
lunes, 28 de marzo de 2011
Los chicos están bien

sábado, 26 de marzo de 2011
Escribir con la mente

Hace tiempo que escribo con la mente. Numerosas entradas de este blog han sido compuestas, corregidas y revisadas mentalmente mucho antes de aparecer tecleadas en una pantalla. Escribir con la mente me aleja del vértigo del folio en blanco, permitiéndome divagar como quien dibuja un cuadro abstracto, hasta que las frases van tomando forma poco a poco, sin sentirse forzadas ni empujadas a ser.
El valor terapéutico de esta forma de escribir he llegado a conocerlo en toda su extensión durante estos meses, en los que he sufrido una concentración especial de noches de insomnio. De manera natural a veces, intencionadamente otras, he dedicado esas largas horas nocturnas previas al sueño a escribir textos. Textos autobiográficos, pequeños relatos, entradas de blog e, incluso, el germen de una novela. Tumbada en la cama, con los ojos cerrados y el cuerpo relajado, mi mente ha viajado por innumerables universos literarios, coloreando mis noches en blanco y ayudándome a dormir mecida por el eco de mis propias palabras.
Una de esas noches, antes de apagar la luz de mi mesilla, descubrí por casualidad un hermoso fragmento de La casa de los espíritus, donde Isabel Allende trata precisamente del valor terapéutico de la escritura mental, capaz de hacerte viajar a lugares seguros aun inmersa en el más terrible de los infiernos. Me gustó descubrir que otras personas también utilizan la escritura mental para curarse el alma, sin necesidad de tener una hoja delante o un ordenador, con la esperanza puesta en ese momento futuro en que las palabras puedan salir de nuestra cabeza y adoptar la vida propia de los textos.
… entonces pudo hundirse en su relato tan profundamente, que dejó de comer, de rascarse, de olerse, de quejarse, y llegó a vencer, uno por uno, sus innumerables dolores.
Encantada.
martes, 15 de marzo de 2011
Pasarán
Cuando por fin pude reincorporarme al trabajo, se descubrió el pastel: ocuparme de algo más que de mí misma y de mis problemas me ayudó a rebajar mi estado de ansiedad, pero empecé a sentir que todo me daba igual. Por primera vez en muchos años, es posible incluso que por primera vez en mi vida, sentí que no me importaba el futuro, que ya no me quedaba nada que esperar, nada con lo que soñar. Mi único desafío vital, mi única perspectiva, era levantarme cada mañana y cumplir con mis obligaciones, ser capaz de vaciar el plato de comida en mi estómago y no olvidarme de ducharme ni de lavarme los dientes. Fue entonces cuando empecé a tomar antidepresivos, que tras un intenso síndrome de abstinencia logré intercambiar por el ansiolítico matinal. No estaba segura de poder recuperar la ilusión a través de aquella pastilla blanca, pensé que mi vida se había vaciado sin remedio pero, afortunadamente, aquel momento pasó.
Un mes y medio después, mi doctora me preguntó si había recuperado las ganas de hacer cosas. Aliviada, genuinamente entusiasmada, le contesté que sí. Nuevamente volvía a sentirme yo, una yo cansada y dolorida, apenas a un tercio de su capacidad, pero lo suficientemente vital como para hacer planes, imaginar estados futuros e iniciar proyectos modestos. La pastilla blanca empezaba a funcionar, pero el ansiolítico nocturno había dejado de hacerlo. Así que lo sustituimos por una pastilla para dormir, con la esperanza de que las pesadillas, las piernas hormigueantes, los sobresaltos nocturnos y los despertares de madrugada fueran empezando a desaparecer. Ahora mismo siento que nunca volveré a dormir toda la noche, que no podré levantarme descansada nunca más; pero mi intuición me dice que, afortunadamente, estos estados también pasarán.
Encantada.
lunes, 3 de enero de 2011
martes, 28 de diciembre de 2010
Mis cuadernos de terapia

.
Cuando empecé a ir a la psicóloga, me dijo que tenía que hacerme con un cuaderno para ir apuntando algunas cosillas que hablásemos en las sesiones, y también para hacer los deberes que me iba a ir mandando cada vez. Yo ya tenía experiencia en este ámbito, pues durante muchos años escribí mis diarios en pequeños cuadernos, y sabía que su portada, así como el tipo de cuadros y rayas, o la textura y el grosor del papel, solían influenciar, de alguna manera, el periodo de mi vida que quedaba escrito en su interior. Por eso, en esta ocasión quise elegir un cuaderno especial, un cuaderno que me transmitiera serenidad y buenas vibraciones, para poder enfrentarme a la terapia con una actitud positiva y optimista.

Busqué mi cuaderno en algunas papelerías, hipermercados y tiendas de todo a cien; pero no lo encontré. Una vez salí del último establecimiento, supe que nunca iba a encontrar mi cuaderno de aquel modo, que aquel cuaderno era demasiado especial para no fabricarlo con mis propias manos, que el cuaderno ya existía en mi mente y que no aparecería a no ser que lo sacara de ella, de la manera que fuera. Así que me puse manos a la obra.
Hacía tiempo que tenía en casa un cuaderno de tapas duras y hojas de cuadros todavía sin estrenar. Me lo había comprado algunos veranos atrás, mientras mi novia y yo estábamos de vacaciones en Cantabria. Durante aquellos días, tuve varios sueños muy intensos que necesité apuntar en un papel, así que arrastré a mi novia hasta la única (y, evidentemente, carísima) papelería del pueblo, y allí me compré un cuaderno y un boli. Ya por aquel entonces sus tapas me disgustaban: tenían algo de peleón (que me venía bien), pero también algo de frío (que me paralizaba); así que terminé por dejarlo en blanco.

