martes, 31 de julio de 2012

En el principio fue el caos


Antes de empezar a sufrir ansiedad, mi vida era bastante apacible. Mi novia y yo atravesábamos una etapa de gran compenetración y serenidad, y con mis padres había llegado a un punto de equilibrio algo más allá de la no-agresión. Y porque mi vida era apacible y me sentía con fuerzas, decidí hacerla avanzar.
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Pero la vida quiso empujarme hacia el vacío, sin paños calientes.
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Por aquel entonces, mi novia y yo habíamos decidido comprarnos un piso. No queríamos vivir siempre de alquiler y era un buen momento para comprar: los precios se habían moderado y todavía concedían hipotecas. Así que emprendimos la aventura y, en unos meses, tomamos la decisión.

Yo sabía que este paso iba a conllevar un nuevo nivel de compromiso en nuestra relación. Igual que irnos a vivir juntas había traído consigo importantes salidas del armario (con mis amigas de la infancia, con mis compañeros de trabajo), este nuevo reto provocaría otras nuevas. Y estaba contenta con ello. Y lo quería. Y tenía las fuerzas para acometerlo.
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Aunque todavía no sabía exactamente a qué me enfrentaba.

Dicen los psicólogos que una persona entra en crisis cuando en su vida coinciden tantos cambios que deja de ser capaz de manejarlos. En mi caso, a la compra del piso se le unió un gran cambio familiar. Mis padres, que llevaban más de una década sin hablarse con una parte importante de mi familia, decidieron aceptar las invitaciones que les llegaban desde el otro lado y recuperar la relación.

Así fue cómo, en mi hasta entonces pequeño y controlado pedacito de cielo, empezaron a surgir nuevas estrellas, constelaciones y galaxias, hermosas y sobrecogedoras a la vez.

El cambio era bueno, muy bueno. Habían sido muchos años de echar de menos, de imaginar, de recordar. Así que fue bueno ponernos una cara actual, una voz, volver a compartir una conversación, una cena. Pero cuando empezaron las preguntas incómodas, me paralicé. Y en mi cabeza se agolparon las dudas.

¿Sería capaz de manejarlo? ¿Sería capaz de jugarme una familia recién recuperada? ¿Se daría siquiera la posibilidad? ¿Me apoyarían entonces mis padres? Y si no se daba, o si no me apoyaban, ¿qué sería de mí? ¿Podría hacerlo yo sola? ¿Me atrevería incluso sabiendo que, si perdía, tendría que renunciar? Pero renunciar, ¿a qué? ¿A mis sueños de futuro, a mi pareja, a mi propia familia? ¿O a quienes ya perdí una vez y no sabía si quería, si podía volver a perder?

Entonces empezó la ansiedad. Al principio, solo un nudo en la garganta, una sensación permamente de ahogo, sin un referente concreto que pudiera reconocer. Hoy puedo explicarlo; pero, entonces, no podía. No sabía qué era lo que me estaba afectando, ni cuánto. Me sentía confusa, no me sabía decir.

Fueron muchos meses en blanco, mientras la ansiedad iba creciendo y mi cuerpo se sentía cada vez peor, sin que mi mente pudiera atar esos cabos que ahora parecen una correlación clara y concreta de causas y efectos, pero que en aquellos momentos permanecían aislados, sin ninguna relación.

Todavía hoy me sorprendo de lo difícil que resulta desenredar estos nudos, nudos mentales y emocionales que esconden sus cabos en lo más profundo y oculto de nuestro propio yo.

Incluso ahora, que escribo estas líneas, ahora que ya he superado la ansiedad, la depresión, y que mi situación familiar se ha aclarado por completo, me cuesta decirme lo que me pasaba. He de parar cada poco, para respirar hondo, para sollozar, para dejar caer las lágrimas sin control.

Me emociona profundamente saberme tan vulnerable, tan perdida y asustada. Y me siento orgullosa del camino recorrido. Muy, muy orgullosa. Y fuerte. Aunque todavía no soy capaz de confiar en mi fortaleza interior, sé que está ahí, que ahí ha estado y que seguirá estando, para llevarme de la mano por este camino que recorremos juntas desde hace tanto tiempo.

Un camino, por cierto, que no se parece en nada a una olla hirviendo.
Un camino lleno de sentido, para mí.

Encantada.

domingo, 29 de julio de 2012

¿Por qué ya no escribo sobre mi familia?


De un tiempo a esta parte, me he dado cuenta de que ya apenas escribo sobre mi familia.

Antes, solía dedicarles bastantes entradas en el blog: que si me odian, que si parece que me quieren, que si nunca me querrán... Sin embargo, hace ya varios años (¡varios años!) que no escribo sobre nada que tenga que ver con ellos y que sea actual.

