mundo”, según Dalí. Y no es que no fuera bonito, que lo era: una bahía pequeña, con sus barcas, sus casas pintadas de blanco y azul, las montañas… Un casco histórico curioso, peatonal: con sus cuestecitas, sus tiendas pequeñas, sus rincones floridos… Pero de la luz que inspiró al genio, del encanto irresistible y de la delicadeza del lugar… pues bueno, yo no encontré mucho rastro. Pueblos como Cadaqués hay muchos en España, y seguramente también en otros países. Que fue este el que vio nacer al genio, pues muy bien, pero después de visitarlo aseguraría que fue Dalí quien creó a Cadaqués y no a la inversa. Que me parece genial, que con su fama y su prestigio cada uno hace lo que quiere: la pena es que los demás nos lo creamos y después comprobemos que nuestras inmensas expectativas no las pueden cubrir lugares con una magia relativa. Y mucho menos cuando lo primero que hacen es obligarte a pagar por un aparcamiento que no has pedido y te recuerdan que para visitar la Casa Museo hay que pedir cita anticipada. ¡Ni tanto ni tan calvo, señores!

En cualquier caso, la industria Dalí no desmerece la belleza de Girona, e incluso diría que ni siquiera le hacía falta a la provincia, por más que sea un filón económico. Sin el genio hubiéramos pasado unas vacaciones igual de bonitas, completas y hermosas, y no hubiéramos dejado de recomendar que se visitara la zona. Y con el genio también, qué remedio.

Encantada.

martes, 20 de julio de 2010

De vacaciones (I)

Este año hemos pasado una semana de vacaciones en el norte de Girona, una zona preciosa que apenas conocíamos y cuya riqueza nos ha sorprendido gratamente, pues durante estos días preferimos mantenernos alejadas de las grandes ciudades y no por ello queremos renunciar a aprender, visitar, conocer, disfrutar, descansar y divertirnos. Evidentemente, este verano tampoco hemos tenido que hacerlo.

Una de las actividades que más me gustó fue una ruta que hicimos para visitar varios dólmenes y menhires del Neolítico. Este tipo de monumentos prehistóricos me llaman muchísimo la atención y me encanta tratar de imaginarme cómo vivían las mujeres y los hombres de aquella época, qué aspecto tendrían y qué habrían ido pensando, diciendo y haciendo mientras caminaban por los mismos senderos por lo que ahora caminan personas como yo.

A pesar del magnetismo de este tipo de obras, he de reconocer que observándolas siento a veces la misma desazón que cuando miro un cuadro abstracto. Son tan sencillas y, a la vez, tan enigmáticas, que no puedo dejar de preguntarme si verdaderamente fueron objetos cuidadosamente tallados, colocados y revestidos de significado simbólico por personas que vivieron hace miles de años, o se trata de la idea feliz de algún científico trasnochado que un día iba por el campo, se encontró una piedra gorda y colocándola en posición vertical se dijo: “pongamos que es un menhir”.

Otra visita que también me gustó mucho fue la que hicimos a las ruinas de Ampurias, una zona costera donde se ubicaron sucesivamente pequeñas ciudades íberas, griegas y romanas. Aunque estas ciudades fueron muy importantes para el comercio mediterráneo, a mí me parece que, como en el caso de los dólmenes neolíticos, quienes decidieron el enclavamiento de las mismas lo hicieron guiados por el azul del mar, el verde oscuro de los bosques y la belleza sobrecogedora de las montañas. A ver si la buena vida va a ser un invento del siglo XX...

También aquí disfruté imaginándome la vida de las ciudades, especialmente de la ciudad íbera y de las griegas, que son las que más me llaman la atención. Las ruinas se llenaron de pronto de cientos de mujeres ataviadas con túnicas blancas y sandalias, peinadas con hermosos recogidos y adornadas con abalorios de colores, que compraban, paseaban, charlaban, reían, brindaban, reflexionaban, disfrutaban de la brisa marina y amaban. O se amaban… ¡por qué no! Al fin y al cabo, se trata de imaginación, no de rigor científico, y la mía tiene un evidente sesgo de género… y de orientación sexual.

La verdad es que estas dos visitas fueron de lo más atropellado. En la primera, nos perdimos por el monte tratando de reubicar el itinerario después de pasar por una señal borrada. Decidimos seguir, cual Dorothys, un camino de pintadas amarillas, y cuando tuvimos conciencia de haber regresado al sendero, descubrimos que habíamos atajado por el medio, encontrado menhires que no estaban en la ruta (!) y recorrido prácticamente el mismo camino en dirección contraria. Todo esto bajo un sol de justicia y con un sofoco que dejaba en evidencia nuestra supuestamente digna forma física y mental.