Pero, para esta ocasión, decidí rescatarlo. ¡Aquel iba a ser mi cuaderno de terapia! Sin embargo, seguía transmitiéndome las mismas sensaciones encontradas, por lo que tenía que modificarlo. No sé cómo, recordé que hacía unos días había tirado a la basura unas revistas de decoración que mi madre me pasa cuando ya las ha leído, y de las que yo voy recortando algunas fotografías que me sirven de inspiración para decorar nuestra casa. Mientras las hojeaba, algunas imágenes me llamaron la atención, imágenes que no tenían nada que ver con muebles, cuadros o lámparas; sino con flores y otros objetos decorativos de pequeño tamaño, que solían formar composiciones especiales. Rebusqué entre la basura (afortunadamente, en casa tenemos una bolsa especial para el papel y el cartón) y saqué todas las revistas. ¡Allí estaban! Flores y más flores, pequeños objetos como velas, jardineras, libros abiertos, farolillos e incluso retazos de anuncios publicitarios que me resultaban evocadores. Recorté todos los que pude encontrar, y sigo recortándolos desde entonces cuando mi madre me da más revistas, por si acaso.
De entre todos los recortes, fui seleccionando aquellos que me parecían más adecuados para la ocasión y que, además, hacían juego con las tapas que, inevitablemente, iban a seguir viéndose por algún lado. Había recortado tantas imágenes que me emocioné y quise poner muchas en cada tapa; después fui reduciendo su número hasta quedarme con dos: una pequeña y una grande. Hoy creo que habría dejado solo una por cada lado, pero estos son detalles que se van aprendiendo con la práctica y, además, nuestros gustos también cambian con el tiempo.

Portada de mi cuaderno pequeño.
Una vez seleccionadas las fotografías, llegó el momento de “montar” el cuaderno. Al principio no tenía ni idea de cómo hacerlo. Sabía que no podía pegar los recortes sin más, pues acabarían despegándose. Comprendí que tenía que forrar el cuaderno, pero no conseguía decidir cómo. ¿De lado a lado, como un libro? ¿Cada tapa independiente, dejando libre la parte del muelle? Al final decidí ser intrépida y opté por el máximo riesgo: agarré mis alicates, deshice el gurruño que tenía el muelle por ambos lados, y lo separé de las hojas. ¡Mi cuaderno quedó desparramado! ¿Sería capaz de volver a montarlo? Con el corazón en la boca, pegué las imágenes y fui a buscar el forro. Entonces supe lo que era sufrir: ¡sólo teníamos forro del que se pega!
Mi aversión por el forro del que se pega viene de lejos. Me llevo muy bien con el forro transparente tradicional: soy capaz de estirarlo al máximo y los libros suelen quedarme estupendos, casi como si el forro estuviera pegado, pero sin el inconveniente (¡el terrorífico inconveniente!) de las burbujitas. Sí, esas burbujitas de aire que se van quedando a medida que tratas de pegar el forro, y que en las instrucciones te explican que se quitan pinchándolas y pasándoles un trapo húmedo, pero es MENTIRA. Una vez que te ha quedado una burbujita, YA NO HAY VUELTA ATRÁS. Tu manualidad se ha ido a la mierda, y siempre que la mires, verás única y exclusivamente la burbujita que te quedó. Eso, si tienes la suerte de que SÓLO te haya quedado una.
Contraportada de mi cuaderno pequeño.
Era domingo y yo no podía esperar. Mi cuaderno estaba desparramado, las fotografías pegadas y los deberes que la psicóloga me había mandado continuaban sin hacer. Tenía que intentarlo, pero estaba paralizada. Afortunadamente, mi novia vino en mi ayuda, aconsejándome que fuera despegando el forro del papel adhesivo poco a poco, presionando sobre él con algún objeto que no permitiera emerger a las burbujitas. Pero, ¿qué objeto? ¿Un rodillo de cocina? ¡No tenemos un rodillo de cocina! Tenía que ser algo que se le pareciera. No quedaba mucho tiempo y yo, cual Ártax en el Pantano de la Tristeza, me hundía en los lodos de la negatividad y la autocompasión. Me iba mucho en aquel cuaderno.
Entonces lo vi. Había estado ahí durante todo este tiempo. ¡El jarrón de mi escritorio! Un jarrón de cristal alargado, un jarrón del IKEA que seguramente muchas de vosotras también tenéis en vuestra casa (esto lo digo por si también carecéis de rodillo de cocina y os ha entrado el gusanillo de poneros a forrar cuadernos). He de decir que la operación fue espectacular: ni una burbujita. Asimismo admitiré, muy a mi pesar, que el resultado fue seguramente mejor que con el forro tradicional, el cual, si bien sigue siendo mi preferido para forrar libros, ha dejado de serlo para forrar cuadernos.
Mi cuaderno pequeño, abierto.
Una vez que tuve mis tapas forradas, llegó la hora de idear cómo volver a montar el cuaderno. En un principio, pensé que el propio muelle podría ir agujereando el forro; pero, meditándolo con detenimiento, me pareció un poco arriesgado: así que, finalmente, decidí ir haciéndole agujeritos con el punzón de la caja de herramientas. Después, ordené hojas y portadas, volví a meter el muelle, despacito y con cuidado, y rehice los gurruños. Aunque no lo parezca, esta última operación es la más difícil de todas, sobre todo cuando se utiliza un alicate de grandes dimensiones, como el mío. De todos modos, yo me conformé con que el cuaderno se pudiera abrir y cerrar con normalidad, aunque los gurruños no quedaran lo que se dice estéticos.
En fin, que como la experiencia fue tan buena, decidí forrar otro cuaderno que también tenía por casa para ir escribiendo en él algunas ideas y ejercicios sacados de los tropecientosmil libros de autoayuda que, o bien me he comprado, o bien han ido apareciendo por casa, prestados, regalados o enviados por internet. En este cuaderno, que es de tamaño grande, no pude aprovechar las tapas, porque tenían publicidad y las fotos no la cubrían completamente. Así que hice lo siguiente: utilicé la contraportada, que era de color blanco, para pegar la imagen de portada; y a la portada, que era la que tenía la publicidad, le di la vuelta, de manera que quedó como contraportada de color cartón. Utilicé el mismo procedimiento que la vez anterior (jarrón y forro del que se pega incluidos) y el resultado fue bastante bueno.
Útiles empleados: forro, punzón, alicates y tijeras. Os perdono el jarrón :D
Y ahora, un último apunte: si os animáis a hacer algo parecido y tenéis hijas, os recomiendo que les enseñéis a hacerlo, no que se lo hagáis. De lo contrario, no me hago responsable de la esclavitud consecuente a la que puedan someteros: yo habría sometido a mi madre a una parecida si hubiera sabido forrar igual.
¡Encantada!
domingo, 26 de diciembre de 2010
Dulce Navidad