Y la razón no es que no haya pasado nada. Al contrario. Durante los dos últimos años, se han venido sucediendo decenas de acontecimientos, algunos muy malos, pero también algunos muy buenos. Y yo no he escrito sobre ninguno.

De hecho, cuanto más tiempo pasa, más excusas encuentro para no escribir sobre ellos. ¿Para qué, si hace ya un año de aquello? ¿Para qué, si después de esto pasó lo otro, y ya no tiene valor...?

Reflexionando sobre ello, creo que lo que me pasa es que yo estaba tratando de escribir una historia concreta sobre mi familia. La historia de cómo aceptaron mi lesbianismo y todos fuimos felices. Pero esa historia no está ocurriendo. Incluso es posible que no esté ocurriendo ninguna historia, porque la presunta historia de mi familia no avanza en ninguna dirección.

Mi familia es más como una olla llena de agua hirviendo. A veces puedes observar miles de pompitas en su interior. A veces ascienden hacia la superficie y estallan. A veces se suceden innumerables pompas de gran tamaño. A veces crees que puedes cocer algo dentro, pero el agua se enfría. Tanto que, a veces, parece que pudieras meter un dedo en ella. Pero entonces vuelve a entrar en ebullición, hasta que se desborda.

No hay quien cocine con ella, no hay quien controle el fuego. Sólo puedes verla hervir. O no hervir. Y ya está.

Supongo que esto algo que me cuesta aceptar, por más que haya trabajado sobre ello. Y, por lo mismo, me cuesta contarlo, escribirlo. Porque no es nada, solo un conjunto de anécdotas contradictorias que sacuden mi vida, a veces para bien, a veces para mal.

Sin embargo, siento que debería esforzarme en decirlo. No debo hacerme cargo de ordenarlo, de darle un sentido que no tiene. Su sentido es el sinsentido, y ahí reside su debilidad. Y mi fuerza.

Parece que merece la pena intentarlo.
Encantada.

jueves, 26 de julio de 2012

¡Energía!



Estos días me siento llena de ENERGÍA. Tengo muchas ganas de hacer un montón de cosas: ganas de crear (decorar, hacer manualidades, escribir), ganas de aprender (ver documentales, leer, pensar), ganas de moverme (salir de casa, hacer ejercicio, pasear), ganas de sentir (amar, emocionarme, confiar).

Estoy especialmente contenta por ello, ya que hace dos semanas que dejé (¿definitivamente?) los antidepresivos, y me atemorizaba volver a sentirme hundida y sin fuerzas. Mi doctora y mi psicóloga me convencieron de que tenía que darme esta oportunidad, y aunque en un principio yo tenía dudas, he de reconocer que no se equivocaban.

También es verdad que esta actividad desenfrenada puede ser una manifestación de euforia. Mi psicóloga ya me ha advertido muchas veces de que la euforia es una de las muchas caras de que tiene la ansiedad; una cara muy agradable, evidentemente, pero no por ello un síntoma de salud. Así que algo de eso puede haber, ya que mis antidepresivos tenían un poco de anxiolítico. 

Por otro lado, hace poco leí que, en ocasiones, la euforia puede ser una consecuencia del insomnio prolongado. Paradójico, ¿verdad? No duermes en tres días y, en vez de sentirte como una braga, ¡te sientes pletórica! Y da la casualidad (o, más bien, no da) de que vengo sufriendo de insomnio desde hace varias semanas (lo de todos los veranos, vaya). A pesar de ello, durante el día actúo como si me hubiera tomado diez cafés, cuando apenas me bebo un té por la mañana, y poco cargado.

En cualquier caso, pienso aprovechar esta inyección de energía todo lo que pueda, pues me llena de seguridad en un momento en que me siento especialmente vulnerable. Además, puestas a sufrir ciertos efectos secundarios de haber dejado la medicación, prefiero sentirme la reina de Saba que volver a arrastrarme cual lánguida babosa de secano.

¡Encantada!

lunes, 23 de julio de 2012

Vacaciones en Lanzarote

Este año, mi novia y yo decidimos liarnos la manta a la cabeza y hacerles un cambio radical a nuestras vacaciones. Así que viajamos juntas en avión por primera vez, fuimos de hotelazo con piscina y buffet libre por primera vez, y visitamos Canarias por primera vez. Y el cambio radical funcionó, porque nuestra semanita de vacaciones pasó de ser un inquietante viaje hacia lo desconocido a un cálido reencuentro con lo conocido.
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Vista de algunos volcanes desde el sur de la isla, donde se encontraba nuestro hotel.

Para variar, no sabíamos realmente dónde íbamos. Ese suele ser nuestro modus operandi: escogemos un lugar que nos resulta sugerente por cualquier cosa (ni siquiera es necesario que veamos fotos, como fue este caso), nos plantamos en la oficina de información y turismo (una vez allí, se entiende) y les pedimos, amablemente, que nos expliquen dónde hemos ido a parar.
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¡Nunca habíamos viajado tan al sur!