En el caso de Ampurias, sin embargo, pasamos un día estupendo. Por la mañana nos fuimos a la playa, nos bañamos en una cala muy bonita y comimos en la arena, dormimos la siesta bajo la sombrilla y después nos animamos a visitar las ruinas. Afortunadamente, el momento de más calor lo pasamos dentro del museo, al abrigo del aire acondicionado. Cuando salimos corría una brisa muy agradable y el sol estaba ya bajo. Entonces me dispuse a realizar un completo reportaje fotográfico, con la imaginación excitada por las fantasías anteriormente confesadas. Así que encendí la cámara… ¡y se apagó! Se nos había olvidado cargar la batería la noche anterior y no pudimos sacar ni una sola foto de las mujeres… digooo… de los mosaicos, columnas y murallas que visitamos. Una pena para el recuerdo y para esta entrada, cuyas fotos de las ruinas he tenido que sacar de internet.

(Continuará…).

lunes, 19 de julio de 2010

¡Felicidades ARGENTINA!

Conocimos la noticia durante nuestras vacaciones. Ya desde antes seguimos el desarrollo de los acontecimientos a través de algunos blogs amigos, especialmente el de Miss Fiamma y el de Silvina y Andrea. Y cuando por fin salió la sentencia, nuestro júbilo hizo temblar las cumbres pirenaicas y a punto estuvo de provocar un tsunami en pleno Mediterráneo.

No he podido dejar de pensar en las movilizaciones multicolor y en las dudas y esperanzas de Miss Fiamma y Von Eisenberg; en el largo camino y la dura lucha por la visibilidad de Marga y Vero; me acordé también de Julieta, que aunque restringió su blog seguramente seguirá siendo una gran activista. Y por supuesto, no pude dejar de dar gracias porque al fin quedan protegidas las preciosas familias de Roma y Triana (no os perdáis a Tato, que tanto nos enseña, ni a Tinchi, el terremoto) y de Silvina y Andrea (que con su lucha, su visibilidad y el coraje de sacar adelante nada menos que a trillizos nos regalan ejemplos de vida todos los días).

El mundo es ahora un poquito más justo y la comunidad homosexual al completo ha dado un paso más hacia la tan soñada igualdad. Y debemos sentirnos felices, satisfechos e incluso sorprendidos, porque en el actual contexto de crisis económica, donde los derechos sociales que tantos años costó conseguir van siéndonos arrebatados poco a poco, un avance como el del matrimonio igualitario resulta casi un milagro.

Y aunque todos nos beneficiamos de este paso, es especialmente importante para los países latinoamericanos, cuyas comunidades homosexuales pueden sentirse hoy un poco más esperanzadas. Tal y como pasó en Europa, la semilla está plantada: ahora sólo hay que esperar a que crezca, regándola con la misma lucha aunque ahora sepa un poco menos amarga.

A sabiendas de que seguramente no haga falta decirlo, como ciudadana de un país que reconoce el matrimonio entre personas del mismo sexo desde hace cinco años, me gustaría animar a todas las compañeras argentinas a que celebren el triunfo por todo lo alto y después se preparen para seguir luchando: si bien ahora están un poco más protegidas, no por ello van a dejar de ser discriminadas. En nuestro país, la iglesia sigue clamando en nuestra contra, las manifestaciones a favor de papá y mamá excluyentes continúan sucediéndose, cualquier persona anónima se sigue creyendo con derecho a decidir si nuestros matrimonios o nuestras familias son iguales o siquiera legítimos, aún nos ponen trabas inexistentes para las parejas heterosexuales a la hora de reconocer la filiación de nuestros hijos y, por supuesto, la ley continúa recurrida en el Tribunal Constitucional. Se gana una batalla, pero la guerra continúa librándose cada día.

En cualquier caso, ENHORABUENA.

martes, 6 de julio de 2010

Orgullo 2010

Dedicado a mis amigas P y T, que por fin consiguieron
el arrojo suficiente para participar.

El sábado pasado, mi novia y yo asistimos por sexto año consecutivo a la manifestación del Orgullo en Madrid. A mí no me daba muy buena espina que coincidiera con un partido del Mundial y que además por la mañana hubiera estado lloviendo torrencialmente. Pero al final, mis malos presagios no se cumplieron y resultó que todo el mundo estaba allí. Incluso podría decir que había más gente que otros años, hecho que me sorprendió gratamente, pues yo misma me había infundido una buena cantidad de desánimo haciéndome mala sangre con el poco compromiso de la gente y demás. ¡Menos mal que me equivoqué!