Fue uno de los momentos más emocionantes de mi vida. Y a pesar de ello, lo viví con una alegría serena, algo extraño en mí, que suelo ponerme muy nerviosa en las ocasiones especiales. Mi cuñado no dejaba de preguntarme que qué me había tomado para estar tan tranquila, y aunque le hice una lista de las drogas que, en contra de mi voluntad, llevo en el cuerpo; lo que realmente me había tomado era un buen copazo de autoestima, de respeto por mí misma y por el amor que le tengo a mi novia.
He de decir que varios de los familiares de mi novia son personas mayores, conservadoras y muy religiosas, que viven estas fechas con toda la solemnidad que para ellas merecen. Por eso, para mí tiene un valor especial que salieran a recibirme con una sonrisa, que me invitaran a ver su casa, que bendijeran la mesa dando gracias por mi presencia, que me preparasen una buena cantidad de platos vegetarianos buenísimos y que me despidieran recordándome que, de aquí en adelante, formaba parte de la familia. En un momento de descuido, además, mi suegra me confesó que me habían considerado "muy atractiva": supongo que, después de esperar al troll de las cavernas, al verme aparecer respiraron tranquilos.
Ya por la noche, le contaba a mi novia lo bien que me lo había pasado, reído y divertido, y lo comparaba con todos los momentos de nerviosismo e inseguridad que, sin embargo, pasé las primeras (y las segundas, y las terceras, y las cuartas...) veces que fui a su casa invitada por mis suegros. He pasado tanto miedo... Al rechazo, a hacer algo mal que precipitase todo lo demás, a que alguien se sintiera incómodo por mi presencia, a decir algo inconveniente que despertara al monstruo de la homofobia que todos llevamos dentro... Resumiendo: a casi cualquier cosa. Pero a base de empeño, de trabajo interior, de procurar tener dos o tres cosas claras, unidos a una pizca de valentía y siendo generosa con el tiempo, he conseguido que esa montaña de horror se haya quedado en una colina de mariposas en el estómago y prudencia que, supongo, forman parte de la vida.
Han sido seis Navidades juntas, pero a la sexta ha ido la vencida.
No perdáis la esperanza: con un poco de paciencia, habrá para todas.
¡Encantada!
jueves, 23 de diciembre de 2010
¡Familiarízate!