El modus operandi siempre había funcionado a las mil maravillas, pero esta vez hubo de esperar para ponerse en marcha a que fuéramos capaces de superar el shock inicial de vernos rodeadas de desierto y unas sospechosas montañas (que resultaron ser volcanes) cuando nuestra imaginación esperaba algo así como el Caribe. Y no es que no nos hubieran advertido: "Lanzarote es diferente, porque es una isla volcánica". Pero el resto de las islas también lo son... ¡y yo vi por la tele que en Tenerife había pinos! En fin, que como dijo mi novia según bajamos del avión, aquello nos pareció una obra (será la deformación que tenemos como madrileñas de profesión).
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El volcán de La Corona, con su impresionante cráter.

Afortunadamente, poco a poco nos hicimos con la isla y aprendimos a apreciarla. En primer lugar, el viento, un habitante más cuya ausencia se padece mucho más que su abundancia. Y es que, sin nuestros queridos Alisios, en Lanzarote no se puede respirar.
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Jardín de aloe vera en flor.

Después, la playa, que era de arena blanca y aguas turquesas, limpias y transparentes como no había visto en mi vida. Si bien el agua estaba bastante fría en un primer momento, en contra de lo que ocurre en las costas atlánticas de Galicia o Portugal, en pocos minutos alcanzabas una sensación térmica de bienestar absoluto que podía mantenerse durante horas (en mi caso, claro, porque la hipotermia congénita de mi novia es otra historia).
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Playa de La Dorada.

Aunque lo que más nos sorprendió, sin duda alguna, fue la flora. Porque en aquella tierra negra y rojiza también crecen plantas, algunas de las cuales no conocíamos: es el caso del cardón o euforbia canaria, una especie endémica semejante a un híbrido entre un árbol y un cactus que nos dedicamos a fotografiar de manera compulsiva. También me hizo mucha ilusión ver aloe vera en flor, porque había leído que era algo rarísimo, y pude comprobar que no; los que no florecen ni a la de tres son los de nuestras casas, porque allí había montones de ellos con sus campanitas amarillas colgando.
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No, no es un abeto, ¡es una euforbia canaria!

Y para terminar, la fauna: decenas de amorosos gatitos, de todas las edades y tamaños, que también vivían del turismo... ¡y se ganaban el sustento a base de maullidos, ronroneos, caricias con el lomo y peticiones de mimos! Gracias a ellos, pude soportar un poco mejor la ausencia de V... De haber estado en Madrid, mi novia y yo convenimos en que nos habríamos llevado unos cuantos.
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Después de este viaje, nos hemos quedado fascinadas con los cactus.

Pero lo mejor del viaje fue el reencuentro con nosotras mismas, con nuestro amor, que se hacía patente en largas conversaciones, en carcajadas sonoras, en mimos, guiños, caricias, en momentos de pasión. Nuestro amor, que convirtió una rutina de jubiladas (dormir, comer, tomar el sol, nadar, tomar el sol, nadar, tomar el sol, comer, dormir, pasear, comer, dormir) en un dulce pedacito de paraíso terrenal. Lo cual se disfruta mucho más cuando se está saliendo de una crisis tan profunda y dolorosa como la que hemos atravesado en el último año.
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Flores de cactus: la belleza infinita de lo (im)posible.

Unas de nuestras mejores vacaciones, sin duda alguna.
¡Encantada!

viernes, 29 de junio de 2012

Encuentro de bolloblogueras


El miércoles asistí al encuentro de bolloblogueras celebrado en el Entredós, una fundación feminista en Madrid, al que Farala nos convocó desde su blog.

Al principio, no las tenía todas conmigo. La posibilidad de perder el anonimato de mi blog me aterraba. No tanto porque se supiera quién lo escribía, sino por la posibilidad de no poder seguir escribiéndolo en los mismos términos. Reconozco, además, que nunca antes había conocido a alguien por Internet, y me sentía invadida por miles de dudas y una vergüenza casi paralizante.

Afortunadamente, los puntos a favor de asistir al encuentro terminaron por pesar mucho más que estos escuálidos contras. Hacía ya tiempo que tenía ganas de participar en una reunión de blogueras para poder conocer a quienes leo desde hace tantos años. Nunca antes había trabado relaciones tan especiales por Internet, y poder disfrutar de ellas sin una pantalla de por medio constituía y constituye para mí todo un privilegio.