Cuando estuvimos viendo Homofamilias, me fijé en un detalle sobre la organización de esta manifestación en Northampton que me gustó muchísimo. Y es que varios miembros de los grupos que participaban se presentaban voluntarios para cuidar de la seguridad; es decir, que todo transcurriera con normalidad y que los manifestantes (a pie, en carrozas, en bicicleta) tuviesen espacio para avanzar cómodamente durante el recorrido. Así que pensé que algo parecido nos vendría muy bien en Madrid, donde la seguridad y la posibilidad de recorrer las calles se ven seriamente comprometidas en varios puntos de la ciudad; los cuales, por cierto, siempre son los mismos.

Por eso, cuando llegamos a la Puerta de Alcalá y vi varios voluntarios con su chaleco amarillo no me lo podía creer. ¡Al fin había ocurrido! ¡Habíamos tomado conciencia de la importancia de cuidar de la seguridad (y de que la Policía jamás nos haría ese favor)! Sin embargo, y como no todo podía ser bueno, pronto descubrimos que no era así.

Oficialmente, la manifestación empezaba en la Puerta de Alcalá, como el resto de los años, y nosotras siempre nos incorporamos en ese punto, porque nos gusta hacer el recorrido completo. Este año, aparte de voluntarios, habían colocado unas vallas azules; algo que también me pareció estupendo, pues, en mi inocencia, pensé que ¡por fin! servirían para contener al público durante todo el recorrido. Y como nosotras, evidentemente, no éramos público, esperamos a ver aparecer algunos manifestantes (pues durante unos diez minutos, la plaza permaneció inquietantemente vacía) y pasamos por entre dos vallas para unirnos a ellos.

Allí comenzó nuestro calvario. En no más de quinientos metros, los flamantes voluntarios con los chalecos amarillos trataron de sacaron unas cinco veces de la manifestación. A empujones, nos invitaban a permanecer junto a la valla, indicándonos que no podíamos estar allí. Durante los primeros minutos, sentimos mucha confusión, porque no entendíamos nada y parecía que estábamos haciendo algo evidentemente malo (evidente para todos, menos para nosotras). A la tercera, me dirigí directamente a una voluntaria y le espeté:

─ Pero vamos a ver: para manifestarse aquí, ¿qué coño hay que hacer?

Ella se quedó un poco descolocada (!?) y finalmente me confesó:

─ Pues no lo sé. Entrad por algún sitio, pero no por aquí.

Para ese momento yo ya había acumulado una mala leche descomunal, porque cuando las cosas no tienen sentido para mí, simplemente no las entiendo; y cuando me quieren obligar a hacer cosas que no tienen sentido para mí, simplemente no las hago. Así que seguimos en nuestras trece, arrimadas ya a otros manifestantes. Pero es que hasta allí mismo vinieron a buscarnos los de los chalecos amarillos:

─ ¡Oye, que yo también me estoy manifestando!
─ ¡Ah, perdón!

En fin, la sucesión de esperpentos que tuvimos que vivir hasta atravesar la plaza sería inenarrable. Lo mejor es que, quinientos metros más allá, no había voluntarios con chaleco amarillo, ni vallas azules, y ya no se podía pasar. Nuevamente, en las inmediaciones de Cibeles, en Gran Vía con Montera, y por supuesto en Callao, el ancho de la manifestación se vio reducido a menos de dos metros (y estoy siendo generosa), puesto que el público, sin contención ninguna, decidió avanzar hacia el centro de la calle para ver si venían las carrozas, porque estaban haciendo botellón en los dos lados, y porque sí. Es decir: lo de todos los años.

Quiero creer que lo de la valla y el chaleco tenía su porqué y que mejoró muchísimo la organización de la manifestación. Quiero pensar que todo el mundo sabía por dónde entrar menos nosotras y que realmente entorpecimos terriblemente lo que fuera que estuviera ocurriendo allí. Me gustaría tener la certeza de que la falta de seguridad y el absurdo comportamiento del público son tenidos en cuenta por todos y que sólo a mí me parecen exasperantemente dignos de preocupación.

El caso es que al final tuvimos que hacer el recorrido tras una pancarta cuyas siglas ni nos iban ni nos venían, pero cuyos miembros estaban suficientemente bien organizados como para poder avanzar sin tener que pegarse con medio Madrid por el camino. Ante la falta de colaboración del Ayuntamiento y la Policía, y el compromiso invisible de los organizadores, muchos grupos han ideado un sistema tan cutre como efectivo: llevar una cuerda de unos tres o cuatro metros de largo para invitar (u obligar) al público a respetar ese ancho y con ello permitir que pancartas y manifestantes puedan avanzar. Así que allí marchamos (pues una vez dentro, ni se podía salir ni se podía avanzar como no fuera a bofetadas) hasta Plaza de España, donde llegamos dos horas y media después de haber salido.

Es posible que algunos piensen que tamaña aglomeración es un rotundo éxito; mi humilde opinión es que el éxito puede organizarse mejor.

Encantada, al menos, de haber conseguido participar.

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