martes, 21 de diciembre de 2010
Crisis de ansiedad

Antes de pasar a explicar algunos de los síntomas que yo tuve, quiero advertir que, a base de usar y abusar de la palabra “ansiedad”, hemos terminado por vaciarla de significado. La mayor parte de la gente que conozco afirma que también ha sentido ansiedad, pero cuando les pregunto por sus síntomas, puedo asegurar y aseguro que lo que han notado ha estado producido por los nervios, el estrés, el malestar psicológico, la tristeza, el miedo, la angustia y un sinfín de emociones negativas que, sin dejar de ser graves y dolorosas, no son ansiedad, o al menos, no son una crisis de ansiedad. Evidentemente, yo no soy quién para decir lo que es mejor o peor haber sentido, y sobre todo, creo que decir algo semejante es absurdo e inútil. Solo quiero puntualizar que las crisis de ansiedad son una cosa, y el resto, otra.
Según me explicó el maravilloso médico que me atendió en urgencias, una de las características de las crisis ansiedad es la somatización a través de síntomas que, si no fuera por la incongruencia del cuadro, estarían apuntando a algo verdaderamente grave. En mi caso, y de manera repentina, empecé a notar un mareo difuso, dejé de sentir las manos y los antebrazos, y tuve la necesidad irrefrenable de salir corriendo de aquella cafetería; cuando me quise dar cuenta, ya estaba en la calle. Al parecer, la sensación de laxitud, pérdida de fuerza y hormigueo en las extremidades u otras partes del cuerpo (técnicamente, se denomina “parestesia”) es uno de los síntomas típicos de una crisis de ansiedad; como también lo es la necesidad de huir, como si huyendo de un lugar pudiéramos huir de nuestro propio cuerpo y de las terroríficas sensaciones que lo invaden. El mareo, así como la idea de que vamos a perder el conocimiento, también son frecuentes.
Durante unos momentos, el frío de la calle me hizo sentir mucho mejor. Fue como volver en mí: sentir que mi cuerpo era mi cuerpo, que yo estaba dentro de él y que ninguno de los dos íbamos a irnos a ninguna parte separados. Prefería estar así, tumbada en un banco en plena calle (al que, por cierto, no recuerdo cómo llegué), que regresar a un lugar cálido y seguro. Necesitaba sensaciones corporales fuertes para cerciorarme de que no iba a perder la conciencia. Sin embargo, al rato empecé a empeorar: tampoco sentía los pies ni las piernas, ni creía tener fuerza en ellos (a esto se le llama “piernas de goma”, otra forma de parestesia); posteriormente, empecé a dejar de sentir también los labios, la punta de la nariz y la punta de la lengua (más de lo mismo, evidentemente). No obstante, estos síntomas iban y venían; no como los de las manos y antebrazos, que me duraron un par de días.
Al ver que no mejoraba, y muy asustada, llamé a mi novia para que me llevara a urgencias. Durante el trayecto en coche, de apenas unos minutos, tuve que abrir la ventanilla para sentir el frío de la noche en mi cara, porque debido a la calefacción volvía a tener las sensación de que no sentía mi cuerpo y de que iba a perder el conocimiento en cualquier momento. El frío me aliviaba, me hacía sentir viva, ya que desde el comienzo de la crisis me había invadido la certeza de que iba a morir: algo que también es muy común. Esta sensación es muy intensa, desagradabilísima y, desde mi punto de vista, muy difícil de explicar. ¿Por qué, de pronto, sabes que vas a morirte? ¿Por qué eso y no cualquier otra cosa? Sinceramente, no tengo respuestas.
Mientras esperábamos a que nos atendieran en urgencias, necesitaba estar en continuo movimiento. Cada vez que trataba de sentarme, calmarme y esperar tranquila, volvía a perder el control sobre mi cuerpo: dejaba de sentir las piernas y los pies y me mareaba de esa manera difusa, que no se parece a un mareo real, pero que te hacer creer que vas a desmayarte inmediatamente. Así que pasé un buen rato recorriendo un pasillo minúsculo de lado a lado, una y otra vez. Cuando me hiceron pasar y me tuve que sentar en una silla de ruedas, me dio vergüenza levantarme y seguir andando de manera compulsiva, así que empecé a temblar y a frotarme las manos contra las piernas continuamente. Al poco empecé a sentir una sequedad en la boca terrible, que no pudo aliviar ni el vaso de agua que me dieron bajo amenaza de ponerme violenta.
El médico me hizo pruebas objetivas de fuerza y sensibilidad, y entonces pude comprobar que, de hecho, conservaba toda la fuerza de mis manos y no había perdido sensibilidad alguna. Sin embargo, yo seguía sintiendo que sí. Y así lo seguí sintiendo durante un par de días, aunque poco a poco se me fue pasando. Lo único que verdaderamente puedo decir que tenía en las manos era cierto agarrotamiento, así como un frío inmenso. Suelo tener las manos y los pies muy fríos, pero aquel frío era especial. De hecho, el frío fue el único síntoma especial que sentí antes de la crisis de ansiedad: llevaba varios días destemplada, tenía frío en cualquier momento y lugar, aunque tampoco pueda asegurar que realmente tenga algo que ver (personalmente, estaba segura de que incubaba una gripe o un resfriado).
En urgencias me pincharon media ampolla de valium y me recomendaron tomar lexatín cada doce horas. Yo todavía no daba crédito a que todo aquello hubiera sido una crisis de ansiedad, por más que el médico hubiera tenido la paciencia de hacerme un análisis pormenorizado de muchos otros trastornos neurológicos para convencerme de que no sufría ninguno de ellos. A pesar de todas las drogas que llevaba encima (una cantidad estimable para alguien como yo, que hasta el momento había tomado tres lexatines contados en mis veintiocho años de vida), no pude pegar ojo en toda la noche, paralizada por la idea de que seguía sin sentir las manos ni los antebrazos y de que si me dormía no volvería a despertar nunca. Por fortuna, y porque no puede ser de otra manera, poco después del amanecer me quedé dormida, y durante el día siguiente me iba durmiendo en cualquier parte.
Actualmente llevo diez días de baja, sigo tomando lexatín cada doce horas y parece que voy a seguir así durante un tiempo, pues mi recuperación es lenta, por más que yo trate de poner todo de mi parte. Los síntomas físicos han remitido bastante, aunque siga frotándome las manos a cada rato para comprobar que siguen ahí; y los psicológicos… bueno. Los psicológicos no se arreglan en lo que dura una baja; pero yo sé que irán mejorando poco a poco, porque ya lo están haciendo. De todas formas, he de admitir que lo que más me cuesta es darme cuenta de que verdaderamente padezco ansiedad, de que estoy sufriendo psicológicamente más de lo que creía y estaba dispuesta a admitir, y de que necesito el descanso que los médicos me han recomendado, aunque piense que el mundo se hundirá dentro de poco si yo no vuelvo a trabajar.
Y ahora llega la pregunta que todo el mundo me hace: pero, ¿qué te ocurrió aquel día? Pues nada. Nada más ni nada menos de lo que me ha podido ocurrir cualquier otro día en el que no he sufrido una crisis de ansiedad. Porque algo que tampoco se entiende es que las crisis de ansiedad no se producen en el momento exacto del suceso traumático: eso son otras cosas, como por ejemplo, una crisis de pánico. Las crisis de ansiedad se producen por la acumulación de muchos momentos, generalmente durante un día o periodo de cierto sosiego, cuando nuestro cuerpo, por fin, puede expresar todo lo que llevaba dentro y que tuvo que guardarse en todas esas otras ocasiones en las que no pudo permitirse el lujo flaquear y tuvo que dar la talla.
De la acumulación de qué momentos, hablamos otro día.
Encantada.
lunes, 6 de diciembre de 2010
Tres años viviendo JUNTAS
Tres años son ya unos cuantos. Tres años, dos casas y una mudanza que me hacen pensar en la cantidad de recuerdos (buenos y malos) que hemos ido acumulando.
Ahora me pregunto cómo éramos capaces de dormir la siesta tumbadas en el sofá que había en nuestro primer piso, cuando apenas cabíamos sentadas; me asombro ante el hecho de que mis padres decidieran dejarnos una tele pequeña, teniendo en cuenta que, por lo demás, procuraban boicotear milimétricamente nuestra relación; y no puedo evitar reírme cuando recuerdo cómo compramos nuestras sábanas aprovechando un dos por uno del hipermercado, y cómo a los pocos meses tuvimos que pasarles el quitabolas (el momento quitabolas se ha convertido ya en una tradición familiar) porque temíamos que se convirtieran en una pelota gigante que nos engullera cualquier noche.
Hoy tenemos dos sofás, aunque seguimos prefiriendo dormir la siesta juntas; nos compramos una tele a los pocos meses y mis padres, ante la evidencia de que resultaba inútil, han ido dejando de boicotear nuestra relación; y todavía utilizamos las mismas sábanas: sorprendentemente, además, nunca hemos tenido que volver a pasarles el quitabolas.
Mi deseo es seguir acumulando recuerdos como estos, buenos y malos, que consigan volver a arrancarnos una sonrisa dentro de muchos, muchos años.
Encantada.
domingo, 5 de diciembre de 2010
Outing