También me interesaba compartir las reflexiones que se generaran entorno a la creación de cultura lesbiana a través de los blogs. Para mí, escribir un blog como lesbiana es una manera de vivir y construir mi identidad muy importante. Como ya he explicado anteriormente, he estado tentada de dejar de hacerlo muchas veces; sin embargo, hay algo en ello que me atrapa y vacía de significado las otras posibilidades. Así que tenía muchas ganas de saber cómo interpretaban y valoraban las demás esta experiencia que para mí es tan enriquecedora.

El caso es que me armé de valor y me planté allí a las ocho en punto. No sabía muy bien cómo iba a desarrollarse el asunto, así que, siguiendo el refrán, hice lo que vi hacer al resto: pedí una limonada y me senté en una mesa poniendo cara de mujer de mundo. A los cinco minutos, ya me había terminado casi todas las galletitas saladas, mi limonada iba por la mitad y el impecable papel de mujer de mundo se deshacía en un manojo de nervios.

Fue entonces cuando vi a Farala entrar por la puerta. Me entraron ganas de correr a abrazarla, pero en el último instante tuve una epifanía de sensatez y recordé que ella no sabía quién era yo. Así que me limité a seguirla con la mirada, tratando de no abalanzarme antes de tiempo. Tras dejar pasar unos minutos prudenciales, que ocupé royendo lo que quedaba de mis galletitas, decidí abandonar el cálido refugio de mi silla y presentarme.

Uno de los temas que tratamos aquella tarde fue la idea de que un blog solo muestra una parte de quienes somos. Sin embargo, a mí me pareció que Farala en persona se parecía bastante a la Farala bloguera que había leído hasta entonces. Una mujer cálida y acogedora, grandísima anfitriona, divertida, abierta y sin pelos en la lengua. Evidentemente, todo esto no me lo transmitió con solo dos besos, sino que pude ir comprobándolo a lo largo de toda la tarde.

Farala me presentó a muchas otras blogueras, a quienes ya leía (como La Letra Escarlata) o a quienes tuve la suerte de conocer aquella tarde (Arponauta o Lenteja). Pronto me sentí rebosante de entusiasmo, terminé mi limonada de un trago y me dejé arrastrar por el hermoso torbellino de emociones e ideas en que se convirtió aquel encuentro.

Durante la charla me senté detrás de Elenita Faraláez, a quien llevaba un rato viendo corretear entre las mesas y que se libró de un buen achuchón porque pienso que el espacio vital de los niños también hay que respetarlo. Si ella supiera cuánto me río todavía cada vez que recuerdo aquel cartelito que le colgó a su madre para informarla de que no quería ir al dentista, o lo mucho que me emociono cuando pienso en el precioso libro de adopción que tiene... Gracias, Elenita, por asegurarme que las croquetas eran de champiñones. ¡No sé qué habría cenado sin ti!

Porque después del encuentro formal, Farala me animó a quedarme al más informal e íntimo que hubo después, en el mismo lugar y con la misma limonada fresquita entre mis manos. ¡Qué afortunada me sentí de poder estar allí, y cuánto eché de menos a otras blogueras a quienes leo y que aún no conozco! Después de esta, os quiero conocer a todas, así que... ¡preparaos!

Espero que, tal y como hablamos, el encuentro vuelva a repetirse. Aunque, con solo asistir a uno, yo ya me siento llena de energía.

¡Y encantada!

domingo, 24 de junio de 2012

¡Aleluya!


Poco a poco, el matrimonio igualitario va ocupando los espacios que le son propios. Así, esta semana se ha anunciado que entrará en la 23ª edición del diccionario de la RAE, elaborado por la Asociación de Academias de la Lengua Española. Los hispanohablantes, pues, estamos de enhorabuena.

La entrada relativa a "matrimonio", además, recibe modificaciones también en su acepción heterosexual, que se vuelve más inclusiva: "Unión de hombre y mujer, concertada mediante ciertos ritos o formalidades legales, para establecer y mantener una comunidad de vida e intereses". La correspondiente al matrimonio entre personas homosexuales es absolutamente equivalente, lo que tal vez en un futuro permita la fusión de ambas: "En determinadas legislaciones, unión de dos personas del mismo sexo, concertada mediante ciertos ritos o formalidades legales, para establecer y mantener una comunidad de vida e intereses". Como nota curiosa, por cierto, no puedo dejar de señalar que el "matrimonio católico" ha sido relegado a la tercera acepción.

Gracias a los avances legislativos en varios países hispanoamericanos, hoy podemos disfrutar de este nuevo triunfo, el cual, aunque meramente simbólico, tiene también una gran importancia. Por fin la RAE se estira y guiña su ojo progresista, tras los continuos sinsabores a los que nos tiene acostumbradas.

Espero que próximamente, el Tribunal Constitucional español nos dé una alegría en el mismo sentido.

¡Encantada!

sábado, 23 de junio de 2012

Esa... ¡no volverá!


Hace unos días, V. y yo tuvimos un encuentro en la tercera fase.