La prima que decide tantear a su familia para saber qué opinan acerca de la homosexualidad de la prima que es lesbiana en secreto. La misma prima a la que se le calienta la boca y termina contándoles la historia completa de la prima que es lesbiana en secreto. La tía que decide invitar a la prima que es lesbiana en secreto y a su novia a comer. La sonrisa estúpida de la prima que es lesbiana en secreto al no comprender por qué con algunos es tan fácil y con otros (sangre de su sangre) tan difícil.
Las amigas del instituto que preguntan a la amiga de la amiga si es verdad lo que han oído de que la amiga de la amiga sale con una chica. La amiga de la amiga que calla, y advierte a su amiga que, quien calla, otorga. La amiga de la amiga que se pregunta cómo puede andar su caso de boca en boca, después de años de abandonar la casa y el barrio paterno, y sin haberse hecho siquiera un triste feisbuc.
Mi visibilidad cobrando vida propia, expandiéndose, reproduciéndose a su antojo, sin pedirme permiso.
Mi armario agujereado, lleno de pequeños puntos brillantes por donde entra aire fresco y perfume antipolillas.
El vértigo de saberse sabida, el alivio de estar fuera del armario aun sin haber salido.
Encantada.
miércoles, 10 de noviembre de 2010
Decisiones de la vida

Ante la pregunta de qué opinaba sobre el matrimonio igualitario (que no fue expresada así, más quisiéramos), la señora se quedó a gusto añadiendo a los lugares comunes de siempre el novedosísimo de matiz de defender la familia tradicional a ultranza a pesar de que su propia familia no seguía ese esquema. Ni corta ni perezosa, remató su hazaña alegando que, si ella había llegado a formar una familia monoparental, había sido por “decisiones de la vida” (literalidad arriba o abajo, porque la intérprete duda y la versión catalana apenas se escucha).
¿Perdón?
Hasta donde yo sé, la decisión de acostarse con un hombre, o bien de someterse a un tratamiento de reproducción asistida, no son “decisiones de la vida”, sino decisiones que toma una mujer concreta, más o menos conscientemente, con mayor o menor responsabilidad. Pero no es “la vida” la que te lleva de la mano a la consulta del ginecólogo, ni quien te desnuda mientras un hombre te espera tumbado en la cama.
No sé a qué se habrá querido referir exactamente, pero intuyo (corríjanme si me equivoco) que la señora quiso decir que haberse convertido en madre fue una de estas cosas que te pasan sin previo aviso, sin ningún control ni voluntariedad por tu parte, y con la consecuente exención de responsabilidad. Desde luego, a mí no me gustaría que esa mujer que se lava las manos ante mi existencia me criara, y mucho menos desearía crecer y desarrollarme en la convicción de que mi familia está incompleta o es defectuosa. En fin, que cada quien se haga su propio examen de conciencia y decida qué clase de personas debería formar familias y qué clase no.
Lo divertido de todo esto es que, precisamente, ser homosexual sí que es una “decisión de la vida”. Sin previo aviso, sin ningún control ni voluntariedad por nuestra parte, y con la consecuente exención de responsabilidad por, simplemente, ser. Sin embargo, nosotros no reclamamos que se reconozcan y protejan las familias que creamos como quien tropieza con una rama, sino que pedimos igualdad de derechos para hijos y progenitores independientemente de su condición, haciéndonos plenamente responsables de los deberes que esa decisión libremente tomada conlleva, especialmente en una sociedad que nos estigmatiza, hostiga y amenaza un día sí y otro también.
Yo no soy responsable de mi lesbianismo, pero sí lo soy de haber decidido exteriorizarlo y vivirlo, de haber formado una pareja, de luchar cada día por nuestra integración en la sociedad y de planear formar una familia. La vida decidió por mí una parte, pero yo he decido el resto, con responsabilidad y orgullo, con alegría y determinación. Y como cualquier persona sensata puede comprender, los esperpentos que semejante oradora suelte por su boca no van a desmerecer ni un ápice la legitimidad de mis decisiones y de las que toman aquellos que son como yo.
Lástima que tanto tonto de los cojones vaya y les vote (en Cataluña no, pero aquí sí).
Cabreada (y encantada de estarlo).
martes, 9 de noviembre de 2010
Un trocito de normalidad

Por si esto fuera poco, la celebración de su cumpleaños nos ha permitido gozar a mi novia y a mí de un trocito de normalidad. Normalidad que, por desgracia, no está presente por igual en todos los ámbitos de nuestra vida. Además de mis suegros, mi cuñado y nosotras, en la comida estaban presentes un primo de mi novia y su novio, que son pareja desde hace muchos años. Entre bromas y anécdotas, he podido comprobar, una vez más, que la exclusión y el sufrimiento no tienen por qué ser los únicos ingredientes en la vida de las personas homosexuales, pues la alegría y la integración son posibles y sencillas si tanto nosotros como la gente que nos rodea ponemos un poquito de voluntad.
Antes de que nos marchásemos, mi suegro me ha preguntado cómo iba la relación con mis padres. Él siempre se ha ofrecido para hablar con ellos y ayudarles a entender que con su actitud no tienen nada que ganar y sí mucho que perder. “Así podrían dejar de sufrir”, me decía, “y de hacerte sufrir a ti”. Después de una breve conversación, pues no tenía muchas novedades que contar, me regaló su receta para comprender la homosexualidad con naturalidad. Para él, todo se resumía en una “cuestión de cariño”. Clave evidente donde las haya, que sin embargo podría cambiarnos la vida a muchas personas que, como yo, hemos experimentado el más devastador de los rechazos. Ojalá tantos padres y madres encontrasen el coraje suficiente para cocinarse una vida más sencilla con ella e invitar a sus hijos e hijas a merendar.
Felicidades, V. Encantada de haber celebrado este cumpleaños contigo.
sábado, 6 de noviembre de 2010
Yo no te espero