Era por la mañana y mi novia ya se había ido a trabajar. Yo estaba a punto de irme también, solo me quedaba cerrar las ventanas después de ventilar la casa, cuando advertí la pequeña revolución que V. había montado con unos cojines. Para asegurarme de que el frenesí no lo había llevado a saltar por ninguna ventana, empecé a llamarlo para ver dónde estaba, y lo encontré agazapado bajo la mesa de la cocina. Me disponía a agacharme para hacerle unos mimos, pues parecía algo asustado, cuando percibí lo que él estaba percibiendo: un fuerte aleteo en el techo de la cocina.

¡Había entrado una golondrina en casa!

He de confesar que mi primer impulso fue salir corriendo despavorida. Ya sé que las golondrinas no son muy grandes, pero dentro de nuestra cocina a mí me pareció un águila imperial. Afortunadamente, el aleteo ensordecedor y los gruñiditos de V. no consiguieron desconectar del todo mi cerebro racional, así que, medio reptando, logré llegar hasta la ventana de la cocina para abrirla. La golondrina no tardó ni medio segundo en salir, ni yo en volver a cerrar la ventana detrás de ella.

El que tardó unos segundos más en reaccionar fue V. Estaba en estado catatónico. Cuando, definitivamente, se dio cuenta de lo que había pasado, salió corriendo hacia la ventana y la acarició con la patita, como diciendo: "¡Vuelve, amiga, vuelve!". Después, me acompañó hasta la puerta, todavía visiblemente alterado, temblando mientras fuera de casa se escuchaba el continuo piar de las golondrinas que nos sobrevuelvan (o, hasta ese día, nos sobrevolaban) cada mañana.

Volverán las oscuras golondrinas
a jugar con el gato en el cristal,
pero aquella que entró en nuestra cocina,
esa... ¡no volverá!

Encantada.

miércoles, 6 de junio de 2012

A veces siento que me alcanzo


A veces siento que me alcanzo
de puntillas
con las yemas de los dedos
(ya me estoy tocando)
alegre confiada
libre
un espíritu ligero
flotando
por encima de sus miedos.

A veces tiemblan mis tobillos
vuelvo a perderme
respiro
por debajo de mí misma
(ya soy sólo un anhelo)
me abandono despacio
y caigo
con los dos pies sobre el suelo.

sábado, 2 de junio de 2012

El enésimo tentáculo de la homofobia


Esta semana he tenido que enfrentarme a una situación bastante desagradable con una amiga, que me ha dado mucho que pensar.

Cuando conocí a R, ella llevaba varios años saliendo con una chica y no le iba nada bien. Desde el principio, trató de dejarla muchas veces, aunque siempre volvían. El problema principal era que R no se gustaba a sí misma cuando se veía con una mujer. La idea de ser lesbiana le horrorizaba, procuraba ocultarlo y sentía que todo el mundo la juzgaba negativamente si besaba o cogía de la mano a su novia en público.

Durante los primeros años de nuestra amistad, R hizo muchos progresos. Poco a poco fue superando su homofobia interiorizada, salió del armario con sus amigos, e incluso con su familia y en el trabajo, y tanto el compromiso como el bienestar con su pareja aumentaron. Todo esto me hacía sentir muy orgullosa de R, que se había ganado toda mi admiración. Sin embargo, a medida que R iba saliendo de su agujero, su novia se volvía más huraña, celosa y vengativa. Hasta que tuvieron que dejar la relación durante algunos meses.

En este lapso de tiempo, R tuvo una aventura con otra mujer, que tampoco salió demasiado bien. Así que volvió con su novia y empezaron a vivir juntas. Aislada de la mayoría de sus amistades y maltratada por su novia, R no era feliz. Pero aguantaba. Hasta que, de buenas a primeras, su novia decidió dejarla. El destrozo fue completo cuando, al poco tiempo, R se enteró de que su ex salía con un hombre.

Con el duelo a medio superar y ninguna gana de seguir siendo lesbiana, R empezó a flirtrear tanto con hombres como con mujeres. En su adolescencia, había salido con hombres, pero no le había ido bien en el aspecto sexual; esto, sin embargo, no le ocurría con mujeres. Sin querer comprometerse con nada ni con nadie, R solapó relaciones y rollos durante muchos meses, hasta que decidió plantarse. Entonces conoció a un chico, con el que lleva saliendo ya casi un año.

Siempre que sale con un chico, R dice sentirse mejor, pues su autoestima crece, no se ve cohibida ante los demás y asegura que puede ser más ella misma. Sus dificultades en el terreno sexual, además, puede tener un origen concreto, que R trata de superar con ayuda psicológica.