viernes, 8 de octubre de 2010
Conviviendo con la ansiedad

En mi caso particular, durante el último año he estado sometiéndome a una cantidad de estrés, autoexigencia y sufrimiento nada saludables con el beneplácito de mi inteligencia racional. Hubiera seguido haciéndolo hasta quién sabe cuándo si no hubiera sido porque mi cuerpo se ha plantado y ha decidido obligarme a parar por las malas.
Desde luego, no perdió el tiempo: en cuanto pude permitirme una tarde de descanso, la pasé acompañada por la ansiedad. En algunas ocasiones era capaz de apuntar su origen: un problema al que le daba vueltas sin encontrar la solución, una situación que me desestabilizaba, unas palabras tal vez malintencionadas, tal vez malentendidas, etc. Pero la mayor parte del tiempo la ansiedad sencillamente estaba ahí, intentando hacerme ver que el verdadero problema no era esto o aquello, sino todo en general: el modo en que había decidido conducir mi vida.
Algunas personas cercanas ya me habían recomendado acudir a “alguien” para poder compartir mi dolor y recibir algún tipo de orientación sobre cómo manejarlo. Sin embargo, en medio de la vorágine en que me encontraba no era capaz de encontrar una buena razón para hacerlo. ¿Qué iba a decirle a esa persona? ¿Que me daba miedo esto o aquello? ¿Que quería conseguir no se qué y no sabía si lo iba a lograr? Mis ideas, sentimientos y proyectos más queridos centrifugaban a tal velocidad que juntos formaban un gran problema que era incapaz de separar o nombrar.
Afortunadamente, la ansiedad me dio la excusa perfecta para animarme a acudir a una psicóloga. Era tan grande, tan sinsentido, y estaba tan fuera de control, que me pareció suficiente como para plantarme delante de una persona y pedirle ayuda. “Vengo porque siento muchísima ansiedad”. Cuando me preguntó por qué, pude dejar salir todo lo demás.
Este aviso de mi cuerpo, claro y contundente, me está sirviendo para darme cuenta de que mi vida debe dar un giro. En primer lugar, he de aprender a manejar una serie de circunstancias que me atormentan: poco a poco, tengo que ir responsabilizándome incluso de mi no responsabilidad. Pero también necesito replantearme mi modo de vivir, mis prioridades y el ritmo con el que me conduzco, demasiado frenético para darme cuenta de qué es lo esencial.
En cuanto a la ansiedad, todavía sigo sintiéndola, incluso ha aumentado en algunos momentos. Afortunadamente, cada vez está más llena de contenido, dejando de tener esa vida propia tan angustiosa. Además, estoy aprendiendo a manejarla, permitiendo que me muestre lo que de verdad me duele, lo que me importa y me es prioritario, sin hacerse por ello dueña y señora de mi cuerpo.
De hecho, hace algunos días sufrí mi primer ataque de ansiedad. Acababa de quedarme dormida cuando de pronto me desperté sobresaltada. Era tan intenso el malestar que me invadía, que me puse de pie instantáneamente y corrí al baño como si tuviera que sacar urgentemente un demonio de mi cuerpo. El frío del suelo en mis pies me ayudó a darme cuenta de que no había ningún demonio. A pesar de ello, volví a la cama dando tumbos y preguntándome si la cena no estaría envenenada o si habría tomado una pastilla en mal estado, pues tenía la sensación de estar drogada. Tardé unos momentos en recordar que había preparado la cena con mis propias manos y que no había ingerido pastilla alguna, así que me dispuse a despertar a mi novia para que me llevase corriendo al hospital, pues me invadía la certeza absoluta de estar al borde de la muerte.
Fue entonces cuando recordé este fantástico post de Candela en el que describía un ataque de ansiedad (¡salvaste mi noche, amiga!). Y me di cuenta de que uno de mis síntomas era tener la sensación de estar desdoblada, como si mi alma flotara unos centímetros fuera de mi cuerpo, algo que Candela también describía. En ese momento me percaté de que también tenía taquicardia, algo que hasta entonces me había pasado desapercibido, y supe que, efectivamente, ni estaba poseída, ni me habían envenenado, ni, por supuesto, me iba a morir: sólo sufría un ataque de ansiedad.
Me costó alrededor de una hora volver a la calma, pues, a pesar de estar segura de lo que me ocurría, seguía sintiendo un miedo atroz y no me atrevía a apagar la luz. Sin embargo, gracias a las respiraciones que me había enseñado a hacer la psicóloga, pude controlar la taquicardia primero y la ansiedad desenfrenada después, y finalmente, me volví a dormir.
“Lo que tiene que hacer una para que le hagan caso”. Si mi cuerpo tuviera voz propia, seguramente proferiría alguna frase semejante. Y tendría razón: a estos niveles he tenido que llegar para darme cuenta de que algo no iba bien y que tenía que hacerme cargo urgentemente.
Por suerte, estoy en ello y sé que a partir de ahora todo va a ir a mejor.
Encantada de haber sufrido las embestidas de mi inteligencia somática.
Espero que pronto vuelvan a ser sólo el último recurso.
martes, 28 de septiembre de 2010
Si te aceptas, te aceptan: esa gran falacia