Durante todo este tiempo, R y yo hemos sido amigas. Creo haberle mostrado toda la comprensión y apoyo del que he sido capaz, unas veces mucho (pues me siento identificada con ella en algunos aspectos); otras, no tanto (me molesta especialmente la posible actitud de huida ante las dificultades que presenta la homofobia, externa o interiorizada).

El caso es que, en el último año, R y yo apenas nos hemos visto. Ella ha estado atravesando problemas de salud y familiares, y yo me he centrado bastante en cuidar la relación con mi novia. No me parecía raro, por tanto, nuestro distanciamiento; aunque tampoco me gustaba y prefería acortarlo.

Así que esta semana quedé con R, de manera bastante espontánea, con la excusa de celebrar su cumpleaños. Y he aquí que me encuentro una reunión multitudinaria con un montón de amigos, la gran mayoría de los cuales eran parejas hetero. Y descubro que, a pesar de sus problemas, R ha estado manteniendo una relación fluida con todos ellos.

Me sentí tan mal que a punto estuve de coger mis cosas y marcharme. Porque me di cuenta de que R me había estado excluyendo de su vida, de manera sutil y tal vez incluso inconsciente, pero por un motivo claro: mi lesbianismo. Evidentemente, no es la primera vez que esto me ocurre, pero nunca hasta ahora había sentido ese rechazo por parte de una persona que sabe lo que se siente en mi lugar y que, aun así, te aparta del mismo modo. 

Cuando lo hablé con mi novia, llegamos a la conclusión de que a R le recordábamos esa parte de ella misma que actualmente le resulta molesta e incómoda; del mismo modo que sus amigos hetero le recordaban lo que no era durante el tiempo que estuvo saliendo con mujeres (pues a muchos de ellos los conoció antes que a nosotras, pero hasta hace un año no recuperó su relación con ellos ni nosotras supimos de su existencia).

Sin embargo, por más comprensible que resulte la situación desde un punto de vista racional, a mí me duele. Me duele verme apartada de la vida de alguien por mi orientación sexual (y por la suya, claro) y me duele darme cuenta de que la amistad puede verse afectada por el sexo de la persona con quien salgas. Y, por supuesto, me duele doblemente viniendo de la persona de quien viene (a pesar de que, atendiendo a las evidencias, debería dolerme la mitad).

El caso es que ya no sé si quiero seguir manteniendo esta amistad; la cual, por lo demás, parece que viene derrumbándose desde hace cierto tiempo. Soy casi incapaz de superar determinadas decepciones, por lo que me costaría una energía que ahora mismo no estoy dispuesta a emplear en algo que se puede ir por la taza del váter.

A pesar de todo, me jode: me jode que se den estas situaciones, y que no las veamos, o las veamos y no queramos solucionarlas, o que las veamos y las deseemos. Qué mundo más feo, en el que la homofobia determina la amistad, o en el que no existen ciertas amistades, sino solo la homofobia.

lunes, 21 de mayo de 2012

Mi deseo de ser madre


La maternidad siempre ha sido uno de los pocos hitos en la vida de una mujer ante el que no he sentido rechazo. Cuando era pequeña, me horrorizaban ideas como tener un marido o casarme de blanco; pero tener hijos, no. Tener hijos siempre me pareció deseable.

De pequeña, sin embargo, sentía aversión hacia los muñecos que semejaban un bebé y hacia toda su parafernalia, especialmente si era de color rosa. Así que me formé una familia compuesta por peluches, que cumplían a la perfección su papel de vástagos. Mis peluches tenían edades diferentes y la mayoría se sabían cuidar solos, excepto un pequeño osito de color verde pistacho que me llevaba al colegio para poder tenerlo controlado.

Todos los días lo vestía y envolvía en una mantita de bebé (heredada de un nenuco que pasó por mis manos sin pena ni gloria), para después esconderlo en el fondo de mi mochila. No le contaba a nadie que me llevaba a mi pequeño a clase porque consideraba que eso a nadie le importaba. Lo único importante era que el osito tenía una madre trabajadora que conciliaba su vida familiar y laboral como mejor se le ocurría. Recuerdo perfectamente cómo abría mi mochila disimuladamente mientras el profe explicaba y me aseguraba de que mi osito estaba bien; satisfecha con la comprobación, continuaba atendiendo tranquilamente.

Durante la adolescencia, mi deseo de ser madre se vio exacerbado. Todos los chicos que me gustaban eran "los futuros padres de mis hijos". No existía película romántica para mí si al final no comían perdices y la chica se quedaba embarazada. Parte de mi identidad se fue forjando bajo la idea de formar "un equipo de fútbol". Deseaba estar embarazada, fantaseaba frecuentemente con ello, lo quería en mi vida cuanto antes. Mis amigas, conocedoras de estas ideas peregrinas, me tomaban por loca.

Yo también me tomé por loca el día que empecé a tener relaciones sexuales con mi ex-novio y el amor de madre se vio superado por el pánico a serlo. La idea de quedarme embarazada me aterraba, vivía cada retraso (imaginarios todos) con auténtica agonía y la posibilidad de tener un bebé mientras estudiaba me hizo plantearme por primera vez acudir al aborto, algo que hasta entonces había jurado que nunca haría. Por todo ello decidí que la maternidad estaba muy bien, sí, pero a su debido tiempo.

Mi nueva racionalidad, sin embargo, se rompió en mil pedazos cuando descubrí que era lesbiana. Fue tal el terremoto que sacudió mi existencia, tales los nuevos retos a los que debía enfrentarme sin preparación alguna, que la maternidad se vio forzosamente desplazada a un segundo plano. Recuerdo cómo una amiga de la infancia me preguntaba por aquel entonces si todavía quería ser madre. "¿Madre yo?", le respondí. "Lo dudo mucho".

A medida que las aguas han ido volviendo a su cauce, no obstante, la maternidad ha vuelto a llamar a mi puerta. Primero fue una llamada suave, un mero recordatorio de su posibilidad. Poco a poco, sin embargo, su voz se fue haciendo más fuerte; sus golpes en la puerta, también. Hasta que ha dejado de conformarse con esperar en el quicio, traspasando el umbral y gritándome en el oído que existe, que ha venido para quedarse y que no se piensa marchar.

Y aunque no es un buen momento para tener hijos, aunque mi mente sabe que aún habré de esperar; mi cuerpo lo busca, mi alma lo anhela y mi corazón no se conforma. Por ello he decidido iniciar el camino, dándole nombre primero, para no romperme por dentro ante la posibilidad de ser y no ser.

Como todos los caminos, se sabe cómo empieza, pero no dónde irá a parar.
Una incertidumbre que estoy dispuesta a asumir encantada.

domingo, 20 de mayo de 2012

Legalización del matrimonio igualitario en la UE


Navegando por la red me he encontrado con esta iniciativa de recogida de firmas para pedir la legalización del matrimonio igualitario en toda la Unión Europea. Tengo la sensación de que no es una iniciativa muy conocida, pues apenas ha recogido adhesiones; sin embargo, a mí me ha resultado interesante, así que he añadido mi firma. Si a ti también te lo parece, rellena la petición y ya tendremos otra más.

Encantada.

lunes, 14 de mayo de 2012

Cinco años ENCANTADA


Según se iba acercando el quinto aniversario de mi blog, me ha dado por hacerme la pregunta de cuántos años puede vivir uno de estos inventos. Durante este tiempo he visto nacer, crecer y extinguirse muchas otras bitácoras; algunas han cambiado varias veces de emplazamiento; otras han restringido su lectura; muchas languidecen. Y yo, que también he pensando en cambiar, que he languidecido durante meses, me cuestiono si un blog tiene fecha de caducidad, y si la tiene, a qué se debe.

Se me ocurren dos respuestas. La primera es que los blogs suelen ser temáticos. Un blog de cocina, de pintura, de encaje de bolillos... tiene fecha de caducidad porque la pasión por un solo tema termina decayendo. No es que una deje de interesarse por él, pero sí deja de apetecerle escribir sobre él. Yo misma me he hartado por momentos de escribir como lesbiana, y he pensado en restringirme y ampliarme, aunque finalmente haya desechado la idea.

Otra respuesta tiene que ver con el número de entradas que se publican. Algunas blogueras a las que leo escriben a un ritmo frenético; lo cual, desde el punto de vista de sus lectoras, es estupendo: siempre tienes algo nuevo que leer y comentar, toda una delicia. Si no lo haces, además, pierdes adeptas, e incluso recibes broncas: yo he llegado a encontrarme en mi correo con algún que otro email en el que se me llamaba la atención por tener desatendidas a mis seguidoras.

Sin embargo, ¿es posible mantener ese ritmo? Por lo que he podido observar en los blogs que sigo, la respuesta es que no. Es posible mantenerlo durante un tiempo, pero la mayoría de las blogueras hiperactivas (lo digo desde la admiración) o bien se toman descansos, o bien reducen el drásticamente el número de entradas que publican pasado un tiempo. Supongo que el furor bloguero tiene su momento: cuando yo empecé a escribir mi primer blog, casi todo lo que me pasaba me parecía apto para escribir una entrada; con el tiempo, sin embargo, me cansé de convertir cualquier experiencia en carne para blog.

No obstante, del mismo modo que encuentro respuestas para explicar por qué algunos blogs tienen sus días contados, también se me ocurren algunas claves para su supervivencia: elegir un tema amplio, permitir colaboraciones o incluso escribirlo entre varias personas, publicar con una frecuencia moderada y, sobre todo, el apoyo de los lectores. Esto último me parece un aspecto de gran relevancia, que daría para escribir otra entrada más.