Una de ella es la idea de que, si te aceptas, te aceptan: desde mi punto de vista, una gran falacia. Y no solo porque, sencillamente, sea mentira; sino porque, además, creerla a pies juntillas entraña serios peligros.
Que esta idea es mentira resulta fácil de demostrar. En primer lugar, existen numerosas personas homosexuales que se aceptan plenamente y a las que, sin embargo, su entorno continúa rechazando. Seguramente podemos encontrar varios ejemplos a nuestro alrededor, pero a mí me viene uno especial a la cabeza: el del juez Grande-Marlaska. Recordaréis aquella entrevista en El País donde decidió salir públicamente del armario. Desconozco el gran exacto de autoaceptación que tendría en ese momento, pero muy mal no lo llevaría el hombre cuando, estando como estaba en el ojo del huracán, tomó la decisión de mostrarse como gay. En la entrevista, hablaba de la importancia que creía que tenía esta visibilidad para las personas más vulnerables, como aquellas que vivían en un entorno rural, y también bromeaba sobre las peleas que tenía con su marido por cuál de los dos debía ostentar ese título. En medio de aquel alarde de valentía, una nota triste nos recordaba que no todo puede ser siempre paz y amor en la vida de los homosexuales, pues el juez también reconocía que su madre no había querido asistir a su boda. Tanto se aceptaba, que incluso se daba el lujo de mostrar comprensión y cariño hacia esa madre negadora. Se aceptaba, sí, pero no por eso era aceptado.
Menos obvio parece el argumento contrario: que aunque tú no te aceptes, puede que tu entorno sí lo haga. Es algo que nos han dicho que no podía ocurrir, que tu aceptación iba primero y la suya, después. Pues bien, yo tengo un puñado de ejemplos que demuestran lo contrario. Porque, de hecho, una gran parte de las personas homosexuales que conozco están en este caso:
Mi amiga C, cuya más que evidente pluma había conseguido que su familia y amigos la aceptasen como lesbiana mucho antes de que ella conociese la palabra o el concepto, algo que le producía una vergüenza terrible cuando tenía que confesar que, frente a la homofobia que padecían otras mujeres de su entorno, su sufrimiento no tenía nada que ver con este odio. Al menos, tenía la honestidad de admitirlo: “Si yo sé que el problema no son ellos… ¡¡SOY YO!!”.
Mi amiga S, cuya hermana le restó importancia al hecho de que fuera lesbiana, como también lo hicieron su hermano, su mejor amiga del barrio, sus ex-compañeros del colegio, sus compañeros de trabajo e incluso algún que otro antiguo profesor. Sin embargo, mi amiga S todavía pretende negar su condición y pone todos sus esfuerzos en lograr, por arte de birlibirloque, regresar a su presunta heterosexualidad original.
Mi amiga T, cuya madre, asomándose desde el quicio de la puerta, le rogaba que le confesase su lesbianismo para que ambas pudieran descansar en paz. “Que si a ti lo que te pasa es que te gustan las mujeres, cariño, que de verdad que no pasa nada, que yo lo acepto y te quiero igual, y que si tienes problemas con ese tema, que yo te ayudo y voy adonde sea, pero por favor, confía en mí y DÍMELO”. Muchos fueron los años que tuvo que esperar la buena mujer para que su hija le confesase lo que ya sabía, a pesar de lo que algunas le repetíamos: que habríamos matado por estar en su lugar.
Para mí, además de mentira, esta idea resulta peligrosa, ya que puede aportar más dolor y confusión a un proceso ya de por sí doloroso y confuso como es el de la aceptación de la propia homosexualidad.
En primer lugar, podemos hacernos la ilusión de que, si en algún momento alcanzamos cotas suficientes de autoaceptación, nuestro entorno mutará súbitamente y, donde antes hubo rechazo, de pronto volverá a haber amor. Y esto no es así. La gente no cambia de un día para otro. Pueden ir avanzando poco a poco, pueden alcanzar niveles asumibles de respeto, pueden acabar compartiendo tu vida… pero no van a mutar porque tú te hayas aceptado. Porque tu aceptación es un proceso, y el suyo, otro. A veces, paralelos, y otras veces, no. A veces, interrelacionados, y otras veces, no. ¿Podemos saber en qué caso nos encontramos? Yo creo que es difícil y, por eso, elegiría dejar a un lado esa ilusión.
Por otra parte, también existe la posibilidad de que, haciendo depender la aceptación de los demás de la nuestra, nos sintamos responsables de su grado de homofobia. “Claro, como no me atrevo a darle la mano a mi novia por la calle, es lógico que mi madre me odie”. Y esto tampoco es así. Muchas personas homosexuales han sido llevadas de la mano por su familia y amigos en el camino de la autoaceptación. Muchas cuentan con apoyo, desde el principio, independientemente de lo que se quieran a sí mismos. Y el hecho de que no todos podamos contar con ello no significa que la culpa sea nuestra. Que los que tienen a sus seres queridos de su lado es porque se lo han ganado. A veces nosotros luchamos por querernos y ellos continúan odiándonos, y esto ocurre porque sí. Es decir: ocurre por un montón de razones, profundas, superficiales, idiosincrásicas y culturales, pero no porque “como yo no me quiero, ellos me pegan la patada en el culo”. Las relaciones humanas son más complejas que eso y, para nuestra desgracia, la homofobia también.
Para terminar, creo que esta idea deja a los heterosexuales muy mal parados. ¿Acaso ellos no son capaces de ponerse en nuestro lugar? ¿No pueden usar sus cabecitas para pensar que la homofobia es ilógica e injusta? ¿Es que no tienen ideales como la igualdad, la libertad, la justicia, que nos incluyan? ¿Acaso nos creemos, de verdad, que habríamos llegado hasta donde estamos si millones de heterosexuales no nos hubieran apoyado, muchos de ellos sin haber conocido en su vida a una persona homosexual? Dejemos de exculparles: ellos son responsables de su propia homofobia. Si eligen ser homófobos, no puede ser por nuestra culpa. ¿Nos atreveríamos a decir que un racista lo es por culpa de los negros o un misógino por culpa de las mujeres? Entonces, ¿por qué seguimos maltratándonos de ese modo y no exigimos a los heterosexuales que estén a la altura?
Seguramente quejarnos de nuestra mala suerte no sirva para nada, pero eso no quiere decir que la mala suerte no exista. Que, objetivamente, haya situaciones más difíciles que otras. Que, en el fondo de nuestros corazones, no sepamos que podríamos haber recorrido un camino más fácil, que los demás podrían haberse hecho cargo de lo que les correspondía, que no vivimos en una burbuja para que nuestras decisiones, emociones, experiencias… dependan sólo de nosotros.
Si tuviera que darle un consejo a otras personas homosexuales, no les daría el que me dieron a mí: si te aceptas, te aceptan. Les diría que la autoaceptación es algo hermoso a lo que todos debemos aspirar, no sólo en relación a la orientación sexual, sino como personas completas. Que quererse en nuestra individualidad es necesario para vivirse plenamente y de manera satisfactoria, por lo que merece la pena trabajar ese amor. Pero que ese es un proceso y el que viven los demás es otro distinto. En ocasiones, podemos facilitarlo. En otras, no. Lo importante es que el amor que nos tengamos, el respeto hacia nosotros mismos, nuestro autoconocimiento, serán el escudo y el refugio que nos queden cuando las cosas fuera no vayan como esperábamos. No podemos hacer que los demás piensen y sientan como nosotros queramos. Es legítimo desearlo, pero nada más.
Encantada de compartir esta idea que, para mí, se acerca más que otras a lo que considero verdad.