En cualquier caso, ¿es mejor un blog porque el mero hecho de durar más años? Yo creo que no. Hay blogs que dejaron de publicarse hace tiempo y que atesoran un valor difícil de superar (como el blog de Cultura lesbiana, un punto de partida y encuentro para muchas de las que seguimos escribiendo por aquí). Igual que un libro tiene principio y final, ¿por qué no lo iba a tener un blog?

Y hablando del final, ¿tienen los blogs un número de entradas o caracteres limitados? ¿Existe un espacio disponible para cada blog, que pudiera llegar a ser completamente ocupado? A esto sí que no sé responder; considerando mi ritmo de publicación, creo que tardaría en comprobarlo por mí misma, al menos, otros cinco años más.

Encantada.

lunes, 30 de abril de 2012

El primer año GATUNO


Nuestro V ha cumplido ya su primer año gatuno. Como es un gatito callejero, no conocemos exactamente la fecha de su nacimiento; pero mi novia y yo hemos elegido un día aproximado que nos gustaba.

Dicen que los gatitos se "calman" cuando cumplen un año, pero V no parece seguir esta regla no escrita. A él le encanta correr, saltar, perseguir y morder peluches, maullar a los pájaros, olfatear todo lo desconocido...; pero, sobre todo, le gusta que juguemos con él varias veces al día. Así que, aparte de saber pedirnos comida o que le abramos una puerta, ha aprendido a exigirnos los ratitos de juego que, al parecer, le debemos.

En general, la experiencia de haber adoptado a V está siendo muy buena. Para mí es una alegría saber que nos está esperando cuando llegamos a casa, o que va a dormir a los pies de nuestra cama, o que si me levanto de noche porque no puedo dormir, él acompañará mis desvelos. Desde que vive con nosotras, nos hemos convertido en una familia interespecie que nos regala muchos momentos de felicidad.

El único (aunque importante) problema de convivencia que tenemos con V es que muerde. No es un gatito que arañe (aunque gasta unas uñas poderosas, porque no se las cortamos): él se arranca a bocados directamente cada vez que algo no es de su agrado.

Después de leer mucho sobre el tema, puedo asegurar que alrededor de un 20% de mordiscos son el resultado de unas ansias de juego no satisfechas. Es decir, que si no jugamos con él hasta la extenuación cada vez que nos lo pide (lo cual es imposible), se busca su propio entretenimiento, el cual suele consistir en acecharnos tras una puerta y mordernos en los tobillos y las piernas. Como estos mordiscos son una parte del juego, no suele hacernos daño; aunque a veces acabamos arrastrando un gato enganchado en la pierna por media casa.

Otro 20% de los mordiscos obedecen a lo que algunos expertos denominan los "desórdenes mentales" de los siameses. Como no he tenido otro gato de otra raza, no puedo saber si los siameses están mentalmente desordenados o no, pero hasta nuestro veterinario nos ha preguntado por ello, ya que, al parecer, estos gatos tienen una forma de ser un tanto "peculiar".

 Así que una puede estar sentada tan tranquila, a una distancia prudencial del gato y sin hacer nada en particular, cuando de repente, ¡zas!, V se te lanza a un brazo, te hace "el cangurito" (le pusimos este nombre tan mono cuando era pequeño, pero ahora deberíamos llamarlo algo así como "la muerte súbita", porque consiste en engancharte con los dientes, sujetarte con las uñas y cocearte con las patas traseras; vamos, que en un par de segundos te avía el brazo para un mes) y después se marcha tan tranquilo, como si no hubiera pasado nada. Desde luego, si esto no es la muestra de un frustración inconsciente, que baje Dios y lo vea.

Pero la mayor parte de los mordiscos (ese 60% que me he dejado para el final) están causados por el hecho de que mi novia y yo padecemos el "síndrome de Elvira". ¿Cómo? ¿Que todavía no conoces a Elvira...? Sí, mujer, sí, esta niña que es todo amor...


En fin, que nuestro V puede ser un manías y un cansino, pero también es verdad que lo tenemos agobiao. Me imagino el estrés que debe sentir cada vez que nos ve acercarnos con los brazos estirados y la voz de pito, pero es que... ¡es tan mono...! Que por muy amoratadas que tengamos las extremidades, no podemos dejar de volver a por más. Se podría pensar que no nos dolerá tanto cuando lo hacemos; pero no, duele, duele mucho, deja marca durante semanas... y seguimos haciéndolo. Patológico, lo sé: por algo lo hemos bautizado como el "síndrome de Elvira".

Supongo que, para que nosotras consideremos que V se ha "calmado", el pobre tendría que alcanzar el Nirvana.

Si algún día pasa, os aviso encantada.

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